La idea del crecimiento económico es nueva. Hasta hace un par de siglos, las economías de los países permanecían esencialmente estancadas por décadas. Pero, desde que se inventó la política económica, ésta ha sido orientada a generar crecimiento económico. Sin embargo, a pesar de que existe una infinidad de estudios sobre el tema, no hay un consenso absoluto sobre cómo lograr un crecimiento sostenido por largos periodos de tiempo. Por supuesto, muchos de los componentes que se incorporan en la política económica son de sobra conocidos; sin embargo, cada país ha tenido que encontrar la combinación adecuada a sus circunstancias. Esto explica por qué algunos países de nuestro continente, siguiendo la lógica impuesta por la CEPAL, procedieron a cerrar sus economías, proteger la planta productiva y confiar en que una combinación idónea de protección y subsidios lograría la magia del crecimiento. Otras naciones siguieron la lógica liberal de la competencia y la del libre comercio para el bien de los consumidores. En el fondo, en este punto reside la diferencia implícita en la estrategia que persiguen quienes propugnan por una economía cerrada o semi cerrada, y quienes abogan por una economía abierta: en la primera el gobierno tiene un amplio margen de maniobra, mismo que emplea para promover sectores y actividades de su preferencia, pero siempre centrando sus prioridades en los productores. En cambio, una economía abierta parte del principio de que los ciudadanos, en su calidad de consumidores, son adultos y, por lo tanto, capaces de decidir por sí mismos.
En su esencia, la política económica de apertura y liberalización propone enfrentar el problema de la pobreza y la desigualdad por medio de la dotación de capital humano a la población. En concepto, este planteamiento es absolutamente congruente, ya que parte del principio de que las personas tienen que decidir por sí mismas (pues el mundo gira en torno al consumidor) pero que, para poder ejercer esa capacidad de decisión, primero tiene que existir el conocimiento, la comprensión de la problemática general y específica y, sobre todo, las capacidades básicas –salud y educación- que estalezcan condiciones mínimas de equidad entre todos los habitantes del país. Una población sana y educada puede decidir por sí misma y actuar en consecuencia. Sin embargo, esa dotación de capital humano sólo es factible en la medida en que el país adopte una estrategia única y congruente al respecto pues, de lo contrario, unas políticas contradicen y anulan el efecto de otras, como ocurre cotidianamente en el país. El problema elemental de México no es, en consecuencia, la política económica, sino la ausencia de una estrategia de desarrollo que integre, de manera cabal, al conjunto de políticas e instrumentos en un proyecto general. Lo que necesitamos es una sola estrategia, congruente y coherente, no un nuevo golpe de timón.
Ninguno de los errores incurridos en la instrumentación de las reformas de los últimos años –que son muchos- descalifica la necesidad de llevar a cabo esas y otras reformas. La parálisis en que ha vivido el país por décadas es resultado del contubernio de diversos intereses, todos ellos comprometidos con el orden establecido. En este sentido, en su concepción más fundamental, la noción de reformar implica la destrucción de esos intereses encumbrados que impiden el desarrollo de la economía y de la población en general. Por ello, las reformas deberían ser la bandera de la oposición y no al revés. Los resultados de reformas a medias, de reformas erradas y de reformas insuficientes no hacen sino confirmar la necesidad de llevar a cabo reformas verdaderamente comprensivas, reformas que acaben con el régimen de excepciones en que hemos vivido.
En este contexto, las disputas en torno a la noción misma de reformar la economía con frecuencia acaban siendo un tanto bizantinas. Mientras que el gobierno argumenta que todos los problemas de la economía ya fueron superados, sus críticos culpan a la política económica de todos los males. Para quienes esto importa, para los mexicanos comunes y corrientes, la economía no va viento en popa ni tampoco cuentan con los medios humanos y materiales para beneficiarse de las oportunidades que efectivamente sí está creando la política económica gubernamental. Esta contradicción es una que parece imperceptible para los políticos en campaña, cuyo único interés es descontar a su oposición respectiva, en lugar de encontrar una solución efectiva a los problemas que -nadie puede ignorar- afectan a la abrumadora mayoría de los mexicanos en su vida cotidiana.
Cualquiera que observe la realidad internacional y que evalúe objetivamente los dilemas que los gobiernos y las sociedades -desde Tony Blair en Inglaterra hasta Ricardo Lagos en Chile y Fernando H. Cardoso en Brasil, pasando por Vladimir Putin en Rusia y Jiang Zemin en China- no podrá más que reconocer que, por convicción o resignación, todos los países del mundo -con la triste y notable ausencia de Corea del Norte, que prefiere la hambruna al desarrollo- se han ido ajustando a la realidad de una economía internacional que lo domina todo e, incrementalmente, lo impone todo. En este sentido, es obvio que no hay alternativa al marco general de política económica que promueve el gobierno, pues cualquier otro nos alejaría todavía más de la posibilidad de lograr que, algún día, la economía mexicana alcance índices de crecimiento suficientes para beneficiar a todos los mexicanos. Pero lo anterior no implica que la política económica esté siendo tan exitosa como el gobierno afirma, o que no exista una enorme diversidad de políticas complementarias que podrían acelerar el éxito de la misma en lograr lo único que cuenta: elevar el nivel y calidad de vida de toda la población.
