Legalidad o imposición en Indonesia

Reformar lo existente o cambiarlo por algo totalmente nuevo. Esta es la substancia del debate político cotidiano (pero hasta ahora desconocido) en Indonesia en la actualidad. Se trata de un debate mucho más trascendente de lo que aparenta a primera vista, porque de la manera en que se resuelva depende el tipo de sociedad, y la calidad de la democracia, que eventualmente pueda emerger. Es un debate que arroja lecciones importantes para la vivencia de nuestro país al cierre del siglo.

 

La historia es muy simple y no del todo extraña para nosotros: un presidente que se perpetúa en el poder; un sistema político diseñado para sostener a un partido y a una persona en el gobierno; un control más o menos férreo de las masas; una ideología oficial revolucionaria diseñada para legitimar al gobierno e impedir retos a sus formas autoritarias; una constitución y una estructura legal diseñadas para hacer posible, y legítimo, el gobierno de una sola persona; tasas de crecimiento económico elevadas y sostenidas que generan una movilidad social permanente y una satisfacción general lo suficientemente amplia como para que nadie dispute la estructura política. La historia de Indonesia en los últimos treinta y tantos años tiene muchos puntos de semejanza con el sistema político postrevolucionario en México. Sus dilemas no son del todo distintos, aunque los tiempos allá son brutalmente rápidos.

 

La caída de Sohearto ha precipitado los tiempos y los movimientos en Indonesia. Súbitamente, las carencias y las ausencias de todas estas décadas se han convertido en una cargada agenda política. Todo lo que faltó a lo largo de esos años tiene que ser resuelto casi de inmediato. En cierta forma, los indonesios tienen que resolver, en cuestión de meses, todo el conjunto de procesos y dilemas que los mexicanos hemos venido enfrentando -muchos todavía sin concluir- desde 1968. Las manifestaciones y desmanes que sacudieron a ese país en mayo pasado y que llevaron a la renuncia de Sohearto, precipitaron la disputa por el poder y crearon una situación de efervescencia política impresionante. En el curso de unos cuantos meses, Indonesia tiene que consolidar una extraordinaria variedad de arreglos e instituciones políticas: formar partidos políticos, aprobar una legislación electoral que goce de consenso, elegir un nuevo parlamento, convocar a elecciones presidenciales y fortalecer la independencia del poder judicial. Todo ello en medio de una crisis económica que no parece tener vías de solución.

 

La combinación de circunstancias es extraordinaria, sobre todo vista a la luz de los cambios políticos y económicos por los que México ha atravesado a lo largo de las últimas tres décadas. Por ejemplo, a pesar del ritmo insuficiente de recuperación de la economía en México, el contraste con Indonesia es impresionante. Aunque en los ochenta tomó varios años lograr alcanzar un nuevo equilibrio en nuestra economía, en el 95 la economía se estabilizó con gran rapidez después de atravesar por una de las crisis más agudas de las últimas décadas. La economía indonesia lleva más de un año en medio del caos más absoluto. Los bancos indonesios no sólo tienen problemas de capital, sino que nadie sabe qué tan cerca se encuentran de una crisis de insolvencia. Las empresas se manejan exclusivamente en efectivo, pues nadie quiere recibir un cheque sin fondos de un cliente potencialmente insolvente. No existen mecanismos para dirimir conflictos comerciales, por lo que sólo se firman contratos entre amigos, parientes o viejos socios. Quizá más importante, los tecnócratas indonesios no parecen tener recetas para salir de la parálisis. Esto último es particularmente contrastante con México: aunque con muchos tropiezos, titubeos y errores en el camino, los tecnócratas mexicanos siempre supieron qué debían hacer.

 

El debate político que caracteriza a Indonesia en la actualidad es particularmente relevante para nosotros. El nuevo gobierno del presidente Habibie ha diseñado un esquema de reforma política para poder sentar las bases para una nueva elección presidencial en el curso del próximo año y medio. El planteamiento gubernamental parte de un principio muy específico: para ser exitoso, el programa de reforma tiene que estar anclado en la legalidad existente, así sea para cambiarla. Es decir, para Habibie el proceso de cambio político tiene que partir de la legalidad vigente; como la única legalidad que existe es la que instumentó Sohearto, pues esa es la que tiene que servir de fundamento para las reformas. El poder legislativo actual -virtualmente todo nombado por Soeharto- tendría que aprobar cambios legislativos que lleven a una elección de la cual emerja un parlamento representativo. Una vez reformado el sistema político, dice el presidente Habibie, el nuevo parlamento podría convocar a una asamblea constituyente para reformar el orden legal que hoy rige. En otras palabras, Habibie propone un cambio institucional a partir de las instituciones existentes, aunque éstas no sean ideales, o incluso compatibles, con el objetivo de la reforma.

