Agregar valor e ingresos

Luis Rubio

El desempeño económico del país vive en un perenne círculo vicioso. Aunque a lo largo de los últimos añ

os se han hecho enormes esfuerzos por eliminar obstáculos al crecimiento económico y elevar los niveles de inversió

n productiva, la realidad es que nuestra competitividad depende casi en su totalidad del costo de la mano de obra. A pesar de que llevamos años en un proceso que persigue mejorar las condiciones generales del país para la inversión, prá

cticamente nada se ha hecho para elevar el valor agregado de la producción nacional, es decir, para crear fuentes de empleo más sofisticadas que, por definición, implican salarios más elevados.

La mayor parte de la inversión que se realiza en el paí

s, tanto la de origen nacional como la internacional, se ha concentrado en actividades relativamente sencillas, de escaso valor agregado. Esto se observa tanto en empresas maquiladoras como en las que producen bienes de capital. Un

obrero que ensambla diversos componentes para fabricar un televisor, no agrega mucho más valor que otro dedicado a realizar movimientos rutinarios en una máquina que produce otras máquinas o acero o vidrio o automó

viles. En la medida en que los procesos productivos sean simples, repetitivos y rutinarios, el valor agregado será muy pequeño y, por lo tanto, prácticamente nulo el potencial de elevar los salarios asociados a esas actividades.

Cualquier gobierno que decida emprender una política de desarrollo, es decir, una estrategia que trascienda el mero objetivo del crecimiento económico y se aboque al desarrollo de la població

n, al crecimiento del ingreso familiar y, en general, al progreso social, tiene que pensar en términos del valor agregado y la produc

tividad. No hay desarrollo sin estos dos factores. Si utilizamos este rasero como referencia para el evaluar el caso de México, tendríamos que concluir que no ha habido una estrategia de desarrollo en décadas, si es que alguna vez la hubo.

Un ejemplo de lo anterior se puede encontrar en la India. A pesar de que muy pocas cosas funcionan bien en aquel país, hace algunas décadas el gigante asiático adoptó una política educativa orientada a la formación de té

cnicos e ingenieros de primer nivel. Se trató de una estrategia perfectamente consciente de desarrollo tecnológico, de la cual han surgido cientos de miles de egresados, que ahora constituyen una buena parte de las entrañas de la llamada “

nueva” economía, la economía de la información que depende de programadores de software y operadores de programas computacionales. Una buena parte de la industria electró

nica y computacional que ha crecido en torno a Internet se ha valido de los servicios que proveen centenares de empresas instaladas en diversas localidades de la India, todas ellas producto de ese esfuerzo educativo que se inició décadas atrá

s. Esa fuerza de trabajo no sólo percibe sueldos descomunales comparados con el promedio hindú, sino que ha logrado generar niveles de valor agregado (en procesos complejos como ilustra la programación de software) al que só

lo unas cuantas empresas mexicanas pueden aspirar.

El programa hindú incluía no sólo la educación técnica, sino la construcción de la infraestructura mínima necesaria para que fuese posible el desarrollo de su país. Esto implicó invertir en la educación bá

sica en al menos algunas regiones (pues, si no, ¿de dónde provendrían los postulantes a los programas de desarrollo técnico y tecnológico?), así como en infraestructura física en materia de comunicaciones, transportes y demá

s. Es decir, el gobierno de la India concibió a la educación tecnológica como una palanca de desarrollo y se abocó a crear las condiciones necesarias, aun con las limitaciones naturales de carácter financiero que enfrenta cualquier paí

s pobre, para que el programa pudiese tener éxito. Cuatro o cinco décadas después, la India ha logrado capitalizar su inversión en la forma de empleos en áreas como la de las comunicaciones, la industria elé

ctrica, la contabilidad y la consultoría, todas ellas de mucho mayor valor agregado y, por lo tanto, de nivel salarial, que nuestra maquila prototípica.

En realidad, una porción enorme de los empleos que ha captado la India es muy similar, en concepto, a los de la maquila que se fundó en México hace cosa de cuarenta años, pero en el á

rea de los conocimientos y no de la manufactura. Es decir, muchos de esos empleos proveen servicios a empresas extranjeras que han transferido diversas funciones contables, operativas y de programación a la India, apr

ovechando las diferencias de salarios. Las empresas extranjeras – bancos internacionales, operadores de tarjetas de cré

dito, sistemas de reservaciones, empresas de contabilidad- han encontrado en la India dos factores clave que la hacen muy atractiva: el alto nivel educativo de su población (al menos la egresada del sistema técnico y tecnoló

gico) y su conocimiento del inglés.

La experiencia de la India debería abrirnos los ojos sobre las oportunidades que existen en el mundo y, más importante, sobre nuestras carencias al inicio de un milenio en el que la creación de riqueza va a estar cada vez má

s asociada con el conocimiento que con el uso de la mano de obra en procesos de manufactura tradicional. En la medida en que nuestro principal activo en la competencia mundial por los empleos y la inversió

n siga siendo el bajo costo de la mano de obra, el futuro del mexicano promedio va a ser catastrófico. Por ello es imperativo adoptar una estrategia de desarrollo que procure colocar al país, y a toda su población, en el curso de una generació

n, en condiciones de competir por los empleos de mayor valor agregado y mayor potencial de desarrollo que estén disponibles.

Nadie en su sano juicio podría disputar el objetivo. Sin embargo, las diferencias son interminables una vez que se comienzan a discutir las estrategias específicas. Hace poco más de un año, por ejemplo, en el contexto de la campañ

a presidencial, el entonces candidato a la presidencia por parte del PRI, Francisco Labastida, propuso una política por demás consecuente con la dirección en que avanza el mundo. Su idea, de enfatizar el inglés y la computació

n en las escuelas, fue descartada en forma sumaria sin la menor consideración de sus implicaciones. Por supuesto, el contexto de una acalorada contienda electoral se presta a ataques y descalificaciones más que a una reflexión metó

dica y cuidadosa de los retos y las oportunidades del momento. Sin embargo, el hecho ejemplifica la naturaleza del desafío que tenemos frente a nosotros.

El verdadero desafío que enfrenta el país se encuentra dentro. Somos, en buena medida, nosotros mismos. Los recursos para financiar un programa de desarrollo convincente y bien concebido no serían difíciles de conseguir si tan sólo nos pudi

éramos poner de acuerdo entre nosotros respecto a los objetivos que se persiguen y los medios idóneos para alcanzarlos. Por ejemplo, al igual que la India hace algunas décadas, Mé

xico tiene un rezago educativo verdaderamente monstruoso. Si bien la cobertura educativa ha aumentado en forma significativa a lo largo de las últimas décadas, la realidad de nuestra educación pública es terrible y todo mundo lo sabe. No só

lo eso, también es de sobra conocido que la calidad de la educación empeora en la medida en que lo hace el nivel socieconómico de la población a la que se dirige, con lo que se conforma un perfecto círculo vicioso que perpetú

a la desigualdad. Notable en un país que ha sido generoso en su retórica en favor de la igualdad, pero totalmente inefectivo en incidir en una variable fundamental para romper el círculo vicioso de la pobreza, la educació

n. Esto ilustra bien nuestra problemática: mientras que los intelectuales y los políticos debaten y gastan tinta buscando alternativas para problemas como el educativo, la población más pobre del país s

igue igual de pobre, sin acceso a una educación de calidad.

Las magnitudes de los problemas de la India son tales que es casi imposible comenzar a comprenderlos. Se trata, a final de cuentas, de una población casi trece veces mayor que la nuestra, y que c

ontinua creciendo en forma acelerada. Sin embargo, su estrategia ha sido clave para sacar de la pobreza al menos a una pequeña porción de su enorme población. En el otro extremo, Singapur, una ciudad-Estado, ilustra có

mo una estrategia semejante de inversión en infraestructura y educación hizo posible convertir a una población pobre y sin mayores oportunidades en una de las más ricas del orbe en una sola generació

n. El punto de todo esto es que es perfectamente factible romper con el círculo vicioso de la p

obreza y crear las condiciones para un desarrollo acelerado de conjuntarse un programa de desarrollo integral y un gobierno capaz de forjar un consenso en torno a ello. Las estrategias concretas que se requieren para lograr el desarrollo han sido probadas

en tantos países, que sólo intencionalmente puede una nación equivocarse. La clave reside no en la estrategia sino en el consenso político en torno a ésta.

Nuestra disyuntiva es quedarnos en la maquila del pasado –

lo que implica competir en forma permanente con todos los países con salarios bajos y, con ello, limitar nuestro potencial de desarrollo a ese nivel-, o romper el cí

rculo vicioso en que nos encontramos para dedicarnos a crear las condiciones que hagan posible que cada uno de los mexicanos tenga la oportunidad de desarrollarse al má

ximo de su potencial, una oportunidad que hasta ahora se le ha negado en forma sistemática. Las “industria” del futuro, así como las maquilas del mañana, las que pagarán salarios elevados porque generarán un alto valor a

gregado, son las que dependerán del conocimiento y no del trabajo físico. Esto implica educación básica de alta calidad, infraestructura adecuada y competitiva y un paí

s unido en torno a un objetivo central: darle a todos los mexicanos la oportunidad de desarrollarse. ¿Es mucho pedir?

 

El gobierno y la ley

Luis Rubio

Las enormes facultades con que tradicionalmente ha contado el gobierno mexicano han tenido un impacto enorme sobre el desarrollo del país. El gobierno igual ha sido dadivoso

al cobrar pocos impuestos que abusivo y destructivo en la manera en que ha decidido sobre temas clave para el desarrollo, como bien lo ilustra la historia del sistema bancario en las últimas décadas. Buena parte de la explicación del fenó

meno tiene que ver con la ausencia histórica de pesos y contrapesos al poder presidencial, así como con la naturaleza de la estructura jurídica del país. El arribo de un partido distinto al PRI al gobierno de la república está

cambiando la naturaleza y el funcionamiento del sistema, pero no va a modificar, por sí mismo, la estructura del poder y las facultades excesivamente amplias que caracterizan al gobierno.

