La resaca de las reformas

Luis Rubio

Aunque la situación es mejor que en el pasado reciente, parece haber consenso en la región latinoamericana de que el statu quo no es aceptable. Este, en resumen, es la lectura que me llevé después de escuchar la conferencia de un argentino sobre el devenir de su país y la región en los últimos años. Desde esta perspectiva, las reformas que se han llevado a cabo desde mediados de los ochenta han sido extraordinariamente importantes porque han permitido, en alguna medida, romper con los impedimentos al desarrollo que existían en el pasado, pero no han permitido generar tasas suficientemente elevadas de crecimiento como para hacer posible la generalización de los beneficios al conjunto de la sociedad. El reto que viene será el de hacer posible tanto la generalización de los beneficios como la aceleración de las tasas de crecimiento. La pregunta es si esta combinación es del todo posible.

Si uno observa el comportamiento de los electores en Brasil y Argentina a lo largo del último año, parece evidente que existe una fuerte tensión en el corazón de una población que persigue dos objetivos aparentemente contradictorios de una manera simultánea. Por una parte, la población tiene un fuerte recuerdo, una vívida memoria, de la inestabilidad económica, del mal gobierno y de la hiperinflación que caracterizaba a sus sociedades hasta hace sólo un par de lustros. Por la otra, la misma población no está muy feliz con el resultado de las reformas emprendidas a lo largo de este periodo. Si bien parece haber un reconocimiento en esas latitudes de que las reformas generaron la estabilidad de que hoy gozan, muy pocos perciben algún beneficio directo que se derive de esa estabilidad. La parte que les lleva a reconocer el logro de la estabilidad conduce a que se reconozca al gobierno responsible (como ocurrió con la reelección del presidente Cardoso de Brasil), en tanto que la decepción respecto a la ansiada mejoría en los niveles de vida llevó a que perdiera el partido de Menem en las recientes elecciones argentinas.

Lo peor de todo es que no hay contradicción alguna entre estas posturas. Un votante puede reconocer un logro y, a una misma vez, estar decepcionado de la insuficiencia del mismo. Esto mismo parece estar ocurriendo con muchos votantes mexicanos que se encuentran indecisos respecto a como votar en julio próximo. Su reconocimiento al gobierno está más que consagrado en las elevadas cifras de aprobación de que goza la gestión del presidente Zedillo en la actualidad. Por otra parte, sin embargo, mucha de esa misma población se encuentra harta del abuso que le propinan diversos burócratas en su vida cotidiana o, simplemente, no ven satisfechas las expectativas que se habían hecho desde hace años respecto al desarrollo de su economía personal. Este contraste es muy significativo en términos políticos, pues demuestra que las reformas han sido insuficientes para lograr su objetivo más elemental, el de elevar los niveles de vida de la población. Lo que no es claro es cuál será la manifestación electoral de esa diferencia.

Lo que parece claro es que, a lo largo de las últimas décadas, se avanzó mucho en la generación de condiciones para una mayor competencia en la economía, sobre todo por el lado de la producción de bienes (de productos), a diferencia de los servicios (como banca y telefonía), pero que se ha avanzado muy poco en materia de la igualación de oportunidades. Esta diferencia es crucial y explica, en buena medida, la enorme disparidad que hemos podido observar en el acelerado crecimiento de la riqueza, por una parte, y el sumamente limitado acceso a los beneficios del crecimiento económico de que ha gozado la abrumadora mayoría de la población. Además de dañina para la estabilidad política, esta disparidad es producto de la insuficiencia de las reformas realizadas, más que de su exceso. Nadie que tenga la menor memoria puede pensar que las condiciones objetivas de la mayoría de la población eran significativamente mejores en el pasado; si bien hubo algunos años específicos en que los salarios reales pudieron haber sido superiores a los actuales, como efectivamente ocurrió a principios de los ochenta, los niveles reales de vida no eran mejores. El hecho de que el salario mínimo haya sido mayor o menor justo en el momento en que la hiperinflación estuvo a punto de hacer su entrada triunfal en el país, nos indica que la política económica del momento era extraordinariamente errada y peligrosa, no que los niveles de vida eran mejores.

La realidad es que el país se encuentra ahora en la mitad de un fuego cruzado que limita sobremanera su capacidad de avanzar hacia mejores niveles de vida. Por una parte, la economía mundial se ha dividido entre las actividades de alto valor agregado y aquellas fundamentades en los salarios bajos. Con toda proporción guardada, este fenómeno se puede observar en el contraste que han venido experimentando los valores de las acciones de las empresas localizadas en la llamada nueva economía en los páises más avanzados y aquellas que se concentran en la economía tradicional, incluso en esas mismas naciones. Esto mismo se puede observar en el país en la disparidad que evidencian los salarios mínimos y los millonarios de Forbes. No cabe la menor duda que el enorme contraste que existe entre unos y otros no hace sino agudizar el malestar que muchos votantes potenciales perciben respecto a su propia situación.

El otro lado de la moneda tiene que ver con la incapacidad que experimenta el país en su capacidad para generar mejores empleos o, lo que es lo mismo, en la inexistencia de personal calificado para satisfacer la demanda que existe, sobre todo en el norte del país. El hecho objetivo es que hay, literalmente, millones de mexicanos que demandan empleos, muchos de ellos concentrados en la economía informal menos por decisión que por falta de opciones, pero que no cuentan con la preparación necesaria para poder aspirar a los empleos de alto (o, al menos, mayor) valor agregado que se han estado creando. Este factor evidencia las ausencias de décadas en la sociedad mexicana, así como la insuficiencia o inadecuación- de las reformas de estos años con las necesidades esenciales de los mexicanos. Se han atendido las necesidades grandes y generales de las empresas grandes que, por su tamaño, pueden valerse por sí mismas, ignorando en el camino las demandas o, al menos, las necesidades de los mexicanos más modestos. El resultado es visible en el irrisorio número de empresas pequeñas que se crean de manera formal y que logran alcanzar algún grado de desarrollo. Algunas más emergen y crecen en el ámbito de la informalidad, pero muchas más simplemente se pierden en el mar de incompetencia burocrática y obstáculos innecesarios.

La realidad es que el país sigue sin presenciar el desarrollo de reformas que beneficien a la sociedad den su conjunto. La educación sigue siendo patética, las regulaciones tanto las federales como las locales- son obtusas, complejas y excesivas y la disposición gubernamental a promover el desarrollo de nuevas empresas (sobre todo, por lógica, pequeñas) brilla por su ausencia. En este entorno, lo milagroso es que sobrevivan las empresas grandes. Las demás viven de milagro o en el contexto de la economía informal, donde no existe el gobierno (excepción hecha de los inspectores que cobran mordidas), donde los derechos de propiedad de hacen cumplir por la fuerza (de cada persona) y donde las transacciones se limitan a los conocidos o al dinero en efectivo. Estas condiciones son suficientes para que existan las empresas, pero no para que prospere la economía. El resultado es lo que tenemos: el crecimiento económico se debe a las grandes empresas, a la inversión extranjera y al puñado de empresas menores que se logran colar. Todo el resto sigue viviendo en el rezago, si no es que en una recesión más o menos permanente.

No es difícil comprender por qué, en este contexto, las reformas tienen tan mala fama. Tampoco es difícil identificarse con las personas que sienten esa terrible tensión entre su agradecimiento por la disminución de la inflación y la inestabilidad, y su decepción por la falta de mejoría familiar y personal. Para esa gente la posibilidad de que no se dé una nueva crisis constituye una verdadera bendición, pero lejos de ser suficiente para permitirle sentirse a gusto consigo misma. Sus expectativas se encuentran en contradicción con su realidad. Es decir, no tienen mayor esperanza de mejorar en el futuro mediato. Es posible que esto sea lo que muestran las encuestas cuando consignan que el voto urbano tiende a concentrarse detrás del principal candidato de la oposición. De ser así, se trata de una calificación reprobatoria no sólo, ni especialmente, para el candidato a la presidencia del PRI, como para el gobierno que no ha podido romper con las ataduras de antaño.

Las reformas de los últimos lustros han cambiado la faz de la economía del país. Lo que no han hecho es transformar la economía de las familias mexicanas. Los aumentos en los niveles de empleo constituyen indicadores importantes de estabilidad política e incluso de desarrollo potencial para el futuro. Lo que no muestran es el desencanto que experimenta un enorme número de mexicanos al comparar sus expectativas las personales o las familiares- con la probabilidad de lograr satisfacerlas en un periodo razonable. No es razonable esperar que ese desencanto se pudiera traducir en quejas específicas o críticas particulares a las acciones gubernamentales de los últimos años, pero eso no quita que la población se sienta desamparada y, sobre todo, decepcionada de lo alcanzado (y, particularmente, de lo no logrado) en este periodo.

Es sumamente difícil anticipar cómo se va a manifestar ese desencanto el día de las elecciones próximo. En Brasil, los electores le renovaron el contrato al gobierno, aunque con el atenuante de que se trataba del presidente en funciones persiguiendo la reelección. Pero si el caso argentino más reciente sirve de guía, la estabilidad alcanzada puede servir de factor tranquilizador respecto a la probabilidad de una nueva crisis, permitiendo que la población decida optar por un partido distinto al del gobierno para probar suerte bajo una nueva administración. Ya sólo faltan unos cuantos días para determinar si los mexicanos optan por el patrón argentino o por el brasieño.

 

CAOS POSTELECTORAL

Luis Rubio

La extraordinaria competitividad de la contienda presidencial actual contrasta muy favorablemente con las mayorías de tinte soviético que solía presentar el PRI hasta hace no muchos años. Esta es quizá la mejor medida de qué tanto hemos avanzado en materia electoral. Pero estos avances no cancelan la posibilidad de que la próxima elección, que promete ser sumamente cerrada, arroje dificultades de reconocimiento del resultado o de franca ingobernabilidad. Es por esto que hay que discutir los escenarios potenciales y hacer conciencia de ellos.

