La herencia del Fobaproa
Luis Rubio
En teoría, el llamado blindaje que el gobierno construyó en torno a las finanzas públicas, fue diseñado, para evitar una crisis económica en el último año del sexenio. El gobierno se ha pertrechado con una gran cantidad de recursos, reservas internacionales, préstamos, líneas de crédito y esperanzas de más préstamos en el futuro a fin da aparecer invulnerable frente a potenciales ataques especulativos. La idea es que la situación financiera del gobierno sea percibida como tan sólida que lo haga invulnerable precisamente en el momento del ciclo político sexenal en que, desde 1976, los gobiernos mexicanos han sido particularmente débiles y propensos a cometer errores y a ser presa de la velocidad con que se desenvuelven los mercados financieros internacionales. Con suerte le funcionará el andamiaje financiero que ha construido. Pero el legado económico que dejará el gobierno actual como consecuencia del salvamento bancario continuará acosando a la economía mexicana de una manera cada vez más brutal. Es ese otro lado de la economía mexicana que hay que comenzar a ponderar.
Los años que siguieron a la crisis de 1995 han sido un periodo de consolidación económica. El gobierno se ha dedicado a solidificar las finanzas públicas y ha creado un instrumento -los fondos de pensiones- para elevar los niveles de ahorro de la economía mexicana. Todas estas acciones han sentado una base más firme para el crecimiento de la economía en el largo plazo. En este sentido, el actuar gubernamental en el frente de las finanzas públicas a nivel federal ha tenido el efecto de crear la expectativa de que la economía mexicana pronto entrará en un círculo virtuosos de tasas elevadas de crecimiento con niveles bajos de inflación. La importancia de esto no es menor: todos los mexicanos sabemos que es indispensable alcanzar tasas relativamente elevadas de crecimiento de la economía por un periodo largo de tiempo para hacer posible la trasformación de la realidad nacional: crear empleos sostenibles, generar riqueza y, sobre todo, comenzar a reducir, en forma sistemática, los extremos de desigualdad, la probreza y, en general, la ausencia de oportunidades reales de desarrollo que hoy enfrenta una enorme porción de la población.
La realidad, como siempre, es menos propicia para comenzar a lograr todos estos proyectos. Justo cuando lo que la población espera que empiece a ocurrir en la economía nacional es que se inicie una recuperación creciente (en la forma de tasas elevadas de crecimiento económico), nos encontramos con que la deuda pública ha crecido de una manera pavorosa, sobre todo por el costo del salvamento bancario. En lugar de crecimiento, no es difícil que la economía del país entre en una nueva espiral de contracciones inevitables como consecuencia del monto real de la deuda pública y del manejo que se le ha dado.
La deuda pública oficial asciende a aproximadamente 130 mil millones de dólares, cifra enorme, pero muy razonable bajo comparaciones internacionales. Es excepcional el país en el mundo que carga con una deuda menor al treinta por ciento del PIB, razón por la cual, en apariencia al menos, las cuentas fiscales del gobierno mexicano son muy sanas. Sin embargo, estas cifras no contemplan ni la deuda contraida por el hoy difunto Fobarpoa ni otros pasivos que el gobierno se ha echado formalmente a cuestas, como las pensiones del IMSS. La deuda del Fobaproa, que todavía no acaba de cuantificarse, podría llegar a superar los ciento veinte mil millones de dólares, o sea casi otro treinta por ciento del PIB, a lo cual se adicionarían los pasivos del IMSS por, quizá, otro tanto. El hecho es que la deuda pública del país es, en realidad, muchísimo mayor a la que formalmente ha sido reconocida.
Las implicaciones de estos números son dramáticas. El servicio de la deuda pública real, la que incluye tanto la deuda formalmente reconocida como la del Fobaproa, va a consumir una proporción cada vez mayor del gasto público, al grado en que podría acabar por provocar una nueva crisis fiscal. Esta nueva realidad fiscal no ha sido materia de discusión pública por dos razones. Por un lado porque, en virtud del conflicto que provocó todo el debate del Fobaproa en el Congreso el año pasado, el gobierno formalmente no ha reconocido la existencia de esa deuda. Aunque el gobierno federal garantiza todos los pasivos del Instituto para la Protección del Ahorro Bancario, IPAB, la institución creada para absorber la cartera del Fobaproa, la deuda total no aparece consolidada en las cuentas fiscales del gobierno. Por otro lado, los pagarés que emitió el Fobaproa a cambio de la cartera bancaria son documentos a diez años que capitlizan los intereses, razón por la cual el gobierno no ha tenido que hacer pagos anuales, excepto en los casos de instituciones bancarias que no podrían sobrevivir sin el flujo de fondos de los pagarés del Fobaproa. El hecho es que la deuda existe, está avalada por el gobierno federal y, por lo tanto, va a tener un extraordinario efecto fiscal en los próximos años.