El tema es importante en sí

mismo, pero ha cobrado especial relevancia a partir de la publicación de un libro que analiza la expropiación de los bancos a la luz de las facultades que la Constitución le confiere al gobierno. El libro, La importancia de las reglas

, de Carlos Elizondo Mayer-Serra, plantea un tema que no es nuevo, pero con un enfoque que no sólo estimula el pensamiento, sino también obliga al lector a retar sus preconcepciones. El análisis gira en torno a la expropiació

n de los bancos en 1982. El argumento del libro se puede resumir, de una manera muy simplificada y rápida, de la siguiente manera: a diferencia de otras estructuras jurí

dicas, la mexicana le confiere al ejecutivo enormes facultades discrecionales para llevar a cabo este tipo de acciones. La discrecionalidad implícita en la ley ha vulnerado derechos fundamentales y afectado el desempeño general de la economí

a. Por ello es fundamental considerar tanto el derecho de propiedad y sus limitaciones, como el derecho a la seguridad, pues ambos son inherentemente complementarios.

El libro obliga a meditar sobre dos temas cruciales para el desarrollo económico. Por un lado, el de la naturaleza de las reglas del juego en el país, particularmente las reglas de propiedad y el contexto polí

tico en el que surgen. Y, por el otro, el del cumplimiento de esas reglas y la propensión a la arbitrariedad que siempre ha existido. A nivel de hipótesis se podría plantear que esto último va mas allá

de las facultades legales que se establecen en la constitución y del pacto político con que se dio fin a la Revolución y del cual surgió el régimen moderno y la propia constitució

n. Es decir, las leyes le confieren facultades arbitrarias al ejecutivo, a la vez que la unidad gobierno-partido le otorgaban poderes casi ilimitados. Mientras que esto último ha desaparecido, la estructura de las leyes sigue intacta.

En su proceso de evolución, el gobierno postrevolucionario hizo un uso amplio de las facultades que le otorgaba la Constitució

n, en ocasiones afectando al sector privado, como ilustra el caso de los bancos, en tanto que en otras beneficiando a intereses particulares a costa de la sociedad. Aunque la correlación de fuerzas políticas ha ido cambiando en los últimos añ

os, las facultades gubernamentales formales siguen estando presentes. Carlos Elizondo afirma, por ejemplo, que “algunos empresarios podrían creer que sus derechos de propiedad está

n legalmente mejor protegidos que antes; sin embargo, esto es una ilusión” (p276). La Constitución y otras leyes le otorgan al presidente facultades discrecionales amplias. En palabras del autor, “la facultad discrecional del presidente est

á comprendida en la estructura legal y ello ha tenido un impacto importante sobre las relaciones entre el gobierno y el sector privado” (p20). Es decir, a pesar de las reforma económicas, del desarrollo de algunos pesos y contrapesos y, má

s recientemente, del cambio de partidos en el poder, las facultades con que cuenta el gobierno siguen siendo tan amplias que conducen fácilmente a la arbitrariedad.

El punto de todo esto es que existe un problema fundamental en la relación entre la inversión priv

ada, el gobierno y la estructura legal, que trasciende con mucho el tema de los derechos de propiedad y se sitúa en el terreno de la seguridad jurídica o legal. Puesto en términos llanos, si la ley es flexible ¿para qué

sirve? Un empresario o inversionista puede vivir con un régimen que le confiere primacía a los derechos sociales, a la propiedad gubernamental o, como dice la letra de nuestra constitución, a “las modalidades que dicte el interés pú

blico”. Con lo que ese inversionista o empresario no puede vivir es con la incertidumbre implícita en un ré

gimen legal que otorga amplias facultades discrecionales y que no cuenta con recursos para que esa discrecionalidad no redunde en arbitrariedad. En esas condiciones, la pretensión de un Estado de derecho es ilusoria.

En esencia, el Estado de derecho implica que el gobierno en todas sus acciones se encuentra sujeto a reglas fijas y anunciadas de antemano -reglas que hacen posible prever con suficiente certeza la forma como la autoridad usará sus poderes coerci

bles en determinadas circunstancias. El énfasis en la legalidad no significa, sin embargo, que si todas las acciones del gobierno están autorizadas por la legislació

n se preserve con ello el Estado de derecho. El Estado de derecho desaparece cuando la legislación faculta de poderes arbitrarios y discrecionales a las autoridades dejando en sus manos la decisió

n de aplicar o no la ley al caso concreto, haciendo referencia a lo que se considera «justo» o conforme al «bien público». Cuando la legislación se esc

ribe de esta manera se mina el principio de igualdad formal ante la ley y da espacio para que el gobierno otorgue privilegios legales en favor de sus grupos de apoyo. Las facultades discrecionales vuelven impredecible el actuar del gobierno mexicano no s

ólo porque son ambiguas y manipulables, sino también porque resulta sumamente difí

cil que el poder judicial limite o controle ese tipo de actos de gobierno dado el formalismo del derecho mexicano y la jurisprudencia de la Suprema Corte. Es decir, esas facult

ades discrecionales hacen imposible la existencia de un Estado de derecho por la propensión a que se incurra en la arbitrariedad.

La discrecionalidad es una facultad casi inherente a la administración pública. A menos de que un sistema jurídico contemple todas las eventualidades posibles en todos los á

mbitos de su competencia (algo imposible a menos de que la ley se reforme de manera cotidiana), el funcionario público requiere facultades discrecionales para trabajar. La pregunta relevante no se refiere a la discrecionalidad sino a có

mo evitar que ésta derive en arbitrariedad. Los sistemas legales anglosajones han resuelto este dilema de una manera casi automática. Su naturaleza misma entraña la adecuación constante de sus leyes y procedimientos a la cambian

te realidad por medio del sistema de precedentes que la caracteriza. Ese sistema legal evita la arbitrariedad por la simple razó

n de que quienes son responsables de tomar decisiones tienen que justificar paso a paso sus acciones, a la vez que esas decisiones se convierten en precedentes para el resto de la administración pública. El problema es distinto para los paí

ses que, como el nuestro, cuentan con sistemas jurídicos rígidos que tienen sus raíces en el derecho romano. En estos casos la capacidad de adecuació

n es mucho menor por lo que las facultades discrecionales son necesarias para compensar la falta de actualización constante de la ley.

El gobierno mexicano, consciente de esta problemática, optó por avanzar en esta dirección cuando negoció el TLC. La idea del Tratado comenzó menos motivada por temas comerciales que por los de inversió

n. Lo que se buscaba era crear un mecanismo que eliminara, de una manera permanente, la incertidumbre que enfrentaban los inversionistas por el endeble régimen legal que caracteriza al país. El tratado comenzó

a cobrar forma cuando el gobierno llegó a la conclusión de que ningún mecanismo de carácter interno – fuera éste un pacto político o una nueva Constitución- permitiría lograr ese objetivo. Además, y quizá mas impor

tante, el riesgo de perder los enormes beneficios que el TLC entraña constituye la mejor garantía de que lo acordado se hará cumplir. Es decir, en la medida en que crecen los beneficios del TLC y que la población así

los perciba, el costo de anularlo se eleva y, por lo tanto, se disminuyen, de facto , las facultades discrecionales que son parte inherente no sólo a la letra de la Constitución, sino del arreglo polí

tico e institucional que yace detrás.

La ausencia de certidumbre jurídica tiene consecuencias serias para la convivencia social y para el desarrollo económico, para la inversión y para el ahorro. Una anécdota dice más que mil palabras. En un artículo publicado en

The Economist hace algunos años, Hernando de Soto escribió lo siguiente: “cuando yo era niño en Perú, me habían dicho que los predios rurales que visitaba pertenecí

an a las comunidades campesinas y no a los campesinos en lo individual. Sin embargo, cuando caminaba entre una parcela y otra, los ladridos de los perros iban cambiando. Cada uno se limitaba a la parcela que le correspondía. Todo parecí

a indicar que los perros ignoraban las leyes prevalecientes; todo lo que hacían era limitarse a la tierra que controlaban sus dueños. En los próximos 150 años las naciones que reconozcan lo que esos perros ya saben será

n las que disfruten de los beneficios de una economía moderna de mercado”.

En un mundo globalizado y cada vez más integrado, la discusión sobre las reglas del juego y los derechos de propiedad va a ser cada vez más candente y agitada. Tarde o temprano los mexicanos tendremos que debatir esto y determinar qué

costos estamos dispuestos a pagar, en términos de crecimiento económico y de empleo, por mantener el régimen legal y político actual. Pero eso sólo ocurrirá cuando el contexto político sea propicio, no antes.

 

Hacia la recuperacio¦ün de la economi¦üa

Hacia la recuperación de la economía

Luis Rubio

La propensió

n natural es culpar a otros de nuestros problemas. Y, en estos momentos, resulta inevitable no hacerlo. El estancamiento de la economía mundial nos ha afectado de manera directa, dejándonos, apare

ntemente, poco margen de maniobra. Esta parece ser, al menos, la percepción de nuestros políticos que actúan como si las soluciones estuvieran fuera del alcance de sus manos. Sólo así se explica que, justo cuando deberí

amos comenzar a prepararnos para una etapa de extrema competencia comercial a nivel internacional, nos quedemos paralizados, confiando, una vez más, en que el rescate vendrá como producto de algú

n milagro. Lo peor de todo es que no hemos podido aprovechar las oportunidades “milagrosas” que se nos han presentado con anterioridad. En estos momentos corremos el riesgo de repetirlo una vez más.

La desaceleración y virtual recesión de la economía internacional es un hecho, así como también lo es el enorme impacto que esa circunstancia ha tenido sobre la economía mexicana. Se trata de la primera recesió

n internacional importante que enfrenta la economía mexicana desde que se comenzó a modificar la estrategia de crecimiento hace casi dos décadas, y constituye una llamada de atención sobre las vicisitudes por las que puede atravesar una econom

ía más abierta como lo es la nuestra en la actualidad. Hasta mediados de los ochenta, la economía mexicana se caracterizaba por ser extraordinariamente cerrada y protegida; en ese contexto, las recesiones eran tod

as producto de nuestras propias circunstancias: el ciclo económico normal o los errores en el manejo de la política económica. Todo esto ha cambiado. Así como la economía logró

salir de la crisis de 1994 de una manera vertiginosa gracias al dinamismo de le economía internacional y, sobre todo, de la norteamericana, ahora estamos viviendo el otro lado de la misma moneda: la recesión internacional también es una recesi

ón nuestra.