Ante todo es fundamental apuntar la razón de la extraordinaria competitividad de esta contienda. Varios elementos se han conjugado para arrojar una situación tan inusual en nuestra vida política. Sin el menor afán de exhaustividad, me parece que hay al menos seis factores que vale la pena comentar. Primero, se trata de una competencia equitativa en la que ninguno de los actores disputa las reglas del juego. Segundo, nos encontramos ante una situación económica razonablemente tranquila y estable que hace posible que la ciudadanía imagine escenarios electorales distintos a los del pasado. Esta estabilidad viene asociada a la ausencia de factores políticos preocupantes, como fue el levantamiento de los zapatistas en Chiapas hace seis años o el asesinato del candidato del PRI. En tercer lugar, la economía no se caracteriza por un crecimiento uniforme que haya beneficiado de igual manera a la población en diversas partes del país. De hecho, la mayoría de los mexicanos no ha mejorado en su ingreso disponible (después de inflación) respecto a 1994, lo que también facilita que contemple opciones políticas. En cuarto lugar, el presidente ha estado ausente de la escena política y, en todo caso, no se ha distinguido por ejercer un fuerte liderazgo. Quinto, el candidato del PRI, una persona experimentada y conocedora, tampoco se presenta como un líder carismático ante una población que, según diversas encuestas, añora la figura de un líder fuerte. Finalmente, el sexto elemento se refiere a que, por primera vez en nuestra historia moderna, hay un candidato de la oposición que no sólo tiene carisma, sino que quiere ganar y ha logrado convencer a una amplia porción de la población de que esto sería positivo. Ciertamente, esta es una contienda que no se parece a ninguna otra desde que nació el PRI.

Las encuestas a la fecha muestran una carrera sumamente cerrada que impide pronosticar con algún grado de certidumbre lo que pudiera ocurrir el día dos de julio y después. Todo parece indicar que los candidatos llegarán a ese día sin una marcada diferencia en la preferencia electoral expresada en las encuestas, lo que hará que el resultado quede en buena medida determinado por la afluencia de votantes el día de la jornada electoral.

Siendo así las cosas, hay tres escenarios genéricos que es necesario contemplar: un triunfo de Fox, un triunfo de Labastida y un escenario inconcluso. Comienzo por el escenario de un triunfo del PRI en la persona de Francisco Labastida. De manera arbitraria, defino un 5% de margen de triunfo como el umbral mínimo que resultaría virtualmente indisputable. De lograr ese margen mínimo, Labastida sería el presidente electo sin más. Pero de ubicarse con una ventaja de entre 1% y 5%, no me cabe duda que habría impugnaciones y toda clase de protestas. La viabilidad y fuerza de éstas dependería de tres factores: a) la credibilidad de lo disputado, es decir, la existencia de puntos de referencia, antes y durante el día de la elección, que pudiesen sugerir que existen elementos razonables de duda sobre el resultado. Hasta este momento, sólo Alianza Cívica ha llamado la atención sobre el hecho de que las casillas rurales sin vigilancia de la oposición puedan experimentar acarreo y ser objeto de fraude electoral; b) un segundo factor se refiere a los números en disputa: si esos números pudieran cambiar el resultado final, como ocurrió recientemente en Pachuca, las protestas cobrarían fuerza; y c), el tercer elemento, y crucial desde una perspectiva política, la movilización sólo cobraría dimensiones relevantes en la medida en que las fuerzas políticas y el resto de los candidatos se sumen.

De ganar Fox la presidencia, aun con una ventaja modesta, es altamente probable que Francisco Labastida acepte su derrota, por lo que el resultado formal no estaría en disputa pero, evidentemente, México cambiaría para siempre. No poco importante sería que el PRI tendría la oportunidad de reformarse, transformarse y, en consecuencia, desarrollar un verdadero futuro. En ese escenario, el PRI experimentaría tres tipos de cambios, de manera casi inmediata: primero, el liderazgo del partido sería asumido por diversos gobernadores y, quizá, algunos legisladores, quienes se abocarían a negociar, de manera intensa, nuevas reglas del juego con el nuevo gobierno electo. En segundo lugar, el PRI nacional probablemente se consumiría en un proceso de linchamiento, asignación de culpas y responsabilidades y, con tantita suerte, un intento de reconstrucción y reorganización, como ocurrió exitosamente con el antiguo Partido Comunista de Polonia, que se modernizó para retornar triunfal al gobierno un periodo después. El tercer proceso, y más grave y preocupante, tendría que ver con la respuesta de los llamados duros del PRI, pero sobre todo con los que tuvieran temor de ser perseguidos por la corrupción pasada. Ahí Fox se vería confrontado con la necesidad de definirse por una mecánica de amnistía de algún tipo, en un extremo, o por el acorralamiento, en el otro, a sabiendas de que su respuesta sería definitoria del tipo de régimen que construiría de ahí en adelante. Quizá lo más importante es que Fox tendría que definir si su objetivo último sería el de construir un buen gobierno a partir de nuevos criterios y personas, o si en realidad cree en un cambio de paradigma y la reconstrucción institucional del país.

El escenario más preocupante, y el más riesgoso, es sin duda uno inconcluso, definido por una aparente victoria del PRI pero con un margen tan pequeño que hasta la menor impugnación pudiese modificar el resultado. En ese escenario, toda la oposición probablemente se sumaría a la protesta y el resultado final dependería de dos elementos: las decisiones del IFE y del Tribunal electoral, por una parte, y del propio Francisco Labastida, por la otra. Estos actores se verían presionados por toda clase de fuerzas actuando sobre ellos: desde los creyentes en la defensa patriótica del voto (de cualquier partido), hasta la gestación de temores los nuevos y los legendarios- en los mexicanos respecto a la violencia, la viabilidad económica y el tipo de cambio. Las presiones serían inmensas y exigirían el surgimiento de estadistas por todos lados, hasta donde no los hay. Aunque Ernesto Zedillo se ha colocado en una posición muy poco cómoda los priístas no confían en él, en tanto que la oposición lo ve como un priísta más- un escenario como éste le ofrecería la oportunidad de jugar un papel crucial. Después de todo, pase lo que pase, la responsabilidad sería toda suya. Por todo lo anterior, éste es sin duda el escenario más delicado y el único que podría llevar a la ingobernabilidad en el corto plazo. Aunque hay pocas razones para creer que pudiera materializarse, no es un escenario que se pueda despreciar. Es por ello que sería deseable que la decisión de los mexicanos el próximo dos de julio confluyera de manera decisiva en apoyo de uno de los candidatos. Es el ciudadano el que tiene la última palabra.

 

Romper con el pasado

Luis Rubio

Las campañas presidenciales siempre crean un espacio propicio para replantear la dirección del desarrollo del país. Hasta la fecha, los candidatos a la presidencia han criticado diversas facetas del desempeño del gobierno actual pero nunca parecen alejarse demasiado de su lectura, con frecuencia muy peculiar, de las encuestas. Los candidatos critican esta o aquella faceta del gobierno si creen que eso les va a generar apoyo entre los votantes. Ninguno, sin embargo, ha comenzado a definir un nuevo proyecto de desarrollo que coincida con sus propios objetivos y, por supuesto, mucho menos con las necesidades del país.

Desafortunadamente, prácticamente ninguno de los candidatos está viendo hacia delante. Lo típico es presentar una gran visión que, en realidad, constituye una extrapolación de algún momento histórico del pasado que se convierte en una fuente de inspiración para el candidato o partido específico. Unos sueñan con restaurar la estructura económica de los sesenta, mientras que otros se imaginan la articulación de un nuevo pacto político al estilo de la Convención de Querétaro en 1916 y 1917. Algunos ofrecen preservar la estabilidad macroeconómica que con gran lentitud ha venido cobrando forma, pero luego no parecen saber qué harían con ella. Por donde uno le busque, en la oferta política actual domina el pasado.

El gobierno, las políticas de desarrollo en general y la política económica en particular, son medios para un fin. El objetivo del gobierno debería ser el de hacer posible el desarrollo. Por décadas, la política de desarrollo consistió esencialmente en utilizar el gasto público de la manera mas discrecional y arbitraria posible para promover a las empresas y sectores más atractivos para la burocracia. La conjunción de gasto público, subsidios y toda clase de mecanismos de protección a la industria permitió que la economía creciera, en muchos años a tasas verdaderamente significativas, pero el desarrollo nunca se logró. En todos esos años, la industria creció, pero el campo se descapitalizó; las importaciones se incrementaron, pero las exportaciones nunca cobraron forma; las tasas de crecimiento fueron elevadas, pero la riqueza se concentró. Aun si el mundo no hubiera cambiado de manera tan dramática por la globalización, la caída del muro de Berlín y el Internet, la noción misma de volver hacia el pasado sería absurda. Con esos cambios tal pretensión es futil y por demás ingenua.

Quizá sea natural referirse al pasado para pensar sobre el futuro. Pero lo que los mexicanos requieren hoy no es más de lo mismo, sino la apertura de oportunidades con las que quizá han soñado, pero a las que nunca han tenido acceso. El mundo del pasado, tanto en su vertiente política como en la económica, limitaba las oportunidades a los privilegiados del régimen y a los que tenían la habilidad y las agallas de encontrar oportunidades por sí mismos. En la actualidad, el gobierno no tiene mayores opciones: en primera instancia, puede tratar de centralizar nuevamente la concesión de oportunidades, lo que implicaría, para todo fin práctico, discriminar en contra de cien millones de mexicanos. En segundo lugar, podría seguir haciendo lo mismo que ha hecho a lo largo de muchas décadas: hacer como que cambia para que todo siga igual. Es decir, podría seguir protegiendo, de facto, a un sinnúmero de grupos, intereses y empresas, seguir favoreciendo a algunas actividades o regiones y manteniendo una estructura regulatoria que, al concederle facultades arbitrarias a la burocracia, paraliza todas las inversiones y decisiones que no cuentan con un marco legal certero (en contraste con lo que ocurre con todo lo relacionado al TLC).

Su tercera opción sería la de romper con el pasado. Es decir, reconocer lo valioso que existe y desechar lo demás en aras de construir una estructura institucional capaz de liberar las fuerzas y potencialidades de los mexicanos para construir un mundo mejor. Lo valioso del pasado es sumamente valioso, pero también sumamente limitado. No hay duda que ha habido un avance significativo en el ámbito electoral (con el IFE y el Tribunal Federal Electoral), en el ámbito del ahorro (con la creación de las afores), en la focalización del gasto social (con el Progresa) y con la concientización de la sociedad respecto a los riesgos de la inestabilidad macroeconómica. Todos estos son activos valiosos, pero son condiciones necesarias, mas no suficientes, para construir el desarrollo. De hecho, muchos de estos avances han tenido lugar en un entorno plagado de intereses deseosos de impedir cualquier avance y que, en muchos casos, se han salido con la suya. Si el próximo gobierno no rompe con esa colección interminable de obstáculos, va a sucumbir ante ellos.

