INGOBERNABILIDAD

INGOBERNABILIDAD

Luis Rubio

El espectro de la ingobernabilidad preocupa a un número creciente de mexicanos. La capacidad de articular decisiones y lograr una concurrencia de propósitos entre el ejecutivo y el legislativo parece cada vez más distante, lo que asusta a quienes ven hacia adelante y temen de una época caracterizada por indecisión, confrontación y parálisis gubernamental. Sin duda, ese escenario es extraordinariamente preocupante y perturbador, pero no es obvio que sea inminente. La verdad es que estamos un poco echados a perder y no siempre por buenas razones. Por décadas, el concepto mexicano de gobernabilidad se refería a una sola cosa: la capacidad del presidente de imponer sus decisiones, sus iniciativas de ley y sus objetivos al legislativo y, consecuentemente, a la sociedad en su conjunto. Ahora que hay mucha más competencia política y, al menos por ahora, un Congreso lidereado por partidos distintos al PRI, el temor a la ingobernabilidad ha hecho una aparición estridente. El verdadero problema no reside en el hecho de que la oposición controle al poder legislativo, sino en que ni el gobierno ni los legisladores han comprendido la necesidad de liderear y, a la vez, negociar entre sí para el bien del país.

La ingobernabilidad se presenta cuando es imposible lograr que los distintos componentes del gobierno se pongan de acuerdo y, en su caso, lleven a la práctica sus decisiones. Si el Presidente envía una serie de iniciativas de ley al Congreso y éste, por las razones que sea, no las modifica y/o aprueba, entramos en el terreno del desacuerdo entre poderes y ante la posibilidad de la parálisis y la ingobernabilidad. Muchas de las iniciativas enviadas por el ejecutivo en los últimos dos años han sufrido precisamente esa suerte: se han quedado en un limbo legislativo del que no parecen poder salir. Ahí estuvo, por meses, la iniciativa relativa al Fobaproa, ahí se encuentra una docena de iniciativas relativas al sector financiero, al Banco de México, a la Comisión Nacional Bancaria, a la electricidad y, más recientemente, la iniciativa gubernamental en materia de garantías crediticias y de quiebra y suspensión de pagos. Cuando la lista de iniciativas que llegan al Congreso crece y crece sin que de esa lista surjan leyes aprobadas, el país entra en problemas, sobre todo cuando están de por medio temas urgentes para el desarrollo del país.

No es que el Congreso esté ahí sólo para endosar las iniciativas que envía el ejecutivo. Pero el Congreso sí está ahí para legislar y una parte importante de las iniciativas de ley -y en nuestra historia prácticamente la totalidad- ha provenido del ejecutivo. El Congreso actual ha legislado mucho más de lo que se aprecia en general, pero no ha considerado todas, ni siquiera la mayor parte de las iniciativas que más interesan al gobierno. El gobierno ha sido totalmente incapaz de abogar por sus iniciativas, de liderear movimientos de opinión pública para fortalecer sus argumentos y de negociar con las diversas facciones del Congreso para lograr la aprobación de las mismas. Pero el Congreso tampoco ha operado bajo una lógica que reconoce que su función es precisamente la de negociar con el ejecutivo y con otras instancias de la sociedad para que progrese el país. Este impasse es serio y, de persistir, invitaría a pensar en escenarios graves para el desarrollo futuro de México. Sin embargo, el hecho de que no se aprueben las iniciativas presidenciales tal y como son enviadas al Congreso no es sinónimo de ingobernabilidad. Bien podría ser una primera y saludable- manifestación del ejercicio pleno de los pesos y contrapesos que el país tanto requiere y demanda.

La verdad es que la ingobernabilidad es el menor de los riesgos que enfrentamos en la actualidad. En este momento -en que toda la política mexicana tiene sus ojos puestos en el dos de julio del próximo año (aunque muchos, razonablemente, todavía no los pueden quitar del siete de noviembre)-, todavía no es evidente quién va a ganar las próximas elecciones o cómo va a quedar constituido el Congreso. Las encuestas, que son, a final de cuentas, una mera fotografía del momento en que se realiza la entrevista, sugieren que, de llevarse a cabo las elecciones en este momento, el PRI ganaría con un porcentaje de los votos superior al 40%, lo que concebiblemente (si rebasa el 42%) le daría nuevamente el control de la Cámara de Diputados. Es decir, a pesar de que todo parece indicar que la próxima Cámara va a estar más fragmentada que la actual (hay que considerar que hay cinco nuevos partidos más en la competencia) y que la constitución de una mayoría operativa podría ser mucho más difícil que en el presente, no es evidente que el PRI seguirá siendo oposición. Por supuesto, todavía no hay nada escrito respecto a los resultados electorales del próximo año. Pero los escenarios que resulten de la próxima elección pueden ser muy diversos.

Pero, independientemente de la composición del Congreso, la gran pregunta es si será posible lograr que se consolide un gobierno y que éste pueda gobernar. Más allá de la trivialidad priísta que considera que hay una situación de ingobernabilidad cuando las iniciativas que el Presidente envía al Congreso no son aprobadas de inmediato y sin modificación alguna, el tema de la gobernabilidad adquiere tintes de gravedad no por sólo por la creciente complejidad de la relación entre los dos poderes, sino sobre todo porque cada vez parece más difícil que se consolide una presidencia funcional. Lo que hemos visto en los últimos años no es incapacidad del ejecutivo para articular iniciativas de ley (independientemente de si son adecuadas o no), sino una extraordinaria inhabilidad para lograr que éstas sean aprobadas por el poder legislativo, primero, y luego, en caso de ser aprobadas, de ser instrumentadas con eficacia. Nuestro problema de gobernabilidad no reside exclusivamente en el legislativo, sino en todo el proceso de gobierno.

A nadie le puede quedar la menor duda de que el Congreso actual ha enfrentado enormes dificultades para llevar a cabo su función. Los perredistas han tomado el camino fácil de oposición a ultranza a toda iniciativa presentada por el ejecutivo, sin reparar en las consecuencias de sus acciones para el país o para la credibilidad de su partido cuando los electores tengan que juzgar sobre su capacidad de gobernar. Por su parte, los panistas se han creado un conjunto de impedimentos artificiales (como la búsqueda de chivos expiatorios en lugar de mejores gobiernos y políticas públicas), que les impiden funcionar de una manera normal, lo que les lleva, penosamente, al mismo problema que tienen los perredistas, pero sin el beneficio de ser percibidos como una oposición auténtica y creíble. Es decir, los panistas se han dedicado a cavar su propia tumba cada vez que no deciden o cada vez que tratan de justificar sus decisiones (o no decisiones). En lugar de aparecer como una oposición limpia y creíble, como pretende el PRD, o como el partido responsable que és, acaban presentándose como un partido titubeante que no sabe o no puede decidir. La diferencia, en términos electorales, es mayúscula.

Pero el problema de fondo es mucho más serio de lo que parece a primera vista. Detrás de todas las escaramuzas legislativas de los últimos años se encuentra el pecado original de las reformas económicas. En México, a diferencia de otros países como Argentina o Chile, las reformas económicas se postularon y emprendieron como una alternativa a la transformación y modernización más amplia de la sociedad y política nacionales. La idea de reformar la economía del país nació, en los ochenta, atendiendo a un imperativo político mas que económico: las reformas serían el instrumento para mantener el status quo político. A través de la reactivación de la somnolienta economía del país se pretendía, de hecho, atenuar la necesidad de una reforma política. En este sentido, mucho de lo que no se ha hecho en la última década en materia de reforma política y de gobierno tiene que ver, precisamente, con la visión original de las reformas económicas o, puesto en otros términos, con la contradicción original que las caracterizó.

Este no es un tema de interés meramente académico. El gobierno lleva quince años esperando que las reformas económicas resuelvan, por sí solas, el problema político del país. Esta es la razón por la cual no se ha avanzado en la modernización más amplia de las estructuras políticas y sociales e, incluso, explica por qué se ve con temor cualquier iniciativa que pudiera implicar una modificación substancial del statu quo, aun cuando éste sea intolerable hasta para el propio gobierno.

Este círculo vicioso nos ha condenado a una crisis de confianza permanente entre el gobierno y la sociedad, y entre el gobierno y el poder legislativo. La sociedad no confía en el gobierno: lo percibe como una fuente de abuso, corrupción y desprecio, en tanto que el gobierno actúa como si la sociedad fuese iletrada e incapaz, siempre necesitada de una mano paternal. Algo semejante ocurre en su relación con el Congreso, en la que ni siquiera existen conductos de comunicación funcionales. Ni el liderazgo del PRI en la Cámara de Diputados ni el gobierno acaban por aceptar la realidad política que se hizo manifiesta con las elecciones de 1997. Esto les ha impedido actuar en función de las necesidades y responsabilidades más elementales del arte de gobernar. De esta manera, en lugar de procurar el desarrollo de relaciones funcionales y provechosas con los diversos partidos de oposición a fin de hacer avanzar su proyecto en cuestiones legislativas, el gobierno se ha dedicado a hostilizar a sus socios naturales, en todos los partidos.

El espectro de ingobernabilidad se encuentra en la imaginación de los políticos que no alcanzan a reconocer que es necesario sentar las bases de un futuro mejor por medio del entendimiento y la negociación. El problema de la ingobernabilidad desaparecerá cuando ambas partes gobierno y oposición- reconozcan la legitimidad del otro. Una vez conseguido eso, quién triunfe o quién pierda será relevante sólo para los individuos involucrados, ya no para el desarrollo del país y sus golpeados y abusados habitantes.

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De noviembre a julio

De noviembre a julio

Luis Rubio

La nominación del candidato del PRI constituye el banderazo de salida de lo que será, quizá, la contienda más sui géneris de la historia del México moderno. Se trata de una justa electoral inédita tanto por la creciente madurez política de la población y la fortaleza relativa de al menos dos partidos de oposición, como por la nueva manera en que el PRI eligió a su candidato a la presidencia. Por más que los candidatos intenten diferenciarse, lo que estará en disputa en los próximos meses no serán grandes programas de gobierno, porque no existen mayores temas de contención en ese plano, sino si efectivamente el país ha entrado en una nueva etapa de su historia. Puesto en términos metafóricos, lo que habrá que dilucidar en julio es si la problemática del país se parece más, en términos conceptuales, a la etapa fundacional del México organizado cuando se creó el PNR, el abuelo del PRI, al final de los años veinte, si se trata de 1988, el momento más caótico -en la economía y política- del país en su época moderna, o si, finalmente, la situación tiene más parecido con 1994, cuando el PRI ganó con amplitud una competencia reñida.

La escena política en este momento difícilmente podría ser más contrastante. El PRI logró concluir un proceso de nominación de su candidato a la presidencia sin rupturas significativas y con una imponente legitimidad, algo que no había logrado en casi tres décadas. Por más que muchos observadores, analistas y miembros de otros partidos quieran desdeñarlo, es más que evidente que, lejos de una farsa, el PRI logró una exitosa faena. Se trata, de hecho, de una verdadera revolución en la política mexicana, misma que igual puede acabar bien que mal. Independientemente de las inercias que motivaran a la maquinaria priísta a volcarse sobre un candidato, no hay manera de explicar los casi diez millones de votos en esta elección primaria sin una amplia presencia de la población detrás del PRI, tal como las encuestas de salida lo evidencian. El nuevo proceso de nominación entraña el fin de la ancestral disciplina de los priístas, sustentada en buena medida en el dedazo, circunstancia que abre profundas interrogantes sobre la estabilidad política futura. Pero, por ahora, el PRI fue exitoso en rebasar las disputas que, en años recientes, habían impedido que emergiera un candidato legítimo, capaz de articular una presencia nacional. Lo que sigue será probar que, además, puede conferirle a una población golpeada por décadas de crisis, criminalidad y expectativas frustradas un sentido de certidumbre y dirección, que parece ser la principal demanda ciudadana.