Esta realidad ha llevado a que muchos cuestionen, una vez más, la dirección de la política económica. Algunos afirman que es tiempo de abandonar la estrategia de crecimiento orientada hacia el exterior, en tanto que otros abogan por una pol

ítica contracíclica, que no es otra cosa que elevar el gasto gubernamental para compensar por la caída del gasto privado en consumo o inversión. Ambas opciones son improcedentes. Abandonar la estrategia de desarrollo ví

a exportaciones implicaría condenarnos a la pobreza para siempre. Basta mirar el resto del mundo: virtualmente no hay un solo país que no haya adoptado una estrategia similar, incluyendo a las naciones má

s pobladas del mundo, como China y la India, y a prácticamente todas las que en algún momento fueron socialistas o francamente autárquicas. Nos movemos aceleradamente hacia la consolidación de una sola economí

a a nivel internacional, una en la que cada país y, de hecho, cada empresa y persona, es un componente más del engranaje mundial; una en la que todos compiten con todos. Pretender que podemos abstraernos de esa circunstancia es no só

lo ilusorio, sino también temerario. Lo que deberíamos estar haciendo, en lugar de perdernos en falsas disyuntivas, es sacarle más jugo a esa integración econó

mica mundial, mejorando nuestras condiciones internas y maximizando nuestras ventajas comparativas.

La idea de elevar el gasto público como respuesta a la recesión es siempre atractiva para un amplio núcleo de la población. Para unos, sobre todo los políticos, la idea de gastar má

s es seductora porque les permite realizar obras, aparecer en los diarios y ponerse medallas con sombrero ajeno. Para otros, sobre todo muchos empresarios que no han logrado comprender los cambios que experimenta la economí

a nacional y la internacional, un mayor gasto público entraña compras gubernamentales directas, lo que les evita tener que exponerse a la competencia doméstica e internacional. En general, la idea de salir de la recesión vía el gasto pú

blico es algo con lo que vivimos por lo menos tres décadas y que varios gobiernos promovieron como si se tratara de verdades absolutas. Si uno analiza lo que ocurrió a partir de 1970, cuando el gasto público adquirió dimensiones mí

ticas, resulta evidente que cada vez que un gobierno elevó el gasto público más allá de la capacidad de la economía de absorberlo, acabamos en una crisis cambiaria. Las políticas contracíclicas só

lo son concebibles cuando existe gran capacidad instalada ociosa que puede beneficiarse de inmediato del gasto gubernamental, algo que difícilmente ocurre en México en la actualidad.

Sin más alternativas que proponer y avanzar, la mayoría de nuestros políticos y legisladores han acabado por resignarse, confiando en que el resto del mundo cambiará y que nuestra economía comenzará

a recuperarse como resultado de lo anterior. Aunque este silogismo no es necesariamente falso, sí

es derrotista, pues supone que no hay nada que se pueda hacer para mejorar las circunstancias presentes o para crear mejores condiciones hacia el futuro. La verdad es que éste es un momento crucial para acelerar las reformas estructurale

s que requiere la economía mexicana y sin las cuales no estaremos en condiciones de competir exitosamente una vez que comience la recuperación internacional.

El problema es muy sencillo. Si bien prácticamente todo el mundo se encuentra en recesión, no todos los países y empresas se encuentran dormidos en sus laureles, confiando en que eventualmente todo retornará a la normalidad. Muchos paí

ses están llevando a cabo reformas importantes en su estructura fiscal, como es el caso de Chile y Brasil, en tanto que otros están cambiando la naturaleza del comercio mundial, como ejemplifica China con su acceso a la Organizació

n Mundial de Comercio. Si los mexicanos no hacemos nada en nuestros frentes débiles, nos vamos a encontrar con que la competitividad relativa del país se deterioró

de manera grave en este periodo. Es decir, el quedarnos parados pretendiendo que nada ocurre, mientras que muchas otras naciones se mueven con celeridad, va implicar perder terreno ganado. El caso de China es uno que deberíamos tomar c

on gran seriedad, pues sus exportadores se van a convertir en nuestros más formidables competidores, en sectores como el textil y de calzado, en nuestro principal mercado de exportación. Puesto en otros té

rminos, si no actuamos con mayor celeridad corremos el riesgo de encontrarnos con que hemos dejado de ser competitivos.

Hay tres niveles en los que tenemos que actuar: primero que nada, es imperativo fortalecer las finanzas públicas, que es de donde emana la estabilidad de la economía en su conjunto. En segundo lugar, tenemos que crear condiciones internas má

s competitivas para poder atraer nueva inversión y tecnología. Y, tercero, tenemos que aprovechar las nuevas circunstancias que crearon los ataques terroristas en Estados Unidos y convertirlas en una v

entaja competitiva absolutamente excepcional. En todos y cada uno de estos temas el tiempo apremia y va en nuestra contra.

La necesidad de fortalecer las finanzas públicas es tan obvia que no debería ser objeto de mayor discusión. A pesar de lo anterior,

llevamos meses envueltos en un debate viciado e improcedente sobre la reforma fiscal. Ciertamente, el entonces presidente electo cometió

el error de presentar a la reforma fiscal como un tema de incremento del IVA, lo que la ha hecho muy impopular, sobre todo entre los propios políticos. Pero la debilidad de las finanzas públicas es tan evidente que deberí

a ser suficiente para disuadir a cualquier legislador de la enorme importancia de avanzar la reforma. Lo crucial es asegurar la estabilidad financiera del gobierno, que ahora es tan dependiente del petró

leo que en cualquier momento puede hacer crisis. Hay muchas maneras de fortalecer las finanzas públicas, pero no todas ellas son congruentes con otros dos objetivos que deberían ser igualmente claros para lo

s miembros del poder legislativo: uno es el evitar distorsiones que acaben haciendo más costoso el remedio que la enfermedad; y el otro es el hacernos más competitivos y más atractivos a la inversión. Cualquier cosa contraria implicarí

a dispararnos directamente en el pie.

En un mundo cada vez más abierto y competitivo, lo crucial es atraer la inversión que crea riqueza y empleos. Esto implica no sólo un régimen fiscal y regulatorio competitivo (a nivel tanto federal como estatal y municipal), sino también

una transformación cabal del sistema educativo, de la seguridad pública, del sistema de justicia y una sensible mejoría de la calidad de la infraestructura física del país. Como ilustra el debate al absurdo que caracterizó la decisió

n en torno al nuevo aeropuerto de la ciudad de México, o el desdén de muchos gobiernos (federal y estatales) por el problema de los secuestros, no sólo no hay avance en estos temas, sino que el retroceso es palpable y aterrador.

Finalmente, los ataques terroristas contra Estados Unidos en septiembre pasado se podrían convertir en una oportunidad excepcional (casi milagrosa) para el desarrollo del país. Esos ataques no van a cambiar la tendencia mundial a la globalizació

n, pero sí van a introducir una serie de obstáculos que la van a hacer menos nítida y más compleja. Estados Unidos, nuestro principal mercado de exportació

n, se ha visto obligado a incorporar criterios sumamente estrictos de seguridad para su comercio exterior y sus políticas migratorias. Esto implica, simple y lla

namente, que van a existir nuevas trabas al comercio que van a incrementar los costos a los exportadores. La oportunidad para nosotros reside en convertirnos en un país confiable, en té

rminos de seguridad, con el que nuestros vecinos puedan comerciar. El problema es que, para lograr ese objetivo, tenemos que limpiar nuestra casa, es decir, fortalecer las finanzas gubernamentales, resolver los problemas de seguridad pú

blica, mejorar la educación y la infraestructura y profesionalizar a la burocracia. La pregunta es si estamos dispuestos a hacerlo y si existirá el liderazgo capaz de sacarlo adelante.

www.cidac.org

Las dos urgencias

El panorama del sudeste asiático está dominado por un solo tema: el impacto del ingreso de China a la Organización Mundial de Comercio. El tema tiene tal importancia porque los tailandeses y los malayos, los filipinos y los taiwaneses saben bien que su futuro depende de su capacidad para transformarse antes de que su industria prototípica sea arruinada por el embate chino. Lo mismo se podría decir de México, aunque aquí parece que nadie se ha dado cuenta de ese riesgo. El ingreso de China a la OMC implica una competencia brutal en nuestro principal mercado de exportación en una gran variedad de sectores, pero el gobierno brilla por su ausencia, y no sólo en ese frente. Los ataques del once de septiembre contra nuestro vecino del norte nos abrieron una oportunidad de oro: la de convertirnos en el único país confiable, en términos de seguridad, con el que Estados Unidos pueda comerciar. También ahí la inacción domina el desempeño gubernamental. Se trata de dos temas urgentes que tienen que ser atendidos porque, de lo contrario, nos vamos a encontrar con que la actual desaceleración se podría convertir en una depresión sin salidas.

 

Por lo que toca a China, el problema es por demás sencillo de plantear: ¿Qué va a hacer el resto del mundo si casi todo se puede producir de manera más económica en aquel país? Los costos de producción en China son tan bajos que prácticamente no hay país en el mundo que pueda competir con ellos. Esto es cierto sobre todo para aquellos países que, como el nuestro, ignoraron el tema clave de la productividad y convirtieron a la mano de obra barata en su factor de competitividad. Ahora resulta que hay un competidor con costos mucho más bajos  que a partir del próximo año va a poder exportar con las prerrogativas que le otorga su membresía a la OMC, esto es, pronto ya no va a ser posible imponerle  restricciones (como los impuestos compensatorios que llegaron a ser de miles por ciento) a los productos provenientes de aquel país. Todo eso está por cambiar.