Las décadas de crisis, burocratismos y abuso gubernamental han dejado una profunda huella en la naturaleza del mexicano. Aunque el PRI todavía podría seguir beneficiándose del temor que el mexicano ha desarrollado hacia cualquier cambio por el riesgo de una crisis, eso no implica que el ciudadano promedio le tenga el menor respeto o que crea en el gobierno. Una de las grandes ironías del comportamiento político del votante típico en los últimos años ha sido el radicalismo en su demanda por cambios profundos (y en su lenguaje), pero a la vez muy conservador en su manera de votar, al menos hasta ahora. Esta combinación acaba siendo letal porque le da su voto a un partido pero no la legitimidad. El gobernante sabe entonces que puede abusar sin mayor riesgo por una legitimidad que nunca tuvo. A menos de que se rompa este círculo vicioso, el país seguirá evolucionando de una manera mediocre y sin lograr una transformación certera y convincente.

No se puede romper a medias con el pasado. Eso es lo que, en última instancia, intentaron los tres gobiernos más recientes, con resultados que, vistos en perspectiva, son magros. Ciertamente ha habido avances en diversos frentes, pero nadie puede negar que, si uno acepta que lo importantes es el ingreso per cápita, la calidad de vida y la posibilidad de que cada mexicano puede decidir sobre su vida, los avances distan mucho de ser trascendentales. Nada de esto implica que las políticas exitosas de la última década y media hayan sido erradas. Todo lo contrario: el problema es que no han sido suficientes. Ha habido proyectos valiosos, algunos cambios significativos pero, en el conjunto, los avances no han sido suficientes para romper con los obstáculos del pasado. Quizá la lección más importante de todos estos años es precisamente que no se puede avanzar con cambios pequeños y graduales, porque éstos acaban fortaleciendo a los intereses creados en que nada cambie. Desde esta perspectiva, la ola de crecientes ofrecimientos y promesas de descuentos, subsidios y apoyos que promete, un día sí y otro también, el candidato del PRI, no hacen sino confirmar que la visión que tiene es la de retornar a un pasado milagroso que, evidentemente, nunca existió. El país requiere de cambios de fondo no porque, en general, los recientes hayan sido malos, sino porque todos han sido insuficientes y no lograron el cometido de mejorar sensiblemente los niveles de vida del conjunto de los mexicanos. Hay que ir más adelante en lugar de retroceder.

Romper con el pasado implica construir una nueva manera de concebir la función gubernamental. Es decir, desarrollar un nuevo paradigma sobre el papel que debe desempeñar el gobierno en el desarrollo del país. Si bien la apertura a las importaciones, la apertura política y las privatizaciones han abierto oportunidades significativas para los mexicanos, la realidad es que los principales beneficiarios han sido los consumidores. Con todos los abusos que la burocracia siga haciendo suyos y a pesar de los privilegios de que todavía gozan muchos intereses particulares, los consumidores hoy gozan de una enorme libertad de acción, un enorme avance dada nuestra historia. Sin embargo, eso no ocurre con los inversionistas o potenciales empresarios. Crear una empresa sigue siendo una monserga burocrática; a diferencia de lo que ocurre en otros países, competir en el mercado mexicano, sobre todo en algunos sectores, como la telefonía, es algo simplemente vedado a cualquiera excepto los grandes colosos mundiales -y sus profundas talegas- en sus respectivos sectores. En una palabra, los impedimentos para progresar son enormes. Puesto en otros términos, no es sólo que la materia prima empresarial sea de por sí limitada, sino que todo el aparato gubernamental con frecuencia parece diseñado para hacerla imposible. La máxima paradoja acaba siendo exhibida cuando el gobierno federal o uno estatal- promueve la instalación de una planta industrial importante, sólo para hacer prácticamente imposible que se creen y desarrollen otras empresas a su derredor. A nadie debe sorprender la existencia de empresas informales.

La función del gobierno es hacer posible el desarrollo mediante la creación de condiciones para que éste sea posible. Esto ya no implica protección y subsidios, sino infraestructura, Estado de derecho, una verdadera reforma educativa, competencia real en la actividad económica y un entorno macroeconómico estable. Algo se ha avanzado en estos ámbitos, pero los avances son claramente insuficientes. La opción es entre seguir haciendo como que se promueve el desarrollo sin en realidad romper los impedimentos que por décadas lo han hecho imposible, o romper con el paradigma de la arbitrariedad burocrática, modernizar la función gubernamental de una vez por todas y convertir al gobierno en un promotor desinteresado de la actividad económica por medio de reglas generales y regulaciones equitativas. O sea, algo que no está en oferta, más que marginalmente, por parte de la mayoría de los candidatos.

En una palabra, la opción es volver al pasado o romper con él. Volver al pasado implica cerrar las puertas, preservando lo que es insuficiente para lograr una prosperidad general. Lo que los mexicanos requieren es la oportunidad de ver hacia adelante a través de las oportunidades que se vayan presentando. Es decir, romper con el pasado utilizando lo valioso de lo existente pero acabando con los fardos que impiden progresar y construyendo una estructura institucional que abra opciones para todos. Esto creará oportunidades generales que cada individuo tendrá la posibilidad de aprovechar. El gobierno no puede ser responsible más que del entorno; el desarrollo de las oportunidades solo puede ser producto de la habilidad individual. Ese es el paradigma que hay que adoptar, en forma cabal.

 

Las dos contiendas

Luis Rubio

¿Dónde habrá quedado la maquinaria que hizo famoso al PRI? Aunque las cifras que arrojan las encuestas al día de hoy no son definitivas en ningún sentido, todo parece indicar que mientras más se acerca el día de la elección, más se eleva el nivel de desesperación entre los contingentes priístas. El hecho de que cualquiera de los dos candidatos punteros pudiese ganar o perder esta contienda ya entraña un cambio fundamental en la política mexicana, siempre acostumbrada a que lo que importaba era el proceso de selección del candidato dentro el PRI y no la elección misma. Pero, a pesar de lo reñido de la competencia, muchos priístas descargan su desesperación en la creencia de que un milagro los podrá salvar. Aunque hay muchos indicios de que se han puesto en marcha los más diversos operativos para movilizar el voto, no es evidente que la vieja maquinaria esté operando a cabalidad. De hecho, nadie parece saber dónde está esa maquinaria. Unos no la alimentan porque tienen miedo de las consecuencias legales en caso de perder, en tanto que otros la desprecian porque la ven como una reliquia del pasado. Cualquiera que sea la causa de su aparente inoperatividad, el hecho tiene importantes consecuencias para la política mexicana: de una manera o de otra, gane quien gane la elección, el país ya logró dar un pequeño paso en el camino hacia la transparencia. Pero eso no hace más fácil la vida del votante común y corriente.

Con gran frecuencia, los avances en la consolidación de un régimen democrático no se dan con grandes programas o a través de anuncios espectaculares, sino por medio de pequeños pasos, con frecuencia no deliberados, que van restringiendo la capacidad de abuso de unos o de imposición por parte de otros. Claramente, México no cuenta con un diseño democrático acabado en el que todas las piezas del rompecabezas cuadren para conformar un conjunto institucional equilibrado y capaz de operar sin conflictos. Lo que tenemos es una realidad dispar en la que coexisten instituciones inherentes a la democracia, como el IFE y el Trife, con otras que son resquicios del viejo sistema, lo que incluye a la vieja maquinaria del PRI que, como el partido mismo, ha adecuado algunas de sus formas, pero no se ha transformado para convertirse en una institución moderna, eficiente y competitiva. La suma de estas diferencias y contrastes arroja el cúmulo de contradicciones, temores y esperanzas que hoy caracterizan a la sociedad mexicana y que hacen igual de complejos tanto la competencia electoral del momento como el pronóstico del resultado final.

En la práctica, hay dos vertientes distintas en esta contienda electoral que confunden a los electores. Una se refiere a los candidatos y la otra al proceso de cambio político que ha vivido el país por tres décadas. Los partidos y candidatos han definido el momento de una manera muy clara: los votantes confrontan el dilema de votar por un candidato o por un concepto. La lucha entre los candidatos sus personalidades, sus atributos y vicios, sus programas y sus equipos de trabajo- le crea un difícil dilema a los votantes: ninguno parece ser del todo satisfactorio. La experiencia de uno se contrasta con la frescura del otro; el partido del que surge uno entraña mayores certidumbres para muchos votantes que las que promete otro; y el carisma de un candidato contrasta con la parquedad del otro. Dadas las opciones, no es casualidad que muchos votantes muestren una profunda dificultad para decidir entre los candidatos.

Para otros votantes ese dilema es inexistente. Para esos otros votantes la opción es transparente: o se está en favor del PRI y del proceso de reforma que ese partido ha promovido (con todos sus sobresaltos y asegunes), o se está en favor de la alternancia de partidos en el poder. Aunque ésta no es una manera novedosa de ver al mundo, hay dos razones que la hacen particularmente significativa en esta elección. En primer lugar, hoy en día existe una razonable certeza de que el terreno de competencia es más o menos equitativo y, sobre todo, que el proceso electoral mismo será transparente y libre de los vicios de antaño. En segundo lugar, hoy existe un candidato de oposición que quiere y puede ganar la elección presidencial. Los electores que han decidido definir su voto en función de la continuidad o el cambio de partidos en el poder han convertido a esta elección en un catalizador del cambio político en el país.

Lo paradójico de esta situación es que, dados los contrastes y contradicciones en el desarrollo institucional de la política nacional, todo parecía indicar que los dados estaban cargados en favor del candidato del PRI. Si uno observa el panorama electoral, el candidato del PRI tenía aparentemente todo para ganar: ante todo, Francisco Labastida emergió de un proceso de selección interno inédito dentro de su partido. Viendo retrospectivamente, es muy fácil decir que el resultado de ese proceso era anticipable, pero hace un año muy pocos observadores, dentro y fuera del PRI, tenían la certeza de que el proceso se respetaría, que los perdedores reconocerían al ganador y que el presidente se mantendría al margen. El hecho es que la elección primaria permitió que el candidato rompiera con el viejo estigma del dedazo y que emergiera apoyado por un partido acostumbrado a ganar elecciones y con una maquinaria estructurada para operar cada seis años. Pero eso no es todo. Esta contienda presidencial tiene lugar en el contexto de una situación económica mucho más favorable de lo que el propio gobierno había pronosticado. Difícil imaginar un escenario más propicio para ganar una elección con la legitimidad de la que el PRI ha carecido por décadas. Con lo que no contaba ese partido era con un nuevo entorno político que haría mucho más difícil su manera tradicional de hacer política.

