Elecciones, tecno¦ücratas y reforma econo¦ümica
Luis Rubio
La dinámica de la política electoral actual está orientada directamente en contra de los tecnócratas. No es exagerado afirmar que estamos viviendo una verdadera revuelta contra ese equipo de economistas que, a pesar de los errores cometidos, que no son pocos, sin duda le han abierto una nueva oportunidad al desarrollo del país. Como están las cosas, ningún candidato podría darse el lujo de sustraerse de esta dinámica perversa que culpa a los tecnócratas de todos los males, pero generalmente sin ofrecer una alternativa razonable y sensata. Sin embargo, más allá de los tecnócratas, lo verdaderamente importante, con frecuencia ignorado en el calor del debate electoral, es que el tema de la política económica no es trivial y con la misma facilidad puede contribuir al enriquecimiento del país que a un nuevo desastre.
Ninguno de los candidatos que aspiran a la presidencia puede ignorar la complejidad y, sobre todo, extrema sensibilidad, de la política económica. Tan pronto se inicien las campañas presidenciales ya en forma, o sea virtualmente ya, tanto los mexicanos como quienes administran enormes fondos de inversión en los mercados internacionales estarán permanentemente atentos a cada movimiento, a cada expresión y, sobre todo, a cada planteamiento que directa o indirectamente pudiese incidir sobre la política económica. El recuerdo del desastre en que cayó el país al final de 1994, justamente al inicio de la actual administración, hace que le tiemble la sangre a todos los mexicanos que súbitamente se encontraron con que lo que parecía sólido y permanente no lo era tanto.
Sin embargo, esto último no parece disuadir a los candidatos, quienes se desviven por prometer un acceso fácil al Nirvana. Unos prometen fijar, si no es que reducir, los precios de algunos productos básicos, en tanto que otros hablan de tasas de crecimiento que no por deseables resultan fácilmente asequibles. De una forma u otra, la lógica natural de una campaña electoral conlleva, inevitablemente, a obviar los temas de fondo en el discurso público. Pero esos temas de fondo son, como descubrió la administración actual, no sólo cruciales, sino tan delicados que no permiten diferenciar entre acciones motivadas por buenas intenciones de aquellas que simplemente resultan de la incompetencia. Ahora que nos encaminamos hacia un nuevo proceso de sucesión presidencial no sobra recordar que un mal manejo económico puede volver a costarle al país una brutal recesión, con todo lo que eso implicaría para la legitimidad del próximo gobierno.
No hay candidato en el mundo que no sea optimista respecto al futuro. Ser optimista es parte natural de su personalidad y de su objetivo: ¿alguien podría imaginar votar por un candidato que promete un nivel de vida peor, mayor criminalidad o todavía menores oportunidades? Aquellos que dudan del futuro o, incluso, quienes son razonablemente sensatos respecto a los problemas que enfrenta el país o las dificultades de resolverlos, rara vez logran atraer un porcentaje significativo del voto. Esta dinámica naturalmente lleva a prometer un acceso garantizado al cielo si sólo se vota por tal o cual candidato. Pero la realidad es siempre menos favorable al logro de las promesas de campaña y generalmente mucho más terca del lo que los candidatos normalmente imaginan. Esto no implica que la realidad no pueda ser modificada para bien, sino que una transformación de esa naturaleza demanda de un extraordinario realismo respecto a lo que existe, a lo que es posible lograr y a la voluntad de una ciudadanía que, a fuer de tantos golpes, se ha vuelto cínica, naturalmente suspicaz y extraordinariamente reacia a cualquier cambio.
Sobra decir que los márgenes de maniobra en el ámbito económico son extraordinariamente estrechos. Si bien la economía mexicana ha venido experimentando una impresionante transformación (como evidencian las rápidamente crecientes exportaciones) a lo largo de los últimos años, basta observar los rezagos, los elevadísimos niveles de pobreza y de desempleo abierto u oculto para no tener más remedio que reconocer que el desempeño económico ha sido muy inferior a lo mínimo requerido. Quizá más importante en el ambiente electoral que domina a toda la política nacional en la actualidad, la abrumadora mayoría de los mexicanos no tiene la menor comprensión de los objetivos de la política económica, de la naturaleza de su dinámica o de la manera en que, al menos en teoría, sus beneficios llegarían eventualmente a la población. El gobierno actual no ha desperdiciado ni el menor tiempo en procurar diseminar sus objetivos, ni mucho menos en tratar de convencer a la población de la bondad de los mismos. Además, estas enormes carencias han venido empatadas de campañas informativas y políticas (como la relativa al Fobaproa), todas ellas críticas de la política económica, que fueron largas, cuidadosamente planeadas y bien conducidas. En este contexto no es casual el desprestigio político de los tecnócratas: sus extraordinarias habilidades en materia económica no han venido aparejadas de iguales atributos en materia política.