 

Para los países asiáticos el problema es cualitativamente novedoso. Esas naciones que, a diferencia de la nuestra, tenían un sentido muy claro del desarrollo, siguieron una secuencia que inició con la producción de bienes de bajo valor agregado para producir y exportar, en una siguiente etapa, bienes más complejos y sofisticados. Japón comenzó la cadena, luego vinieron los llamados tigres asiáticos (Corea, Taiwán, Hong Kong y Singapur), a los que siguieron Tailandia, Indonesia, Filipinas y Malasia y más recientemente Vietnam, Bangladesh y Myanmar. El punto es que la cadena permitía que todos participaran en un proceso de desarrollo que venía aparejado de un crecimiento sostenido de los niveles de vida. El único denominador común en todas estas naciones fue su énfasis en la educación, a la que se considera condición sine qua non para elevar la productividad y los niveles de vida. El círculo resultó virtuoso por varias décadas.

 

La entrada de China en la escena altera todos los supuestos de este esquema. Para comenzar, por su tamaño, China tiene, para todo fin práctico, una oferta infinita de mano de obra, lo que mantiene deprimidos los salarios. En segundo lugar, China fabrica bienes que van de lo más simple y elemental hasta lo más sofisticado y tecnológicamente avanzado, a una escala que tiene repercusiones mundiales. El temor de los asiáticos es que el impacto de China en el comercio mundial sea tan grande que los deje literalmente en la calle.

 

El tamaño del impacto real depende mucho de los supuestos de que parta el análisis. No cabe la menor duda de que China goza de ventajas absolutas en costos en una infinidad de ramas industriales, incluyendo dos de particular importancia para las exportaciones mexicanas hacia Estados Unidos, la textil y la del calzado. Lo crucial para los productores mexicanos sería el especializarse en los sectores en que el país pudiera gozar de ventajas comparativas frente a los productores chinos. Idealmente, esto implicaría concentrar la producción mexicana, como hicieron los asiáticos por años, en productos cada vez más sofisticados. El problema es que la mano de obra mexicana, en términos generales, no fue educada y capacitada para eso. Es decir, la pésima calidad que arroja el sistema educativo nacional se traduce ahora en un pasivo de magnitudes inconmensurables. Y a ello habría que agregar los problemas de infraestructura, los obstáculos que impone la burocracia y los enormes costos que entraña la inseguridad pública. Puesto en otros términos, los productores mexicanos se van a ver obligados, una vez más, a competir con las manos amarradas.

 

El desafío es mayúsculo porque buena parte de nuestras exportaciones, el motor de la economía a lo largo de los últimos seis años, depende del costo de la mano de obra, que es también la principal fuente de competitividad de los chinos. Esto sugiere que, como ha sido hasta la fecha, el comercio entre las dos naciones siga siendo relativamente pequeño (pues ambas economías compiten en lugar de ser complementarias). En el comercio con China han predominado  problemas de dumping que hasta ahora había sido paliado con aranceles compensatorios impuestos de manera unilateral, algo que ya no va a ser posible en el futuro.  La negociación que realizó el gobierno mexicano con el Chino para dar su anuencia a su membresía a la OMC le da seis años de respiro a los productores nacionales, pero la competencia por los mercados de exportación, comenzando por el de Estados Unidos, iniciará mucho antes.

 

A la falta de visión de las últimas administraciones se suma la falta de comprensión que manifiesta el gobierno actual respecto al tamaño de reto que tenemos enfrente. El acceso de China a la OMC cancela la posibilidad de recurrir a medidas unilaterales para proteger a los productores nacionales, pero también convierte a ese país en una sede atractiva  para la inversión extranjera en actividades manufactureras. Este punto es crucial: hasta ahora, el gobierno norteamericano sujetaba el status de Nación Más Favorecida de China a una revisión anual, revisión que siempre se politizaba y que, por la incertidumbre que creaba, limitaba los flujos de inversión a ese país. Muchas otras naciones, comenzando por México, se beneficiaron de ese hecho y lograron atraer inversión que, en otras condiciones, hubiera acabado en China. Ya sin esa incertidumbre, las comparaciones van a ser transparentes y ahí los excesivos aumentos de salarios (como el que se registró en la Volkswagen), los bajos índices educativos y la inseguridad, van a convertirse en terribles handicaps para la siguiente etapa de desarrollo de nuestra economía.

 

El acceso de China a la OMC constituye un desafío monumental para la economía mexicana. Lo paradójico es que también constituye una gran oportunidad. Si los mexicanos nos concentramos de manera cabal en superar los dos retos que tenemos enfrente, el de China y el de Estados Unidos luego de los ataques terroristas, las circunstancias podrían acabar siendo sumamente favorables. El reto que impone China se puede enfrentar si se crean las condiciones apropiadas para que las empresas se transformen, a la vez que se crean nuevas capaces de competir exitosamente. Ahí la función del gobierno es medular tanto en el corto plazo –atenuando nuestras carencias históricas (como la educativa)- así como actuando decididamente en los temas de fondo de largo plazo, que incluyen la seguridad pública, la infraestructura y la educación. No hay manera de elevar la competitividad de las empresas mexicanas si no se resuelven los problemas de fondo. Y para ello es imperativo que las fuerzas políticas se pongan de acuerdo y actúen en concierto antes de que nos empecemos a lamentar.

 

Por su parte, la nueva realidad de los Estados Unidos se puede convertir en un factor de competitividad excepcional si nos ponemos a trabajar de manera coordinada y con celeridad. El riesgo para México es que, gozando de la cercanía geográfica con el mayor mercado del mundo, se comporte como una nación africana, ignore las realidades norteamericanas y siga adelante como si nada hubiera pasado. Este curso de acción implicaría seguir tolerando la migración ilegal, condonando las guerrillas, aceptando el narcotráfico como un hecho sin solución y viendo al contrabando como una realidad incontrolable. O sea, seguir adelante sin más. La alternativa, y la excepcional oportunidad, reside en convertir los ataques del once de septiembre en un factor de competitividad. Esta opción demanda que nos dediquemos con toda vocación y seriedad a limpiar la casa, a eliminar los reductos de ilegalidad y violación sistemática de la ley, con el fin de garantizar fluidez en las transacciones fronterizas. México podría convertirse en el único país del mundo (con la posible excepción de Canadá, que no compite por los mismos mercados) en contar con semejante vía de acceso, lo que constituiría un factor excepcional de competitividad en esta era.

 

La realidad es que nos encontramos en un momento decisivo del desarrollo del  país. Nuestra forma tradicional de ignorar o de no asignarle importancia a temas tan trascendentales como la productividad y la legalidad está resultando sumamente costosa. A lo largo de la última década se fueron creando mecanismos y remiendos que permitieron, como se dice coloquialmente, irla llevando. Así se construyó el TLC y se crearon mecanismos externos de garantía a la inversión extranjera. La ventaja comparativa que nos dio el TLC sigue siendo enorme, pero el tiempo inevitablemente la ha ido erosionando por el mero hecho de que otros países van ganando en competitividad y que los aranceles siguen bajando para todos. El reto ahora es doble y en ambos casos tiene que ver con nosotros mismos, con nuestras deficiencias y  nuestros males. La pregunta es si las fuerzas políticas serán capaces de entenderse frente a un magno desafío interno y si el gobierno tendrá la capacidad de ejercer el liderazgo que el reto impone.

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Información y ciudadanía

Pocos temas de la agenda legislativa actual podrían llegar a tener tanta trascendencia como el de una ley en materia de acceso a la información. La información es una fuente de poder y su disponibilidad determina el tipo de relación que se da entre gobierno y sociedad. Por ello, la adopción de una ley de información entraña la oportunidad de llevar a cabo una transformación política incluso más profunda que la experimentada por el país el año anterior, cuando se dio la alternancia de partidos en el poder. Este es un tema que debiera interesar a todos los partidos legislativos, quienes podrían llevarse el crédito de haber aprobado una legislación capaz de transformar de raíz la relación entre la ciudadanía y el gobierno, entendiendo a éste último en un sentido amplio que incluye a todos los poderes públicos.

 

En casi dos siglos de vida independiente, el país se ha caracterizado por un sistema de gobierno cambiante, con arreglos políticos distintos, algunos de los cuales favorecieron la paz y la estabilidad, en tanto que otros condujeron a la violencia y la inestabilidad política. No obstante esos altibajos, lo que ha permanecido constante a lo largo del tiempo es la relación de dominio que gobierno y burocracia han mantenido sobre la población. Esto es, a pesar de que llevamos casi doscientos años de vida independiente, el país todavía no cuenta con una ciudadanía hecha y derecha. La asimetría que caracteriza la relación entre el gobierno y la población ha hecho imposible que la ciudadanía crezca, se desarrolle y se haga responsable. Se trata de un desequilibrio estructural que puede comenzar a ser corregido a través de una ley idónea en materia de acceso a la información.

 

¿Por qué es tan importante una ley de acceso a la información? Por la sencilla razón de que el gobierno mexicano funciona como una caja negra, es decir, como un sistema cerrado en el cual la población sólo ve lo que entra y lo que sale, pero no tiene acceso a los criterios que emplea la burocracia para tomar sus decisiones, ni tampoco al contenido específico de las cuentas de los gastos gubernamentales; no conoce la información de que dispone la autoridad cuando emprende una acción y, en general, no tiene capacidad de acción cuando una de las partes (en este caso el gobierno) tiene toda la información en tanto que la otra (la ciudadanía) se encuentra, para todo fin práctico, a ciegas. El tema es tan amplio como uno lo quiera ver: igual se refiere a los requisitos específicos para realizar un trámite común y corriente (como solicitar un permiso u obtener un pasaporte), que a temas tan importantes como la composición de la deuda pública o el gasto en seguridad. En la actualidad, el ciudadano no tiene acceso a información alguna sobre estos temas: sabe tanto como la burocracia quiere que sepa y no más.