 

Los diversos grupos de oposición en Indonesia están muy dispersos, son sumamente débiles y no están unidos, excepto en un tema: todos demandan un cambio inmediato. La oposición actual, incluyendo personas hasta hace poco estrechamente vinculadas al régimen, le están exigiendo al presidente Habibie que renuncie para ser substituido por alguien no contaminado por el régimen de Sohearto. Los más generosos le exigen que convoque a elecciones de inmediato, pasando por alto que ni el presidente ni el parlamento actual tienen las facultades necesarias para llevar a cabo esa convocatoria. La respuesta de la oposición a este dilema es inmediata: que se redacte una nueva constitución. Su argumentación no es absurda: dicen que la realidad ha cambiado y que la situación actual no está contemplada por la constitución vigente, razón por la cual lo que procede es reconocer la realidad en una nueva constitución y no tratar de adaptar la realidad a la constitución vigente..

 

El dilema que enfrenta Indonesia en este momento es terriblemente serio. Nadie parece disputar el objetivo mismo: todo mundo quiere dar el salto a un sistema político representativo y democrático. El dilema es cómo llegar a ese nuevo estadio. Desde una perspectiva pragmática, lo que procede es reconocer la realidad actual y comenzar a construir los andamios institucionales necesarios para poder estructurar un nuevo sistema de gobierno que impida los abusos del pasado, establezca reglas para la competencia política y genere mecanismos de participación y representación popular. Pero la noción de reconocer la realidad actual tiene dos ángulos muy contrastantes.

 

Quienes abogan por la construcción inmediata y a rajatabla de un nuevo orden legal quieren dar el salto de la muerte sin red. Es decir, proponen abandonar lo existente y construir algo nuevo en su lugar. Esto suena muy lógico, pero tiene enormes problemas. Su argumento es que la constitución vieja ya no sirve a la nueva realidad, lo cual es indudable (e indisputado). Pero la manera en que proponen el cambio es sumamente peligrosa: de alguna manera están diciendo que la sociedad se está comportando de una manera a pesar de que la constitución le indica que debe comportarse de otra, y que va a cambiar de comportamiento una vez que haya una nueva constitución. Parece evidente que el problema no está en la constitución sino en el comportamiento de la población, algo que un documento legal no puede, por sí mismo, alterar. Mucho más importante, una vez que se rompe la estructura legal vigente, así sea una estructura inadecuada, no hay nada que pueda evitar que se transgreda cualquier otra en el futuro: desde esta perspectiva, no hay diferencia alguna entre un cambio «bueno» hacia la democracia y un golpe de estado.

 

La alternativa en Indonesia, que también es aplicable a México, es la de ceñirse al marco legal y regulatorio existente a fin de preservar un vestigio mínimo de legalidad y, sobre todo,  asegurar que nadie -en el presente o en el futuro- se proponga alterar el orden existente por medios ajenos a la legalidad. Esta ruta es mucho más engorrosa y lenta, pero tiene la enorme virtud de crear certidumbre y transparencia. Le obliga a la población a plantear modificaciones graduales a la legislación vigente, en lugar de imponer cambios dramáticos y potencialmente errados. Invita a los partidos a negociar y a encontrar puntos de acuerdo en lugar de imponer soluciones unilaterales que no satisfacen más que a intereses particulares. Quizá más importante, conduce por una vereda de cambios acumulativos, producto de la experiencia y del debate, en lugar de borrones absolutos que crean una destructiva incertidumbre sumamente difícil de remontar.

 

El dilema indonesio es increíblemente cercano al nuestro. Allá, como acá, existe una acre disputa sobre el camino a emprender. Aunque el objetivo general no parece estar en discusión, la disputa sobre los medios nos dice mucho sobre el «genuino» interés por ese objetivo final. La mayor parte de los actores políticos en Indonesia y en México parecen querer arribar a buen puerto: un lugar caracterizado por la civilidad, la legalidad y la representatividad de la población. Pero no todos esos actores creen en los mismos vehículos para llegar al objetivo. Algunos, por ejemplo, pretenden que un grupo de notables redacte una nueva constitución y que ésta se apruebe sin más. La idea es romper con el pasado de una vez por todas. El problema es que alguien dispuesto a romper con todo lo existente también podrá romper con cualquier arreglo futuro si éste no beneficia sus intereses. Las formas y los procedimientos hacen una enorme diferencia, pues son, a final de cuenta, las anclas que permiten afianzar un proceso de cambio en el que todo mundo está incluido y en el que todo mundo puede confiar. Algo que se impone desde arriba, ignorando las formas, estructuras e instituciones previamente existentes, así sean inadecuadas, constituye un riesgo a la civilidad, a la paz y, en última instancia, a la estabilidad y a la democracia. No hay duda que el camino de la reforma es simpre más difícil, pero a largo plazo nunca será tan difícil como el de la imposición.