Las campañas y la realidad

La pregunta crucial para México y los mexicanos es cómo vamos a enfrentar los enormes retos que impone la economía de la información cuando todavía estamos muy lejos de haber dominado lo más elemental de la economía agrícola e industrial. Los factores clave para el desarrollo económico en la actualidad cambian de una manera vertiginosa, imponiéndole enormes retos al país para el futuro mediato. De hecho, la llamada nueva economía, la que está revolucionando al mundo a través de la innovación, Internet y las nuevas maneras de producir, comercializar bienes y servicios y, en general, de competir, ofrece la oportunidad de que la economía mexicana dé un salto hacia etapas más avanzadas de desarrollo, pero también entraña el enorme riesgo de que nos rezaguemos todavía más. Sin embargo, no hay nada de estos extraordinarios desafíos, o de las opciones que tenemos frente a ellos, en las campañas presidenciales. Los candidatos parecen menos interesados en el futuro de México que en el suyo en lo personal.

 

El país enfrenta retos fundamentales. Quizá nada los describe de manera tan sucinta como la absurda paradoja que nos caracteriza en el momento actual: la economía ha estado creciendo aceleradamente, pero la mayoría de los mexicanos ni siquiera se ha enterado de ello. Esta paradoja es sintomática del momento que nos ha tocado vivir pero, a diferencia del pasado, se trata de una situación que es menos producto de obstáculos infranqueables que de la ausencia de políticas gubernamentales idóneas que permitan enfrentar y superar el reto. Nunca antes, quizá desde el comienzo de la Revolución Industrial, se había presentado la oportunidad de romper con las estructuras anquilosadas de nuestra economía y sociedad, estructuras que producen los niveles extremos de desigualdad, pobreza, marginación y subempleo que  nos caracterizan. Sin embargo, a pesar de que la oportunidad ha sido evidente por varios años, no existen políticas gubernamentales orientadas a aprovecharla. Nuestro problema es todavía más fundamental:  hoy en día ni siquiera existe un reconocimiento público por parte de las autoridades de que existen riesgos, para no hablar de algo inimaginable e inasible para la encumbrada burocracia, como es la noción de una oportunidad. Mucho más patético es el hecho de que quienes están en el negocio de hablar y pensar sobre el futuro, los candidatos presidenciales, ni siquiera han presentado el tema en sus planteamientos.

 

La paradoja del momento es reveladora. Por una parte, la economía ha venido creciendo de manera tan acelerada en los últimos meses que ya se comienza a hablar del riesgo de que ésta se llegue a “sobrecalentar”, en la expresión que con frecuencia emplean los economistas para señalar que la infraestructura ya no permite un mayor crecimiento, que hay oferta de empleos pero no personas disponibles para ser empleadas, y que, por consecuencia, se corre el riesgo de que los precios se eleven. Pero, como es evidente para todo mundo, la ironía de este “sobrecalentamiento” es mayúscula. Si volteamos a ver a nuestro deredor  nos encontraremos con que la abrumadora mayoría de los mexicanos no es parte de ese crecimiento; que hay literalmente millones de mexicanos subempleados y que hay otros tantos desempleados. Las causas de esta contradicción son, por supuesto, ancestrales y nadie con la mínima objetividad puede culpar al gobierno actual en su totalidad. Pero esta obviedad no exime al gobierno actual –y los futuros- de la responsabilidad de crear condiciones para ir eliminando esas causas, máxime ahora que se hacen tan patentes con el desarrollo de la economía de la información.

 

El punto importante es que la economía de la información puede convertirse en un medio para romper con esos factores estructurales, pero también puede hacer que nos rezaguemos todavía más. La globalización, Internet y las nuevas tecnologías, todos componentes de la nueva economía de la información, han empezado a abrir oportunidades indescriptibles para un puñado de empresas mexicanas que la han comenzado a comprender y hacer suya, así como a un amplio número de jóvenes que, de manera casi instintiva, ya no coinciben al mundo sin ella. Pero esto ha ocurrido casi exclusivamente en las élites empresariales y sociales del país. El resto de los mexicanos, incluyendo a muchísimos empresarios, gran parte de las universidades públicas, los habitantes rurales y, en general, la mayoría de los mexicanos, se está quedando al margen de esta revolución. Muchos de ellos temen que las nuevas tecnologías y que, en general, el fenómeno de la globalización, hagan todavía más difícil su sobrevivencia. Dado el hecho de que los salarios reales, es decir, descontando la inflación, siguen rezagados y todavía por debajo de sus niveles de 1994, no es casualidad que muchos mexicanos tengan más dudas sobre la bondad de las políticas gubernamentales recientes, que razones convincentes para abrazarlas y hacerlas suyas.