Ahora que los priístas dieron el primer paso hacia la institucionalización del proceso de nominación de su candidato, les queda convertir ese triunfo en una nueva etapa de vida institucional para el país, pero esta vez, en contraste con el pasado, fundada en la legalidad, competencia y rendición de cuentas. Pasado el procedimiento democrático de selección del candidato, su mayor riesgo reside, paradójicamente, en ignorar el otro lado de la moneda: el del manejo de los perdedores. Los priístas viven un momento de lujuria por su reciente éxito, pero esa lujuria fácilmente los puede hacer retornar a la arrogancia que por décadas los caracterizó en el pasado, haciendo imposible un triunfo semejante en el futuro. Lo importante de la democracia, como decía el expresidente español Felipe González, reside en aceptar la derrota (lo que incluye el trato a los perdedores), porque aceptar el triunfo es siempre fácil. La manera en que los priístas, comenzando por su nuevo líder, traten a los contendientes perdedores va a constituir una señal trascendental para la consolidación del proceso de nominación y, sobre todo, para avanzar o impedir un nuevo proceso de institucionalización del poder en el país. La salida fácil, la que han venido exhibiendo muchos priístas desde su elección primaria, es la de la arrogancia del poder. Entre noviembre a julio habrá muchos meses y oportunidades para mostrarle al electorado si efectivamente existe una nueva cara en ese partido.

Lo partidos de oposición no han sabido leer en la elección primaria del PRI la nueva realidad política que vive el país. Nadie puede dudar que una abrumadora proporción de la población demanda cambios profundos en la administración pública y política del país y exhibe un enconado enojo contra el gobierno. En condiciones normales, ese solo hecho justificaría una extraordinaria oportunidad para un candidato de oposición. Sin embargo, la experiencia de Roberto Madrazo demuestra que el hecho de presentarse con un discurso opositor y redentor no es suficiente para ganar el corazón de los votantes, ni tampoco para ganar una elección, por más que los tres millones de votos que logró sean todo menos que irrelevantes. Los estudios y análisis que se desprenden de las encuestas que se levantaron a lo largo de los meses de campaña priísta y, particularmente, de las encuestas de salida el día siete de noviembre muestran a una población que está harta de promesas insatisfechas, una población que quiere cambios pero que no está dispuesta a pagar el costo de los mismos y una población que, por encima de todo, quiere saber hacia dónde va el país. La demanda de autoridad y certidumbre parece dominar las preferencias electorales de la población en este momento, razón por la cual la apuesta que parecen estar haciendo los candidatos del PAN y del PRD de capitalizar el descontento de la población criticando al gobierno saliente y a la situación general del país, bien puede traducirse en un fracaso más.

Las opciones para los candidatos de oposición dependen tanto de la manera en que evolucione el PRI como de sus propias estrategias. El PRI puede igual haber creado una plataforma triunfadora que haga irrelevante cualquier estrategia opositora, pero también puede acabar haciéndose harakiri, de salir al ruedo a imponer condiciones, a ser excluyente y a perder al electorado con la arrogancia que siempre lo ha caracterizado. La oposición inevitablemente tendrá que apostar a que el PRI se perderá en la cruda posterior a la fiesta. Para comenzar, a pesar de los casi diez millones de votos, alrededor de la mitad de éstos acabaron en las manos de candidatos distintos al ganador. Francisco Labastida igual podrá hacer suyos esos votos que regalárselos, por default, a la oposición. Pero, por encima de todo, el éxito o el fracaso de Vicente Fox y de Cuauhtémoc Cárdenas dependerá íntegramente de su capacidad para comprender el mensaje del electorado en la primaria del PRI.

La democracia se apuntala en muchos elementos, pero ninguno tan poderoso, por su simplicidad, como el del voto. Un voto, aunque parezca algo efímero, refleja toda una concepción del mundo y del momento específico que vive quien por ese medio se expresa. Si bien la democracia se conforma de elementos tan complejos y diversos como el equilibrio de poderes, el Estado de derecho y la rendición de cuentas, el voto, aunque infrecuente, es el instrumento más inmediatamente disponible al ciudadano para expresarse. Aunque toda la población es beneficiada o perjudicada por el funcionamiento de los diversos componentes de la democracia, muy pocos individuos en una sociedad tienen capacidad real de hacer uso directo de esos instrumentos; por ello, cuando un ciudadano deposita su voto en una urna está enviando mensajes extraordinariamente significativos: en un papel, con una cruz, el ciudadano resume todas sus expectativas, dudas, quejas y peticiones. No es razonable desdeñar tantos y tan poderosos mensajes.

Nadie puede negar la existencia de la llamada cargada en el voto priísta. Muchos priístas seguramente se irán con la finta de los diez millones de votos y de la democracia que supuestamente distingue al nuevo PRI, lo que podría producirles un descalabro. El voto popular en la primaria del PRI difícilmente dio muerte al viejo PRI, pero estuvo lejos de ser la farsa que muchos críticos han querido atribuirle. Las encuestas muestran que hay un conjunto de factores que motivaron al votante, a muchos votantes, a expresarse por medio de un voto en esa primaria. Para comenzar, asistieron a las urnas muchos más mexicanos que los que la maquinaria priísta razonablemente podía movilizar. Sería excesivo suponer que los casi diez millones de votantes fueron acarreados o todos priístas convencidos. Más bien, muchos de ellos reflejaban quejas, preocupaciones y, sin duda, temores respecto al futuro. La pregunta importante para la oposición es por qué es el PRI el partido que está capitalizando esas quejas y temores.

Seguramente habrá muchas respuestas a esta interrogante, pero quizá la más evidente tiene que ver con la percepción, muy generalizada en la población, de que la oposición no ha satisfecho las expectativas de cambio. La percepción popular, justificable o no, es que el poder legislativo se ha caracterizado por el desorden y por los obstáculos que han impuesto los legisladores de oposición al funcionamiento de la Cámara. El desempeño del gobierno perredista en la ciudad de México ha sido, además de destructor de las expectativas positivas que había despertado, revelador de la poca disposición a introducir grandes cambios y transformaciones en la forma de gobernar. La aparentemente interminable tensión entre Vicente Fox y el PAN no le ha ayudado a su credibilidad. En suma, los votantes parecen haber visto el panorama general y han concluido con el viejo dicho de más vale malo por conocido que bueno por conocer. Lo irónico es que ninguno de los partidos, el PRI incluido, ofrece garantías sobre lo que más parece interesar al electorado -un sentido de autoridad y certidumbre-, pero los electores parecen estar dándole al PRI el beneficio de la duda.

La historia de este proceso electoral apenas comenzó en las últimas semanas. De aquí a julio hay tantos meses como los candidatos y partidos decidan aprovechar o desperdiciar. En el camino, tendrán la oportunidad de mostrar si vamos en la ruta de una nueva institucionalidad, como la que el PNR logró a partir de 1929 (aunque, de ser así, confiadamente, sin el autoritarismo de antaño). En lo inmediato, sin embargo, la disputa se limitará a la lectura que los candidatos hagan del momento actual: ¿los votantes perciben que estamos en la mitad del caos como en 1988 o ante la expectativa de finalmente haber encontrado el principio del fin de tres décadas de altibajos interminables?

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para el 15 al 19 de septiembre, sí tiene reservado para los 4.

Mexico Miami.

AA2148 – Mexico Miami – 15 sept. 17:00- 21:00

AA2177 – Miami Mexico 19 sept. 13:30 – 15:43

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Cristy ya le reservó:

CO1624 – 8 octubre Mexico Houston 07:25 – 09:41 -16C

CO183 – 8 octubre Houston Mexico 15:38 – 17:50 – 11C

Tarifa 535 mas impuestos.

Aeromexico el primero 8:55 – 1105 y el regreso es a las 19:25 – 21:40

Ya reservó Cristy est

Elecciones, tecno¦ücratas y reforma econo¦ümica

Elecciones, tecno¦ücratas y reforma econo¦ümica

Luis Rubio

La dinámica de la política electoral actual está orientada directamente en contra de los tecnócratas. No es exagerado afirmar que estamos viviendo una verdadera revuelta contra ese equipo de economistas que, a pesar de los errores cometidos, que no son pocos, sin duda le han abierto una nueva oportunidad al desarrollo del país. Como están las cosas, ningún candidato podría darse el lujo de sustraerse de esta dinámica perversa que culpa a los tecnócratas de todos los males, pero generalmente sin ofrecer una alternativa razonable y sensata. Sin embargo, más allá de los tecnócratas, lo verdaderamente importante, con frecuencia ignorado en el calor del debate electoral, es que el tema de la política económica no es trivial y con la misma facilidad puede contribuir al enriquecimiento del país que a un nuevo desastre.

Ninguno de los candidatos que aspiran a la presidencia puede ignorar la complejidad y, sobre todo, extrema sensibilidad, de la política económica. Tan pronto se inicien las campañas presidenciales ya en forma, o sea virtualmente ya, tanto los mexicanos como quienes administran enormes fondos de inversión en los mercados internacionales estarán permanentemente atentos a cada movimiento, a cada expresión y, sobre todo, a cada planteamiento que directa o indirectamente pudiese incidir sobre la política económica. El recuerdo del desastre en que cayó el país al final de 1994, justamente al inicio de la actual administración, hace que le tiemble la sangre a todos los mexicanos que súbitamente se encontraron con que lo que parecía sólido y permanente no lo era tanto.

Sin embargo, esto último no parece disuadir a los candidatos, quienes se desviven por prometer un acceso fácil al Nirvana. Unos prometen fijar, si no es que reducir, los precios de algunos productos básicos, en tanto que otros hablan de tasas de crecimiento que no por deseables resultan fácilmente asequibles. De una forma u otra, la lógica natural de una campaña electoral conlleva, inevitablemente, a obviar los temas de fondo en el discurso público. Pero esos temas de fondo son, como descubrió la administración actual, no sólo cruciales, sino tan delicados que no permiten diferenciar entre acciones motivadas por buenas intenciones de aquellas que simplemente resultan de la incompetencia. Ahora que nos encaminamos hacia un nuevo proceso de sucesión presidencial no sobra recordar que un mal manejo económico puede volver a costarle al país una brutal recesión, con todo lo que eso implicaría para la legitimidad del próximo gobierno.

No hay candidato en el mundo que no sea optimista respecto al futuro. Ser optimista es parte natural de su personalidad y de su objetivo: ¿alguien podría imaginar votar por un candidato que promete un nivel de vida peor, mayor criminalidad o todavía menores oportunidades? Aquellos que dudan del futuro o, incluso, quienes son razonablemente sensatos respecto a los problemas que enfrenta el país o las dificultades de resolverlos, rara vez logran atraer un porcentaje significativo del voto. Esta dinámica naturalmente lleva a prometer un acceso garantizado al cielo si sólo se vota por tal o cual candidato. Pero la realidad es siempre menos favorable al logro de las promesas de campaña y generalmente mucho más terca del lo que los candidatos normalmente imaginan. Esto no implica que la realidad no pueda ser modificada para bien, sino que una transformación de esa naturaleza demanda de un extraordinario realismo respecto a lo que existe, a lo que es posible lograr y a la voluntad de una ciudadanía que, a fuer de tantos golpes, se ha vuelto cínica, naturalmente suspicaz y extraordinariamente reacia a cualquier cambio.

Sobra decir que los márgenes de maniobra en el ámbito económico son extraordinariamente estrechos. Si bien la economía mexicana ha venido experimentando una impresionante transformación (como evidencian las rápidamente crecientes exportaciones) a lo largo de los últimos años, basta observar los rezagos, los elevadísimos niveles de pobreza y de desempleo abierto u oculto para no tener más remedio que reconocer que el desempeño económico ha sido muy inferior a lo mínimo requerido. Quizá más importante en el ambiente electoral que domina a toda la política nacional en la actualidad, la abrumadora mayoría de los mexicanos no tiene la menor comprensión de los objetivos de la política económica, de la naturaleza de su dinámica o de la manera en que, al menos en teoría, sus beneficios llegarían eventualmente a la población. El gobierno actual no ha desperdiciado ni el menor tiempo en procurar diseminar sus objetivos, ni mucho menos en tratar de convencer a la población de la bondad de los mismos. Además, estas enormes carencias han venido empatadas de campañas informativas y políticas (como la relativa al Fobaproa), todas ellas críticas de la política económica, que fueron largas, cuidadosamente planeadas y bien conducidas. En este contexto no es casual el desprestigio político de los tecnócratas: sus extraordinarias habilidades en materia económica no han venido aparejadas de iguales atributos en materia política.

