Luis Rubio
Aunque la situación es mejor que en el pasado reciente, parece haber consenso en la región latinoamericana de que el statu quo no es aceptable. Este, en resumen, es la lectura que me llevé después de escuchar la conferencia de un argentino sobre el devenir de su país y la región en los últimos años. Desde esta perspectiva, las reformas que se han llevado a cabo desde mediados de los ochenta han sido extraordinariamente importantes porque han permitido, en alguna medida, romper con los impedimentos al desarrollo que existían en el pasado, pero no han permitido generar tasas suficientemente elevadas de crecimiento como para hacer posible la generalización de los beneficios al conjunto de la sociedad. El reto que viene será el de hacer posible tanto la generalización de los beneficios como la aceleración de las tasas de crecimiento. La pregunta es si esta combinación es del todo posible.
Si uno observa el comportamiento de los electores en Brasil y Argentina a lo largo del último año, parece evidente que existe una fuerte tensión en el corazón de una población que persigue dos objetivos aparentemente contradictorios de una manera simultánea. Por una parte, la población tiene un fuerte recuerdo, una vívida memoria, de la inestabilidad económica, del mal gobierno y de la hiperinflación que caracterizaba a sus sociedades hasta hace sólo un par de lustros. Por la otra, la misma población no está muy feliz con el resultado de las reformas emprendidas a lo largo de este periodo. Si bien parece haber un reconocimiento en esas latitudes de que las reformas generaron la estabilidad de que hoy gozan, muy pocos perciben algún beneficio directo que se derive de esa estabilidad. La parte que les lleva a reconocer el logro de la estabilidad conduce a que se reconozca al gobierno responsible (como ocurrió con la reelección del presidente Cardoso de Brasil), en tanto que la decepción respecto a la ansiada mejoría en los niveles de vida llevó a que perdiera el partido de Menem en las recientes elecciones argentinas.
Lo peor de todo es que no hay contradicción alguna entre estas posturas. Un votante puede reconocer un logro y, a una misma vez, estar decepcionado de la insuficiencia del mismo. Esto mismo parece estar ocurriendo con muchos votantes mexicanos que se encuentran indecisos respecto a como votar en julio próximo. Su reconocimiento al gobierno está más que consagrado en las elevadas cifras de aprobación de que goza la gestión del presidente Zedillo en la actualidad. Por otra parte, sin embargo, mucha de esa misma población se encuentra harta del abuso que le propinan diversos burócratas en su vida cotidiana o, simplemente, no ven satisfechas las expectativas que se habían hecho desde hace años respecto al desarrollo de su economía personal. Este contraste es muy significativo en términos políticos, pues demuestra que las reformas han sido insuficientes para lograr su objetivo más elemental, el de elevar los niveles de vida de la población. Lo que no es claro es cuál será la manifestación electoral de esa diferencia.
Lo que parece claro es que, a lo largo de las últimas décadas, se avanzó mucho en la generación de condiciones para una mayor competencia en la economía, sobre todo por el lado de la producción de bienes (de productos), a diferencia de los servicios (como banca y telefonía), pero que se ha avanzado muy poco en materia de la igualación de oportunidades. Esta diferencia es crucial y explica, en buena medida, la enorme disparidad que hemos podido observar en el acelerado crecimiento de la riqueza, por una parte, y el sumamente limitado acceso a los beneficios del crecimiento económico de que ha gozado la abrumadora mayoría de la población. Además de dañina para la estabilidad política, esta disparidad es producto de la insuficiencia de las reformas realizadas, más que de su exceso. Nadie que tenga la menor memoria puede pensar que las condiciones objetivas de la mayoría de la población eran significativamente mejores en el pasado; si bien hubo algunos años específicos en que los salarios reales pudieron haber sido superiores a los actuales, como efectivamente ocurrió a principios de los ochenta, los niveles reales de vida no eran mejores. El hecho de que el salario mínimo haya sido mayor o menor justo en el momento en que la hiperinflación estuvo a punto de hacer su entrada triunfal en el país, nos indica que la política económica del momento era extraordinariamente errada y peligrosa, no que los niveles de vida eran mejores.
La realidad es que el país se encuentra ahora en la mitad de un fuego cruzado que limita sobremanera su capacidad de avanzar hacia mejores niveles de vida. Por una parte, la economía mundial se ha dividido entre las actividades de alto valor agregado y aquellas fundamentades en los salarios bajos. Con toda proporción guardada, este fenómeno se puede observar en el contraste que han venido experimentando los valores de las acciones de las empresas localizadas en la llamada nueva economía en los páises más avanzados y aquellas que se concentran en la economía tradicional, incluso en esas mismas naciones. Esto mismo se puede observar en el país en la disparidad que evidencian los salarios mínimos y los millonarios de Forbes. No cabe la menor duda que el enorme contraste que existe entre unos y otros no hace sino agudizar el malestar que muchos votantes potenciales perciben respecto a su propia situación.