 

Mucha de la información que no está disponible en realidad no existe. Es decir, mucha de la información que podría requerir un ciudadano para tomar sus propias decisiones no ha sido producida o no ha sido determinada. En algunos casos, la información no disponible puede referirse a cifras estadísticas que no han sido creadas o a información que no ha sido procesada; esto es, aunque se conozca la cifra de gasto total en un determinado renglón del presupuesto público, por citar un ejemplo, no es improbable que la información detallada de ese gasto simplemente no se haya reunido. Lo mismo se podría decir de determinada cartografía que, aunque elaborada, no ha sido impresa ni hecha pública, o de una iniciativa o propuesta legislativa a la que es difícil –si no es que imposible—tener acceso porque todavía no se ha incorporado al Diario de Debates o, simplemente, porque es difícil acceder incluso a este tipo de documentos. Es decir, mucha de la información que podría serle útil al ciudadano para su vida cotidiana simplemente no está disponible y la burocracia no se siente obligada a producirla a pesar de que no se trata de información que deba ser clasificada, o sea, aquella que entraña algún riesgo o amenaza para la seguridad del país.

 

En otros casos, la burocracia se ha reservado facultades extraordinarias que chocan con los derechos elementales del ciudadano y que, por ausencia de una ley que obligue a la autoridad a establecer parámetros claros e inamovibles, con frecuencia se traducen en fuentes interminables de corrupción. Por ejemplo, hay un sinnúmero de trámites que la ciudadanía realiza de manera cotidiana para los cuales no existen requisitos predeterminados. Una persona puede requerir una licencia de construcción pero, al llegar a la ventanilla, se encuentra con que el proceso de decisión es incierto, cambiante y, en buena medida, aleatorio. En ocasiones, la respuesta depende de la presentación de un número interminable de documentos, en tanto que en otras, el trámite se resuelve mediante un pago subterráneo que repentinamente abre las puertas del paraíso. El ciudadano se encuentra totalmente indefenso porque la burocracia no tiene obligación de establecer con precisión la documentación que es necesaria para realizar un trámite y los criterios de decisión que le acompañan.

 

La disponibilidad de información puede cambiar las cosas de la noche a la mañana. Aunque todavía imperfecto, el proceso aduanal ilustra que ese cambio es posible. Hasta finales de los ochenta, cualquier individuo que llegaba a una garita aduanal proveniente del extranjero se encontraba totalmente desinformado. No tenía ni la menor idea de cómo le iba a ir en el proceso: igual podía pasar sin contratiempos que perder todo su equipaje o, como usualmente ocurría, podía librar el trámite pero habiendo sido generosamente bolseado. A partir de los noventa se definieron los criterios de lo que se podía importar y lo que no, de los impuestos que se debían pagar sobre determinados bienes y sobre el procedimiento para iniciar y concluir el trámite. Aunque el sistema sigue siendo innecesariamente burocrático, el ciudadano conoce sus derechos y los puede hacer valer sin más. Se trata de un ámbito en el que la información es pública, está disponible y la autoridad no tiene capacidad de extorsión. Así debería ser en todo lo demás.

 

Modificar la relación asimétrica entre el gobernante y el gobernado debería ser un objetivo prioritario del gobierno y del Congreso. Así como el Congreso se ha abocado a modificar la relación entre el gobierno federal y los gobiernos estatales –un claro ejemplo de una relación histórica de dominación- lo mismo debería hacer con la relación entre el gobierno y la ciudadanía. Un buen lugar para comenzar sería el del acceso a la información, acceso que también beneficiaría el equilibrio entre los poderes públicos toda vez que cada uno tendría mucho mayor capacidad de realizar el escrutinio para el que está facultado, lo que constituye la esencia de los pesos y contrapesos. Pero además de las razones políticas más amplias para abrir el acceso a la información, hay otro argumento que no debe ser desdeñado.

 

Una sociedad informada es una sociedad responsable. Históricamente, ha sido frecuente que los gobernantes (y, en general, los grupos privilegiados en diversos ámbitos) consideren al mexicano promedio como incapaz de decidir por sí mismo. Muchos de los golpes de estado que ocurrieron en el siglo XIX fueron resultado de la desconfianza que le tenía el gobernante a la población, a la que siempre se le considero incapaz de decidir por sí misma. El mismo argumento se sigue utilizando: el problema, se dice, no es que el gobierno no quiera que participe la población, sino que la población es incapaz de decidir y actuar. La defensa a ultranza que hacen diversos grupos de presión de sus intereses más obtusos –igual sindicatos que empresarios, autores o indigenistas- no ha hecho sino fortalecer la noción de que sólo el gobierno puede velar por el interés general. La realidad, sin embargo, es que las cualidades necesarias para que el ciudadano actúe como tal y se responsabilice de sus actos le han sido sustraídas, robadas, por la burocracia y los políticos, haciendo imposible ese desarrollo. Lo lógico para un individuo en ese contexto es defender a muerte su interés específico y concreto: en ausencia de responsabilidades, ¿por qué habría de ser diferente? Cuando el ciudadano cuente con los medios para actuar –es decir, información amplia y certera- no tendrá más remedio que hacerse responsable de sus actos. Máxime cuando esa información venga acompañada de la capacidad para obligar a los funcionarios a rendir cuentas de sus actos, ya sea a través de la reelección, o por medio de procedimientos administrativos o judiciales idóneos. La irresponsabilidad existe porque las estructuras vigentes así lo propician.

 

En la actualidad, muchas de las objeciones que los miembros del poder legislativo han presentado en torno a diversas iniciativas de ley, comenzando por la fiscal, tienen que ver con su percepción de lo que es bueno o malo para la población. De existir una legislación en materia de acceso a la información, así como los medios efectivos para que el ciudadano pueda hacer que los legisladores rindan cuentas de sus actos, la población tendría la oportunidad de hacerle saber a los legisladores lo que objeta y lo que prefiere en esa u otra materia. Los legisladores, por tanto, tendrían que estar atentos al sentir ciudadano, en lugar de limitarse a expresar y defender sus preferencias personales. El punto es que una legislación en materia de acceso a la información que tenga “dientes”, es decir, que obligue a que la información esté disponible, entraña un cambio fundamental en las relaciones políticas en todos los ámbitos.

 

Hace cosa de cincuenta años, Winston Churchill, el gran estadista británico, resumió esta problemática en uno de sus famosos y lapidarios juegos de palabras. Decía que el problema de su país residía en que en el gobierno no había servidores públicos (civil servants en inglés), sino amos descorteses (uncivil masters).  La pregunta es qué clase de sociedad vamos a construir aquí en nuestro país.

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El menguante poder presidencial

Luis Rubio

La gran paradoja de la política mexicana actual es su enorme propensión a mirar hacia atrá

s. En lugar de construir el futuro, estamos obsesionados con el pasado y con los problemas que caracterizaron al viejo régimen político. Quizá en ningún tema es esto tan patente como en el que atañ

e al poder presidencial. Como antes, se le exige al presidente que resuelva todos los problemas, pero a la par, no hay acción legislativa o judicial que no persiga disminuir su poder y, por lo tanto, su capacidad de acción. La gran ironí

a de todo esto es que la presidencia mexicana es fundamentalmente débil y se está debilitando cada día más. El riesgo de proseguir por este camino es enorme.

Tal como sucedió a los generales franceses de la Segunda Guerra Mundial, quienes estaban perfectamente pertrechados para enfrentar la estrategia alemana, pero de la guerra anterior, la política mexicana se empeñ

a en resolver los problemas que ya no existen. La embestida contra el presidencialismo postrevolucionario es perfectamente explicable, pero no por ello razonable en la circunstancia actual. En estos momentos, es excepcional el á

mbito en que la presidencia no esté perdiendo terreno y capacidad de acción. El poder legislativo se ha convertido en un freno efectivo al actuar del único de los tres poderes pú

blicos que tiene responsabilidades operativas y ejecutivas cotidianas. De igual forma, la Suprema Corte de Justicia ha aprovechado prácticamente cada oportunidad para erosionar el poder presidencial, quitándole, de manera sistemá

tica, facultades que, en la práctica y por tradición, habían sido suyas. El problema no es que empiecen a operar mecanismos de pesos y contrapesos efectivos o que cada poder ejerza las facultades que le corresponden. De

hecho, estos son cambios sumamente positivos que deben ser bienvenidos. El problema es que estamos avanzando en una dirección peligrosa: una en la que se está conformando una presidencia estructuralmente dé

bil, estructuralmente incapaz de conducir los destinos del país.

El poder de un presidente tiene comúnmente tres fuentes principales: el que le atribuye la constitución; el que se deriva de las relaciones políticas, como pueden ser con un partido; y el que surge de la popularidad y capacidad de liderazg

o de la persona del presidente. En nuestro caso, las facultades que le otorga la constitución al presidente son relativamente parcas, como empieza a ser evidente ahora que han desaparecido las llamadas facultades “metaconstitucionales”

. En ausencia de otras fuentes de poder, la presidencia mexicana es débil y estructuralmente mal pertrechada para realizar una labor efectiva, má

xime cuando se contrasta con las enormes expectativas que pesan sobre sus hombros. Por lo que toca a las relaciones políticas como f

uente de poder, nuestra historia es sumamente rica en tanto que la mayor fuente del poder de que gozaron los presidentes a partir de la Revolución Mexicana no provení

a de la Carta Magna, sino del hecho de que el partido mantuviera una estructura de control e influencia sin parangón en el mundo occidental. El presidente podí

a imponer sus decisiones sobre la sociedad, pasando por encima de los legisladores y jueces, porque la estructura partidista le confería un poder excepcional, muy por encima de lo estable

cido por la letra de la ley. Finalmente, la tercera fuente de poder, la que surge de la popularidad del presidente, ha resultado ser paradójica en el momento actual. Mientras que en el pasado ésta fortalecía al presidente y le conferí

a credibilidad y votos a la hora de la elección, en el presente esa popularidad se ha convertido en una fuente de desgaste y confrontación entre los legisladores y el ejecutivo.

Por donde uno le busque, el poder del presidente se ha erosionado de una manera radical. El presidente Fox ya no goza del instrumento supremo del poder postrevolucionario: el que surgí

a de un partido capaz de acomodarse a todas las circunstancias y siempre dispuesto a actuar a su servicio (por supuesto, a cambio de satisfactores de diversa índole). En adició

n a lo anterior, la popularidad del presidente Fox no se ha traducido en resultados legislativos concretos y, en cambio, sí le ha valido má

s de una reprimenda por parte de los diputados. Es decir, el presidente goza de facultades constitucionales muy acotadas, no cuenta con un instrumento de imposició

n como lo fue en su momento el PRI y, para colmo, enfrenta un total desencuentro con los otros dos poderes, de tal suerte que su popularidad personal tampoco le sirve para avanzar su proyecto de reformas.