El nuevo entorno político ha cambiado la manera de organizar las campañas y de competir por la elección. Estas nuevas realidades son totalmente ajenas a la naturaleza del PRI, partido que modernizó la manera de elegir a su candidato pero que no ha sido capaz de modernizarse en el resto de sus estructuras y facetas. Los priístas emergieron de su elección primaria con la arrogancia del triunfador, criticando a los otros partidos por la manera en que éstos seleccionaron a sus candidatos; su candidato hasta se dió el lujo de enarbolar la bandera de la lucha contra la corrupción, tema por demás delicado para un partido que lleva siete décadas ininterrumpidas de gobernar. Medio año después las cosas se ven diferentes. Ahora resulta que la ventaja inicial no es suficiente para ganar una elección y, más importante, que los instrumentos tradicionales de movilización del voto no son fácilmente empleables ni eficaces. Resulta que todo lo que no se hizo para modernizar al sistema en su conjunto ahora también afecta al PRI. Así, por ejemplo, mientras que algunos gobernadores surgidos de las filas de las oposiciones se dedican a hacer proselitismo de la manera más flagrante, aquellos surgidos del PRI simplemente no pueden siquiera pensar de esa manera (o son inmediatamente fustigados, como le ocurrió al gobernador de Chiapas). La famosa maquinaria del PRI puede acabar resultando ser una de las reliquias más costosas para un partido que se rehusó a cambiar cuando todavía era oportuno hacerlo.

La maquinaria priísta simplemente no cuadra con las reglas del juego que impone la legislación electoral vigente. Esa maquinaria no estuvo diseñada para convencer a la población de las virtudes de los candidatos del PRI o de los programas por los que ese partido propugna sino, simple y llanamente, para comprar el voto. Por décadas, el PRI utilizó todos los recursos gubernamentales desde el gasto público hasta la Conasupo, el IMSS y el Banrural, en adición a las tamaladas y el acarreo- para promover a sus candidatos. Hoy en día la gran mayoría de esos métodos resultan ser ilegales. Evidentemente, las maquinarias partidistas, en todos los países, tienen un lugar fundamental en las campañas electorales, pero sus métodos son distintos a los del PRI, pues no dependen del uso y abuso de los recursos públicos, sino del proselitismo y, sobre todo, del ejemplo que produce el buen gobierno, algo de lo que el PRI difícilmente puede presumir como arma de promoción. Pero lo peor para el PRI y sus operadores no es que no tengan algo positivo que mostrar ante sus electores, sino que no tienen ni la menor idea de cómo hacerlo: el esfuerzo de modernización del PRI que inició con la elección de su candidato a la presidencia, ciertamente no pasó por la maquinaria electoral.

La mayor de las ironías es que la maquinaria priísta parece no estar operando, pero la razón de ello se encuentra menos en la súbita conversión de los miembros de ese partido a la legalidad, que en su indisposición a cooperar. Por una parte, y en abono al equipo de Labastida, la campaña del priísta parece haber sido diseñada sin incorporar a la maquinaria como uno de sus componentes esenciales. Por la otra, los funcionarios públicos están renuentes de proveer los instrumentos para que la maquinaria pueda operar. Tradicionalmente, la maquinaria funcionaba a expensas de los recursos – dinero, personal, teléfonos, vehículos y demás- que la administración pública distraía para beneficio de los candidatos. Hoy en día, y en virtud de reglas que exigen transparencia y establecen sanciones creíbles para los funcionarios que malusen los recursos públicos y también a la mayor vigilancia que ejerce el IFE y la oposición, muchos funcionarios no están dispuestos a correr ni el menor riesgo. Además, una parte significativa de la operación de la maquinaria dependía de los sindicatos, muchos de los cuales, para todo fin práctico, ya no existen, en tanto que otros se han convertido en férreos opositores del gobierno. Ahora ya no queda mucho más que tratar de chantajear a las clientelas naturales, algo que no siempre arroja el resultado deseado. El hecho es que la maquinaria ya no es lo que alguna vez fue.

Imposible saber si el PRI ganará o perderá esta elección. De lo que no hay duda es que las nuevas reglas del juego han hecho mucho más difícil que el triunfo se obtenga por medios dudosos o francamente ilegales. El otro lado de la moneda es que las contradicciones que experimenta y manifiesta el PRI han hecho que esta elección efectivamente se presente ante los electores como una opción no de personas o proyectos, sino de continuidad o cambio. El PRI acabó jugando bajo los términos de Fox. Vaya ironía.

 

Las campañas y la realidad

La pregunta crucial para México y los mexicanos es cómo vamos a enfrentar los enormes retos que impone la economía de la información cuando todavía estamos muy lejos de haber dominado lo más elemental de la economía agrícola e industrial. Los factores clave para el desarrollo económico en la actualidad cambian de una manera vertiginosa, imponiéndole enormes retos al país para el futuro mediato. De hecho, la llamada nueva economía, la que está revolucionando al mundo a través de la innovación, Internet y las nuevas maneras de producir, comercializar bienes y servicios y, en general, de competir, ofrece la oportunidad de que la economía mexicana dé un salto hacia etapas más avanzadas de desarrollo, pero también entraña el enorme riesgo de que nos rezaguemos todavía más. Sin embargo, no hay nada de estos extraordinarios desafíos, o de las opciones que tenemos frente a ellos, en las campañas presidenciales. Los candidatos parecen menos interesados en el futuro de México que en el suyo en lo personal.

 

El país enfrenta retos fundamentales. Quizá nada los describe de manera tan sucinta como la absurda paradoja que nos caracteriza en el momento actual: la economía ha estado creciendo aceleradamente, pero la mayoría de los mexicanos ni siquiera se ha enterado de ello. Esta paradoja es sintomática del momento que nos ha tocado vivir pero, a diferencia del pasado, se trata de una situación que es menos producto de obstáculos infranqueables que de la ausencia de políticas gubernamentales idóneas que permitan enfrentar y superar el reto. Nunca antes, quizá desde el comienzo de la Revolución Industrial, se había presentado la oportunidad de romper con las estructuras anquilosadas de nuestra economía y sociedad, estructuras que producen los niveles extremos de desigualdad, pobreza, marginación y subempleo que  nos caracterizan. Sin embargo, a pesar de que la oportunidad ha sido evidente por varios años, no existen políticas gubernamentales orientadas a aprovecharla. Nuestro problema es todavía más fundamental:  hoy en día ni siquiera existe un reconocimiento público por parte de las autoridades de que existen riesgos, para no hablar de algo inimaginable e inasible para la encumbrada burocracia, como es la noción de una oportunidad. Mucho más patético es el hecho de que quienes están en el negocio de hablar y pensar sobre el futuro, los candidatos presidenciales, ni siquiera han presentado el tema en sus planteamientos.

 

La paradoja del momento es reveladora. Por una parte, la economía ha venido creciendo de manera tan acelerada en los últimos meses que ya se comienza a hablar del riesgo de que ésta se llegue a “sobrecalentar”, en la expresión que con frecuencia emplean los economistas para señalar que la infraestructura ya no permite un mayor crecimiento, que hay oferta de empleos pero no personas disponibles para ser empleadas, y que, por consecuencia, se corre el riesgo de que los precios se eleven. Pero, como es evidente para todo mundo, la ironía de este “sobrecalentamiento” es mayúscula. Si volteamos a ver a nuestro deredor  nos encontraremos con que la abrumadora mayoría de los mexicanos no es parte de ese crecimiento; que hay literalmente millones de mexicanos subempleados y que hay otros tantos desempleados. Las causas de esta contradicción son, por supuesto, ancestrales y nadie con la mínima objetividad puede culpar al gobierno actual en su totalidad. Pero esta obviedad no exime al gobierno actual –y los futuros- de la responsabilidad de crear condiciones para ir eliminando esas causas, máxime ahora que se hacen tan patentes con el desarrollo de la economía de la información.

 

El punto importante es que la economía de la información puede convertirse en un medio para romper con esos factores estructurales, pero también puede hacer que nos rezaguemos todavía más. La globalización, Internet y las nuevas tecnologías, todos componentes de la nueva economía de la información, han empezado a abrir oportunidades indescriptibles para un puñado de empresas mexicanas que la han comenzado a comprender y hacer suya, así como a un amplio número de jóvenes que, de manera casi instintiva, ya no coinciben al mundo sin ella. Pero esto ha ocurrido casi exclusivamente en las élites empresariales y sociales del país. El resto de los mexicanos, incluyendo a muchísimos empresarios, gran parte de las universidades públicas, los habitantes rurales y, en general, la mayoría de los mexicanos, se está quedando al margen de esta revolución. Muchos de ellos temen que las nuevas tecnologías y que, en general, el fenómeno de la globalización, hagan todavía más difícil su sobrevivencia. Dado el hecho de que los salarios reales, es decir, descontando la inflación, siguen rezagados y todavía por debajo de sus niveles de 1994, no es casualidad que muchos mexicanos tengan más dudas sobre la bondad de las políticas gubernamentales recientes, que razones convincentes para abrazarlas y hacerlas suyas.

 

La verdad es que el mundo está cambiando a pasos agigantados y nosotros nos estamos quedando atrás. Y lo peor de todo es que no hay un reconocimiento cabal de la problemática que esto entraña por parte de quienes son responsables de conducir el desarrollo del país o quienes están compitiendo para serlo. Por supuesto que no faltan los discursos sobe la patética situación del sistema educativo o las propuestas de reforma al mismo, pero la realidad cruda y llana es que no sólo son todavía muy pocos los años de educación promedio de la población mexicana (que han llegado a siete, o sea, primaria más uno), sino que la calidad de esa educación es desastrosa. Tiene toda la razón Francisco Labastida cuando afirma la necesidad de enseñar inglés y computación a los niños mexicanos, pues sin eso es imposible aspirar a participar en esta nueva revolución productiva. Pero el problema no es el inglés y la computación, sino que estas materias tendrían que ser impartidas por los miembros de un sindicato cuyos objetivos son políticos y totalmente ajenos al tema que debían avanzar. Para su crédito, Vicente Fox ha venido planteando la necesidad de incorporar a los niños mexicanos en la revolución que entraña Internet. Pero no hay una propuesta cabal en ninguna de las campañas presidenciales que plantee, en blanco y negro, los temas centrales del desarrollo futuro del país.

 

La problemática es muy simple: el mundo está cambiando, transformando las formas de concebir, producir y comercializar bienes y servicios. Para poder participar en este proceso –desde la capacidad de innovar y crear algo nuevo, hasta, simplemente, ser empleable en esta nueva economía- es indispensable contar con niveles elevados de educación, capacidad crítica y dominio del lenguaje y de la tecnología. No cuesta mucho trabajo darse cuenta de que, del total de la población, sólo una pequeña porción se encuentra en la posibilidad de participar en estos nuevos procesos. Peor, a pesar de que llevamos años de hablar de transformaciones y reformas al sistema educativo, todas éstas han sido de carácter cuantitativo más que cualitativo: efectivamente, los niños están más años en la escuela, pero su capacidad para sumarse a la nueva economía no ha mejorado. El problema no se encuentra en los números, sino en el enfoque mismo de la educación, algo que no se puede cambiar dentro de los parámetros que en la actualidad establece la relación incestuosa entre el sindicato magisterial, incluyendo a sus disidencias, y el gobierno.

