Conflicto inevitable

Nadie puede culpar a los mexicanos de estar crecientemente preocupados por el devenir del país.  La multiplicación de luces rojas tiende a acelerarse y a causar toda clase de dislocaciones. Las tensiones se incrementan en Chiapas, el Fobaproa se torna explosivo, la relación oficial con Estados Unidos se vuelve cada vez más conflictiva, la inseguridad pública crece sin cesar y la tensión social comienza a desbordarse.  La función de los políticos en ésta -y todas- las circunstancias debería ser la de ofrecer un liderazgo convincente y certero. Sin embargo, la retórica política -desde el presidente hasta el último de los políticos- tiende a ir precisamente en la dirección contraria. La retórica está exacerbada, los políticos polarizan y la política se radicaliza, al menos en su versión retórica. En privado los políticos hablan de soluciones y arreglos pero en público elevan el nivel de conflicto cada vez que abren la boca. ¿Saben nuestros políticos a dónde nos quieren llevar?

 

Todos y cada uno de los conflictos y dificultades que enfrentamos evidentemente tienen solución.  Hay temas complicados, como el de Chiapas, y temas costosos, como el de Fobaproa, pero no hay razón alguna por la cual los problemas que enfrenta el país no puedan ser enfrentados y resueltos. Técnicamente no es imposible encontrar maneras de reducir el costo económico del Fobaproa, por ejemplo, con lo cual se podría reducir también el costo político de su aprobación. A pesar de su mayor complejidad, exactamente lo mismo se puede decir acerca de Chiapas. Los ánimos en y respecto a ese estado están por demás caldeados, lo que impide comenzar a resolver el conflicto, pero no hay razón objetiva para suponer que una solución es imposible. Chiapas ha dejado de ser un conflicto para convertirse en la excusa de todos y de todo, cada cual con su agenda particular.  Sin embargo, si uno sigue el discurso político, cualquier salida a estos problemas aparece como imposible.  La retórica de los políticos polariza, impide y hace cada vez más costosa la solución de los problemas. Quizá esto sea inevitable porque todo mundo parece identificar su interés con la polarización más extrema posible.  Ya que en el 2000 se concentran todas las expectativas partidistas y políticas, es imperativo identificar qué es lo que conduce a esa radicalización del lenguaje, para disminuirla o atenuarla.  Una definición clara respecto a las reglas del juego para esa contienda y acuerdos específicos en torno a la continuidad de lo esencial en lo político y en lo económico permitirían atenuar la radicalización política actual.

 

El lenguaje de los políticos es importante porque establece los patrones de comportamiento de la población, sobre todo en el contexto de una sociedad enojada, atemorizada, convencida de que su situación es injusta y en la que no existen parámetros absolutos (como serían la legalidad o el orden legal). Cuando un político dice cosas extremas hace pensar a todos los ciudadanos que se vale tomar posturas o acciones igualmente extremas.  Cuando un político condona o con su lenguaje legitima la violencia, le da pie a esos grupos, ya de por sí altamente motivados (y con frecuencia movilizados), a tomar las armas y a emprender acciones violentas.  El lenguaje tiene consecuencias.

 

Pero el otro lado de la moneda no es menos importante.  La población está enojada, ve con gran duda e incertidumbre el futuro y se siente atemorizada por la violencia y criminalidad.  El hecho de que la economía familiar en regiones muy amplias del país no haya mejorado en los últimos años no ayuda en nada.  La polarización social, la desigualdad económica -que no es nueva, pero ciertamente no ha disminuido- y la criminalidad son todos ingredientes de la tensión social que caracteriza a la sociedad y que se manifiesta de distintas maneras: desde los actos violentos que se observaron luego de los partidos de futbol hace algunas semanas, hasta el apoyo explícito o implícito que reciben personas o grupos que retan la legalidad, como es el caso del Barzón o de delincuentes convictos como Isidoro Rodríguez «el divino».  Todo parece indicar que la población está tan enojada y molesta que cualquier comportamiento contrario a la autoridad (incluso al concepto mismo de autoridad) es inmediatamente validado y aceptado como legítimo.

 

Estas realidades llevan años cobrando forma. Ninguna de ellas es particularmente nueva ni su manifestación actual casual. Pero la problemática no es igual en todo el país.  No es lo mismo, por ejemplo, el centro que el norte geográfico del país. Mientras que el primero se estanca -si no es que retrocede- en términos económicos y de distribución del ingreso, el segundo experimenta un crecimiento industrial que tiene pocos precedentes en el mundo, al grado en que muchos de los estados de la región gozan de pleno empleo.  No es casual, en este contexto, que existan diferencias muy agudas en el comportamiento de la población en distintas partes del país.

 

El país está atravesando por un proceso de cambio político sumamente agudo y profundo.  El gradual desmoronamiento del viejo sistema político ha liberado la competencia partidista, ha permitido una creciente libertad de expresión y el surgimiento de todo tipo de liderazgos, pero también ha venido acompañado del crecimiento de la criminalidad y la violencia.  Es decir, los viejos controles políticos desaparecieron justo cuando la economía sufría una de sus peores crisis, provocando el desencanto y empobrecimiento generalizado en la población.  Ambas cosas -la liberalización política y la debacle económica- generaron una crisis de  liderazgo que ahora se manifiesta en la forma de una retórica radical y polarizante, y un entorno político altamente volátil.

 

El caso más ilustrativo de los riesgos de la volatilidad política que caracteriza al país en la actualidad no tiene que buscarse en la era precolombina.  En 1994, la suma de violencia, polarización, lenguaje radical y falta absoluta de comprensión de la gravedad del momento político llevó al país a la orilla de un abismo.  El año comenzó con el levantamiento zapatista y de ahí no paró hasta la devaluación de diciembre.  En el camino pudimos observar a un negociador de la paz manejando su propia agenda, a un secretario de gobernación amenazando la estabilidad política del país y a un subprocurador acusando de corrupción a todos los mexicanos en un acto que probó ser un mero reflejo de sus propias culpas.  Fue poco lo que nos faltó para dar el salto al abismo. Lo mínimo que podríamos hacer en este momento es no repetir semejante faena. Pero todo parece indicar lo contrario.

 

Justo en el momento en que el país requiere un claro liderazgo, un fuerte sentido de dirección y una mayor responsabilidad por parte de los partidos y los políticos, la polarización y el lenguaje radical parecen ser la norma, en lugar de la excepción. Los políticos exacerban el discurso y luego se sorprenden de las respuestas violentas de la población. Lo urgente es reconocer la complejidad de los tiempos, la dificultad del momento y los extraordinarios riesgos que el país está corriendo, como resultado del lenguaje político y de la falta de acción en problemas centrales que nos afectan. Claramente, los políticos perciben fuertes incentivos para comportarse como lo hacen.  Con suerte algunos de ellos tendrán la capacidad para invitar a la concordia y a la civilidad antes que la violencia a la que han incitado los rebase o, con mucha fortuna, antes de que los electores les muestren la puerta de salida.