Enfrentamos, pues, un peligroso cocktail con tres componentes: un ambiente de demandas insatisfechas, promesas interminables y fuerte incertidumbre entre los profesionales de la economía respecto a su futuro. Sobra decir que muchos de nuestros problemas se remontan menos a los errores de la tecnocracia que a la ausencia de reformas en ámbitos centrales como el de la política tributaria, la política laboral, la competencia económica, las regulaciones excesivas e inadecuadas) y, en general, la ausencia de un Estado de derecho. Ahora que, por primera vez en prácticamente dos décadas, el gobierno será encabezado por una persona ajena a la política económica, los mexicanos tenemos razones para estar preocupados; a final de cuentas, los dos gobiernos previos al inicio de las reformas a la economía, entre 1970 y 1982, conocidos popularmente como la docena trágica, ambos encabezados por políticos que con toda alevosía ignoraron y excluyeron a los expertos en la economía, acabaron siendo desastres tan grandes que todavía hoy seguimos pagando sus consecuencias.

El retorno de los políticos a la cabeza de un gobierno puede igual representar una oportunidad que una catástrofe. La especialidad de los políticos reside de su habilidad para lograr que ocurran las cosas (el arte de lo posible), para convencer a la población de la bondad de sus objetivos y para negociar con los intereses que perderían como consecuencia de la consecución de los mismos. En este sentido, el retorno de los políticos bien podría entrañar grandes oportunidades para romper los impedimentos que, en los últimos años, han paralizado el avance de las reformas que urgentemente demanda el país en los diversos ámbitos, desde la economía hasta la distribución de los recursos fiscales entre la federación y los estados, pasando por la criminalidad, la ausencia de un Estado de derecho y así sucesivamente. Un equilibrio apropiado entre técnicos y políticos dentro del gobierno bien podría llevarnos a un nuevo y mejor estadio de desarrollo.

Pero la otra cara del retorno de los políticos a la cúspide del gobierno reside en que, en aras de lograr sus propósitos, los políticos son mucho más dados a ver el mundo con toda flexibilidad y, por lo tanto, a ignorar los límites de lo posible en la administración de la economía. Lo natural para un político es expresar su voluntad respecto al desarrollo de la economía y a prometer transformaciones que, si bien probablemente necesarias, no por esa razón resultan ser posibles: ya sea por ausencia de fondos, porque lo deseable no necesariamente es aceptable o realista para los mercados internacionales o, simplemente, porque no existen las condiciones, de confianza o de infraestructura, en el sentido más amplio, para que sean viables los objetivos gubernamentales. La salida fácil, la que hemos vivido a lo largo de estos últimos años, es no hacer nada: meramente esperar a que las cosas ocurran por sí mismas.

La salida necesaria es la de sumar los esfuerzos de todos los mexicanos detrás de un proyecto común de desarrollo que sea, a una misma vez, atractivo y realista. Esta conjunción de objetivos y apoyos es, casi por definición, el escenario ideal para cualquier político. Desafortunadamente pocos lo logran no porque sus objetivos sean malos, sino porque su capacidad para vincularlos con la política económica acaba siendo mínima, cuando no catastrófica. La experiencia muestra -tanto en Argentina como en Chile, en el sudeste de Asia y en México- que el desarrollo no depende de la voluntad del político, sino de su capacidad para articular cambios y transformaciones dentro de un entorno de administración económica realista y ortodoxa.

Puesto en términos concretos, es más que evidente que el potencial económico del país es infinitamente superior al desempeño que nos ha tocado experimentar a lo largo de los últimos años. Es claro que las oportunidades de desarrollo que se han dejado pasar son tantas que sobra enumerarlas. Tienen razón los candidatos que afirman que efectivamente es posible, de eliminarse las trabas y de crearse las condiciones, alcanzar tasas de crecimiento muy superiores a las logradas en las últimas décadas. La clave reside precisamente en la habilidad que despliegue quien llegue a la presidencia, para crear esas condiciones y eliminar los obstáculos que tan persistentes han resultado para sus predecesores. Por ejemplo, es evidentemente necesario y posible atacar problemas de esencia, como la elevación de la recaudación fiscal, pero eso no ha ocurrido por más que el tema sea viejo y conocido.

Quizá lo que el país requiere es precisamente de las habilidades de un político para lograr lo que los economistas simplemente no pudieron alcanzar. Pero los agentes económicos despliegan, en México y en China, una profunda desconfianza hacia los políticos, para lo cual no ayudan las posturas, en ocasiones incendiarias (aunque los políticos ni cuenta se den) que son comunes a las campañas electorales. Por ello, más valdría que quienes aspiran a gobernar al país comiencen por construir una plataforma de confiabilidad en su manejo de la economía si no quieren encontrarse con que cada día tienen menos que gobernar. Sin confianza, como decía Mao, el gobierno es imposible.

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Mas alla¦ü del 7 de noviembre

Mas alla¦ü del 7 de noviembre

Más allá del 7 de noviembre

Luis Rubio

La elección primaria del PRI va a tener un impacto mucho mayor del que se avizora en este momento. El debate público sobre el procedimiento para la nominación del candidato del PRI a la presidencia de la República ha tenido por marco de referencia, en la mayoría de los casos, al viejo -y primitivo- mecanismo de imposición, por lo que la discusión y la crítica no han trascendido el léxico tan peculiar de nuestro sistema político tradicional, como la cargada, la línea, el voto corporativo y el dedazo. Pero el tema verdaderamente trascendente es otro. Aun y cuando es más que evidente que toda la maquinaria del sistema se ha volcado sobre un candidato, el hecho de que el presidente no se haya erigido en el gran elector del pasado va a cambiar a este sistema desde sus raíces. Esto es, aunque muy probablemente resulte ganador el favorito del gobierno, esto no debe llevar a confundir el procedimiento con sus consecuencias. Y el impacto del procedimiento interno del PRI va a ser mayúsculo no sólo sobre el proceso político del próximo año, sino también sobre la capacidad que tenga el país de detener el creciente deterioro político y avanzar hacia la construcción de un sistema político estable y productivo, capaz de rendir cuentas efectivas a la población.

Parece innecesaria tanta reiteración por parte de las distintas autoridades gubernamentales y partidistas, a la que se suman desde el presidente hasta los responsables de vigilar el proceso interno de selección del candidato priísta, en el sentido de que no ha habido sesgo a favor de alguno de los candidatos. La evidencia -circunstancial en la mayoría de los casos, pero evidencia al fin- en este sentido es tan abrumadora que las negativas suenan a confesiones de parte. Sin embargo, lo verdaderamente importante es que esos apoyos, directos o indirectos, son, en última instancia, intrascendentes. Evidentemente esos apoyos no son irrelevantes para los individuos que participan en una contienda que consideran injusta e inequitativa, pero lo más probable es que este sesgo no vuelva a registrarse en una próxima ocasión. En esto reside el profundo cambio que representa el fin del dedazo.

De ganar el PRI las próximas elecciones presidenciales, el futuro gobierno va a tener características totalmente nuevas. Para comenzar, el próximo presidente ya no le va a deber la vida a su predecesor. Si bien los apoyos gubernamentales para la candidatura han sido enormes y vistosos, el candidato va a surgir de una elección abierta y, presumiblemente, razonablemente limpia en el sentido de que el robo de urnas, ratones locos y similares no van a ser generalizados. La maquinaria del partido quizá cometa innumerables atropellos, pero todo ello servirá para minar todavía más la relevancia del presidente saliente para el entrante. Por donde uno le busque, el próximo presidente va a tener muchas deudas con los diversos grupos del partido, pero prácticamente ninguna con su predecesor.

Hasta hace poco, buena parte del control político sobre el sistema residía en la capacidad del presidente en turno de elegir a su sucesor. Al tener el presidente control sobre la nominación, todos los actores políticos, incluidos desde los miembros del gabinete hasta el último gobernador, se subordinaban a la autoridad central porque en ella residía el derecho de paso al paraíso. Ese poder se está esfumando. No hay duda de que en el futuro un presidente hábil podrá impulsar a los candidatos de su preferencia pero, en una perspectiva de largo plazo, a partir de este año, ningún político o funcionario público va a depender enteramente del presidente para avanzar una carrera política particular y, por lo tanto, el control que el presidente ejercía sobre el sistema por este medio va a desaparecer. En lugar de jugar sus cartas en privado y dentro de las paredes del partido, a partir del comienzo del próximo sexenio cualquier político priísta que se sienta con derecho o posibilidad de ser candidato va a iniciar su campaña. Es muy probable que comencemos a experimentar campañas de cinco largos años. El mecanismo tradicional de control político habrá desaparecido casi del todo. Lo crucial para el desarrollo político del país reside en que ese mecanismo, primitivo pero históricamente efectivo, sea substituido por una red institucional. Si no es así, éste será uno más de los soportes del viejo sistema, pero también de la estabilidad, que habrá pasado a mejor vida.

La fortaleza que históricamente ha tenido la presidencia de la República ha sido menos un producto de la habilidad de individuos en lo particular o de las estructuras legales y constitucionales con que cuenta el país, que de la naturaleza corporativa, incluyente y controladora del partido. El hecho de que el PRI y sus predecesores hayan tenido una presencia tan amplia hasta en el recoveco más distante y remoto del país, le ha conferido a los presidentes emanados de ese partido una extraordinaria capacidad de acción y control de la sociedad. Los presidentes que supieron hacer uso de las capacidades y potencial del partido lograron un extraordinario poder. Si ese vínculo entre el presidente y el partido se rompe, la principal fuente de poder presidencial deja de existir. Esto ocurriría de manera natural si llegara a ganar un candidato del PAN o del PRD, pero es cada vez más probable también para un candidato del PRI, toda vez que ese partido hace mucho que está haciendo agua.

Hace tiempo que el PRI dejó de ser el partido hegemónico de antaño. Si bien el partido sigue teniendo una presencia imponente en todo el territorio nacional es raro el pueblo, por más modesto que sea, en donde no hay una oficina del IMSS y otra de PRI, cuando no también de CONASUPO-, la competencia electoral ha tenido un fuerte impacto sobre su cohesión y desempeño. Algo similar ha ocurrido como consecuencia de las crisis económicas, las demandas de la sociedad, la incompetencia burocrática y, en general, el mayor estado de alerta política de los mexicanos. En la medida en que las corporaciones partidistas se erosionan y sus líderes comienzan a percibir incentivos distintos a los que, en el pasado, conducían inexorablemente a la subordinación y al control, las fuentes del poder presidencial de manera inevitable sufrirán la misma suerte. De hecho, las elecciones primarias que han caracterizado a un número creciente de procesos priístas a nivel estatal y ahora a nivel federal han tendido a fortalecer la legitimidad de los candidatos, que ahora resultan ser populares de entrada, pero tiende a disminuir la capacidad de control del partido. Los viejos incentivos que llevaban a la subordinación y a la aceptación acrítica del control superior están desapareciendo.

El debilitamiento del partido como institución dedicada al control político va a tener profundas consecuencias. Por una parte, como mencionaba yo antes, se va a erosionar la principal fuente de poder presidencial. Por la otra, los aspirantes a candidaturas se van a dedicar ya no a subordinarse y a humillarse frente al presidente confiando en que éste los ungirá en su momento sino, por el contrario, a perseguir su propio camino con o sin la anuencia presidencial. El fin del dedazo implica que cada potencial candidato se dedicará a buscar la candidatura por sus propios medios. Más allá de las habilidades personales del propio presidente, habrá relativamente poco que impida que un secretario de hacienda utilice los recursos de su secretaría, por ejemplo, para avanzar su carrera. Lo mismo ocurriría con el resto de los miembros del gabinete. Por su parte, el presidente verá su poder cada vez más limitado. Podrá sancionar a sus colaboradores pero ya no obligarlos a subordinarse. Puesto en otros términos, se están agotando las fuentes de control político de antaño que, aunque rudimentarias e inadecuadas, probaron ser efectivas (y legítimas) por muchas décadas.