 

Pero el problema no se limita a la educación. Innumerables países europeos, muchos de los cuales cuentan con excelsos sistemas educativos, se están enfrentando con problemas graves para sumarse a la revolución informática dada la extraordinaria estratificación de sus sociedades. Europa y Japón no carecen de capacidad tecnológica ni de un sistema educativo viable, pero su estructura social constituye un impedimento al desarrollo. Qué decir de México. Lo que cuenta en las sociedades jerarquizadas y compartimentalizadas como la nuestra no es lo que funciona mejor, sino lo que amenaza menos. Puesto en otros términos, para poder abrazar las oportunidades de la nueva economía tenemos que reorganizar a toda la sociedad mexicana, lo que implica modernizar al sistema político en su conjunto. No hay razón para pensar que esto no pueda ser alcanzado dentro del contexto del PRI en el gobierno, pero es impensable si su candidato ni lo concibe ni lo propone. Tampoco hay garantía de que un gobernante de la oposición lo pudiera lograr, pero ciertamente su condición de entrada obligaría a la tansformación del sistema político en su conjunto. Las oportunidades son enormes, pero la oferta política brilla por su ausencia.

 

Pero así como hay oportunidades, también existen fuertes riesgos. El mayor de ellos reside en que la sociedad mexicana se siga polarizando, que los beneficios de la nueva economía se concentren en unas cuantas regiones y núcleos poblacionales y que, en lugar de abrir opciones, éstas se cierren de manera definitiva. Hace dos siglos, al inicio de la Revolución Industrial, todos los países se encontraban, en teoría, más o menos con la misma capacidad de beneficiarse de su potencial, pero sólo algunos lo hicieron efectivo.Todos los demás nos quedamos observando el éxito de aquellos. Doscientos años después todavía no hemos logrado extender los beneficios de esa oportunidad a todos los mexicanos. Peor, ni siquiera hemos acabado de resolver la problemática de la etapa anterior, la agrícola. Hoy nos encontramos ante la tesitura que impone la nueva revolución productiva sin que la gran mayoría de  mexicanos cuente con la infraestructura física, social, de salud y educativa para que siquiera pueda tener la oportunidad de participar en ella. Esta es quizá la mejor medida del fracaso del proyecto de desarrollo gubernamental de las últimas décadas. Es todavía más grave que los gobernantes –y los candidatos en general- se avergüencen y le den la espalda a las pocas reformas que sí se emprendieron en estos últimos años. En lugar de hacerlas suyas, atacan a quienes las concibieron; en lugar de ofrecerle oportunidades a la población, se refugian en la seguridad de lo que se hizo en el pasado y que saben bien que ya no funciona. Las campañas son, o debieran ser, oportunidades para ofrecer liderazgo para crear una mejor realidad. La del momento muestra qué tan pobre es nuestra realidad actual.

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China ante un nuevo dilema

Luis Rubio

Un diplomático asiático, actualmente residente en Beijing, fue entrevistado, de manera anónima, por un periódico de la región. A la pregunta de ¿cómo esperan los viejos líderes de corte maoista mantenerse en el poder dada la rapidez de la transformación que experimenta su economía en particular y el país en general?, el diplomático respondió lapidariamente con un no. No esperan sobrevivir los cambios, razón por la cual se encuentran ocupados en amortiguar su salida para cuando ésta ocurra. No son tontos, terminó diciendo.

La reciente elección presidencial en Taiwán cambió el mundo para China. Si bien por décadas el Kuomitang taiwanés sirvió de parapeto para que un gobierno chino tras otro excusara sus errores y rezagos, el triunfo de Chen Shui-bian, del Partido Democrático Progresista, altera el statu quo de una manera irreversible. Hasta ahora, las reglas del juego entre el Partido Comunista Chino y el KMT, o partido nacionalista taiwanés, parecían perfectamente claras. Las dos partes sostenían que su objetivo era la reunificación y, aunque la realidad tangible hacía cada vez más remota esa posibilidad, ambas mantenían la ficción. Sin embargo, el hecho de que los habitantes de Taiwán optaran por romper con el monopolio ejercido por el Kuomitang por más de cinco décadas al abrazar, por medio de una elección democrática, a un partido distinto y formalmente hostil a una reunificación con Beijing, cambia las circunstancias de una manera tajante. La pregunta ahora es cómo crear un nuevo orden político que permita a las dos partes seguir conviviendo como si nada hubiera ocurrido.

Para nadie es noticia que, a lo largo de las últimas cinco décadas, desde que Mao impuso su dictadura en China y el KMT se asentó en Taiwán, una de las dos economías se estancó, mientras que la otra creció como la espuma. La economía continental experimentó todos los desastres imaginables, la abrumadora mayoría de los cuales fueron auto inflingidos: estancamiento, hambrunas y una pobreza devastadora. Por su parte, la economía taiwanesa prosperó en buena medida porque su gobierno estuvo tan preocupado por la anticipada invasión militar china, que nunca tuvo tiempo para dedicarse a imitar las locuras de política industrial que caracterizaron a otros tigres asiáticos. Además, por las peculiares circunstancias políticas y diplomáticas emanadas de la situación de guerra implícita entre estas dos naciones, Taiwán no goza de membresía en clubes internacionales como el FMI o la OMC. Esta situación llevó a que el gobierno de Taiwán tuviera que ser ultraortodoxo en su manejo macroeconómico, lo que creó una situación económica excepcionalmente sólida y resistente, además de que evitó que los errores que otras naciones de la región cometieron, como inversiones faraónicas en proyectos de dudosa rentabilidad y una política industrial que generó enormes distorsiones. El resultado fue la consolidación de una economía manufacturera espectacularmente exitosa, una distribución del ingreso razonablemente equitativa y niveles de vida crecientes y cada vez más elevados.

En los setenta, el gobierno de Beijing finalmente acabó por reconocer que su estrategia de desarrollo había sido errada y que tenía que dar un viraje radical. Por dos décadas, aunque de manera incompleta e insuficiente, los nuevos mandarines en Beijing han venido reformando su economía, tratando de alcanzar a sus competidores en la región. Las reformas comenzaron en la agricultura, lo que favoreció la reestructuración del sector y, aunque no se han resuelto todos los problemas de pobreza asociados al campesinado chino, la producción agrícola se ha incrementado de una manera prodigiosa, al grado en que la economía, antes dependiente de la importación de granos para la alimentación, hoy en día es una exportadora significativa a escala mundial. Años después se crearon las zonas de desarrollo económico, regiones que se abrieron a la inversión extranjera y cuyo propósito era la generación no sólo de una industria china, sino de empresarios chinos en todos los ámbitos de la actividad productiva. La estrategia ha probado ser extraordinariamente exitosa, pero está lejos de haber resuelto el problema económico o social de China. A lo largo de este periodo, varias provincias chinas han crecido a tasas superiores al veinte por ciento anual (aunque las cifras son muy disputadas), pero las diferencias entre unas regiones y otras se han acentuado de manera dramática. Las provincias ganadoras han crecido de forma vertiginosa, lo que contrasta brutalmente con el rezago de las provincias que en el pasado habían sido las privilegiadas por la burocracia china.

El principal problema económico de China se encuentra en la manera en que se estructuró la reforma económica. En lugar de promover una reforma integral al sistema comunista de antaño, la idea de crear zonas especiales de desarrollo presumiblemente se orientaba a crear una economía paralela que no afectara los intereses relacionados con la economía previamente existente. Lo que nunca se resolvió fue cómo vincular a una parte de la economía con la otra. Veinte años después, coexiste una economía ultra competitiva, orientada a la exportación y que crece con gran rapidez, frente a una economía rezagada que gira en torno a una infinidad de empresas paraestatales, la mayoría de las cuales se guía por criterios políticos y burocráticos. Hasta ahora, el gobierno chino, confrontado con la inevitable realidad, ha titubeado una y otra vez.

Pero la indecisión no ha hecho sino acentuar el problema. Y es ahí donde entra Taiwán en la fotografía. Por todos estos años, cada vez que algo iba mal en la China continental, Taiwán aparecía como un chivo expiatorio fácilmente explotable. Dada la enemistad histórica entre el KMT y el PC chino, el gobierno de Beijing no tenía escrúpulo alguno en culpar a Taiwán de todos sus males. Ahora que los taiwaneses desbancaron al KMT, la situación para China se complica. En cierta forma, el gobierno chino súbitamente se ve tan viejo, desgastado y burocrático como lo estaba el KMT. La elección en Taiwán abrió la caja de Pandora para China, toda vez que deja al PC chino como una reliquia de mediados del siglo pasado. Hay quienes opinan que en marzo finalmente se terminó la guerra civil china y que Taiwán va a acabar siendo aceptado, incluso por la propia China continental, como una nación de pleno derecho. Sea como fuere, lo que es innegable es que el nuevo presidente de Taiwán llegará al gobierno sin el pesado bagaje de corrupción, abuso y criminalidad que se asocia con el KMT. Y, en estas circunstancias, el gobierno chino ya no podrá hacer uso del fácil recurso de la corrupción del KMT como excusa para sus propios errores y fracasos.

Por encima de todo, el gobierno chino ya no podrá presentarse frente a Taiwán y frente al mundo con la superioridad moral del triunfador de una guerra civil de hace más de cincuenta años. Aunque sin duda los efectos de este cambio no serán inmediatos, el problema para China no es menor. La nueva realidad hará tanto más visible e indefendible- toda la ineficiencia y corrupción que por décadas ha caracterizado a la economía china. Hace unos cuantos días el gobierno chino hizo saber que no lidiaría con el nuevo presidente Chen, sino que se concentraría en el poder legislativo, en donde quedó rezagado el KMT. La ironía de la historia es que ahora China necesita al KMT, al que tanto persiguió como enemigo mortal, pues sin ese partido, como en el cuento del rey que creía estar lujosamente vestido, todo mundo se percataría de que el rey anda desnudo. Todavía más paradójico fue el hecho de que, de acuerdo a las encuestas, al atacar al hoy presidente electo, Chen Shui-bian, durante la campaña electoral, el gobierno chino orilló a los votantes indecisos a votar por él.