El otro lado de la moneda tiene que ver con la incapacidad que experimenta el país en su capacidad para generar mejores empleos o, lo que es lo mismo, en la inexistencia de personal calificado para satisfacer la demanda que existe, sobre todo en el norte del país. El hecho objetivo es que hay, literalmente, millones de mexicanos que demandan empleos, muchos de ellos concentrados en la economía informal menos por decisión que por falta de opciones, pero que no cuentan con la preparación necesaria para poder aspirar a los empleos de alto (o, al menos, mayor) valor agregado que se han estado creando. Este factor evidencia las ausencias de décadas en la sociedad mexicana, así como la insuficiencia o inadecuación- de las reformas de estos años con las necesidades esenciales de los mexicanos. Se han atendido las necesidades grandes y generales de las empresas grandes que, por su tamaño, pueden valerse por sí mismas, ignorando en el camino las demandas o, al menos, las necesidades de los mexicanos más modestos. El resultado es visible en el irrisorio número de empresas pequeñas que se crean de manera formal y que logran alcanzar algún grado de desarrollo. Algunas más emergen y crecen en el ámbito de la informalidad, pero muchas más simplemente se pierden en el mar de incompetencia burocrática y obstáculos innecesarios.
La realidad es que el país sigue sin presenciar el desarrollo de reformas que beneficien a la sociedad den su conjunto. La educación sigue siendo patética, las regulaciones tanto las federales como las locales- son obtusas, complejas y excesivas y la disposición gubernamental a promover el desarrollo de nuevas empresas (sobre todo, por lógica, pequeñas) brilla por su ausencia. En este entorno, lo milagroso es que sobrevivan las empresas grandes. Las demás viven de milagro o en el contexto de la economía informal, donde no existe el gobierno (excepción hecha de los inspectores que cobran mordidas), donde los derechos de propiedad de hacen cumplir por la fuerza (de cada persona) y donde las transacciones se limitan a los conocidos o al dinero en efectivo. Estas condiciones son suficientes para que existan las empresas, pero no para que prospere la economía. El resultado es lo que tenemos: el crecimiento económico se debe a las grandes empresas, a la inversión extranjera y al puñado de empresas menores que se logran colar. Todo el resto sigue viviendo en el rezago, si no es que en una recesión más o menos permanente.
No es difícil comprender por qué, en este contexto, las reformas tienen tan mala fama. Tampoco es difícil identificarse con las personas que sienten esa terrible tensión entre su agradecimiento por la disminución de la inflación y la inestabilidad, y su decepción por la falta de mejoría familiar y personal. Para esa gente la posibilidad de que no se dé una nueva crisis constituye una verdadera bendición, pero lejos de ser suficiente para permitirle sentirse a gusto consigo misma. Sus expectativas se encuentran en contradicción con su realidad. Es decir, no tienen mayor esperanza de mejorar en el futuro mediato. Es posible que esto sea lo que muestran las encuestas cuando consignan que el voto urbano tiende a concentrarse detrás del principal candidato de la oposición. De ser así, se trata de una calificación reprobatoria no sólo, ni especialmente, para el candidato a la presidencia del PRI, como para el gobierno que no ha podido romper con las ataduras de antaño.
Las reformas de los últimos lustros han cambiado la faz de la economía del país. Lo que no han hecho es transformar la economía de las familias mexicanas. Los aumentos en los niveles de empleo constituyen indicadores importantes de estabilidad política e incluso de desarrollo potencial para el futuro. Lo que no muestran es el desencanto que experimenta un enorme número de mexicanos al comparar sus expectativas las personales o las familiares- con la probabilidad de lograr satisfacerlas en un periodo razonable. No es razonable esperar que ese desencanto se pudiera traducir en quejas específicas o críticas particulares a las acciones gubernamentales de los últimos años, pero eso no quita que la población se sienta desamparada y, sobre todo, decepcionada de lo alcanzado (y, particularmente, de lo no logrado) en este periodo.
Es sumamente difícil anticipar cómo se va a manifestar ese desencanto el día de las elecciones próximo. En Brasil, los electores le renovaron el contrato al gobierno, aunque con el atenuante de que se trataba del presidente en funciones persiguiendo la reelección. Pero si el caso argentino más reciente sirve de guía, la estabilidad alcanzada puede servir de factor tranquilizador respecto a la probabilidad de una nueva crisis, permitiendo que la población decida optar por un partido distinto al del gobierno para probar suerte bajo una nueva administración. Ya sólo faltan unos cuantos días para determinar si los mexicanos optan por el patrón argentino o por el brasieño.