Reformas inconclusas
Reformas inconclusas
Luis Rubio
Está de moda afirmar que los mexicanos han perdido en su nivel de vida por causa de las reformas económicas de la última década. En efecto, un estudio de la Comisión Económica para América Latina y uno de los economistas del Banco Mundial llegan a la conclusión de que países como Brasil, Colombia, Costa Rica, Jamaica y México no lograron elevar sus ingresos per cápita a partir de las reformas económicas de la última década, en tanto que naciones como Chile, Argentina, Bolivia y Perú fueron ganadoras netas tanto en materia de tasas de crecimiento de la economía en su conjunto, como de ingresos per cápita. Aunque el énfasis que le imprimió la prensa se centró en el hecho de que México resultara perdedor en este proceso, lo verdaderamente relevante -y picante- se encuentra en otro lado: en las causas de la diferencia en resultados entre un grupo de países y el otro.
Las reformas que se comenzaron a instrumentar en la economía mexicana a partir de mediados de los ochenta tenían por propósito el eliminar impedimentos a la inversión, aumentar el tamaño del mercado para los productores nacionales y elevar los niveles de productividad y eficiencia de la economía en su conjunto. Detrás de las reformas se encontraba un análisis muy agudo y claro: la economía mexicana se había estancado desde finales de los años sesenta y sólo había crecido a lo largo de los setenta gracias a dos factores exógenos que no se repetirían con facilidad: la virtualmente infinita disponibilidad de recursos externos y una situación insólita de crecimiento permanente de los precios del petróleo. Esos dos factores permitieron que la economía mexicana creciera a lo largo de los años setenta a pesar de que el modelo de crecimiento y la estructura de la economía mexicana ya no daban para más. Es decir, la economía se enfrentaba a serios problemas desde finales de los años sesenta porque el mercado era muy limitado, la productividad de la industria mexicana era excesivamente baja y los niveles de inversión inadecuados para poder lograr tasas suficientemente elevadas de crecimiento económico que se tradujeran en mayor generación de empleos y mejores niveles de ingresos.
La economía mexicana se hubiera estancado a principios de los años setenta de no ser por la súbita disponibilidad de grandes cantidades de crédito en el resto del mundo. Con el boicot petrolero árabe de principios de los setenta, los productores del crudo repentinamente se encontraron con enormes fondos que, a su vez, depositaron en los bancos internacionales. Esos fondos luego acabaron siendo canalizados hacia países que, como México, estaban ávidos de financiar una tasa más alta de crecimiento sin llevar a cabo reforma alguna. Es decir, la disponibilidad de crédito internacional permitió posponer, aunque fuera por unos cuantos años, las reformas que se habían hecho necesarias y urgentes desde los sesenta. Por lo anterior, y para nuestra terrible desfortuna, la mayor parte de esos recursos se gastaron en toda clase de proyectos gubernamentales -muchos de ellos erróneos, otros absurdos y otros más costosísimos-, en lugar de invertirse en infraestructura, educación, salud y otros medios que pudiesen haber incidido en el crecimiento de largo plazo de la economía. Un ejemplo de los excesos y el dispendio en los que se incurrió, y de las pésima decisiones de inversión que se tomaron, es el de las plantas acereras en Las Truchas (Sicartsa). Estas plantas absorbieron varios billones de dólares en su construcción y desarrollo para valuarse más tarde, cuando su privatización, en sólo unos cuantos millones de dólares a valor comercial; esto es, en una fracción del costo original. El valor comercial es lo relevante, pues éste refleja la viabilidad de una empresa, su productividad y, por lo tanto, su impacto en el empleo y los ingresos de sus trabajadores.
En este contexto, las reformas de los años ochenta y noventa perseguían reactivar a la economía mexicana, confiriéndole viabilidad de largo plazo. Al igual que muchas otras naciones del continente, el gobierno mexicano procedió a liberalizar el comercio exterior, privatizar algunas empresas paraestatales y reducir el cúmulo de regulaciones que paralizaban la actividad económica. El resultado, a casi quince años de iniciadas las reformas, es mucho mejor de lo que parecería a primera vista, pero mucho menos bueno de lo que la población esperaba y que le fue prometido por sucesivas administraciones. Todos sabemos que las exportaciones han crecido a tasas extraordinarias y es palpable el número de empresas mexicanas que han logrado niveles de competitividad tan altos como las mejores del mundo. En este sentido, el potencial de desarrollo de la economía mexicana ha mejorado de una manera extraordinaria. Pero, por otra parte, es igualmente evidente que hay una enorme porción de la economía mexicana que se ha rezagado y que no ha logrado (y, en la mayoría de los casos, ni siquiera intentado) incorporarse en los círculos virtuosos de crecimiento y desarrollo que son cada vez más frecuentes en el país.