En suma, la nueva realidad de la presidencia mexicana es una de creciente debilidad.

Respondiendo a la vieja realidad presidencial, los legisladores y miembros de la Suprema Corte se han abocado a mermar todavía más una presidencia ya de por sí acotada. Algunas de esas acciones son por demá

s justificadas y relevantes, como son la serie de controversias constitucionales que, a lo largo de los últimos cuatro años, han ido definiendo un nuevo perfil del poder presidencial , aunque sólo en este momento, ahora que se rompió

la liga entre la presidencia y el PRI, es que se comienzan a apreciar sus implicaciones reales. Algunas controversias todavía pendientes, como la relativa a las facultades presidenciales en materia de regulación energética, iniciada por el S

enado de la República, tendrá sin duda consecuencias mayúsculas para el desarrollo del sector.

Pero más allá de las controversias específicas, hay dos factores clave que tienden a dominar el pensamiento político actual y que sin duda van a acarrear consecuencias por demá

s perniciosas. El primero de ellos es la creencia ciega en el federalismo, sobre todo en materia fiscal. El segundo se refiere a la lógica misma de la confrontación entre los poderes públicos. Como en todos los temas, en éstos hay muchas a

ristas y muchas perspectivas, todas ellas legítimas. Por eso vale la pena observar el conjunto.

Para comenzar, es imperativo reconocer que el cambio político que tuvo lugar el año anterior fue mucho más profundo de lo aparente. Luego de décadas en las que el presidente surgía de un mismo partido y, má

s importante, de un partido que era mucho más un sistema de control que un partido político definido en términos tradicionales, el que un aspirante no priista accediera a la presidencia eliminó de tajo la posibilidad de que é

ste recurriera a las facultades extralegales que habían caracterizado al sistema político. Al desaparecer esas facultades, la presidencia perdió su capacidad de control sobre el congreso, sobre los tribunales, sobre los gobernadores, sobre

la prensa y, en general, sobre el país.

El deseo de acabar con el contubernio presidente-partido y con el poder despótico que éste hacía posible seguramente motivó el voto dividido de una fracción mayoritaria de electorado en la pasada elección federal. E

n este sentido, el resultado electoral del 2000 abrió la puerta para un cambio trascendental -estructural- del poder político. A pesar de lo anterior ese cambio todavía no se aprecia en toda su magnitud y, por tanto, persiste el empeñ

o en erosionarlo todavía más.

Una de las características más patentes del viejo presidencialismo era la relación que guardaban los gobernadores con el presidente. Aunque electos por voto popular, los gobernadores sabían a quién debí

an su chamba y actuaban en consecuencia. Una manifestación fundamental de ese dominio se presentaba en el ámbito fiscal, donde la Secretaría de Hacienda (y en alguna etapa la Secretaría de Programación y Presupuesto) era la dueñ

a absoluta de los fondos estatales. No era raro encontrar a un gobernador haciendo antesala en las oficinas de un funcionario de cuarto o quinto nivel del gobierno federal, pues de esos contactos dependí

a su disponibilidad de fondos. La consecuencia de esta realidad fue que nunca se desarrollaron fuentes de recaudación fiscal a nivel local y que se creara una dependencia absoluta –

y enfermiza- por parte de los estados respecto al gobierno federal. Ahora que los gobernadores gozan de una libertad casi sin precedentes, no tienen capacidad administrativa ni recaudatoria propia, ni

tampoco son responsables ante sus electores. A pesar de lo anterior, el nuevo mito entre partidos, legisladores y el propio ejecutivo es el del federalismo fiscal. Así, en lugar de desarrollar esas capacidades mínimas a nivel local y estatal, est

án mermando el poder presidencial a través de un federalismo mal entendido.

La confrontación entre los poderes públicos, ese afán por el enfrentamiento en lugar de la colaboración que caracteriza la relación entre el poder legislativo y el ejecutivo en la actualidad, tiene sus raíces no só

lo en esta historia, sino en las estructuras formales que de ella heredamos. Así como los gobernadores prefieren demandar recursos del gobierno federal que cobrar impuestos en sus propios estados, los legisladores prefieren argumentar en pú

blico que avanzar el proceso legislativo. Todos los incentivos que en la actualidad existen conducen a esa confrontación. Por eso es crucial comenzar a replantear la relación entre los poderes públicos.

Lo mismo en lo que se refiere al federali

smo. No hay nada de malo en tratar de avanzarlo, pero siempre teniendo en cuenta que éste tiene que consistir en la suma de recaudació

n y gasto a nivel local, pues eso es lo que genera la responsabilidad del gobernante y el desarrollo de la capacidad administrativa de que hoy carecen la mayoría de los estados. De la misma manera, debe ser bienvenida la funció

n de contrapeso que ahora ejerce el congreso respecto al ejecutivo. El problema en la actualidad reside en que los incentivos existentes orillan a los

legisladores a enfrentar al ejecutivo (en lugar de legislar), a la vez que le niegan la posibilidad de apelar a la población para que ésta a su vez le exija cuentas a sus representantes. El cambio que tuvo lugar el añ

o pasado fue monumental, pero hasta ahora no ha arrojado una estructura funcional de gobierno. Es tiempo de construirla.

 

Y el consumidor que

Luis Rubio

Pocas cosas causan tanto placer pero también asombro, vergüenza y tirria- como el observar a los funcionarios de los más altos niveles del pasado reciente, muchos de ellos hoy desempleados, teniendo que lidiar con los problemas cotidianos de los ciudadanos comunes y corrientes. Súbitamente, los hoy ciudadanos normales, se ven ante la necesidad de resolver problemas en asuntos tan mundanos como sus teléfonos caseros y celulares, así como batallar con cobros excesivos o injustificados por parte de los proveedores de servicios de entretenimiento, con los responsables de la emisión de licencias en el gobierno, con trámites de importación complejos y muchas veces infranqueables, y así sucesivamente. Asuntos mundanos que no son simples ni fáciles gracias a las regulaciones más bien restricciones- que ellos mismos impusieron (o no tuvieron las agallas de remover) cuando eran funcionarios. La vida para el consumidor no es fácil gracias a la ausencia de competencia en la economía mexicana o de instrumentos para hacer responsables a los funcionarios gubernamentales.

Aunque pudiera parecer justo que los hoy ex funcionarios padezcan lo que padece un ciudadano común, el tema revela mucho de nuestra peculiar realidad. Nuestros funcionarios rara vez tienen que ocuparse de las cosas mundanas, razón por la cual ni se enteran de la complejidad que entrañan. Por supuesto que saben de la inseguridad que padece la población, pero están casi aislados de ella, por lo que su grado de preocupación es otro. Lo mismo sucede con los abusos cotidianos en ámbitos tan diversos como la telefonía celular, el cobro de servicios públicos y privados o el de las aduanas, que hacen imposible recuperar una caja de vinos que una persona intentó importar o libros que otra compró del exterior, suponiendo que un tratado de libre comercio era eso, una invitación al intercambio libre de bienes.

La realidad para los consumidores mexicanos es muy distinta. Aunque hay muchos bienes importados disponibles en un sinnúmero de tiendas, una persona común todavía encuentra enormes barreras para llevar a cabo una importación. Esto constituye no sólo una barrera al comercio, sino una invitación al abuso por parte de los intermediarios. Lo mismo ocurre con el caso de la telefonía u otros servicios, frente a los cuales el consumidor prácticamente no tiene recurso de defensa alguno. Por ejemplo, una persona que osa contratar el servicio de larga distancia con una compañía distinta a Telmex corre el riesgo de que otros servicios contratados con la misma empresa en telefonía básica, como los digitales, súbitamente no funcionen. Los servicios bancarios son igualmente complejos para el usuario. Sin entrar en la problemática que experimenta una amplia porción de la población que simplemente no tiene acceso a los bancos o que no se siente bienvenida en sus adustas sucursales, los pocos que sí tienen ese acceso con frecuencia experimentan toda la fuerza de la burocracia privada cuando deben resolver algún problema con su tarjeta de crédito u otros servicios similares. El abuso de las empresas aseguradoras, sobre todo en lo que se refiere a seguros médicos, es legendario. Pero los funcionarios se mantenían al margen; contaban con un séquito que les resolvían estos problemas. No es lo mismo volver a ser ciudadano común y corriente y enfrentar la enorme indefensión en que vive la población.

El campo del comercio exterior es particularmente notorio, toda vez que ahí, a diferencia de los servicios internos, las reglas son (o supuestamente son) muy claras y transparentes. Muchos funcionarios se precian de la enorme (y encomiable) red de acuerdos de libre comercio con que cuenta el país, sin jamás reparar en el hecho de que los consumidores no pueden beneficiarse directamente de ellos. Los trámites de importación son tan engorrosos que el ciudadano acaba dependiendo de los empresarios dedicados a la importación (y sus pingues comisiones) para cualquier adquisición.

El problema no deja de ser paradójico. A final de cuentas, el objetivo más elemental de todo proceso de apertura y desregulación de una economía es precisamente el fortalecimiento de los consumidores sean estos empresas o familias- para obligar a los productores a elevar su competitividad, mejorar la calidad de sus bienes o servicios y, en el camino, crear las condiciones para que la población eleve sus ingresos. Aunque nadie puede dudar que la economía mexicana ha cambiado radicalmente a partir de la apertura a las importaciones a mediados de los ochenta, la realidad es que buena parte del actuar gubernamental desde entonces, pero sobre todo en los últimos seis años, se ha orientado a la protección de los productores y proveedores en la economía mexicana. Todavía peor, se recrearon infinitas regulaciones que no disminuyeron el volumen de importaciones, pero sí generaron enormes rentas para los intermediarios e importadores. De esta manera, el objetivo de simplificar y liberalizar acabó creando oportunidades para la aparición de un ejército de acaudalados intermediarios, todos ellos de facto solapados por las autoridades.