Independientemente de la opinión del diplomático asiático citado al inicio de este artículo, lo que es claro es que la elección en Taiwán ha puesto a China, y a otros tantos países, en un brete. La manera en que esa nación reaccione en el curso del tiempo va a depender tanto de la dinámica de sus propias reformas políticas y económicas- como de la correlación de fuerzas entre los diversos sectores, grupos políticos e intereses que conforman esa nación, sobre todo entre los duros tradicionalistas y los liberales. Desde el punto de vista económico, dado el enorme tamaño y potencial de ese país, el devenir de sus reformas podría tener un descomunal impacto sobre otras naciones como la nuestra. No hay que olvidar que el gran impacto que sufrió la planta productiva de México luego de la apertura a las importaciones en 1985 no provino de Estados Unidos o de Europa, sino principalmente de China y, en menor medida, de otras naciones asiáticas. Una economía china muy competitiva implicaría una mayor competencia para nuestros exportadores y, sobre todo, para la planta productiva que no exporta ni se ha modernizado. Lo mismo se puede decir en el ámbito político: ya sea una profundización de las reformas que lleven a una mayor apertura, o un endurecimiento y una regresión tendrían un enorme impacto en el resto del mundo, comenzando por supuesto con Taiwán.

De una o de otra manera, la reciente elección en Taiwán entraña consecuencias significativas para los partidos en todo el mundo que se han mantenido en el poder por décadas. La campaña de Chen Shui-bian se fundamentó precisamente en los errores que por décadas había acumulado el KMT. Lo interesante es que, por todos los errores que hubiera cometido el KMT, lo visible en Taiwán son su aciertos. Si uno observa el dinamismo de la economía de Taiwán y los extraordinariamente altos niveles de vida de su población, es realmente significativo que el KMT haya sido tan vulnerable a los cargos de corrupción y autoritarismo. Lo que resulta obvio es que llega un momento en el desarrollo económico y social de toda socieda en que factores como la imposición y la corrupción dejan de ser tolerables por la población, independientemente de la eficacia de los gobiernos para generar buenos resultados económicos. La población de Taiwán pintó su raya. La interrogante para nosotros es si el PRI consumió sus reservas o todavía tiene el tiempo a su favor.

 

Todo por el todo

Luis Rubio

Cuando el presente se torna demasiado volátil, escribió un analista iraní, los gobernantes de Irán gustan de buscar refugio en la seguridad y certeza del pasado. Lo mismo parece ocurrir con los responsables de la ca

Taiwán: paralelos extraordinarios

El señor Chen se enfrentó al cuasi monopolio del KMT y venció. Quizás algo parecido podría ocurrir en México el próximo dos de julio, fecha en que el PRI enfrentará el reto más creíble de su historia. En Taiwán, por cincuenta años, el Kuomitang, conocido como KMT, dominó la política, la economía y la vida de esa sociedad como si fuera el propietario y mandamás. Pero a fines de marzo pasado, Chen Shui-bian, líder del Partido Democrático Progresista, ganó las elecciones a la presidencia de ese país, rompiendo el monopolio que por décadas había ejercido el KMT. Las semejanzas con México son extraordinarias y arrojan un conjunto de lecciones tanto para el proceso electoral que se avecina como para la idea de una transición democrática. De una o de otra manera, el caso de Taiwán demuestra que es factible lograr un cambio político pacífico dentro de las reglas del juego establecidas por el partido monopólico, pero siempre y cuando los políticos y la población en su conjunto estén convencidos de que la paz y la estabilidad son valores superiores y, por lo tanto, deseables por encima de las diferencias entre partidos.

 

Tanto las semejanzas como las diferencias son patentes. El Kuomitang dominó la política del paraíso económico que hoy es Taiwán desde que las tropas de Mao desterraron a ese partido de la China continental en 1949. A partir de entonces, el KMT se dedicó a desarrollar la economía de esa isla y a esperar el colapso de la economía china, situación que nunca se materializó. A pesar de ello, tanto el gobierno comunista chino como el del KMT en Taiwán compartían valores fundamentales, como la noción de que debía haber una sola China y de que, a final de cuentas, alguno de los dos sistemas triunfaría para bien de ambas partes. Por décadas, tanto Taiwán como China mantuvieron viva la noción de una eventual reunificación; sin embargo, la realidad económica y política ha creado dos naciones claramente diferenciadas que siguen caminos distintos, cada una con sus criterios y realidades particulares.

 

Cuando el KMT arribó a la isla en 1949, sus tácticas no fueron particularmente distintas a las que empleó Mao en China. Sus instintos, no totalmente ajenos a las enseñanzas del sistema ruso que ambos heredaron en los años veinte y treinta, fueron profundamente autoritarios, autocráticos y corruptos. El KMT impuso el orden, su orden, y sus valores por vía de la imposición, el  monopolio y la represión. Pero, a diferencia de México, la existencia de un enemigo percibido como mortal representó un acicate de excepcional trascendencia. Los gobiernos emanados del KMT sabían que no había segundas oportunidades: nadie salvaría a un gobierno que cometiera suicidio. Esta realidad geopolítica llevó a que los sucesivos gobiernos taiwaneses mantuvieran una política económica absolutamente ortodoxa, sin desviación alguna. Cincuenta años después, la economía de la isla es pujante, el ingreso per cápita asombroso y su solidez indisputable. En franco contraste con nuestra aparentemente interminable propensión a caer en crisis sexenales, todos los taiwaneses comparten el imperativo de que con la economía no se puede jugar. Los resultados son niveles de vida espectacularmente elevados, un espíritu empresarial envidiable y, sobre todo, una población que sabe que su futuro depende de sí misma y no de lo que el gobierno haga o deje de hacer. Los taiwaneses dependen de sí mismos porque nadie más va a dar la cara por ellos.

 

Luego de casi cincuenta años de monopolio del poder, hasta los propios líderes del KMT acabaron por reconocer que la imposición y la corrupción tenía límites. A mediados de los ochenta, por iniciativa del propio gobierno, el sistema político taiwanés comenzó a liberalizarse. La apertura comenzó por la eliminación de mecanismos que, de hecho, hacían imposible el acceso de los partidos de oposición al poder legislativo. Pero, otra vez a diferencia de México, el gobierno inició esa política de apertura no como una concesión a la oposición, sino como producto de su propio reconocimiento de que los monopolios, en la economía o en la política, son contraproducentes para el crecimiento y estabilidad de largo plazo. A partir de esa postura, la reforma política en Taiwán siguió un patrón de gradual apertura que, poco a poco, fue eliminando restricciones a la libertad de expresión y a la participación de partidos de oposición en el proceso político. El proceso fue diseñado para dar cabida a la oposición sin afectar el control que ejercía el KMT, pero no de manera tan absurda que, en el camino, pusiera en riesgo la estabilidad y continuidad tanto política como económica del país. Es decir, el gobierno taiwanés buscaba dar vida a la oposición para evitar conflictos políticos, pero sin entregarle el poder; sin embargo, los mecanismos que ideó reconocían, de facto, que la estabilidad –política y económica- era un valor superior, razón por la cual nunca llegaron al extremo de hacer todo lo posible por impedir que un partido distinto al KMT llegara al poder. Haber hecho eso hubiera implicado arriesgar la estabilidad.

 

En este contexto, el pasado 18 de marzo Chen Shui-bian, líder de la oposición al KMT, ganó la segunda elección presidencial que ha tenido lugar desde que se inició el proceso de reforma. En una competencia de tres candidatos, el vencedor obtuvo 39%, apenas dos puntos porcentuales por encima de James Soong, disidente del KMT que decidió lanzar su propia candidatura a la presidencia, y del candidato del KMT, Lien  Chan, que no llegó al 23% del voto. La estrategia de campaña de Chen, hoy presidente electo, fue muy simple. Planteó al elector la disyuntiva, de mantener la corrupción, la imposición y el abuso del KMT o buscar la oportunidad de transformar la política de la isla e iniciar una etapa democrática en la historia de la sociedad taiwanesa. Chen se dedicó a criticar no sólo la corrupción del KMT, sino el crimen organizado asociado a ese partido y, particularmente, la creencia auto complaciente de los miembros del KMT de que los caracteriza una superioridad. Combatiendo los mitos, los símbolos y los rituales que por décadas había desarrollado el KMT, Chen logró convencer a los votantes de que el KMT había apoyado intereses particulares, beneficiado a sus propias huestes y enriquecido a sus miembros de una manera intolerable para el resto de la sociedad taiwanesa. En suma, Chen logró capitalizar el resentimiento que por décadas se había acumulado en contra del KMT. Todos los mecanismos de control al alcance del KMT, desde su propia maquinaria electoral hasta los instrumentos generadores de lealtad que por décadas habían logrado mantener al KMT legítimamente en el poder, resultaron insuficientes para ganar esta elección.

 

Aunque el nuevo gobierno no gozará de una mayoría en el poder legislativo, el solo hecho de que un partido distinto al KMT ganara la presidencia ha sacudido la estructura tradicional del poder en Taipei. Una vez  pasada la elección, todo ha cambiado. La primera reacción de los miembros del KMT fue la de culpar a Lee Teng-hui, presidente saliente y, hasta hace algunas semanas, líder del KMT. Pero casi inmediatamente después de la búsqueda y persecución de chivos expiatorios (y todavía mucho antes de la transmisión formal del gobierno), los cambios son espectaculares. Los miembros más pragmáticos del partido se han dedicado a estudiar la viabilidad de una reforma interna del KMT; otros han iniciado una revuelta interna, orientada a transformar los mecanismos de decisión internos que permitan la recuperación del partido y del poder.  En otras palabras, la derrota ha sido devastadora para el partido a grado tal que hay quienes cuestionan su supervivencia. Los miembros del KMT ahora tienen frente a sí el terrible problema de desmantelar el imperio económico sobre el que estaba asentado el KMT, con valor estimado de diez billones de dólares, cifra que, con toda seguridad, será suficiente para apaciguar hasta al más rebelde de sus militantes. Pero lo más interesante ha sido la reacción de los diversos personajes del KMT que ejercen cargos formales: alcaldes, líderes regionales y demás. A diferencia de los líderes más tradicionales del partido, su inclinación no ha sido a la revuelta, sino a la negociación: lo que parecen buscar es la definición de reglas del juego que les permitan seguir funcionando. Es decir, aun los miembros más encumbrados del partido en el poder han reaccionado de una manera absolutamente pragmática ante la nueva realidad política. Su membresía y lealtad al KMT es una cosa, pero la nueva realidad política es algo indisputable con lo que tendrán que lidiar día con día. Mejor adaptarse que lamentar las consecuencias.

