Luis Rubio
Hasta hace poco, sobre todo después de la exitosa elección interna del PRI, todo parecía sugerir que la historia de esta campaña electoral ya estaba prácticamente escrita. Pero el llamado debate del martes pasado echó por tierra toda duda de que efectivamente se trata de una competencia reñida en la cual el resultado dista mucho de ser certero. Este solo hecho entraña un profundo cambio político y un importante éxito para un sistema electoral que, aun cuando todavía profundamente sesgado, dista mucho de reproducir la corrupción, inequidad y, en general, las prácticas corporativistas y clientelistas que aquejan al sistema político en su conjunto. Pero quizá lo más trascendental del debate del martes pasado es que existe una competencia real entre dos candidatos, ninguno de los cuales tiene la certeza de ganar, tal y como lo revelaron en sus respectivas intervenciones. Fox mostró un verdadero deseo de ganar (históricamente ausente entre los miembros de su partido) y la capacidad de ajustarse al complejo mundo de la política. Labastida, por su parte, ya no mostró la seguridad absoluta que lo caracterizaba hace sólo tres meses. Quizá la duda principal ahora es qué ocurrirá con el más grande portento del cambio político en el país, Cuauhtémoc Cárdenas, cuyas acciones van a ser cruciales en lo que ocurra de aquí al dos de julio próximo.
El formato acordado para el debate conspiraba en contra de un intercambio abierto y activo de ideas y posturas. Afortunadamente, la intención de impedir una discusión seria a través de una mecánica rígida no prosperó, toda vez que ninguno de los candidatos se ciñó al script que les había sido impuesto. Esto era algo esperable no sólo por el hecho de que los cinco candidatos opositores sólo podían llegar a destacar en la medida en que hicieran algo que rompiera con los cánones formales, sino también porque ya existía la experiencia del 94 en que Diego Fernández de Cevallos hizo de las suyas a pesar de la rigidez. Este hecho muestra que la rigidez no es una estrategia razonable de defensa del orden establecido y, peor, hizo ver al candidato del PRI como un baluarte de lo que una mayoría absoluta de votantes quiere cambiar. Claramente, el debate mostró que la manera de ganar no es abrigando el pasado y la inmovilidad.
En este contexto fue particularmente sorprendente el hecho de que Francisco Labastida no hiciera uso del único activo trascendente con que cuenta el gobierno del cual proviene: la apreciable mejoría en la estabilidad de la economía. En lugar de apalancarse en el único factor que la mayoría de los mexicanos le reconoce al gobierno actual la incipiente recuperación económica-, Labastida optó por una campaña negativa contra su principal rival, a pesar de que esa estrategia le resultó claramente fallida a Roberto Madrazo en el proceso interno del PRI. Difícil encontrar una ironía mayor que ésa en este proceso electoral. Todavía más significativo es el contraste entre el Labastida seguro de sí mismo, presidencial en su apariencia, que surgió de la contienda interna y que se presentaba en los diversos foros como virtual triunfador, con el Labastida inseguro, titubeante que ya no se comportó como el obvio vencedor. El aura de candidato vencedor que le resultó tan efectiva a Labastida hace unos cuantos meses, ya no estaba ahí el martes pasado, quizá confirmando que sus propias encuestas ya no son tan distintas a las que conocemos todos los demás mexicanos.
Sea como fuere, no cabe la menor duda de que Francisco Labastida erró en su estrategia de debate. En lugar de ver hacia adelante, se dedicó a descalificar a su principal contrincante. Esta estrategia defensiva hizo que Vicente Fox creciera mucho más allá de lo que estrictamente justificaron sus intervenciones. Fox, por su parte, logró contener su frecuente falta de disciplina verbal, preparó bien sus respuestas y no cayó en la trampa de responderle violentamente a Labastida. Perseveró en su estrategia de ver hacia adelante, de contrastar más de lo mismo con el cambio y de tratar de circunscribir esta campaña a un voto simple y llano entre el PRI o algo distinto al PRI. Trató de ser incluyente y de plantear sus diferencias con el candidato del PRI. Si bien con poca substancia y detalle, Fox comunicó bien sus objetivos y trató de ser convincente de que la alternancia no entraña riesgos, haciendo alusión a la experiencia de los diversos gobiernos locales y estatales en manos de partidos distintos al PRI. Cualquier evaluación objetiva de la discusión mostraría que ninguno de los candidatos destacó dramáticamente sobre el otro; pero el hecho de que uno tuviera una postura proactiva y el otro se ciñera a defender un terreno ya ganado hizo que se vieran dos candidatos muy distintos. Parece claro que es imposible convencer al electorado desde una posición defensiva.