La muerte gradual del sistema hegemónico anuncia nuevos retos, pero también nuevas oportunidades. A partir de ahora, y como consecuencia de la inauguración de un nuevo método de nominación del candidato presidencial, el poder presidencial y la capacidad de gobernar van a depender, en el corto plazo, de las habilidades de quien ocupe la silla presidencial: de su habilidad para articular una coalición gobernante y legítima (sobre todo si no alcanza al menos la mitad del voto en las elecciones del próximo año), es decir, de su capacidad para negociar, organizar, responder, reunir y pactar, características que han estado ausentes en los últimos años.

Pero la capacidad de gobernar en el largo plazo no podrá apuntalarse exclusivamente en las habilidades individuales del Presidente. Llevamos casi tres décadas experimentando una creciente erosión institucional, lo que ha deteriorado no sólo la capacidad de gobernar, sino también la seguridad pública, la estabilidad y, en general, la calidad de vida de los mexicanos. Revertir estas tendencias va a requerir mucho más que coaliciones coyunturales las cuales, aunque indispensables para el funcionamiento de cualquier sociedad moderna (pensemos, por ejemplo, en el Congreso), son insuficientes para garantizar la estabilidad, la seguridad de la población y el desempeño exitoso de la economía. De esta manera, la capacidad de gobernar va a depender, en el largo plazo, del desarrollo de una nueva estructura institucional que permita una participación efectiva de la población y de la existencia de pesos y contrapesos que disminuyan la volatilidad asociada a los altibajos que produce la personalidad de cada gobernante en lo individual. Es decir, la capacidad de gobernar está íntimamente ligada a la aceptación de la pluralidad política del país, misma que nuestros gobernantes en las últimas décadas se han rehusado a reconocer.

La elección primaria del PRI es un buen primer paso hacia la transformación del sistema político. El PRI ha sido tan importante en la política mexicana que es imposible no reconocer que el cambio en el procedimiento de nominación del candidato la desaparición del dedazo- entraña una verdadera revolución. Pero, como hemos podido constatar a lo largo de los últimos meses, el nuevo procedimiento todavía es muy rudimentario. De convertirse éste en el principio de un proceso de desarrollo institucional, el PRI le habrá hecho un servicio al país. Pero, de estancarse en su estado actual, el país verá acelerar el proceso de descomposición institucional, con consecuencias inimaginables. Habrá que ver si los priístas optan por el riesgo o por la oportunidad.

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Filipinas- entre las instituciones y la reforma

Filipinas- entre las instituciones y la reforma

Luis Rubio

Los filipinos han logrado una exitosa transición política y económica, pero no es obvio que vayan a saber aprovecharla. Tres lustros después de la salida de Marcos, la política filipina florece en todos sus órdenes y la economía muestra una franca continuidad, lo que le ha permitido evitar los peores avatares de la crisis asiática de los últimos años. Pero esas mismas fortalezas constituyen también fuentes de debilidad con las que el gobierno filipino actual no ha sabido lidiar. En franco contraste con la mayoría de los países de la región, Filipinas no se colapsó con la devaluación de la moneda tailandesa, pero tampoco es probable que se levante con la celeridad con la que lo empieza a hacer aquella nación. El dilema de los filipinos es complejo y profundo, pero no por ello deja de ser envidiable.

Entre el fin del reinado de Fernando Marcos y la crisis asiática de hace dos años, Filipinas logró dar un salto fenomenal. De ser un país que inició su vida independiente después de la guerra, gobernada por un héroe con gran apoyo popular y convicción de desarrollo del país, acabó siendo controlado por un dictador dedicado a repartir beneficios entre sus amigos -los llamados cronies- y su familia. El panorama de Filipinas se ensombreció en las décadas que se perpetuó el fenómeno de Marcos y los zapatos de su mujer. Con el fin de Marcos llegó al gobierno Corazón Aquino, una mujer valiente pero sin la menor experiencia u oficio político. Sus carencias las logró compensar con el desarrollo de una sólida estructura institucional que ha probado su fortaleza en más de una ocasión.

Cory Aquino aprovechó una característica muy peculiar de Filipinas para modernizar a su país y evitar la aparición de un nuevo Marcos en el futuro. En las décadas que duró el periodo colonial estadounidense en Filipinas (de 1898 al fin de la Segunda Guerra Mundial), los norteamericanos desarrollaron instituciones políticas a su imagen y semejanza: división de poderes, mecanismos de pesos y contrapesos, una prensa libre, fuerte presencia y participación de los intereses sociales a través de organizaciones no gubernamentales y un poder judicial fuerte e independiente. Marcos hizo caso omiso de toda la estructura formal, pero Aquino la recuperó, llevando a cabo un sinnúmero de ajustes que efectivamente disminuyeron el poder presidencial sin paralizar al país. El presidente Ramos, que sucedió a Aquino, se dedicó a convertir esos cambios legales en instituciones funcionales y a tejer las estructuras que permitieran una estabilidad permanente. Dos cambios de gobierno después, la visión institucional de Corazón Aquino ha mostrado su vitalidad.

El gran avance que ha logrado Filipinas es precisamente el haber institucionalizado el proceso político y la transmisión del poder, lo cual se manifiesta en dos cambios de gobierno -de Corazón Aquino a Fidel Ramos y de Ramos a Joseph Estrada- sin ninguna discontinuidad o altibajo político. De particular importancia es el hecho de que al menos Estrada no era el candidato favorito de Ramos, lo que no impidió que hubiera un cambio de gobierno libre de tensiones o disputas. Quizá todavía más significativo ha sido el hecho de que a pesar de las diferencias filosóficas, de visión y de objetivos entre estos tres personajes, la economía filipina ha experimentado una acusada continuidad en los temas centrales: la política fiscal y monetaria, la política comercial y, en general, en la naturaleza de la relación entre el gobierno y la economía.

La fortaleza de las estructuras tanto económicas como políticas de Filipinas se puso en evidencia cuando la crisis cambiaria que azotó a Tailandia orilló a virtualmente todas las economías de esa región al colapso. Sin embargo, mientras que Corea súbitamente se despeñó e Indonesia entró en una catarsis política a partir de su colapso económico, Filipinas logró mantener su estabilidad. Por supuesto que el ritmo de crecimiento de su economía disminuyó súbitamente, circunstancia que se produjo por la recesión de sus principales mercados de exportación. Dicha disminución, hay que apuntar, fue mucho menor a la observada en la mayoría de los países de la región. En estas circunstancias, uno esperaría que, tan pronto se recupere la economía japonesa, pilar de la región, la economía de las Filipinas sea una de las primeras en recuperarse y en retornar a tasas relativamente altas de crecimiento. Esto, sin embargo, no es evidente. Aquí entra en escena la complejidad institucional de ese país que, en su extremo, puede llevar a la total parálisis.

El gran problema de Filipinas es que su economía no ha avanzado lo suficiente, que las reformas económicas de la última década no acabaron de eliminar las barreras a la competencia (interna y del exterior) y que la mayoría de las empresas filipinas prefiere no competir en el resto del mundo porque, gracias a esas barreras, su rentabilidad sigue siendo muy elevada, más de lo que sería de salir a competir en el exterior. De esta manera, si bien las reformas, la apertura y las privatizaciones que caracterizaron al periodo del presidente Ramos transformaron la base productiva de ese país y la distribución de las propiedades productivas de que se había Marcos y sus cronies entre los filipinos, la transformación no fue suficiente como para provocar un despegue de la economía hacia nuevas latitudes. Ahora, en ausencia de un presidente con la misma capacidad y visión de desarrollo que Ramos, el país corre el riesgo no sólo de estancarse, sino de desaprovechar su gran éxito de los últimos años: el de haber sido una de las pocas economías con la capacidad para sortear exitosamente la crisis cambiaria tailandesa.

Tanto la fortaleza como las debilidades de Filipinas se derivan, en buena medida, de su estructura institucional. El sistema político es extraordinariamente descentralizado y se caracteriza por la presencia y participación de todo tipo de intereses. Los filipinos, en franco contraste con la mayoría del resto del mundo subdesarrollado, cuentan con un sistema político que, aunque explicable por su origen, es una excepción. Las líneas divisorias entre los poderes públicos se encuentran perfectamente definidas, el poder presidencial no es ni mágico ni extraordinario y los pesos y contrapesos son amplios y efectivos. Cuando el presidente Ramos intentó modificar la constitución para hacer posible su reelección, tanto el poder legislativo como el people power que había llevado a Corazón Aquino al poder diez años atrás, se hizo sentir de inmediato. Cambiar la constitución implicaba violar una de las reglas elementales de la convivencia política, razón suficiente para que un presidente sumamente popular y exitoso, se retractara. Algo semejante está ocurriendo en la actualidad con un cambio constitucional propuesto por el presidente Estrada que consiste en permitir a los extranjeros la propiedad de tierra en ese país. Los pesos y contrapesos funcionan de manera automática.

La estabilidad política que ha logrado Filipinas a partir de esta estructura es excepcional. Pero los costos de esa rigidez no son pequeños. El sistema de gobierno norteamericano, que sirvió de modelo para Filipinas, fue cobrando forma a lo largo de los años y se estructuró no para impedir el cambio, sino para moderarlo y hacerlo posible sin exabruptos. Aunque es extraordinariamente difícil llevar a cabo una enmienda constitucional en nuestro vecino país, eso ha ocurrido en diecisiete veces en su historia, después de aprobada la constitución y sus diez enmiendas originales. En todo caso, el tema no es si debe haber enmiendas constitucionales, sino en que el sistema norteamericano, a pesar de sus pesos y contrapesos, tiene muchas fuentes de flexibilidad que, en el curso del tiempo, le han permitido adecuarse a las cambiantes circunstancias económicas, políticas, internacionales y sociales. Eso es algo que parece imposible en Filipinas. Las razones para ello no son malas ni pequeñas: a final de cuentas, el objetivo que persiguen los celosos guardianes del equilibrio institucional es evitar un retorno a la dictadura. Sin embargo, esa inflexibilidad viene aparejada de la permanencia de barreras y obstáculos al desarrollo que se traducen, a final de cuentas, en una menor inversión tanto interna como del exterior, con su consecuente impacto sobre el empleo y el ingreso de la población.

Lo más envidiable de Filipinas es que es un país que ha logrado transformarse, recreando un sistema político sólido que impide el abuso y premia la participación. Aunque su éxito tiene costos, algunos elevados, una rápida mirada al resto del mundo subdesarrollado muestra lo suertudos que son los filipinos. Aunque parezca paradójico, no faltan ejemplos de países que en los últimos años se han dedicado precisamente a introducir mecanismos inflexibles al funcionamiento de su economía (como los consejos monetarios de Nueva Zelanda o Argentina) o a su sistema político (como Sudáfrica con la comisión de la verdad y Perú con el fortalecimiento de su poder judicial). En todos esos casos, naciones enteras han optado por atarle las manos a sus gobiernos con el propósito específico de acotar su flexibilidad y obligarlos a cumplir con su función sin miramiento. El sistema filipino es intrínsecamente inflexible: en las buenas eso constituye un enorme desafío; pero en las malas es sin duda una bendición.

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Fantasmas

Fantasmas

Luis Rubio

El problema del Fobaproa afecta a todos los mexicanos. Muchos ignoran la existencia del problema, en tanto que otros preferirían que no se discutiera en público, como si se tratara de un fenómeno pasajero sin mayor trascendencia. Otros más se dedican a explotarlo para fines enteramente sectarios. Lo que nadie parece querer reconocer es que sin resolver el problema de la enorme deuda que ha legado el rescate bancario, los bancos no podrán revitalizarse para poder cumplir con su función, que es la de financiar el desarrollo económico del país. Muchos de los rezagos que enfrentamos se deben a la inexistencia, para todo fin práctico, de crédito bancario en la actualidad. La noción de destapar esta cloaca no es placentera; sin embargo, el tema es demasiado importante como para poder ignorarlo.