Contrario a lo que piensan muchos de los críticos del supuesto neoliberalismo de los últimos gobiernos, el problema del consumidor refleja las profundas dudas y titubeos con que los reformadores de los últimos años encararon la liberalización y desregulación de la economía. Si bien la política general fue una de apertura y eliminación de trabas a la inversión y al comercio, la realidad es que la aplicación de esas políticas dependió mucho más de las preferencias de cada secretaría responsable, que de la línea general del gobierno. De esta manera, por ejemplo, durante el sexenio de Carlos Salinas se liberalizaron las importaciones, pero se le otorgaron enormes privilegios a la empresa telefónica en el momento de su privatización. Lo mismo ocurrió con los bancos. En el sexenio de Ernesto Zedillo el énfasis reformador disminuyó sensiblemente y retornaron todo tipo de restricciones e impedimentos al comercio, a la inversión y, sobre todo, a los derechos de los consumidores. Es de elemental justicia poética el que esos mismos funcionarios tengan hoy que vivir con las consecuencias de su inacción o, peor, de sus abusos cuando tenían a su cargo funciones vitales del gobierno.

La pregunta es qué hacer al respecto. El gobierno actual se caracteriza por su imprecisión en materia de liberalización y desregulación. Igual hay secretarías que enfatizan con toda convicción la apertura, que otras que prefieren reinstalar la mano conductora del gobierno en los procesos económicos. En muchos casos, el gobierno no tiene opciones fáciles en materia de los derechos del consumidor, pues existen regulaciones difíciles de remover o modificar, como la concesión telefónica, pero en otros su margen de acción es inmenso. La permanencia de requisitos absurdos y onerosos como el del registro de importadores para poder adquirir un bien, así sea modesto, en otro país, sugiere que aun las regulaciones más fáciles de remover tienen vida propia.

Hay por lo menos tres áreas genéricas en las que el gobierno podría y debería actuar para eliminar burocratismos, imponer la disciplina del mercado y restringir el abuso de la burocracia, así como facilitar la vida del consumidor. El primero es uno en el que la retórica ha sido amplia y generosa, pero no así las acciones o los resultados. Por casi dos décadas, la palabra desregulación ha estado en boca de todo funcionario que se respete y, sin embargo, la vida del consumidor ha mejorado sólo marginalmente. Aunque las empresas efectivamente han visto disminuir las regulaciones que las afectan, persisten regulaciones absurdas en los todos ámbitos de la vida, sobre todo en los que afectan al consumidor. Una mirada a la complejidad (y oportunidad de corrupción) que existe en la emisión de licencias municipales de todo tipo es un buen lugar para comenzar. Por donde uno le busque, las oportunidades para mejorar y/o eliminar regulaciones que restringen los derechos de los consumidores, los intereses minoritarios en las empresas y la capacidad del ciudadano de resolver problemas en las oficinas gubernamentales son literalmente infinitas.

La segunda área genérica que ameritaría una revisión igualmente amplia sería la de la transparencia. Hoy en día, ningún consumidor conoce los criterios que norman las decisiones gubernamentales en materias tan diversas como licencias de conducir o permisos de construcción, emisión de pasaportes o concesiones telefónicas. Si el gobierno pretende imponer la transparencia en la información, es imperativo que inicie sus gestiones por la definición de criterios claros y transparentes en el conjunto de decisiones de su competencia. De esa manera, un consumidor sabría con anticipación qué documentos y qué requisitos existen para todo trámite gubernamental. El consumidor conocería con precisión qué tiene que hacer, cómo funciona el procedimiento y el porqué de cada requisito. Además, la transparencia conduciría al fin de la corrupción.

Finalmente, la tercera área en la que el gobierno tiene que incidir es la de la competencia. No hay mejor antídoto al abuso empresarial que la competencia. Si el consumidor cuenta con opciones reales en la obtención de algún bien o servicio, el potencial de abuso disminuye drásticamente. En una primera instancia, el gobierno tiene que promover la competencia como un fin en sí mismo, aunque de una manera inteligente. Por ejemplo, de nada sirve tomar como punto de referencia un mercado más amplio que el mexicano para la evaluación de un sector de la economía, si el consumidor no puede importar el bien específico. Por ello, la mejor promoción de la competencia reside en la apertura, en las importaciones y en la eliminación de restricciones. Además, existen diversas comisiones gubernamentales orientadas precisamente a velar por el funcionamiento de mercados complejos, como es el caso de la energía, las comunicaciones y la competencia en general. Sería tiempo de que se abocaran ahora a velar por los intereses del consumidor.

 

Al borde del abismo

Luis Rubio

Algunos priístas creen firmemente que no tienen más alternativa que renovarse o morir. Sin embargo, esas no son las ú

nicas opciones que tienen frente así. Si se observa la evolución de diversos partidos hegemónicos alrededor del mundo en los últimos añ

os, es evidente que muchos de los beneficiarios del antiguo orden no encuentran razones para participar en la reforma de su partido porque temen cualquier cambio en el statu quo

, así sea después de una derrota en el frente electoral. Lo que parece ser una realidad de muchos partidos antes hegemónicos es que ni se renuevan ni se mueren, simplemente languidecen y se tornan en un obstá

culo a todo avance y desarrollo tanto partidista como nacional. Acaban siendo una verdadera entel

equia que no avanza, pero tampoco retrocede. El verdadero reto para el PRI consiste en resolver su disputa interna para concentrarse en lo importante: comprender al México de hoy y actuar en consecuencia.

Como bien apuntan los autores de un nuevo y valioso libro intitulado De la hegemonía a la competencia

, el siglo XX mexicano no se puede comprender sin el PRI. Ahora que los priístas enfrentan el desafío de verse en el espejo en su próxima Asamblea, la primera posterior a su derrota electoral del año pasado, bien harían en analizar no só

lo su historia, algo que les resultará fácil, sino también su capacidad para comprender la nueva realidad del partido, del país y de los propios ciudadanos, de cuyo favor depende, a final de cuentas, su posibilidad de retorn

ar al poder. En este sentido, la pregunta importante no se encuentra en el pasado, sino en el futuro: si en el siglo XXI el PRI podrá sobrevivir no como un obstá

culo al desarrollo, sino como una pieza fundamental del entramado institucional que permita al país evolucionar hacia un nuevo estadio de desarrollo económico y político. El PRI constituyó una respuesta institucional al caos que dejó

el movimiento revolucionario de 1910. Paso a paso, desde los años veinte hasta los cuarenta del siglo pasado, el partido institucionalizó la política mexicana, sometió a la disidencia armada, sofocó diversos levantamientos y sentó

las bases para la paz de la que el país ha gozado desde entonces. Imposible regatear la trascendencia del PRI en el desarrollo institucional del país.

Samuel Palma y Eloy Cantú describen una historia de retos y acciones que, en el curso del tiempo, le fue dando estructura al PRI y a las instituciones políticas nacionales. Se trata de la historia de un partido que dio forma y contenido a un sis

tema (y no al revés), pero que, a pesar de su muy mentada institucionalidad, no le supo dar continuidad al propio sistema político. El PRI disciplinó a los líderes polí

ticos de los veinte y treinta e hizo posible el nacimiento y desarrollo de una clase política profesional, creó mecanismos de acceso, ascenso y participación política y, con la estabilidad polí

tica que propicio, hizo posible el desarrollo económico. Aunque su desempeño en el poder muestra contrastes entre progreso y autoritarismo, parálisis y

desarrollo, excesos y rayos de luz, cuando se compara al PRI con otros partidos de su estirpe y é

poca, los mexicanos tenemos que reconocer que, en balance, los logros y beneficios fueron mayores que los retrocesos. El solo hecho de que vivamos en paz, luego de casi un año de un primer gobierno no prií

sta, es muestra fehaciente de la institucionalidad que el PRI le aportó al país.

Pero eso no les basta para conquistar el futuro. Las destrezas y capacidades de antaño no son adecuadas ni convenientes para las circunstancias que ahora enfrentan. Mucho peor cuando una de sus caracterí

sticas meridianas fue la antropofagia que ahora se evidencia en la escasez de líderes capaces e idóneos para la nueva realidad. De hecho, el problema del PRI no es uno de destrezas, sino uno de realidades. Aunque el PRI logró

la institucionalidad política, algo nada desdeñable, su problema actual y, en realidad, su problema histórico, radica en que el partido fue creado para preservar más que para avanzar: preservar derechos y pre

rrogativas, privilegios y cotos de caza. En suma, para preservar el statu quo

. Por supuesto que el mero hecho de que existiera un partido como el PRI -un partido de organizaciones, una estructura que permitía la circulación de élites y la participación política- tuvo beneficios que rebasaron los objetivos de los l

íderes de entonces. Lo anterior, sin embargo, no resuelve el entuerto en que actualmente se encuentra. En sus concepciones, un gran número de priístas, incluidos muchos de los que abogan por su renovació

n, viven atrapados en el corporativismo de los años veinte y aferrados a una realidad que ya no existe. El hecho de que la mayor parte de los temas que debaten se refieran al pasado, pone en duda su capacidad de construir un porvenir.

Nada ejemplifica mejor el dilema que enfrentan los priístas que sus propios debates internos. Su objetivo es claro y a la vez loable: recuperar el poder. Muchos de sus miembros reconocen que la única manera de lograr ese propó

sito es renovando la institución. Pero, con gran frecuencia, la mira no alcanza a vislumbrar más que una renovación que resuelva el problema más inmediato de organización, el de la desaparición del ví

nculo con la presidencia. Porque si bien es imposible explicar el siglo XX mexicano sin el PRI, también es imposible explicar al PRI sin el presidencialismo mexicano. Se trata de los dos lados de una misma moneda. Entonces, cuando los prií

stas se proponen lograr una renovación, la pregunta necesaria y obligada es ¿renovar qué? La respuesta que la mayoría de los priístas da se refiere a la liberació

n de las fuerzas internas del partido ahora que ha desaparecido su antiguo punto focal, el presidente de la república. Es decir, se limitan a quitarse el fardo y la opresión que muchos miembros del partido percibí

an en el actuar presidencial. La pregunta, sin embargo, es si la liberación interna del partido puede traducirse en una victoria electoral.

