Taiwán: paralelos extraordinarios

El señor Chen se enfrentó al cuasi monopolio del KMT y venció. Quizás algo parecido podría ocurrir en México el próximo dos de julio, fecha en que el PRI enfrentará el reto más creíble de su historia. En Taiwán, por cincuenta años, el Kuomitang, conocido como KMT, dominó la política, la economía y la vida de esa sociedad como si fuera el propietario y mandamás. Pero a fines de marzo pasado, Chen Shui-bian, líder del Partido Democrático Progresista, ganó las elecciones a la presidencia de ese país, rompiendo el monopolio que por décadas había ejercido el KMT. Las semejanzas con México son extraordinarias y arrojan un conjunto de lecciones tanto para el proceso electoral que se avecina como para la idea de una transición democrática. De una o de otra manera, el caso de Taiwán demuestra que es factible lograr un cambio político pacífico dentro de las reglas del juego establecidas por el partido monopólico, pero siempre y cuando los políticos y la población en su conjunto estén convencidos de que la paz y la estabilidad son valores superiores y, por lo tanto, deseables por encima de las diferencias entre partidos.

 

Tanto las semejanzas como las diferencias son patentes. El Kuomitang dominó la política del paraíso económico que hoy es Taiwán desde que las tropas de Mao desterraron a ese partido de la China continental en 1949. A partir de entonces, el KMT se dedicó a desarrollar la economía de esa isla y a esperar el colapso de la economía china, situación que nunca se materializó. A pesar de ello, tanto el gobierno comunista chino como el del KMT en Taiwán compartían valores fundamentales, como la noción de que debía haber una sola China y de que, a final de cuentas, alguno de los dos sistemas triunfaría para bien de ambas partes. Por décadas, tanto Taiwán como China mantuvieron viva la noción de una eventual reunificación; sin embargo, la realidad económica y política ha creado dos naciones claramente diferenciadas que siguen caminos distintos, cada una con sus criterios y realidades particulares.

 

Cuando el KMT arribó a la isla en 1949, sus tácticas no fueron particularmente distintas a las que empleó Mao en China. Sus instintos, no totalmente ajenos a las enseñanzas del sistema ruso que ambos heredaron en los años veinte y treinta, fueron profundamente autoritarios, autocráticos y corruptos. El KMT impuso el orden, su orden, y sus valores por vía de la imposición, el  monopolio y la represión. Pero, a diferencia de México, la existencia de un enemigo percibido como mortal representó un acicate de excepcional trascendencia. Los gobiernos emanados del KMT sabían que no había segundas oportunidades: nadie salvaría a un gobierno que cometiera suicidio. Esta realidad geopolítica llevó a que los sucesivos gobiernos taiwaneses mantuvieran una política económica absolutamente ortodoxa, sin desviación alguna. Cincuenta años después, la economía de la isla es pujante, el ingreso per cápita asombroso y su solidez indisputable. En franco contraste con nuestra aparentemente interminable propensión a caer en crisis sexenales, todos los taiwaneses comparten el imperativo de que con la economía no se puede jugar. Los resultados son niveles de vida espectacularmente elevados, un espíritu empresarial envidiable y, sobre todo, una población que sabe que su futuro depende de sí misma y no de lo que el gobierno haga o deje de hacer. Los taiwaneses dependen de sí mismos porque nadie más va a dar la cara por ellos.

 

Luego de casi cincuenta años de monopolio del poder, hasta los propios líderes del KMT acabaron por reconocer que la imposición y la corrupción tenía límites. A mediados de los ochenta, por iniciativa del propio gobierno, el sistema político taiwanés comenzó a liberalizarse. La apertura comenzó por la eliminación de mecanismos que, de hecho, hacían imposible el acceso de los partidos de oposición al poder legislativo. Pero, otra vez a diferencia de México, el gobierno inició esa política de apertura no como una concesión a la oposición, sino como producto de su propio reconocimiento de que los monopolios, en la economía o en la política, son contraproducentes para el crecimiento y estabilidad de largo plazo. A partir de esa postura, la reforma política en Taiwán siguió un patrón de gradual apertura que, poco a poco, fue eliminando restricciones a la libertad de expresión y a la participación de partidos de oposición en el proceso político. El proceso fue diseñado para dar cabida a la oposición sin afectar el control que ejercía el KMT, pero no de manera tan absurda que, en el camino, pusiera en riesgo la estabilidad y continuidad tanto política como económica del país. Es decir, el gobierno taiwanés buscaba dar vida a la oposición para evitar conflictos políticos, pero sin entregarle el poder; sin embargo, los mecanismos que ideó reconocían, de facto, que la estabilidad –política y económica- era un valor superior, razón por la cual nunca llegaron al extremo de hacer todo lo posible por impedir que un partido distinto al KMT llegara al poder. Haber hecho eso hubiera implicado arriesgar la estabilidad.