Es por ello que recibí con enorme regocijo, las severas críticas que diversos lectores hicieron a partes del contenido de mi artículo de hace dos semanas, intitulado La herencia del Fobaproa. En ese artículo yo afirmaba que el legado del Fobaproa iba a ser enorme en tres ámbitos. En primer lugar, apuntaba que las dimensiones de la deuda del Fobaproa eran tan grandes que su servicio, en los próximos años, podría llegar a representar cerca de la tercera parte del gasto programable del gobierno. En la actualidad, ese gasto equivale a aproximadamente 15% del PIB, por lo que los números del Fobaproa podrían llegar a representar un costo de entre 4% y 5% del PIB de cada año por varios años. En suma, concluí que el impacto del Fobaproa sobre los mexicanos iba a ser enorme en un plazo muy corto. En segundo lugar, decía yo que el manejo de todo el affaire Fobaproa ha sido tan deficiente tanto en su administración como en la comunicación al respecto- que no ha habido transparencia alguna en los números. Y, en tercer lugar, que no existen incentivos para que los burócratas del IPAB, la institución creada para absorber las deudas del Fobaproa, administrarlas y liquidarlas (además de garantizar los depósitos bancarios), tomen los riesgos necesarios para vender o reestructurar los activos en su poder a la brevedad, y que esa dilación ya había costado muchísimo dinero, tanto en intereses acumulados como en el deterioro del valor implícito de la cartera del IPAB, y que, mientras no se llevaran a cabo esas ventas o reestructuraciones, el costo seguiría apilándose. En conjunto, el artículo llamaba la atención sobre el hecho de que los números eran tan grandes que el gobierno no tendría más remedio que elevar los impuestos, disminuir drásticamente su gasto o incurrir en un elevadísimo déficit.

El tema del Fobaproa se ha mitificado de una manera extraordinaria, esencialmente por tres razones: primero, por la serie de circunstancias, errores y negligencia que caracterizaron la labor de las diversas instituciones gubernamentales que vieron nacer y crecer el fondo de rescate de los ahorros del público en el sistema bancario. Segundo, por la torpeza (y, quizá dolo) en la comunicación gubernamental, que resulta en una ausencia casi total de información al respecto. Y finalmente, por la politización que sufrió el tema, producto sin duda del esfuerzo de los partidos de oposición por exhibir al gobierno, pero también del asombroso nivel de incompetencia de los responsables del rescate bancario, que ha hecho que el gobierno se haga acreedor del escarnio partidista. Las razones por las cuales el Fobaproa ha adquirido las dimensiones políticas que conocemos no son difíciles de dilucidar. Sin embargo, las consecuencias financieras del mismo siguen siendo objeto de disputa.

Mis muy estimados y respetables críticos están de acuerdo con que ha habido ausencia de transparencia e información y en que es inaceptable la parálisis que ha caracterizado al proceso de venta de los activos acumulados en el Fobaproa y que, por lo tanto, los incentivos tienen que ser modificados de raíz. Sin embargo, cuestionan los números que me llevan a concluir que el problema financiero es mayúsculo. Por ello, procedo a explicar de dónde los derivé.

La premisa básica de la que partió mi cálculo fue la contenida en la regla séptima de las Reglas Generales del Nuevo Programa al que se refiere el Artículo Quinto Transitorio de la Ley de Protección al Ahorro Bancario que establece que los nuevos instrumentos de pago mantendrán en conjunto el mismo valor contable a la fecha valor de la operación, plazo, pago de interés, tasas de rendimiento y amortizaciones de capital que los instrumentos de pago emitidos por el Fobaproa. Es decir, que los pagarés que el Fobaproa entregó a los bancos a cambio de la cartera vencida mantendrían su valor al ser transferidos al IPAB y que éste, de acuerdo a su propia ley, los pagará en el plazo originalmente convenido, o sea, diez años a partir de su emisión (2005, 2006 y 2007, respectivamente).

Quiero suponer que las autoridades del IPAB, y el gobierno en general, piensan cumplir con lo establecido por la ley, como es su obligación constitucional. De esta manera, si uno supone que la autoridad va a dar cumplimiento a lo establecido por la Ley de Protección al Ahorro Bancario, entonces el gobierno tendrá que hacer una serie de enormes pagos (equivalentes a entre el 8% y 9% del PIB anual o sea casi dos terceras partes de todo el gasto programable del gobierno- en los años 2005 y 2006, con un pequeño saldo de alrededor de 1.5% en el 2007, suponiendo que la economía logra crecer a un 4% por año). De estar contemplando el pago de esas obligaciones tal y como lo establece la ley, el gobierno tendría que comenzar a crear provisiones para poder cumplir las obligaciones contraídas por el Fobaproa. Esto implicaría aportaciones anuales por parte del gobierno de aproximadamente el 4% del PIB entre intereses y provisiones para la amortización, que se tendrían que efectuar entre el 2005 y el 2007, dependiendo de la fecha de emisión del instrumento original del Fobaproa. Estos montos son virtualmente inimaginables.

Por lo anterior, dado el tamaño del compromiso financiero que asumió el gobierno a través del Fobaproa y ahora del IPAB, éste podría, simple y llanamente, ignorar la ley o proceder a modificarla. Hace unos meses, el Director Ejecutivo del IPAB, Vicente Corta, afirmaba que los vencimientos deberán modificarse porque es prácticamente imposible que a esa fecha se liquide esa cantidad de pasivos (El Universal, 20 de junio), con lo que ya comenzaba a indicar que el gobierno no se encuentra en la posibilidad y en la disposición de hacer cumplir con sus obligaciones y acatar la ley. De ser ésta la manera de proceder, el gobierno resolvería su problema financiero inmediato, pero no el del país.

Cuando comenzó el rescate bancario, el Fobaproa no transfirió dinero a los bancos. Simplemente emitió pagarés a cambio de la cartera mala que los bancos habían acumulado luego de que sus clientes dejaron de pagar. De esta manera, los depósitos del público, antes respaldados por los créditos, ahora pasaron a estar respaldados por los pagarés del Fobaproa. Se trató de un movimiento contable, más no de una transferencia de fondos. Ahora que empezamos a acercarnos al día en que se tendrán que hacer efectivos esos pagarés, el problema deja de ser de carácter contable para convertirse en uno de pesos y centavos: por cierto, muchos pesos y muchos centavos.

La única forma en que el IPAB puede cumplir con su obligación legal es si el gobierno le hace las transferencias necesarias para pagar el principal y los intereses. Los ingresos con que cuenta el IPAB se limitan a la venta de activos que realice (sobre lo cual tiene mucho planes pero pocos logros y, en todo caso, representa apenas una pequeña porción del total de sus pasivos), y a sus ingresos por concepto de la prima que le cobra a los bancos como seguro a los depósitos. En pocas palabras, sin enormes transferencias gubernamentales el IPAB no puede cumplir con sus obligaciones, razón por la cual el gobierno se comprometió a respaldar esas erogaciones con recursos del presupuesto.

El gobierno no tiene muchas opciones. Puede reducir su gasto en una proporción igual a la que tiene que pagar por concepto del Fobaproa; puede incrementar impuestos por una cantidad igual; puede hacer una mezcla de reducciones de gasto e incrementos de impuestos; y puede incumplir su obligación. En la práctica, esta última alternativa no es en realidad una opción: el gobierno puede hacer que los mexicanos de hoy paguemos el costo del mal llamado rescate bancario o puede decidir que lo paguen las generaciones futuras, pero no puede evitar el pago. De optar por posponer el problema y echárselo a alguien más en el futuro, el problema político y financiero de corto plazo sería enorme.

Para comenzar, huelga decir que ninguno de los bancos mexicanos que fueron privatizados a principios de esta década y que todavía subsisten, sobreviviría si se aceptara como premisa de trabajo el que no se van a pagar las obligaciones del Fobaproa, mismas que, como explicaba, corresponden a una enorme proporción de sus pasivos, es decir, al ahorro del público. De ahí que, al menos en términos formales, de no hacerse efectivas esas obligaciones a los bancos, éstos serían insolventes frente a sus depositantes. Por supuesto que podría argumentarse que todo esto se resuelve si se convierte la deuda del IPAB en deuda pública, entregando CETES a los bancos en pago de las obligaciones originalmente contraídas por el Fobaproa. Sin embargo, las consecuencias financieras serían enormes puesto que el volumen de CETES en circulación se multiplicaría hasta por diez veces (de convertirse toda la deuda del IPAB) de un día al otro, lo que resultaría en altísimas tasas de interés. Esto, a su vez, volvería a poner a los bancos al borde de la quiebra.

Además, hay que recordar que el objetivo del PAN al impedir que se consolidara la deuda del rescate bancario como deuda pública era precisamente la de mantener la transparencia en el manejo de esos recursos. Como la aprobación de las partidas presupuestales para el pago de la deuda del IPAB es un ejercicio anual, el problema podría ser mayúsculo. En este sentido, aunque el gobierno podría de facto consolidar las dos deudas (la deuda pública y la deuda del IPAB), el costo sería enorme por su impacto sobre el crecimiento de la economía. De no cumplir con las obligaciones establecidas por la Ley del IPAB, el gobierno orillaría a los bancos a la quiebra o a permanecer cargados de activos inviables, de dudoso valor, haciendo imposible el financiamiento del desarrollo. También, por supuesto, podría pasar el costo de esta pesadilla a las futuras generaciones.

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(coordinadora) Asa Cristina Laurell

SR. ANTONIO F. ROMERO GOMEZ

DIRECTOR

CENTRO DE INVESTIGACIONES DE ECONOMIA INTERNACIONAL

AVE 7ma. No. 609

ENTRE 6 Y 10

MIRAMAR, HABANA, CUBA

Libros:

¿Cooperación o rivalidad?

Country studies

The Soviet Union 1979-1990

Richard E.Erics

Reformas inconclusas

Reformas inconclusas

Reformas inconclusas

Luis Rubio

Está de moda afirmar que los mexicanos han perdido en su nivel de vida por causa de las reformas económicas de la última década. En efecto, un estudio de la Comisión Económica para América Latina y uno de los economistas del Banco Mundial llegan a la conclusión de que países como Brasil, Colombia, Costa Rica, Jamaica y México no lograron elevar sus ingresos per cápita a partir de las reformas económicas de la última década, en tanto que naciones como Chile, Argentina, Bolivia y Perú fueron ganadoras netas tanto en materia de tasas de crecimiento de la economía en su conjunto, como de ingresos per cápita. Aunque el énfasis que le imprimió la prensa se centró en el hecho de que México resultara perdedor en este proceso, lo verdaderamente relevante -y picante- se encuentra en otro lado: en las causas de la diferencia en resultados entre un grupo de países y el otro.

Las reformas que se comenzaron a instrumentar en la economía mexicana a partir de mediados de los ochenta tenían por propósito el eliminar impedimentos a la inversión, aumentar el tamaño del mercado para los productores nacionales y elevar los niveles de productividad y eficiencia de la economía en su conjunto. Detrás de las reformas se encontraba un análisis muy agudo y claro: la economía mexicana se había estancado desde finales de los años sesenta y sólo había crecido a lo largo de los setenta gracias a dos factores exógenos que no se repetirían con facilidad: la virtualmente infinita disponibilidad de recursos externos y una situación insólita de crecimiento permanente de los precios del petróleo. Esos dos factores permitieron que la economía mexicana creciera a lo largo de los años setenta a pesar de que el modelo de crecimiento y la estructura de la economía mexicana ya no daban para más. Es decir, la economía se enfrentaba a serios problemas desde finales de los años sesenta porque el mercado era muy limitado, la productividad de la industria mexicana era excesivamente baja y los niveles de inversión inadecuados para poder lograr tasas suficientemente elevadas de crecimiento económico que se tradujeran en mayor generación de empleos y mejores niveles de ingresos.