Si observamos cómo han evolucionado las cosas en países como Brasil, Colombia, Costa Rica o Jamaica, el desempeño de la economía mexicana no ha sido tan malo. De hecho, cada uno de estos países ha venido introduciendo diversas reformas, muchas de las cuales se han traducido en avances significativos a nivel sectorial o regional. Pero estas cinco naciones comparten una circunstancia similar: todas han observado un desempeño mucho más bajo que el que muestran países como Argentina, Perú, Chile y Bolivia. La pregunta es por qué.
La diferencia en el desempeño entre estos dos grupos de naciones reside en un factor muy específico: aquellas naciones, las exitosas, llevaron a cabo reformas mucho más amplias y, sobre todo, las instrumentaron en forma agresiva y rápida, alterando con ello la dinámica económica en general. Es decir, los países que han llevado a cabo reformas en forma profunda y sin miramientos han logrado beneficios mucho más rápidos y tangibles para el ciudadano común y corriente. El contraste entre esos países "ganadores" y el México de hoy es patente: no sólo en tasas de crecimiento o, incluso, en su tasa de producto per cápita (en donde los avances son impresionantes), sino sobre todo en las expectativas de la población. A pesar de los avatares del momento, las expectativas de los argentinos o chilenos son mucho más saludables y positivas que las de casi cualquier mexicano, hoy dominado más por el desánimo que por la esperanza de un futuro mejor.
El gradual y, en ocasiones errático, curso de las reformas en nuestro país ha obedecido, en parte, a la actitud timorata del gobierno que ha perdido una oportunidad tras otra de profundizar las reformas pero, sobre todo, a su total incapacidad de convencer a los legisladores, y a la población en general, de la bondad de sus proyectos. En contraste con nuestro gobierno, en los últimos quince o veinte años los gobiernos de países como Chile o Argentina han avanzado las reformas con plena convicción, a sabiendas de que reformar implica la afectación de intereses particulares y de que una reforma sólo puede ser exitosa si efectivamente ésta se lleva a cabo a plenitud. Eso explica el porqué las autoridades chilenas son implacables cuando se trata de aplicar las regulaciones contra prácticas monopólicas, o porqué las autoridades argentinas hace tiempo que abandonaron toda noción de campeones nacionales" que las obligaba a protegerlas, nutrirlas, subsidiarlas y, en consecuencia, a discriminar en contra de todas las demás. En Argentina ya no hay línea aérea protegida por el gobierno, ni empresa telefónica aislada de la competencia, ni empresa petrolera con plena autoridad monopólica. El criterio que ha gobernado las decisiones económicas en ambas naciones ha sido el del beneficio al consumidor, en cuyo nombre han perseguido cambios profundos independientemente del costo político de los mismos. Los resultados hablan por sí mismos.
En México hemos acabado en el peor de todos los mundos: seguimos con todos los vicios y problemas de la era pre-reformas (pobreza, mala distribución del ingreso, parálisis económica en un sinnúmero de sectores y regiones), a la vez que las reformas han sido obstaculizadas, impedidas y dejadas inconclusas, lo que les ha dado un mal nombre. Tan bajo han caído las reformas en la conciencia popular que ningún político, por sensato que sea, puede cómodamente asociarse a un proyecto que buena parte de la población percibe, correctamente o no, como infructuoso. Peor todavía, el gobierno ha sido el primero en mostrar su total incapacidad para explicar sus reformas, abogar por ellas y, en última instancia, avanzarlas y profundizarlas. En este sentido, es más que lógico ver a los candidatos a la presidencia distanciarse de las reformas y del gobierno en lugar de sumarse a ellas como sería necesario para, finalmente, acelerar el paso del crecimiento económico y de la distribución de sus beneficios.
Las reformas económicas no son buenas ni malas: son tan buenas como se instrumenten. En la medida en que las reformas preservan las prácticas monopólicas e impiden el crecimiento de la eficiencia y la productividad, inhiben la inversión y, con ello, hacen imposible el crecimiento del empleo y de los ingresos. Ahí residen las verdaderas diferencias en el desempeño económico de países como Chile y Argentina respecto al de México o Brasil. A final de cuentas, en esto de las reformas no hay magia: el éxito de países como Chile y Argentina radica en que sus gobiernos fueron hasta el fondo, con el único criterio de que lo relevante era beneficiar al consumidor a través de la competencia y el crecimiento del conjunto de la economía. Con ello terminaron con la defensa de empresas individuales o la protección de sectores enteros. Su éxito se debe a la solidez y profundidad de sus acciones, no a inexplicables milagros. La pregunta es si nosotros acabaremos por aprender esta lección que no por obvia parece evidente.
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