 

En este contexto, el pasado 18 de marzo Chen Shui-bian, líder de la oposición al KMT, ganó la segunda elección presidencial que ha tenido lugar desde que se inició el proceso de reforma. En una competencia de tres candidatos, el vencedor obtuvo 39%, apenas dos puntos porcentuales por encima de James Soong, disidente del KMT que decidió lanzar su propia candidatura a la presidencia, y del candidato del KMT, Lien  Chan, que no llegó al 23% del voto. La estrategia de campaña de Chen, hoy presidente electo, fue muy simple. Planteó al elector la disyuntiva, de mantener la corrupción, la imposición y el abuso del KMT o buscar la oportunidad de transformar la política de la isla e iniciar una etapa democrática en la historia de la sociedad taiwanesa. Chen se dedicó a criticar no sólo la corrupción del KMT, sino el crimen organizado asociado a ese partido y, particularmente, la creencia auto complaciente de los miembros del KMT de que los caracteriza una superioridad. Combatiendo los mitos, los símbolos y los rituales que por décadas había desarrollado el KMT, Chen logró convencer a los votantes de que el KMT había apoyado intereses particulares, beneficiado a sus propias huestes y enriquecido a sus miembros de una manera intolerable para el resto de la sociedad taiwanesa. En suma, Chen logró capitalizar el resentimiento que por décadas se había acumulado en contra del KMT. Todos los mecanismos de control al alcance del KMT, desde su propia maquinaria electoral hasta los instrumentos generadores de lealtad que por décadas habían logrado mantener al KMT legítimamente en el poder, resultaron insuficientes para ganar esta elección.

 

Aunque el nuevo gobierno no gozará de una mayoría en el poder legislativo, el solo hecho de que un partido distinto al KMT ganara la presidencia ha sacudido la estructura tradicional del poder en Taipei. Una vez  pasada la elección, todo ha cambiado. La primera reacción de los miembros del KMT fue la de culpar a Lee Teng-hui, presidente saliente y, hasta hace algunas semanas, líder del KMT. Pero casi inmediatamente después de la búsqueda y persecución de chivos expiatorios (y todavía mucho antes de la transmisión formal del gobierno), los cambios son espectaculares. Los miembros más pragmáticos del partido se han dedicado a estudiar la viabilidad de una reforma interna del KMT; otros han iniciado una revuelta interna, orientada a transformar los mecanismos de decisión internos que permitan la recuperación del partido y del poder.  En otras palabras, la derrota ha sido devastadora para el partido a grado tal que hay quienes cuestionan su supervivencia. Los miembros del KMT ahora tienen frente a sí el terrible problema de desmantelar el imperio económico sobre el que estaba asentado el KMT, con valor estimado de diez billones de dólares, cifra que, con toda seguridad, será suficiente para apaciguar hasta al más rebelde de sus militantes. Pero lo más interesante ha sido la reacción de los diversos personajes del KMT que ejercen cargos formales: alcaldes, líderes regionales y demás. A diferencia de los líderes más tradicionales del partido, su inclinación no ha sido a la revuelta, sino a la negociación: lo que parecen buscar es la definición de reglas del juego que les permitan seguir funcionando. Es decir, aun los miembros más encumbrados del partido en el poder han reaccionado de una manera absolutamente pragmática ante la nueva realidad política. Su membresía y lealtad al KMT es una cosa, pero la nueva realidad política es algo indisputable con lo que tendrán que lidiar día con día. Mejor adaptarse que lamentar las consecuencias.

 

Una vez ganada la elección, el presidente electo se ha movido con gran celeridad para definir sus posiciones sobre los temas centrales que se disputaron durante la campaña. Aunque su plataforma política cortejaba la noción de independencia, sus primeros mensajes hacia China fueron de conciliación. De igual manera, aunque su campaña se fundamentó en el ataque sistemático al monopolio corrupto y autocrático del KMT, sus mensajes postelectorales han sido todos conciliatorios, afirmando que no habrá cacería de brujas y que su objetivo fundamental será el de asegurar el desarrollo de largo plazo de su país. Su primer ministro será el más respetado miembro del gabinete del gobierno anterior. No cabe la menor duda de que el triunfo –e, incluso, la percepción de que el triunfo es posible- constituye el factor civilizador más importante para cualquier oposición en el mundo.

 

El desmantelamiento del imperio de KMT sin duda va a crear incentivos muy distintos a los que existían antes. El hecho de gozar del poder, es decir, de su uso y disfrute, constituía un factor de unidad excepcional pues, a final de cuentas, como monopolio en el poder, el KMT podía proteger a cualquier grupo o privilegio sin mayor discusión o miramiento. Ya en la oposición las circunstancias seguramente serán muy distintas. Ahora los miembros del KMT tendrán que optar por reformar a su partido o buscar nuevas opciones y, con ello, iniciar una potencial desbandada. El futuro del KMT, como el del PRI, no está escrito de manera indeleble. Pero lo que es interesante hacer notar del caso de Taiwán es que el hecho de que el partido históricamente monopólico perdiera el poder no ha venido acompañado de un cambio drástico ni mucho menos de un rompimiento radical del orden establecido. Como en otros países democráticos, lo que está en disputa en Taiwán ahora no es la esencia del funcionamiento de la economía, sino la manera en que se van a distribuir los beneficios. Suertudos los taiwaneses que ya llegaron ahí.

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