La economía mexicana se hubiera estancado a principios de los años setenta de no ser por la súbita disponibilidad de grandes cantidades de crédito en el resto del mundo. Con el boicot petrolero árabe de principios de los setenta, los productores del crudo repentinamente se encontraron con enormes fondos que, a su vez, depositaron en los bancos internacionales. Esos fondos luego acabaron siendo canalizados hacia países que, como México, estaban ávidos de financiar una tasa más alta de crecimiento sin llevar a cabo reforma alguna. Es decir, la disponibilidad de crédito internacional permitió posponer, aunque fuera por unos cuantos años, las reformas que se habían hecho necesarias y urgentes desde los sesenta. Por lo anterior, y para nuestra terrible desfortuna, la mayor parte de esos recursos se gastaron en toda clase de proyectos gubernamentales -muchos de ellos erróneos, otros absurdos y otros más costosísimos-, en lugar de invertirse en infraestructura, educación, salud y otros medios que pudiesen haber incidido en el crecimiento de largo plazo de la economía. Un ejemplo de los excesos y el dispendio en los que se incurrió, y de las pésima decisiones de inversión que se tomaron, es el de las plantas acereras en Las Truchas (Sicartsa). Estas plantas absorbieron varios billones de dólares en su construcción y desarrollo para valuarse más tarde, cuando su privatización, en sólo unos cuantos millones de dólares a valor comercial; esto es, en una fracción del costo original. El valor comercial es lo relevante, pues éste refleja la viabilidad de una empresa, su productividad y, por lo tanto, su impacto en el empleo y los ingresos de sus trabajadores.

En este contexto, las reformas de los años ochenta y noventa perseguían reactivar a la economía mexicana, confiriéndole viabilidad de largo plazo. Al igual que muchas otras naciones del continente, el gobierno mexicano procedió a liberalizar el comercio exterior, privatizar algunas empresas paraestatales y reducir el cúmulo de regulaciones que paralizaban la actividad económica. El resultado, a casi quince años de iniciadas las reformas, es mucho mejor de lo que parecería a primera vista, pero mucho menos bueno de lo que la población esperaba y que le fue prometido por sucesivas administraciones. Todos sabemos que las exportaciones han crecido a tasas extraordinarias y es palpable el número de empresas mexicanas que han logrado niveles de competitividad tan altos como las mejores del mundo. En este sentido, el potencial de desarrollo de la economía mexicana ha mejorado de una manera extraordinaria. Pero, por otra parte, es igualmente evidente que hay una enorme porción de la economía mexicana que se ha rezagado y que no ha logrado (y, en la mayoría de los casos, ni siquiera intentado) incorporarse en los círculos virtuosos de crecimiento y desarrollo que son cada vez más frecuentes en el país.

Si observamos cómo han evolucionado las cosas en países como Brasil, Colombia, Costa Rica o Jamaica, el desempeño de la economía mexicana no ha sido tan malo. De hecho, cada uno de estos países ha venido introduciendo diversas reformas, muchas de las cuales se han traducido en avances significativos a nivel sectorial o regional. Pero estas cinco naciones comparten una circunstancia similar: todas han observado un desempeño mucho más bajo que el que muestran países como Argentina, Perú, Chile y Bolivia. La pregunta es por qué.

La diferencia en el desempeño entre estos dos grupos de naciones reside en un factor muy específico: aquellas naciones, las exitosas, llevaron a cabo reformas mucho más amplias y, sobre todo, las instrumentaron en forma agresiva y rápida, alterando con ello la dinámica económica en general. Es decir, los países que han llevado a cabo reformas en forma profunda y sin miramientos han logrado beneficios mucho más rápidos y tangibles para el ciudadano común y corriente. El contraste entre esos países "ganadores" y el México de hoy es patente: no sólo en tasas de crecimiento o, incluso, en su tasa de producto per cápita (en donde los avances son impresionantes), sino sobre todo en las expectativas de la población. A pesar de los avatares del momento, las expectativas de los argentinos o chilenos son mucho más saludables y positivas que las de casi cualquier mexicano, hoy dominado más por el desánimo que por la esperanza de un futuro mejor.

El gradual y, en ocasiones errático, curso de las reformas en nuestro país ha obedecido, en parte, a la actitud timorata del gobierno que ha perdido una oportunidad tras otra de profundizar las reformas pero, sobre todo, a su total incapacidad de convencer a los legisladores, y a la población en general, de la bondad de sus proyectos. En contraste con nuestro gobierno, en los últimos quince o veinte años los gobiernos de países como Chile o Argentina han avanzado las reformas con plena convicción, a sabiendas de que reformar implica la afectación de intereses particulares y de que una reforma sólo puede ser exitosa si efectivamente ésta se lleva a cabo a plenitud. Eso explica el porqué las autoridades chilenas son implacables cuando se trata de aplicar las regulaciones contra prácticas monopólicas, o porqué las autoridades argentinas hace tiempo que abandonaron toda noción de campeones nacionales" que las obligaba a protegerlas, nutrirlas, subsidiarlas y, en consecuencia, a discriminar en contra de todas las demás. En Argentina ya no hay línea aérea protegida por el gobierno, ni empresa telefónica aislada de la competencia, ni empresa petrolera con plena autoridad monopólica. El criterio que ha gobernado las decisiones económicas en ambas naciones ha sido el del beneficio al consumidor, en cuyo nombre han perseguido cambios profundos independientemente del costo político de los mismos. Los resultados hablan por sí mismos.

En México hemos acabado en el peor de todos los mundos: seguimos con todos los vicios y problemas de la era pre-reformas (pobreza, mala distribución del ingreso, parálisis económica en un sinnúmero de sectores y regiones), a la vez que las reformas han sido obstaculizadas, impedidas y dejadas inconclusas, lo que les ha dado un mal nombre. Tan bajo han caído las reformas en la conciencia popular que ningún político, por sensato que sea, puede cómodamente asociarse a un proyecto que buena parte de la población percibe, correctamente o no, como infructuoso. Peor todavía, el gobierno ha sido el primero en mostrar su total incapacidad para explicar sus reformas, abogar por ellas y, en última instancia, avanzarlas y profundizarlas. En este sentido, es más que lógico ver a los candidatos a la presidencia distanciarse de las reformas y del gobierno en lugar de sumarse a ellas como sería necesario para, finalmente, acelerar el paso del crecimiento económico y de la distribución de sus beneficios.

Las reformas económicas no son buenas ni malas: son tan buenas como se instrumenten. En la medida en que las reformas preservan las prácticas monopólicas e impiden el crecimiento de la eficiencia y la productividad, inhiben la inversión y, con ello, hacen imposible el crecimiento del empleo y de los ingresos. Ahí residen las verdaderas diferencias en el desempeño económico de países como Chile y Argentina respecto al de México o Brasil. A final de cuentas, en esto de las reformas no hay magia: el éxito de países como Chile y Argentina radica en que sus gobiernos fueron hasta el fondo, con el único criterio de que lo relevante era beneficiar al consumidor a través de la competencia y el crecimiento del conjunto de la economía. Con ello terminaron con la defensa de empresas individuales o la protección de sectores enteros. Su éxito se debe a la solidez y profundidad de sus acciones, no a inexplicables milagros. La pregunta es si nosotros acabaremos por aprender esta lección que no por obvia parece evidente.

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La herencia del Fobaproa

La herencia del Fobaproa

Luis Rubio

En teoría, el llamado blindaje que el gobierno construyó en torno a las finanzas públicas, fue diseñado, para evitar una crisis económica en el último año del sexenio. El gobierno se ha pertrechado con una gran cantidad de recursos, reservas internacionales, préstamos, líneas de crédito y esperanzas de más préstamos en el futuro a fin da aparecer invulnerable frente a potenciales ataques especulativos. La idea es que la situación financiera del gobierno sea percibida como tan sólida que lo haga invulnerable precisamente en el momento del ciclo político sexenal en que, desde 1976, los gobiernos mexicanos han sido particularmente débiles y propensos a cometer errores y a ser presa de la velocidad con que se desenvuelven los mercados financieros internacionales. Con suerte le funcionará el andamiaje financiero que ha construido. Pero el legado económico que dejará el gobierno actual como consecuencia del salvamento bancario continuará acosando a la economía mexicana de una manera cada vez más brutal. Es ese otro lado de la economía mexicana que hay que comenzar a ponderar.

Los años que siguieron a la crisis de 1995 han sido un periodo de consolidación económica. El gobierno se ha dedicado a solidificar las finanzas públicas y ha creado un instrumento -los fondos de pensiones- para elevar los niveles de ahorro de la economía mexicana. Todas estas acciones han sentado una base más firme para el crecimiento de la economía en el largo plazo. En este sentido, el actuar gubernamental en el frente de las finanzas públicas a nivel federal ha tenido el efecto de crear la expectativa de que la economía mexicana pronto entrará en un círculo virtuosos de tasas elevadas de crecimiento con niveles bajos de inflación. La importancia de esto no es menor: todos los mexicanos sabemos que es indispensable alcanzar tasas relativamente elevadas de crecimiento de la economía por un periodo largo de tiempo para hacer posible la trasformación de la realidad nacional: crear empleos sostenibles, generar riqueza y, sobre todo, comenzar a reducir, en forma sistemática, los extremos de desigualdad, la probreza y, en general, la ausencia de oportunidades reales de desarrollo que hoy enfrenta una enorme porción de la población.

La realidad, como siempre, es menos propicia para comenzar a lograr todos estos proyectos. Justo cuando lo que la población espera que empiece a ocurrir en la economía nacional es que se inicie una recuperación creciente (en la forma de tasas elevadas de crecimiento económico), nos encontramos con que la deuda pública ha crecido de una manera pavorosa, sobre todo por el costo del salvamento bancario. En lugar de crecimiento, no es difícil que la economía del país entre en una nueva espiral de contracciones inevitables como consecuencia del monto real de la deuda pública y del manejo que se le ha dado.

La deuda pública oficial asciende a aproximadamente 130 mil millones de dólares, cifra enorme, pero muy razonable bajo comparaciones internacionales. Es excepcional el país en el mundo que carga con una deuda menor al treinta por ciento del PIB, razón por la cual, en apariencia al menos, las cuentas fiscales del gobierno mexicano son muy sanas. Sin embargo, estas cifras no contemplan ni la deuda contraida por el hoy difunto Fobarpoa ni otros pasivos que el gobierno se ha echado formalmente a cuestas, como las pensiones del IMSS. La deuda del Fobaproa, que todavía no acaba de cuantificarse, podría llegar a superar los ciento veinte mil millones de dólares, o sea casi otro treinta por ciento del PIB, a lo cual se adicionarían los pasivos del IMSS por, quizá, otro tanto. El hecho es que la deuda pública del país es, en realidad, muchísimo mayor a la que formalmente ha sido reconocida.

Las implicaciones de estos números son dramáticas. El servicio de la deuda pública real, la que incluye tanto la deuda formalmente reconocida como la del Fobaproa, va a consumir una proporción cada vez mayor del gasto público, al grado en que podría acabar por provocar una nueva crisis fiscal. Esta nueva realidad fiscal no ha sido materia de discusión pública por dos razones. Por un lado porque, en virtud del conflicto que provocó todo el debate del Fobaproa en el Congreso el año pasado, el gobierno formalmente no ha reconocido la existencia de esa deuda. Aunque el gobierno federal garantiza todos los pasivos del Instituto para la Protección del Ahorro Bancario, IPAB, la institución creada para absorber la cartera del Fobaproa, la deuda total no aparece consolidada en las cuentas fiscales del gobierno. Por otro lado, los pagarés que emitió el Fobaproa a cambio de la cartera bancaria son documentos a diez años que capitlizan los intereses, razón por la cual el gobierno no ha tenido que hacer pagos anuales, excepto en los casos de instituciones bancarias que no podrían sobrevivir sin el flujo de fondos de los pagarés del Fobaproa. El hecho es que la deuda existe, está avalada por el gobierno federal y, por lo tanto, va a tener un extraordinario efecto fiscal en los próximos años.