 

Una vez ganada la elección, el presidente electo se ha movido con gran celeridad para definir sus posiciones sobre los temas centrales que se disputaron durante la campaña. Aunque su plataforma política cortejaba la noción de independencia, sus primeros mensajes hacia China fueron de conciliación. De igual manera, aunque su campaña se fundamentó en el ataque sistemático al monopolio corrupto y autocrático del KMT, sus mensajes postelectorales han sido todos conciliatorios, afirmando que no habrá cacería de brujas y que su objetivo fundamental será el de asegurar el desarrollo de largo plazo de su país. Su primer ministro será el más respetado miembro del gabinete del gobierno anterior. No cabe la menor duda de que el triunfo –e, incluso, la percepción de que el triunfo es posible- constituye el factor civilizador más importante para cualquier oposición en el mundo.

 

El desmantelamiento del imperio de KMT sin duda va a crear incentivos muy distintos a los que existían antes. El hecho de gozar del poder, es decir, de su uso y disfrute, constituía un factor de unidad excepcional pues, a final de cuentas, como monopolio en el poder, el KMT podía proteger a cualquier grupo o privilegio sin mayor discusión o miramiento. Ya en la oposición las circunstancias seguramente serán muy distintas. Ahora los miembros del KMT tendrán que optar por reformar a su partido o buscar nuevas opciones y, con ello, iniciar una potencial desbandada. El futuro del KMT, como el del PRI, no está escrito de manera indeleble. Pero lo que es interesante hacer notar del caso de Taiwán es que el hecho de que el partido históricamente monopólico perdiera el poder no ha venido acompañado de un cambio drástico ni mucho menos de un rompimiento radical del orden establecido. Como en otros países democráticos, lo que está en disputa en Taiwán ahora no es la esencia del funcionamiento de la economía, sino la manera en que se van a distribuir los beneficios. Suertudos los taiwaneses que ya llegaron ahí.

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Arrecia la competencia

Luis Rubio

Hasta hace poco, sobre todo después de la exitosa elección interna del PRI, todo parecía sugerir que la historia de esta campaña electoral ya estaba prácticamente escrita. Pero el llamado debate del martes pasado echó por tierra toda duda de que efectivamente se trata de una competencia reñida en la cual el resultado dista mucho de ser certero. Este solo hecho entraña un profundo cambio político y un importante éxito para un sistema electoral que, aun cuando todavía profundamente sesgado, dista mucho de reproducir la corrupción, inequidad y, en general, las prácticas corporativistas y clientelistas que aquejan al sistema político en su conjunto. Pero quizá lo más trascendental del debate del martes pasado es que existe una competencia real entre dos candidatos, ninguno de los cuales tiene la certeza de ganar, tal y como lo revelaron en sus respectivas intervenciones. Fox mostró un verdadero deseo de ganar (históricamente ausente entre los miembros de su partido) y la capacidad de ajustarse al complejo mundo de la política. Labastida, por su parte, ya no mostró la seguridad absoluta que lo caracterizaba hace sólo tres meses. Quizá la duda principal ahora es qué ocurrirá con el más grande portento del cambio político en el país, Cuauhtémoc Cárdenas, cuyas acciones van a ser cruciales en lo que ocurra de aquí al dos de julio próximo.

El formato acordado para el debate conspiraba en contra de un intercambio abierto y activo de ideas y posturas. Afortunadamente, la intención de impedir una discusión seria a través de una mecánica rígida no prosperó, toda vez que ninguno de los candidatos se ciñó al script que les había sido impuesto. Esto era algo esperable no sólo por el hecho de que los cinco candidatos opositores sólo podían llegar a destacar en la medida en que hicieran algo que rompiera con los cánones formales, sino también porque ya existía la experiencia del 94 en que Diego Fernández de Cevallos hizo de las suyas a pesar de la rigidez. Este hecho muestra que la rigidez no es una estrategia razonable de defensa del orden establecido y, peor, hizo ver al candidato del PRI como un baluarte de lo que una mayoría absoluta de votantes quiere cambiar. Claramente, el debate mostró que la manera de ganar no es abrigando el pasado y la inmovilidad.

En este contexto fue particularmente sorprendente el hecho de que Francisco Labastida no hiciera uso del único activo trascendente con que cuenta el gobierno del cual proviene: la apreciable mejoría en la estabilidad de la economía. En lugar de apalancarse en el único factor que la mayoría de los mexicanos le reconoce al gobierno actual la incipiente recuperación económica-, Labastida optó por una campaña negativa contra su principal rival, a pesar de que esa estrategia le resultó claramente fallida a Roberto Madrazo en el proceso interno del PRI. Difícil encontrar una ironía mayor que ésa en este proceso electoral. Todavía más significativo es el contraste entre el Labastida seguro de sí mismo, presidencial en su apariencia, que surgió de la contienda interna y que se presentaba en los diversos foros como virtual triunfador, con el Labastida inseguro, titubeante que ya no se comportó como el obvio vencedor. El aura de candidato vencedor que le resultó tan efectiva a Labastida hace unos cuantos meses, ya no estaba ahí el martes pasado, quizá confirmando que sus propias encuestas ya no son tan distintas a las que conocemos todos los demás mexicanos.

Sea como fuere, no cabe la menor duda de que Francisco Labastida erró en su estrategia de debate. En lugar de ver hacia adelante, se dedicó a descalificar a su principal contrincante. Esta estrategia defensiva hizo que Vicente Fox creciera mucho más allá de lo que estrictamente justificaron sus intervenciones. Fox, por su parte, logró contener su frecuente falta de disciplina verbal, preparó bien sus respuestas y no cayó en la trampa de responderle violentamente a Labastida. Perseveró en su estrategia de ver hacia adelante, de contrastar más de lo mismo con el cambio y de tratar de circunscribir esta campaña a un voto simple y llano entre el PRI o algo distinto al PRI. Trató de ser incluyente y de plantear sus diferencias con el candidato del PRI. Si bien con poca substancia y detalle, Fox comunicó bien sus objetivos y trató de ser convincente de que la alternancia no entraña riesgos, haciendo alusión a la experiencia de los diversos gobiernos locales y estatales en manos de partidos distintos al PRI. Cualquier evaluación objetiva de la discusión mostraría que ninguno de los candidatos destacó dramáticamente sobre el otro; pero el hecho de que uno tuviera una postura proactiva y el otro se ciñera a defender un terreno ya ganado hizo que se vieran dos candidatos muy distintos. Parece claro que es imposible convencer al electorado desde una posición defensiva.

Pero si bien el debate mostró que esta carrera es de dos caballos, quizá la llave de la misma se encuentre en el tercero de ellos. Cuauhtémoc Cárdenas -el hombre al que el país le tiene una deuda muy grande no sólo por haber forzado el proceso de cambio político en el país, sino sobre todo por haberlo hecho por los cauces institucionales-, es quien seguramente va a decidir el resultado de esta elección. El candidato que aglutinó a la izquierda, que la obligó a institucionalizarse, que rechazó toda presión para tomar el camino de la violencia en 1988 y cuya serenidad evitó una tragedia en aquel momento, mostró que puede ser tan testarudo como cualquiera. A diferencia de los grandes toreros o los grandes estadistas que saben cuándo es tiempo de retirarse, todo parece indicar que él mismo es su peor enemigo. Su tosudez, tan encomiable en el pasado, puede llevar a que el PRD deje de ser el punto de referencia de la izquierda en el país y, en el extremo, a que pierda su registro.

El candidato del PRD se rehusa a reconocer lo obvio: que no puede ganar. La pregunta es si su actuar en la campaña responde a una estrategia claramente concebida y estructurada, o si se trata de un mero berrinche. No cabe la menor duda de que el giro que ha cobrado el discurso del ingeniero Cárdenas hacia un mayor populismo, un acrecentado nacionalismo y un rechazo a todos los cambios económicos de los últimos años, responde a un intento por afianzar a las bases cardenistas tradicionales. Sin embargo, es más que evidente que esa estrategia no puede permitirle ganar las elecciones y ni siquiera garantiza la permanencia del registro de su partido. Por otra parte, una mayor fortaleza electoral de Cárdenas beneficia a Labastida, toda vez que, de no estar en la contienda, muchos de sus votos irían a Fox, el candidato que hoy concentra el voto opositor mayoritario. El dilema para el PRD no es fácil, pues todo esfuerzo es legítimo cuando se trata de salvar su registro; lo que no es obvio es si la estrategia de su candidato le ayuda en ese esfuerzo o es contraproducente. La pregunta relevante acaba siendo si Cárdenas está intentando conscientemente impedir que gane Fox para mantenerse como el líder indisputado de la oposición, o si reconoce el enorme riesgo que representa para su partido la posibilidad de que no alcance el porcentaje suficiente de votos para mantener el registro. Cualquiera que sea la postura que se tome frente a este dilema, no cabe la menor duda que el PRD no la tiene fácil. Más aún, cualquiera que sea el resultado de la elección, Cárdenas enfrentará una situación muy poco agradable, y muy injusta para él en lo personal, después de su derrota el tres de julio.

Con todo, una golondrina no hace verano y un debate ni garantiza el resultado de una elección ni necesariamente afecta las preferencias de manera determinante. El encuentro del martes pasado confirmó o modificó muchas de las sospechas y prejuicios que los votantes tenemos respecto a cada uno de los candidatos y permitió observar algunos rasgos de lo que puede ser un sistema político más competitivo y democrático en un futuro impreciso. A final de cuentas, lo importante de un debate es menos quién ganó y quién perdió, que la oportunidad de ver, a través de una ventana excepcional, la manera en que se comportan los personajes que aspiran a gobernarnos en un entorno de competencia, tensión y fuertes presiones. No importa qué tanta rigidez le metan los negociadores de los candidatos al formato de un debate: el hecho es que las presiones no desaparecen y éstas se manifiestan nítidamente en el comportamiento de cada uno de ellos. Esas presiones, y las realidades que revelan, hicieron que Labastida ya no pudiera presentarse como el próximo presidente, sino como uno más de los candidatos. Ningún formato de debate puede alterar u ocultar- ese estado anímico ni esa falta de visión estratégica.

Nadie sabe qué va a pasar de aquí al dos de julio. El debate del 25 de abril logró que se equilibrara la balanza y que los dos candidatos punteros puedan aspirar al triunfo en la próxima elección. Lo que es imposible predecir, más allá de circunstancias externas que pudiesen presentarse, es cómo se verán afectados cada uno de los candidatos los tres principales- por el resultado del propio debate. Nadie sabe, por ejemplo, si Labastida podrá dar la vuelta como logró frente a Madrazo, o si Fox claudicará ante la arrogancia de haber salido adelante en esta primera oportunidad. Lo que es seguro es que las campañas súbitamente han adquirido una mucho mayor importancia.