Pero si bien el debate mostró que esta carrera es de dos caballos, quizá la llave de la misma se encuentre en el tercero de ellos. Cuauhtémoc Cárdenas -el hombre al que el país le tiene una deuda muy grande no sólo por haber forzado el proceso de cambio político en el país, sino sobre todo por haberlo hecho por los cauces institucionales-, es quien seguramente va a decidir el resultado de esta elección. El candidato que aglutinó a la izquierda, que la obligó a institucionalizarse, que rechazó toda presión para tomar el camino de la violencia en 1988 y cuya serenidad evitó una tragedia en aquel momento, mostró que puede ser tan testarudo como cualquiera. A diferencia de los grandes toreros o los grandes estadistas que saben cuándo es tiempo de retirarse, todo parece indicar que él mismo es su peor enemigo. Su tosudez, tan encomiable en el pasado, puede llevar a que el PRD deje de ser el punto de referencia de la izquierda en el país y, en el extremo, a que pierda su registro.
El candidato del PRD se rehusa a reconocer lo obvio: que no puede ganar. La pregunta es si su actuar en la campaña responde a una estrategia claramente concebida y estructurada, o si se trata de un mero berrinche. No cabe la menor duda de que el giro que ha cobrado el discurso del ingeniero Cárdenas hacia un mayor populismo, un acrecentado nacionalismo y un rechazo a todos los cambios económicos de los últimos años, responde a un intento por afianzar a las bases cardenistas tradicionales. Sin embargo, es más que evidente que esa estrategia no puede permitirle ganar las elecciones y ni siquiera garantiza la permanencia del registro de su partido. Por otra parte, una mayor fortaleza electoral de Cárdenas beneficia a Labastida, toda vez que, de no estar en la contienda, muchos de sus votos irían a Fox, el candidato que hoy concentra el voto opositor mayoritario. El dilema para el PRD no es fácil, pues todo esfuerzo es legítimo cuando se trata de salvar su registro; lo que no es obvio es si la estrategia de su candidato le ayuda en ese esfuerzo o es contraproducente. La pregunta relevante acaba siendo si Cárdenas está intentando conscientemente impedir que gane Fox para mantenerse como el líder indisputado de la oposición, o si reconoce el enorme riesgo que representa para su partido la posibilidad de que no alcance el porcentaje suficiente de votos para mantener el registro. Cualquiera que sea la postura que se tome frente a este dilema, no cabe la menor duda que el PRD no la tiene fácil. Más aún, cualquiera que sea el resultado de la elección, Cárdenas enfrentará una situación muy poco agradable, y muy injusta para él en lo personal, después de su derrota el tres de julio.
Con todo, una golondrina no hace verano y un debate ni garantiza el resultado de una elección ni necesariamente afecta las preferencias de manera determinante. El encuentro del martes pasado confirmó o modificó muchas de las sospechas y prejuicios que los votantes tenemos respecto a cada uno de los candidatos y permitió observar algunos rasgos de lo que puede ser un sistema político más competitivo y democrático en un futuro impreciso. A final de cuentas, lo importante de un debate es menos quién ganó y quién perdió, que la oportunidad de ver, a través de una ventana excepcional, la manera en que se comportan los personajes que aspiran a gobernarnos en un entorno de competencia, tensión y fuertes presiones. No importa qué tanta rigidez le metan los negociadores de los candidatos al formato de un debate: el hecho es que las presiones no desaparecen y éstas se manifiestan nítidamente en el comportamiento de cada uno de ellos. Esas presiones, y las realidades que revelan, hicieron que Labastida ya no pudiera presentarse como el próximo presidente, sino como uno más de los candidatos. Ningún formato de debate puede alterar u ocultar- ese estado anímico ni esa falta de visión estratégica.
Nadie sabe qué va a pasar de aquí al dos de julio. El debate del 25 de abril logró que se equilibrara la balanza y que los dos candidatos punteros puedan aspirar al triunfo en la próxima elección. Lo que es imposible predecir, más allá de circunstancias externas que pudiesen presentarse, es cómo se verán afectados cada uno de los candidatos los tres principales- por el resultado del propio debate. Nadie sabe, por ejemplo, si Labastida podrá dar la vuelta como logró frente a Madrazo, o si Fox claudicará ante la arrogancia de haber salido adelante en esta primera oportunidad. Lo que es seguro es que las campañas súbitamente han adquirido una mucho mayor importancia.
Para los mexicanos esta nueva realidad entraña implicaciones trascendentales. No cabe la menor duda de que un triunfo opositor implicaría una transformación fundamental en el sistema político y, particularmente, en todos los acuerdos implícitos que hoy mantiene y nutre el círculo del poder del PRI, independientemente de la voluntad o habilidad del candidato ganador. Pero tampoco cabe la menor duda de que la competitividad de este proceso marcaría también al candidato del PRI, en caso de que éste resultase ganador. Pero, más allá de lo electoral, este debate ha hecho patente un dato fundamental para el México de después del dos de julio: ya no es posible gobernar al país por la vía de la imposición, la arrogancia y el uso indiscriminado del poder y la impunidad. En este sentido, el debate fue un éxito rotundo: quien resulte ganador el dos de julio tendrá que dedicarse a institucionalizar el poder político en el país. La pregunta es si alguno de esos candidatos tiene el tamaño y la capacidad para intentarlo.