El próximo gobierno no va a tener más remedio que reconocer la deuda que se ha venido ocultando hasta la fecha, lo cual implicará una reducción brutal del gasto público (quizá hasta en un treinta por ciento), aumentos de impuestos por un monto semejante o incurrir en un déficit del cuatro o cinco por ciento del PIB. Es decir, si bien la administración actual pudo posponer el problema, la próxima lo va a tener que confrontar y sus opciones no van a ser agradables. Y, peor, eso va a ocurrir justo cuando las campañas electorales habrán estado prometiendo elevadas tasas de crecimiento de la economía que, al menos a la luz de esas realidades, serán simplemente imposibles.

Por si todo lo anterior no fuese suficiente, la única manera en que se podrían reducir los pasivos del IPAB no parece estar avanzando. La idea original, desde que el Fobaproa comenzó a comprar cartera vencida de los bancos, era que el Fobaproa, y ahora el IPAB, vendería todos los activos que tuviesen valor a fin de reducir el costo fiscal del rescate bancario. De esta manera, el IPAB podría vender terrenos, propiedades, acciones de negocios diversos y negocios completos al mejor postor, lo que implicaría una reducción neta de la deuda total concentrada en esa institución. Por una razón u otra, prácticamente nada de eso se ha hecho hasta la fecha. Los burócratas que administraban el Fobaproa se dedicaron a hacer hasta lo imposible por no tomar decisiones, quizá por temor a eventualmente ser criticados o acusados de extralimitarse en sus funciones, razón por la cual prácticamente nada se vendió. Hace tres o cuatro años se creó una empresa específicamente dedicada a la venta de esos activos Valuación y Venta de Activos- que acabó fracasando ante el predominio de criterios burocráticos en la toma de decisiones. Ahora que el IPAB se ha hecho cargo de los activos del Fobaproa, el tema parece estarse empantando una vez más.

Cuando se trata de un terreno o de una propiedad, la decisión no es muy difícil porque existe (o generalmente es posible encontrar) un precio de referencia, por lo que la transacción acaba siendo suficientemente transparente como para que hasta el burócrata más timorato actúe. Pero lo mismo no ocurre cuando se trata de negocios en funcionamiento, de los cuales han centenas en el interior del IPAB: desde constructoras hasta aerolíneas. Todos esos negocios están comprometidos en su funcionamiento y no pueden ser modernizados, vendidos o cerrados mientras no se resuelva su situación financiera, cuya llave se encuentra en manos del IPAB (y que corre por cuenta de todos los que pagamos impuestos). Los burócratas del IPAB no tienen incentivo alguno para resolver problemas o fortalecer la viabilidad de esas empresas, lo que en muchos casos implicaría castigar parte de la deuda y capitalizar el resto. Es decir, implicaría tomar decisiones sobre activos que han estado paralizados desde hace años con el objeto de hacer viables a los negocios que ahí se encuentran. Pero los incentivos que tienen los funcionarios del IPAB los llevan a preferir la solución más simple, la que está prescrita en el manual, que implica que es preferible la quiebra de empresas que la restructuración de su capital y sus pasivos. El resultado es que no hay costo para el que decide de quebrar a esas empresas, mientras que el costo potencial de ayudarles a salir adelante es extraordinario.

Lo que para el burócrata es un riesgo restructurar los pasivos de empresas en el IPAB- para la economía nacional es una oportunidad. Una empresa quebrada le representa un costo al país tanto por los empleos que se pierden como por la riqueza que deja de generarse. Al mismo tiempo, una empresa restructurada es una entidad que paga impuestos y que paga intereses sobre su deuda, lo que aligera el costo total que tenemos que cargar todos los mexicanos por el mal llevado rescate bancario. De la misma manera, la solución que es fácil para el burócrata constituye un incentivo para que todos aquello que voluntariamente dejaron de pagar sus deudas sigan sin pagarlas: o sea, la salida fácil, la que seguirá el gobierno si el antecedente del Fobaproa es válido, implicará el fortalecimiento de la cultura del no pago.

Por donde uno le busque, la situación fiscal del gobierno es extraordinariamente endeble. Todo el blindaje que ha venido amasando y por el que paga un extraordinario costo financiero- no va a servir de nada si la realidad le alcanza por el flanco débil: el del rescate bancario. Es tiempo de, al menos, clarificar el tamaño del agujero en que van a quedar las finanzas públicas cuando haya pasado la fiesta electoral.

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Una democracia inmadura

Una democracia inmadura

Luis Rubio

La democracia mexicana está en pañales y fácilmente podría descarrilarse. En realidad, sería difícil esperar lo contrario. Aunque el proceso de liberalización política lleva tres décadas, éste ha avanzado sin estrategia ni conducción. Cada uno de los gobiernos de 1970 a la fecha ha tomado decisiones coyunturales que, a lo largo de todos estos años, han alterado definitivamente la naturaleza de la política mexicana y, sin la menor duda, la de la sociedad en su conjunto. Pero nunca hubo un concepto de desarrollo político: nadie construyó un diseño para lo que sería un nuevo sistema político ni mucho menos planeó una transición hacia un estadio distinto de toma de decisiones, participación de la sociedad o distribución de los beneficios del poder. Con esa historia, la política mexicana ha seguido un curso errante, lleno de vericuetos, produciendo lo que hoy tenemos: aciertos, omisiones y muchos riesgos. Los resultados de la conjunción de estos procesos están a la vista. Ahora el problema es cómo darles cauce antes de que una tormenta pudiese arrasar con lo alcanzado que, claramente, no acaba de cuajar.

Dada la historia de vicisitudes que ha caracterizado a la política y, en general, a la vida pública mexicana en estos treinta años, sería difícil imaginar que de todo ese vendaval hubiese surgido una democracia madura y consolidada. Realmente tenemos el resultado de lo que sembramos: una sucesión de decisiones coyunturales que perseguían evitar problemas inmediatos en lugar de resolver conflictos de fondo, falta de visión, encono, conflicto y la defensa a ultranza de un orden político que hace mucho dejó de ser viable. Estas circunstancias han venido dando forma a una realidad política que nos diferencia por igual de las grandes democracias occidentales que de las dictaduras latinoamericanas: la política mexicana ha estado avanzando dentro del marco que le han impuesto las propias fuerzas políticas de acuerdo a los intereses y objetivos que éstas han defendido. El resultado es mucho menos atractivo de lo deseable, toda vez que la mayoría de la población ha experimentado un deterioro importante en la calidad de su vida diaria. La situación que enfrentamos sería mucho menos grave si lo que estuviera de por medio fuera tan solo un problema de interacción entre los políticos o, como en Italia, un conjunto de decisiones de relativamente poca importancia. Nuestro problema es que la concentración de poder, la ausencia -o debilidad- de instituciones capaces de resolver los conflictos que se producen en forma cotidiana y la ausencia de un consenso entre los grupos y partidos políticos sobre la forma que debería cobrar un nuevo sistema político, no nos conduce hacia un sistema democrático, como pretende la retórica de prácticamente todos los partidos, sino que nos acerca al resbaloso reino del caos.

La fragilidad de la democracia mexicana está ahí para quien la quiera ver. Por eso es tan importante que las fuerzas políticas articulen consensos sobre objetivos y avancen hacia la conformación de acuerdos que vayan más allá de los ámbitos estrictamente electorales. Lo avanzado a la fecha es impresionante si lo comparamos con el primitivismo de la vida pública desde que comenzó a desmoronarse el viejo orden a partir de finales de los sesenta. Sin embargo, si el objetivo es el de construir una democracia en forma, lo logrado a la fecha es apenas un primer, y muy modesto, paso.

El principal avance a la fecha es sin duda la conformación de un mecanismo confiable, profesionalizado, de administración electoral. La constitución del IFE en su estructura actual, así como la del Tribunal Federal Electoral, ha eliminado el punto de mayor fricción entre los partidos políticos desde los ochenta. El hecho de que las elecciones ya no sean motivo de disputa y confrontación representa un extraordinario avance en la vida pública mexicana, pero no es suficiente para resolver la problemática política del país en un sentido más amplio. Si uno observa a la democracia como forma de convivencia pública, las elecciones son apenas un requisito, un primer paso, pero ciertamente no un objetivo en sí mismo: la limpieza electoral es una condición necesaria para la democracia, pero no es la democracia. En esta forma de organización política la ciudadanía elige a sus gobernantes a través de elecciones periódicas, pero su funcionamiento tiene que ver con los derechos ciudadanos, con la existencia de mecanismos de protección de minorías, con la libertad de expresión, con el respeto y la tolerancia y, en general, con el Estado de derecho en pleno.

Vista de esta manera, la democracia mexicana apenas comienza a otear el mundo. Es como si estuviésemos ascendiendo una escalera de bomberos que nos habrá de salvar de la tormenta que se avecina, amenazando con inundarlo todo. Hemos avanzado los primeros dos escalones que nos permitirán sacar los pies del agua: si vemos hacia abajo, es evidente que ya no estamos en el piso. Pero si vemos hacia arriba, nos falta un mundo de escalones, cada uno más pesado, cada uno más complejo y cada uno más importante. La democracia sólo se consagrará cuando hayamos llegado al final del camino, cuando hayamos completado todos los pasos, ascendido todos los escalones. Desde esta perspectiva, lo que nos falta es muchísimo más de lo logrado. Esto no es razón para despreciar lo avanzado, pero sí para ser más modestos respecto a sus verdaderos alcances.

El tema de fondo no reside en si hemos avanzado mucho o poco, en si el vaso está medio lleno o medio vacío. La evidencia cotidiana dice mucho más que mil palabras. Si vemos a nuestro alrededor nos encontramos con un enorme número de ejemplos que ilustran con claridad las contradicciones que caracterizan a nuestra vida política: igual los primeros pasos de una naciente democracia que los excesos en el lenguaje, lo inmodesto de las pretensiones de los partidos y la inmadurez de los políticos.

El más reciente Informe de Gobierno nos ofreció una ventana excepcional para apreciar y evaluar el estado que guarda la vida política del país. Lo primero que llamó la atención de aquel acto republicano fue la total ausencia de formas republicanas: todo mundo habla de ellas, pero casi nadie las practica. En un momento en que la representación legislativa da cabida a una amplia variedad de partidos políticos -ninguno de ellos con la mayoría absoluta-, se antojaría fácil concluir que el país ha logrado que virtualmente todos los intereses, grupos y sectores de la sociedad mexicana se encuentren representados. Sin embargo, la aparente necesidad de algunos diputados y grupos de hacer sentir su presencia por medios distintos a los establecidos en las formas y procedimientos acordados como muestran las pancartas, gritos y expresiones diversas- indica que no todos los políticos y partidos se encuentran satisfechos con los mecanismos de representación existentes o, de manera más grave y preocupante, no están dispuestos a limitarse a los resultados que arrojan las urnas. Para estos políticos resulta insuficiente e inadecuado el foro que ofrecen las Cámaras de Diputados y de Senadores para plantear sus puntos de vista y modificar la realidad mexicana a través de la labor legislativa. Uno se pregunta cuáles son los procedimientos o medios que esos políticos estarían dispuestos a utilizar para hacer valer sus objetivos y si ven como aceptable el uso de la violencia. En todo caso, demuestran que la vía pacífica al cambio político no está garantizada.

Algo semejante se puede apreciar en el proceso de negociación y eventual muerte de la alianza electoral entre el PAN y el PRD. Aunque en teoría la idea de una alianza tenía todo el sentido del mundo, la realidad institucional y la dinámica de cada una de las organizaciones que habría de conformarla la hacían imposible. Pero lo más impactante de ese proceso, desde el punto de vista del avance de los procedimientos democráticos en el país, fue el hecho de que, en retrospectiva, resulta más que evidente no sólo que la alianza era inviable, sino que todo el proceso de negociación fue diseñado expresamente para excluir al PAN de la contienda electoral. La política de exclusión que le niega legitimidad a unos por la intolerancia de los otros- sigue tan viva y vigente como en las épocas más primitivas del PRI.