El próximo gobierno no va a tener más remedio que reconocer la deuda que se ha venido ocultando hasta la fecha, lo cual implicará una reducción brutal del gasto público (quizá hasta en un treinta por ciento), aumentos de impuestos por un monto semejante o incurrir en un déficit del cuatro o cinco por ciento del PIB. Es decir, si bien la administración actual pudo posponer el problema, la próxima lo va a tener que confrontar y sus opciones no van a ser agradables. Y, peor, eso va a ocurrir justo cuando las campañas electorales habrán estado prometiendo elevadas tasas de crecimiento de la economía que, al menos a la luz de esas realidades, serán simplemente imposibles.
Por si todo lo anterior no fuese suficiente, la única manera en que se podrían reducir los pasivos del IPAB no parece estar avanzando. La idea original, desde que el Fobaproa comenzó a comprar cartera vencida de los bancos, era que el Fobaproa, y ahora el IPAB, vendería todos los activos que tuviesen valor a fin de reducir el costo fiscal del rescate bancario. De esta manera, el IPAB podría vender terrenos, propiedades, acciones de negocios diversos y negocios completos al mejor postor, lo que implicaría una reducción neta de la deuda total concentrada en esa institución. Por una razón u otra, prácticamente nada de eso se ha hecho hasta la fecha. Los burócratas que administraban el Fobaproa se dedicaron a hacer hasta lo imposible por no tomar decisiones, quizá por temor a eventualmente ser criticados o acusados de extralimitarse en sus funciones, razón por la cual prácticamente nada se vendió. Hace tres o cuatro años se creó una empresa específicamente dedicada a la venta de esos activos Valuación y Venta de Activos- que acabó fracasando ante el predominio de criterios burocráticos en la toma de decisiones. Ahora que el IPAB se ha hecho cargo de los activos del Fobaproa, el tema parece estarse empantando una vez más.
Cuando se trata de un terreno o de una propiedad, la decisión no es muy difícil porque existe (o generalmente es posible encontrar) un precio de referencia, por lo que la transacción acaba siendo suficientemente transparente como para que hasta el burócrata más timorato actúe. Pero lo mismo no ocurre cuando se trata de negocios en funcionamiento, de los cuales han centenas en el interior del IPAB: desde constructoras hasta aerolíneas. Todos esos negocios están comprometidos en su funcionamiento y no pueden ser modernizados, vendidos o cerrados mientras no se resuelva su situación financiera, cuya llave se encuentra en manos del IPAB (y que corre por cuenta de todos los que pagamos impuestos). Los burócratas del IPAB no tienen incentivo alguno para resolver problemas o fortalecer la viabilidad de esas empresas, lo que en muchos casos implicaría castigar parte de la deuda y capitalizar el resto. Es decir, implicaría tomar decisiones sobre activos que han estado paralizados desde hace años con el objeto de hacer viables a los negocios que ahí se encuentran. Pero los incentivos que tienen los funcionarios del IPAB los llevan a preferir la solución más simple, la que está prescrita en el manual, que implica que es preferible la quiebra de empresas que la restructuración de su capital y sus pasivos. El resultado es que no hay costo para el que decide de quebrar a esas empresas, mientras que el costo potencial de ayudarles a salir adelante es extraordinario.
Lo que para el burócrata es un riesgo restructurar los pasivos de empresas en el IPAB- para la economía nacional es una oportunidad. Una empresa quebrada le representa un costo al país tanto por los empleos que se pierden como por la riqueza que deja de generarse. Al mismo tiempo, una empresa restructurada es una entidad que paga impuestos y que paga intereses sobre su deuda, lo que aligera el costo total que tenemos que cargar todos los mexicanos por el mal llevado rescate bancario. De la misma manera, la solución que es fácil para el burócrata constituye un incentivo para que todos aquello que voluntariamente dejaron de pagar sus deudas sigan sin pagarlas: o sea, la salida fácil, la que seguirá el gobierno si el antecedente del Fobaproa es válido, implicará el fortalecimiento de la cultura del no pago.
Por donde uno le busque, la situación fiscal del gobierno es extraordinariamente endeble. Todo el blindaje que ha venido amasando y por el que paga un extraordinario costo financiero- no va a servir de nada si la realidad le alcanza por el flanco débil: el del rescate bancario. Es tiempo de, al menos, clarificar el tamaño del agujero en que van a quedar las finanzas públicas cuando haya pasado la fiesta electoral.
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