Para los mexicanos esta nueva realidad entraña implicaciones trascendentales. No cabe la menor duda de que un triunfo opositor implicaría una transformación fundamental en el sistema político y, particularmente, en todos los acuerdos implícitos que hoy mantiene y nutre el círculo del poder del PRI, independientemente de la voluntad o habilidad del candidato ganador. Pero tampoco cabe la menor duda de que la competitividad de este proceso marcaría también al candidato del PRI, en caso de que éste resultase ganador. Pero, más allá de lo electoral, este debate ha hecho patente un dato fundamental para el México de después del dos de julio: ya no es posible gobernar al país por la vía de la imposición, la arrogancia y el uso indiscriminado del poder y la impunidad. En este sentido, el debate fue un éxito rotundo: quien resulte ganador el dos de julio tendrá que dedicarse a institucionalizar el poder político en el país. La pregunta es si alguno de esos candidatos tiene el tamaño y la capacidad para intentarlo.

 

La economía hacia dónde

La idea del crecimiento económico es nueva. Hasta hace un par de siglos, las economías de los países permanecían esencialmente estancadas por décadas. Pero, desde que se inventó la política económica, ésta ha sido orientada a generar crecimiento económico. Sin embargo, a pesar de que existe una infinidad de estudios sobre el tema, no hay un consenso absoluto sobre cómo lograr un crecimiento sostenido por largos periodos de tiempo. Por supuesto, muchos de los componentes que se incorporan en la política económica son de sobra conocidos; sin embargo, cada país ha tenido que encontrar la combinación adecuada a sus circunstancias. Esto explica por qué algunos países de nuestro continente, siguiendo la lógica impuesta por la CEPAL, procedieron a cerrar sus economías, proteger la planta productiva y confiar en que una combinación idónea de protección y subsidios lograría la magia del crecimiento. Otras naciones siguieron la lógica liberal de la competencia y la del libre comercio para el bien de los consumidores. En el fondo, en este punto reside la diferencia implícita en la estrategia que persiguen quienes propugnan por una economía cerrada o semi cerrada, y quienes abogan por una economía abierta: en la primera el gobierno tiene un amplio margen de maniobra, mismo que emplea para promover sectores y actividades de su preferencia, pero siempre centrando sus prioridades en los productores. En cambio, una economía abierta parte del principio de que los ciudadanos, en su calidad de consumidores, son adultos y, por lo tanto, capaces de decidir por sí mismos.

 

En su esencia, la política económica de apertura y liberalización propone enfrentar el problema de la pobreza y la desigualdad por medio de la dotación de capital humano a la población. En concepto, este planteamiento es absolutamente congruente, ya que parte del principio de que las personas tienen que decidir por sí mismas (pues el mundo gira en torno al consumidor) pero que, para poder ejercer esa capacidad de decisión, primero tiene que existir el conocimiento, la comprensión de la problemática general y específica y, sobre todo, las capacidades básicas –salud y educación- que estalezcan condiciones mínimas de equidad entre todos los habitantes del país. Una población sana y educada puede decidir por sí misma y actuar en consecuencia. Sin embargo, esa dotación de capital humano sólo es factible en la medida en que el país adopte una estrategia única y congruente al respecto pues, de lo contrario, unas políticas contradicen y anulan el efecto de otras, como ocurre cotidianamente en el país. El problema elemental de México no es, en consecuencia, la política económica, sino la ausencia de una estrategia de desarrollo que integre, de manera cabal, al conjunto de políticas e instrumentos en un proyecto general. Lo que necesitamos es una sola estrategia, congruente y coherente, no un nuevo golpe de timón.

 

Ninguno de los errores incurridos en la instrumentación de las reformas de los últimos años –que son muchos- descalifica la necesidad de llevar a cabo esas y otras reformas. La parálisis en que ha vivido el país por décadas es resultado del contubernio de diversos intereses, todos ellos comprometidos con el orden establecido. En este sentido, en su concepción más fundamental, la noción de reformar implica la destrucción de esos intereses encumbrados que impiden el desarrollo de la economía y de la población en general. Por ello, las reformas deberían ser la bandera de la oposición y no al revés. Los resultados de reformas a medias, de reformas erradas y de reformas insuficientes no hacen sino confirmar la necesidad de llevar a cabo reformas verdaderamente comprensivas, reformas que acaben con el régimen de excepciones en que hemos vivido.

 

En este contexto, las disputas en torno a la noción misma de reformar la economía con frecuencia acaban siendo un tanto bizantinas. Mientras que el gobierno argumenta que todos los problemas de la economía ya fueron superados, sus críticos culpan a la política económica de todos los males. Para quienes esto importa, para los mexicanos comunes y corrientes, la economía no va viento en popa ni tampoco cuentan con los medios humanos y materiales para beneficiarse de las oportunidades que efectivamente sí está creando la política económica gubernamental. Esta contradicción es una que parece imperceptible para los políticos en campaña, cuyo único interés es descontar a su oposición respectiva, en lugar de encontrar una solución efectiva a los problemas que -nadie puede ignorar- afectan a la abrumadora mayoría de los mexicanos en su vida cotidiana.

 

Cualquiera que observe la realidad internacional y que evalúe objetivamente los dilemas que los gobiernos y las sociedades -desde Tony Blair en Inglaterra hasta Ricardo Lagos en Chile y Fernando H. Cardoso en Brasil, pasando por Vladimir Putin en Rusia y Jiang Zemin en China- no podrá más que reconocer que, por convicción o resignación, todos los países del mundo -con la triste y notable ausencia de Corea del Norte, que prefiere la hambruna al desarrollo- se han ido ajustando a la realidad de una economía internacional que lo domina todo e, incrementalmente, lo impone todo. En este sentido, es obvio que no hay alternativa al marco general de política económica que promueve el gobierno, pues cualquier otro nos alejaría todavía más de la posibilidad de lograr que, algún día, la economía mexicana alcance índices de crecimiento suficientes para beneficiar a todos los mexicanos. Pero lo anterior no implica que la política económica esté siendo tan exitosa como el gobierno afirma, o que no exista una enorme diversidad de políticas complementarias que podrían acelerar el éxito de la misma en lograr lo único que cuenta: elevar el nivel y calidad de vida de toda la población.

 

Parte del abismo que separa a las tajantes afirmaciones de nuestros diversos próceres políticos reside en algo que ninguno realmente enfatiza: el objetivo de cualquier política económica no consiste en lograr índices más bajos en ciertos indicadores de esto o porcentajes más elevados en aquello otro. En todo caso, los números que resumen la situación de la economía no son más que indicadores estadísticos que reflejan promedios de enormes agregados. Lo que el gobierno haga en materia de políticas públicas y del manejo macroeconómico general no es más que un conjunto de medios para lograr objetivos trascendentales para la vida de la población. En última instancia, lo que cuenta no es si exportamos más o menos o si la tasa de crecimiento es más alta o más baja, sino cómo viven las familias mexicanas. Es razonable suponer que si se exporta más y si la economía crece más, habrá mejores oportunidades para los mexicanos. Sin embargo, el hecho es que ambos indicadores difícilmente pueden ser mejores y, sin embargo, la abrumadora mayoría de los mexicanos sigue empeorando en su realidad objetiva, medida en términos de empleo, igualdad de acceso a las oportunidades, ingreso disponible y capacidad de compra.

 

Midiendo el éxito de la política económica con este rasero, las frecuentes afirmaciones gubernamentales son, en el más generoso de los casos, extraordinarias exageraciones. La mejoría que se observa en los indicadores macroeconómicos es real, por más que sus críticos pretendan ignorarla. Lo que sucede es que esa mejoría se registra casi exclusivamente en las empresas y regiones que exportan cada vez más (como se observa más en el norte, en occidente y en la península de Yucatán y menos en el centro geográfico del país y en el sur). Al recorrer el país lo que es evidente es que la economía no progresa de manera uniforme. También es igualmente cierto que, entre las empresas que prosperan con rapidez, el dinamismo es imponente. Esto es cierto en empresas chicas y grandes, mexicanas y extranjeras. La mejoría económica es una realidad, pero los beneficiarios no son muchos. En lugar de propuestas que entrañan la promesa de retornar a lo que había o rescatar lo que no es viable, no sobraría un conjunto de políticas complementarias, concebidas para ampliar las filas de los beneficiarios potenciales en las regiones que ya comienzan a experimentar algún éxito, pero sobre todo en las que todavía no están ahí.

 

Lo que nadie puede negar es que la incapacidad del gobierno para convencer a la población de las virtudes de la política económica, aunada al enorme éxito de los partidos de oposición por restarle credibilidad, han hecho extraordinariamente impopular a la política gubernamental en materia económica. El que la situación pueda mejorar en el largo plazo es algo comprensible desde un escritorio, pero irrelevante para una familia que tiene cada vez menos empleos seguros, un ingreso disponible siempre decreciente y, más importante, cuando la esperanza de mejorar se desvanece sin que el gobierno siquiera comprenda el fenómeno. Pero la verdad es que ni el PAN ni el PRD tienen una alternativa a la esencia de la política económica actual, aunque ambos denuncien una realidad que sólo el gobierno se empeña en negar. La realidad es que la mayoría de los mexicanos, en sus circunstancias actuales, no tiene ni la menor posibilidad de incorporarse a la economía moderna, que es la única que en el futuro va a crear los empleos y los ingresos que le permitirán salir del hoyo negro. Urgen propuestas que abracen un paradigma distinto para la política económica, uno que deje de preocuparse por rescatar lo que fue (o, más propiamente, lo que pudo haber sido) para enfocarse cabalmente hacia lo que puede y debe ser el futuro.

 

El país ha venido avanzando en la medida en que los empresarios han podido romper con los impedimentos, tanto propios como burocráticos, que enfrentan de manera cotidiana. Pero poco se ha hecho para elevar los niveles de productividad que es, a final de cuentas, el factor determinante de los ingresos, del empleo y, en general, de los niveles de vida de la poblacíón en el largo plazo. México no necesita otra política económica. Lo que requiere es una estrategia de desarrollo que reconozca la realidad que nos ha tocado vivir, que comprenda los factores que hacen funcionar a la economía y que coloque a las personas en el centro de sus prioridades. Una estrategia de esa naturaleza no sería dramáticamente distinta de lo que hoy tenemos, pero sus resultados serían muy diferentes.

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