 

La verdad es que el mundo está cambiando a pasos agigantados y nosotros nos estamos quedando atrás. Y lo peor de todo es que no hay un reconocimiento cabal de la problemática que esto entraña por parte de quienes son responsables de conducir el desarrollo del país o quienes están compitiendo para serlo. Por supuesto que no faltan los discursos sobe la patética situación del sistema educativo o las propuestas de reforma al mismo, pero la realidad cruda y llana es que no sólo son todavía muy pocos los años de educación promedio de la población mexicana (que han llegado a siete, o sea, primaria más uno), sino que la calidad de esa educación es desastrosa. Tiene toda la razón Francisco Labastida cuando afirma la necesidad de enseñar inglés y computación a los niños mexicanos, pues sin eso es imposible aspirar a participar en esta nueva revolución productiva. Pero el problema no es el inglés y la computación, sino que estas materias tendrían que ser impartidas por los miembros de un sindicato cuyos objetivos son políticos y totalmente ajenos al tema que debían avanzar. Para su crédito, Vicente Fox ha venido planteando la necesidad de incorporar a los niños mexicanos en la revolución que entraña Internet. Pero no hay una propuesta cabal en ninguna de las campañas presidenciales que plantee, en blanco y negro, los temas centrales del desarrollo futuro del país.

 

La problemática es muy simple: el mundo está cambiando, transformando las formas de concebir, producir y comercializar bienes y servicios. Para poder participar en este proceso –desde la capacidad de innovar y crear algo nuevo, hasta, simplemente, ser empleable en esta nueva economía- es indispensable contar con niveles elevados de educación, capacidad crítica y dominio del lenguaje y de la tecnología. No cuesta mucho trabajo darse cuenta de que, del total de la población, sólo una pequeña porción se encuentra en la posibilidad de participar en estos nuevos procesos. Peor, a pesar de que llevamos años de hablar de transformaciones y reformas al sistema educativo, todas éstas han sido de carácter cuantitativo más que cualitativo: efectivamente, los niños están más años en la escuela, pero su capacidad para sumarse a la nueva economía no ha mejorado. El problema no se encuentra en los números, sino en el enfoque mismo de la educación, algo que no se puede cambiar dentro de los parámetros que en la actualidad establece la relación incestuosa entre el sindicato magisterial, incluyendo a sus disidencias, y el gobierno.

 

Pero el problema no se limita a la educación. Innumerables países europeos, muchos de los cuales cuentan con excelsos sistemas educativos, se están enfrentando con problemas graves para sumarse a la revolución informática dada la extraordinaria estratificación de sus sociedades. Europa y Japón no carecen de capacidad tecnológica ni de un sistema educativo viable, pero su estructura social constituye un impedimento al desarrollo. Qué decir de México. Lo que cuenta en las sociedades jerarquizadas y compartimentalizadas como la nuestra no es lo que funciona mejor, sino lo que amenaza menos. Puesto en otros términos, para poder abrazar las oportunidades de la nueva economía tenemos que reorganizar a toda la sociedad mexicana, lo que implica modernizar al sistema político en su conjunto. No hay razón para pensar que esto no pueda ser alcanzado dentro del contexto del PRI en el gobierno, pero es impensable si su candidato ni lo concibe ni lo propone. Tampoco hay garantía de que un gobernante de la oposición lo pudiera lograr, pero ciertamente su condición de entrada obligaría a la tansformación del sistema político en su conjunto. Las oportunidades son enormes, pero la oferta política brilla por su ausencia.

 

Pero así como hay oportunidades, también existen fuertes riesgos. El mayor de ellos reside en que la sociedad mexicana se siga polarizando, que los beneficios de la nueva economía se concentren en unas cuantas regiones y núcleos poblacionales y que, en lugar de abrir opciones, éstas se cierren de manera definitiva. Hace dos siglos, al inicio de la Revolución Industrial, todos los países se encontraban, en teoría, más o menos con la misma capacidad de beneficiarse de su potencial, pero sólo algunos lo hicieron efectivo.Todos los demás nos quedamos observando el éxito de aquellos. Doscientos años después todavía no hemos logrado extender los beneficios de esa oportunidad a todos los mexicanos. Peor, ni siquiera hemos acabado de resolver la problemática de la etapa anterior, la agrícola. Hoy nos encontramos ante la tesitura que impone la nueva revolución productiva sin que la gran mayoría de  mexicanos cuente con la infraestructura física, social, de salud y educativa para que siquiera pueda tener la oportunidad de participar en ella. Esta es quizá la mejor medida del fracaso del proyecto de desarrollo gubernamental de las últimas décadas. Es todavía más grave que los gobernantes –y los candidatos en general- se avergüencen y le den la espalda a las pocas reformas que sí se emprendieron en estos últimos años. En lugar de hacerlas suyas, atacan a quienes las concibieron; en lugar de ofrecerle oportunidades a la población, se refugian en la seguridad de lo que se hizo en el pasado y que saben bien que ya no funciona. Las campañas son, o debieran ser, oportunidades para ofrecer liderazgo para crear una mejor realidad. La del momento muestra qué tan pobre es nuestra realidad actual.

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