Enfrentamos, pues, un peligroso cocktail con tres componentes: un ambiente de demandas insatisfechas, promesas interminables y fuerte incertidumbre entre los profesionales de la economía respecto a su futuro. Sobra decir que muchos de nuestros problemas se remontan menos a los errores de la tecnocracia que a la ausencia de reformas en ámbitos centrales como el de la política tributaria, la política laboral, la competencia económica, las regulaciones excesivas e inadecuadas) y, en general, la ausencia de un Estado de derecho. Ahora que, por primera vez en prácticamente dos décadas, el gobierno será encabezado por una persona ajena a la política económica, los mexicanos tenemos razones para estar preocupados; a final de cuentas, los dos gobiernos previos al inicio de las reformas a la economía, entre 1970 y 1982, conocidos popularmente como la docena trágica, ambos encabezados por políticos que con toda alevosía ignoraron y excluyeron a los expertos en la economía, acabaron siendo desastres tan grandes que todavía hoy seguimos pagando sus consecuencias.
El retorno de los políticos a la cabeza de un gobierno puede igual representar una oportunidad que una catástrofe. La especialidad de los políticos reside de su habilidad para lograr que ocurran las cosas (el arte de lo posible), para convencer a la población de la bondad de sus objetivos y para negociar con los intereses que perderían como consecuencia de la consecución de los mismos. En este sentido, el retorno de los políticos bien podría entrañar grandes oportunidades para romper los impedimentos que, en los últimos años, han paralizado el avance de las reformas que urgentemente demanda el país en los diversos ámbitos, desde la economía hasta la distribución de los recursos fiscales entre la federación y los estados, pasando por la criminalidad, la ausencia de un Estado de derecho y así sucesivamente. Un equilibrio apropiado entre técnicos y políticos dentro del gobierno bien podría llevarnos a un nuevo y mejor estadio de desarrollo.
Pero la otra cara del retorno de los políticos a la cúspide del gobierno reside en que, en aras de lograr sus propósitos, los políticos son mucho más dados a ver el mundo con toda flexibilidad y, por lo tanto, a ignorar los límites de lo posible en la administración de la economía. Lo natural para un político es expresar su voluntad respecto al desarrollo de la economía y a prometer transformaciones que, si bien probablemente necesarias, no por esa razón resultan ser posibles: ya sea por ausencia de fondos, porque lo deseable no necesariamente es aceptable o realista para los mercados internacionales o, simplemente, porque no existen las condiciones, de confianza o de infraestructura, en el sentido más amplio, para que sean viables los objetivos gubernamentales. La salida fácil, la que hemos vivido a lo largo de estos últimos años, es no hacer nada: meramente esperar a que las cosas ocurran por sí mismas.
La salida necesaria es la de sumar los esfuerzos de todos los mexicanos detrás de un proyecto común de desarrollo que sea, a una misma vez, atractivo y realista. Esta conjunción de objetivos y apoyos es, casi por definición, el escenario ideal para cualquier político. Desafortunadamente pocos lo logran no porque sus objetivos sean malos, sino porque su capacidad para vincularlos con la política económica acaba siendo mínima, cuando no catastrófica. La experiencia muestra -tanto en Argentina como en Chile, en el sudeste de Asia y en México- que el desarrollo no depende de la voluntad del político, sino de su capacidad para articular cambios y transformaciones dentro de un entorno de administración económica realista y ortodoxa.
Puesto en términos concretos, es más que evidente que el potencial económico del país es infinitamente superior al desempeño que nos ha tocado experimentar a lo largo de los últimos años. Es claro que las oportunidades de desarrollo que se han dejado pasar son tantas que sobra enumerarlas. Tienen razón los candidatos que afirman que efectivamente es posible, de eliminarse las trabas y de crearse las condiciones, alcanzar tasas de crecimiento muy superiores a las logradas en las últimas décadas. La clave reside precisamente en la habilidad que despliegue quien llegue a la presidencia, para crear esas condiciones y eliminar los obstáculos que tan persistentes han resultado para sus predecesores. Por ejemplo, es evidentemente necesario y posible atacar problemas de esencia, como la elevación de la recaudación fiscal, pero eso no ha ocurrido por más que el tema sea viejo y conocido.
Quizá lo que el país requiere es precisamente de las habilidades de un político para lograr lo que los economistas simplemente no pudieron alcanzar. Pero los agentes económicos despliegan, en México y en China, una profunda desconfianza hacia los políticos, para lo cual no ayudan las posturas, en ocasiones incendiarias (aunque los políticos ni cuenta se den) que son comunes a las campañas electorales. Por ello, más valdría que quienes aspiran a gobernar al país comiencen por construir una plataforma de confiabilidad en su manejo de la economía si no quieren encontrarse con que cada día tienen menos que gobernar. Sin confianza, como decía Mao, el gobierno es imposible.
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