Parte del abismo que separa a las tajantes afirmaciones de nuestros diversos próceres políticos reside en algo que ninguno realmente enfatiza: el objetivo de cualquier política económica no consiste en lograr índices más bajos en ciertos indicadores de esto o porcentajes más elevados en aquello otro. En todo caso, los números que resumen la situación de la economía no son más que indicadores estadísticos que reflejan promedios de enormes agregados. Lo que el gobierno haga en materia de políticas públicas y del manejo macroeconómico general no es más que un conjunto de medios para lograr objetivos trascendentales para la vida de la población. En última instancia, lo que cuenta no es si exportamos más o menos o si la tasa de crecimiento es más alta o más baja, sino cómo viven las familias mexicanas. Es razonable suponer que si se exporta más y si la economía crece más, habrá mejores oportunidades para los mexicanos. Sin embargo, el hecho es que ambos indicadores difícilmente pueden ser mejores y, sin embargo, la abrumadora mayoría de los mexicanos sigue empeorando en su realidad objetiva, medida en términos de empleo, igualdad de acceso a las oportunidades, ingreso disponible y capacidad de compra.
Midiendo el éxito de la política económica con este rasero, las frecuentes afirmaciones gubernamentales son, en el más generoso de los casos, extraordinarias exageraciones. La mejoría que se observa en los indicadores macroeconómicos es real, por más que sus críticos pretendan ignorarla. Lo que sucede es que esa mejoría se registra casi exclusivamente en las empresas y regiones que exportan cada vez más (como se observa más en el norte, en occidente y en la península de Yucatán y menos en el centro geográfico del país y en el sur). Al recorrer el país lo que es evidente es que la economía no progresa de manera uniforme. También es igualmente cierto que, entre las empresas que prosperan con rapidez, el dinamismo es imponente. Esto es cierto en empresas chicas y grandes, mexicanas y extranjeras. La mejoría económica es una realidad, pero los beneficiarios no son muchos. En lugar de propuestas que entrañan la promesa de retornar a lo que había o rescatar lo que no es viable, no sobraría un conjunto de políticas complementarias, concebidas para ampliar las filas de los beneficiarios potenciales en las regiones que ya comienzan a experimentar algún éxito, pero sobre todo en las que todavía no están ahí.
Lo que nadie puede negar es que la incapacidad del gobierno para convencer a la población de las virtudes de la política económica, aunada al enorme éxito de los partidos de oposición por restarle credibilidad, han hecho extraordinariamente impopular a la política gubernamental en materia económica. El que la situación pueda mejorar en el largo plazo es algo comprensible desde un escritorio, pero irrelevante para una familia que tiene cada vez menos empleos seguros, un ingreso disponible siempre decreciente y, más importante, cuando la esperanza de mejorar se desvanece sin que el gobierno siquiera comprenda el fenómeno. Pero la verdad es que ni el PAN ni el PRD tienen una alternativa a la esencia de la política económica actual, aunque ambos denuncien una realidad que sólo el gobierno se empeña en negar. La realidad es que la mayoría de los mexicanos, en sus circunstancias actuales, no tiene ni la menor posibilidad de incorporarse a la economía moderna, que es la única que en el futuro va a crear los empleos y los ingresos que le permitirán salir del hoyo negro. Urgen propuestas que abracen un paradigma distinto para la política económica, uno que deje de preocuparse por rescatar lo que fue (o, más propiamente, lo que pudo haber sido) para enfocarse cabalmente hacia lo que puede y debe ser el futuro.
El país ha venido avanzando en la medida en que los empresarios han podido romper con los impedimentos, tanto propios como burocráticos, que enfrentan de manera cotidiana. Pero poco se ha hecho para elevar los niveles de productividad que es, a final de cuentas, el factor determinante de los ingresos, del empleo y, en general, de los niveles de vida de la poblacíón en el largo plazo. México no necesita otra política económica. Lo que requiere es una estrategia de desarrollo que reconozca la realidad que nos ha tocado vivir, que comprenda los factores que hacen funcionar a la economía y que coloque a las personas en el centro de sus prioridades. Una estrategia de esa naturaleza no sería dramáticamente distinta de lo que hoy tenemos, pero sus resultados serían muy diferentes.