Pero quizá lo más notable del momento político actual es el profundo desencuentro entre el mundo de los políticos y el de la ciudadanía. Aunque todo el mundo sabe que la televisión está presente en todas partes igual en el Informe que en la alianza, en las campañas y en los debates- los políticos, desde el Presidente hasta el último de los silbantes, parecen ignorar su existencia. En lugar de encontrar en la televisión a un vehículo para acercarse a la ciudadanía y buscar su apoyo a las causas y objetivos que los motivan, la mayoría de los políticos dejan testimonio de su desdén por el interés ciudadano y, por lo tanto, y del enorme reto que todavía tiene la política mexicana frente a sí. En franco contraste con ese comportamiento, Roberto Madrazo se ha dedicado a emplear a la televisión con gran éxito, en tanto que Vicente Fox aprovecha toda tribuna disponible, incluyendo la de un programa cómico, para comunicarse con un auditorio siete veces mayor que el que observó el Informe presidencial. La mayoría de los políticos vive en una realidad distinta a la del resto de los mexicanos y no parece darse cuenta de que el tiempo, su tiempo, apremia. La creciente sofisticación de las campañas está evidenciando la obsolescencia de las viejas formas y vicios de la política nacional.

Si el comportamiento de muchos políticos fue excesivo en la Cámara de Diputados el día del Informe, el galardón de la inmodestia se lo lleva sin duda el gobierno capitalino. En su precampaña, Cuauhtémoc Cárdenas se refiere a su gestión como la del gobierno de la democracia. Además de ser una expresión excesiva e impropia, es a todas luces abusiva: la mayoría perredista en la Asamblea de Representantes se ha dedicado a imponer (o, en el léxico del PRI, a mayoritear) todas las iniciativas de ley. No ha habido respeto alguno para los representantes de la oposición (PRI y PAN), no ha habido el menor respeto para los puntos de vista de minorías o grupos interesados. La democracia sigue estando muy lejos de nuestra realidad.

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Ya le dije que usted sale de viaje ese día pero que le iba a decir .

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Pleito interminalbe e innecesario

Pleito interminalbe e innecesario

Luis Rubio

Estados Unidos es nuestro principal socio comercial. Más del setenta por ciento de nuestras exportaciones se dirigen hacia Estados Unidos. Más de la mitad de toda la inversión extranjera en planta, equipo y, por lo tanto, en la creación empleos y riqueza, proviene de nuestro vecino del norte. Todo parecería sugerir que deberíamos poner toda la atención para cuidar, nutrir y desarrollar esa relación, como la más importante de todas las que tenemos. La realidad, sin embargo, es la contraria. De todas las relaciones internacionales del país, la más tensa, difícil, compleja y conflictiva es sin duda con Estados Unidos. Nuestra historia común, las obvias diferencias en niveles de riqueza y la mera vecindad son razón suficiente para explicar la complejidad de la relación. Con todo, uno pensaría, cualquier país que enfrentara esta contradictoria combinación de beneficios y riesgos, oportunidades y dificultades, futuro e historia, dedicaría todos sus esfuerzos y habilidades a maximizar los primeros y disminuir los segundos. Pero, ¿qué es lo que hemos venido haciendo nosotros? Nos hemos dedicado, con toda conciencia y premeditación, a echarle pimienta debajo de la nariz del tío Sam cada vez que podemos. Esta estrategia tal vez tuvo sentido hace décadas; hoy en día es indefendible, además de fuente de innecesarias fricciones que no hacen más que dañar al país.

La historia de la relación entre ambas naciones no requiere mayor descripción. Todos los mexicanos sabemos con absoluta claridad que en su proceso de expansión en el siglo pasado, Estados Unidos se quedó con la mitad del territorio mexicano. También sabemos que muchos inversionistas de ese país abusaron en diversas ocasiones en que tuvieron la oportunidad. El puerto de Veracruz fue invadido más de una vez por tropas norteamericanas. Todos estos hechos históricos son parte de la psicología colectiva de los mexicanos, algo que está casi totalmente ausente en la conciencia del pragmatismo norteamericano. Las realidades de antaño, sistemáticamente nutridas a través de los libros de texto, siguen tan vivas en la mente de tantos mexicanos, que son percibidas como verdades absolutas, directamente aplicables a nuestra realidad actual. El problema es que esa conciencia histórica choca con la realidad económica y geopolítica. El hecho indisputable es que la economía mexicana está cada vez más integrada a la economía norteamericana, una enorme proporción de los mexicanos arriba del 55%- tiene vínculos familiares directos en Estados Unidos, un número creciente de familias mexicanas depende para su sobrevivencia de los envíos que les hacen sus parientes en Estados Unidos y prácticamente todas las fuentes de empleo viables y con futuro en la industria están vinculadas, directa o indirectamente, a la economía norteamericana. No hay que ser muy inteligente para ver lo obvio, una verdad de Perogrullo: el país no tiene ninguna relación internacional, en ningún ámbito o rubro, que sea más importante, trascendente y rentable que los Estados Unidos. Esto último es tan obvio que no debería requerir mayor discusión.

Pero no parece ser lo suficientemente obvio para muchos funcionarios gubernamentales. Virtualmente no hay foro internacional en el que no busquemos pleito con los norteamericanos. Ya sea que se trate de armas nucleares o de la Corte Internacional de Justicia; de la Organización Mundial de Comercio o del conflicto en Kosovo o Irak; de Cuba o de los derechos humanos. En prácticamente todos los foros, México se ha colocado del lado opuesto a Estados Unidos. Por supuesto que no hay nada de malo en tomar posturas contrarias a nuestro vecino del norte cuando así convenga a nuestros intereses fundamentales. Hay una gran diversidad de asuntos en los cuales nuestros intereses son claramente contrarios a los de ellos. De hecho, la existencia del TLC nos confiere un amplio margen de libertad, toda vez que ese instrumento constituye un límite a la acción que pudiera emprender Estados Unidos en el ámbito que más directamente nos interesa, que es el del comercio, la inversión y todo lo que éstos representan en materia de empleo y creación de riqueza. Sin embargo, cuando nuestra política está diseñada para oponernos de manera sistemática a todas sus posturas en todos los foros y en todas las circunstancias, resulta que la definición gubernamental del interés nacional deja de tener un referente concreto en nuestra realidad económica, política o social interna, para convertirse en un mero prurito de oposición a ultranza. México puede y debe- adoptar posturas fuertes con relación a temas centrales de nuestro interés nacional, pero la oposición sistemática no sólo lleva a perder toda credibilidad, sino que acabamos siendo meros lacayos de los intereses de grupos sectarios, cuando no de otros países, que sí entienden sus prioridades e intereses nacionales. El patrón del comportamiento del gobierno mexicano en los foros internacionales sugiere que el propósito de la política exterior es precisamente el de oponerse a la política de Estados Unidos. La pregunta relevante es cuál es la motivación y a quién sirve esa estrategia.

Hace cuarenta años, la respuesta más frecuente a esas preguntas era que los ataques a Estados Unidos y a su política exterior satisfacían a la izquierda mexicana, lo cual supuestamente tenía el beneficio de contribuir a aplacarla y, por lo tanto, a afianzar la estabilidad política del país. Al margen de si esa política lograba los objetivos que se proponía o, incluso, si era la mejor manera de lograrlos, al menos es evidente que existía un fundamento estratégico, un sentido claro de costos y beneficios. En contraste con aquella política, hoy en día nadie en la izquierda se subordina a la política gubernamental en prácticamente ningún foro o asunto, por el hecho de que el gobierno enfatice posturas antinorteamericanas. Los únicos beneficiarios de esa línea de política son los intereses o, más bien, los valores e inclinaciones personales de diversos miembros de la burocracia del servicio exterior mexicano. Todos los demás mexicanos sufrimos un enorme precio por la satisfacción que derivan unos cuantos burócratas.

Ese sufrimiento tiene referentes concretos y específicos. Hoy en día, el mexicano es visto en Estados Unidos como un ser corrupto, probablemente vinculado a los narcotraficantes. Esta percepción, cuidadosamente nutrida por un conjunto de grupos, como los sindicatos norteamericanos, cuyos intereses se han visto afectados por acciones de su gobierno, como la firma del TLC, es casi universal en todo el aparato gubernamental norteamericano y afecta a todos los mexicanos que viven, trabajan, visitan, viajan, exportan o transitan por Estados Unidos. Es claro que no existe una vinculación absoluta entre la percepción de corruptos y narcotraficantes que los norteamericanos tienen de los mexicanos, pero no hay duda que la decisión del gobierno mexicano de oponerse a Estados Unidos en todos los foros contribuye fuertemente a que no se disipen esas imágenes. En lugar de avanzar los intereses del país a través del combate inteligente y sofisticado de esas imágenes y percepciones y de desarrollar una estrategia de acercamiento con ellos, el gobierno ha dejado que las diferencias se acentúen y que, como consecuencia, se pongan en riesgo algunos de los intereses más vitales del país.

El daño no es sólo psicológico o de imagen. Así como en México varios de los candidatos presidenciales no dejan de afirmar que llevarían a cabo pequeños cambios al TLC, en Estados Unidos hay un sinnúmero de grupos e intereses listos, al acecho, esperando la oportunidad de que el gobierno mexicano, éste o el que le suceda, abra la caja de Pandora y se acabe con el tratado que tan importante se ha vuelto para el desempeño de la economía nacional. La total ausencia del gobierno mexicano en el debate interno de Estados Unidos sobre México y su total desinterés por las discusiones y visiones que allá tienen del país puede llegar a tener las más graves consecuencias. De no cuidarse la relación con la importancia que ésta amerita, los intereses del país podrían acabar saliendo profundamente dañados. Además, el desinterés que caracteriza a nuestra política entraña el desaprovechamiento de oportunidades potenciales, como podría ser la de profundizar, en lugar de cambiar, el TLC hacia otros ámbitos, como el monetario y el laboral. En las circunstancias actuales, no es concebible avance alguno y solo un milagro va a impedir que se llegaran a dañar nuestros intereses más fundamentales.

En lugar de avanzar por la senda iniciada con el TLC que, a final de cuentas, implicaba un claro reconocimiento de nuestras realidades geopolíticas y económicas, nos hemos dedicado a golpear a nuestros vecinos sin ton ni son, cuando no a ignorar totalmente la esencia de la relación. De esta manera, justamente cuando deberíamos estar abocados a la negociación, el entendimiento y el estrechamiento de vínculos, estamos permitiendo y en muchos casos creando- las circunstancias para elevar el nivel de conflicto, que de cualquier manera nunca está muy lejos de la superficie.

El TLC ha tenido el beneficio indirecto de aislar, al menos parcialmente, los vínculos económicos, comerciales y financieros del resto de la relación. Pero, en la medida en que ese otro universo -el de las percepciones negativas y de los intereses contrarios al estrechamiento de la relación- siga deteriorándose, todo podría acabar siendo amenazado, hasta el propio TLC. El punto no es que la relación formal sea buena o mala, sino que, en una vinculación tan estrecha, producto de la geografía, las relaciones entre gobiernos son sólo una parte, cada vez más pequeña e irrelevante, del conjunto. En la medida en que México y todo lo mexicano continúe siendo visto como malo, indeseable y corrupto, el camino no podrá mejorar, no importa qué haga o deje de hacer un gobierno en su relación formal con el otro. Dada la naturaleza de la relación y, sobre todo, las características tan peculiares de la sociedad y sistema de gobierno de Estados Unidos, el gobierno, además de abandonar su absurda política exterior, debe dedicarse a transformar esas imágenes y, por esa vía, a contener el deterioro y, confiadamente, a acelerar el desarrollo de nuevas oportunidades. Nada se perdería con incorporarle una brújula a nuestra política exterior.

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