Con todo, es difícil creer que los priístas puedan encontrar las respuestas que necesitan viendo para atrás. Para construir o reconstruir un partido con la mirada puesta en el futuro es imperativo comenzar desentrañando cómo será

ese futuro. El pasado del partido, incluido su ideario, es fundamental para su historia, pero difícilmente constituye el fundamento estratégico de su desarrollo de aquí en adelante. La Revolución Mexicana constituye un hito histó

rico para México y para el PRI, pero es imposible aferrarse al esquema que de ahí se derivó. Una cosa son los ideales, la mayoría de ellos todavía vigentes, y otra mu

y distinta son los esquemas, estructuras y planteamientos concretos de entonces, muchos de los cuales siguen siendo el corazón del pensamiento y discurso partidista, pero que guardan poca relevancia en el momento actual. No basta tener ideales. Tambi

én es necesario comprender la realidad del momento y articular una estrategia idónea para conquistar el poder en el hoy y el ahora, como lo hicieron con tanto éxito Vicente Fox y el PAN en la pasada elección. Despué

s del dos de julio del 2000, es evidente a todas luces que la función objetivo de la polí

tica mexicana es la demanda ciudadana. El reto para el PRI es encontrar una manera de responder a esa demanda y generar un liderazgo capaz de construir estructuras nuevas, compatibles con la realidad actual y con la complejidad de un paí

s en el que la división de poderes bien podría consolidarse. Los priístas no deben perder de vista que las tendencias electorales a nivel local, que recientemente lo han beneficiado, podrían ser efímeras.

El problema para el PRI es cómo hacer compatible su historia con una realidad no sólo distinta, sino cambiante. De la misma manera en que ya no operan las estructuras partidistas, tampoco funcionan las estructuras institucionales del sistema polí

tico en su conjunto. La relación entre los poderes públicos es inadecuada y poco conducente al logro de acuerdos que permitan avanzar el desarrollo del país. El sistema político se creó a la medida del PRI y, al igual que el partido, é

ste ya no cumple su cometido. Por muchos años, el sistema operó con eficacia, sedimentando un sistema polí

tico capaz de tomar decisiones y con una extraordinaria capacidad de actuar y llevar a cabo las funciones de gobierno. Al perder las elecciones presidenciales del 2000, el PRI quedó decapitado, perdiendo en el camino el factor central de su relació

n con el poder. Lo mismo le ocurrió al sistema en su conjunto. Todas las estructuras e instituciones políticas habían sido diseñadas para que el presidente decidiera y dispusiera del poder. Ni unas ni otras son ope

rantes en la nueva realidad. Y lo que se requiere no es una mera renovación ni meros cambios cosméticos, sino una reconceptualización del sistema en su conjunto.

Por lo que toca al PRI, la única renovación posible, una que fortalezca su capacidad de recuperar el poder, sería aquella capaz de empatar la oferta del partido con la demanda de la ciudadanía. Lo que el PRI requiere no es una renovació

n en abstracto, sino una transformación de valores y de mecanismos de participación y respuesta que sea compatible con la exigencia ciudadana de rendición de cuentas. A la fecha, los prií

stas se consumen debatiendo si su Asamblea debe ser deliberativa o electiva, cuando en el fondo lo único que disputan es el poder y el mando de una entelequia. El gran ausente en sus debates es el ciudadano y los medios a travé

s de los cuales el partido podría recuperar su confianza y, con ella, su voto en una próxima elección.

Más allá del PRI, pero íntimamente vinculado a su historia, se encuentra el problema del poder y de la gobernabilidad. Al país le urge una reforma cabal de sus estructuras de gobierno, una reforma que provea de incentivos a la cooperació

n y a la vigilancia mutua entre los poderes ejecutivo y legislativo, una reforma que haga efectiva la esencia de los mecani

smos de pesos y contrapesos. Nada de eso existe en la actualidad, excepto la reticencia a contemplar opciones que hasta hace poco eran anatema. El país requiere una discusión seria de temas como en de la reelecció

n y el sistema de partidos y, sobre todo, una discusión de los mecanismos y reformas que harían posible ubicar al ciudadano en el centro del escenario. Si los priístas quieren recuperar el poder, bien harí

an por comenzar a abandonar sus propios prejuicios y la Asamblea es una oportunidad excepcional para lograrlo.

 

presupuesto y legitimidad gubernamental

Luis Rubio

No hay nada más político que el presupuesto de una nació

n. En el presupuesto gubernamental se resumen las aspiraciones y los intereses, los objetivos y las realidades de un país. Más allá de las ideologías y posturas políticas, el principal impacto de un gobierno sobre la mayorí

a de la población tiene que ver con las asignaciones presupuestales. Por esta razón, pocas cosas son tan trascendentes para un país como el proceso de decisión en el que, poco a poco, se va definiendo cuánto y en qué gastar.

El gasto público es quizá el principal instrumento de la política pública. Aunque las decisiones y el ejercicio de gasto se inscriben en los marcos institucionales propios de cada país, así como en su dinámica polí

tica particular, el impacto del gasto siempre es enorme. En términos generales, el gasto público se orienta a desarrollar la infraestructura de un paí

s, a compensar las desigualdades tanto regionales como de ingreso y, simple y llanamente, a cumplir con las responsabilidades básicas de todo gobierno, como son la seguridad pública, la administració

n de la justicia y la defensa del territorio. En este sentido, el gasto tiene una enorme relevancia en el desempeño de una economía.

Un gobierno puede optar por concentrar una gran proporción de sus recursos en el desarrollo de una determinada región o industria, en la construcción de infraestructura, en el pago de subsidios a determinado tipo de bienes o empresas que reú

nan ciertas características, en la reparació

n de las oficinas de la burocracia o en transferencias directas a personas de menores recursos. Todos y cada uno de estos rubros son parte de la actividad normal de cualquier gobierno; sin embargo, la manera en que se distribuyen esos fondos y la forma

en que se realiza el gasto tiene un impacto extraordinario sobre el desarrollo de un país. Una cosa es lo que un gobierno se propone hacer en su gestión a nivel abstracto y otra muy distinta la que de hecho realiza a travé

s del ejercicio del presupuesto.

Por ejemplo, el que un gobierno asigne una mayor proporción de sus recursos al gasto de inversión que al gasto corriente, o viceversa, tiene enormes implicaciones para el crecimiento econó

mico y del empleo de una sociedad. Un mayor gasto en infraestructura tiene un impacto mayor y de más largo plazo sobre el crecimiento econó

mico que uno destinado al subsidio de tortillas o a un determinado sector industrial. Es decir el desarrollo de infraestructura en la forma de puertos, carreteras, generación de energía eléctrica y otros elementos crí

ticos para el desarrollo entraña beneficios de largo plazo para un sinnúmero de usuarios, empresarios y la actividad económica en general. Su derrama es muy amplia y por un periodo prolongado. En cambio, una mayor asignació

n al gasto corriente o a subsidios directos a determinadas personas o actividades, tiene un impacto menor en el crecimiento económico, pero una repercusión directa e inmediata sobre los individuos, empresas o sectores que se benefician de é

l. De manera lógica y natural, los beneficiarios de esos subsidios van a preferir una estructura de gasto que los privilegie aunque ello implique sacrificar crecimiento presente y futuro.

Es en este sentido que el gasto público es una actividad política por excelencia. Si bien el proceso mismo de conformación del presupuesto tiene una enorme complejidad té

cnica, un manejo acertado y profesional en este nivel no substituye, no puede reemplazar la disputa política que inevitablemente se presenta en torno a la distribución de los dineros públicos. La interacción entre la conformación té

cnica y la articulación política del presupuesto es quizá el componente más vital, más trascendente de la actividad gubernamental.

Por esta razón es particularmente útil e importante la publicación del libro Para recobrar la confianza en el gobierno de Jorge A. Chávez Presa. El libro versa sobre el proceso presupuestario en México, sus caracterí

sticas y problemas, dentro del contexto de las atribuciones constitucionales del gobierno mexicano, así

como de los objetivos de desarrollo que sucesivos gobiernos se han planteado. El libro representa una ventana excepcional que arroja luz a un proceso complejo, difícil y sumamente trascendente. El autor, actor de primera línea en el proceso de desa

rrollo presupuestal, le ofrece al lector la visión desde adentro, del insider. Su análisis muestra una aguda comprensión tanto de la complejidad del proceso técnico de elaboración del presupuesto, como de sus consecuencias polí

ticas. De hecho, el título del libro es muy revelador: en él se reconoce que el presupuesto es un instrumento central de legitimación del régimen político. En este sentido, el libro constituye una verdadera fotografí

a de algo que tradicionalmente ha sido una especie de “caja negra” en la que se sabe lo que entra y lo que sale, pero no los criterios y los porqués en el proceso.

El libro también es significativo por el momento político en que ha sido escrito y publicado. El proceso presupuestal, en su componente técnico, ha avanzado de manera notable en el país a lo largo de la última década. Hasta hace só

lo unos cuantos años, el gobierno asignaba recursos sin contar con criterios de decisión debidamente establecidos. Además, el proceso de negociación de las asignaciones presupuestales tení

a lugar, esencialmente, dentro del poder ejecutivo, circunstancia que permitía que el presupuesto navegara sin mayor problema en las aguas del legislativo. La profesionalización del proceso de asignación presupuestal llevó

a que se publicara de manera detallada una buena parte del contenido de los presupuestos públicos, lo que permitió no sólo limitar los abusos en términos de dispendio gubernamental, sino también evitar conflictos polí

ticos interminables. En la medida en que los actores en un conflicto -por ejemplo, el sindicato de maestros o de burócratas de una entidad gubernamental- conocen los techos presupuestales y la disponibilidad de recursos, su capacidad de presió

n y abuso se reduce inevitablemente.

La pregunta es en qué medida las nuevas circunstancias polí

ticas alteran el proceso presupuestal. La nueva realidad política que crea un presidente emanado de un partido distinto al PRI y de un congreso en el que ningún partido goza de mayoría absoluta, sin duda constituye un cambio trascendental no s

ólo para el país en general, sino para el proceso presupuestal en lo particular. Lo que antes se negociaba dentro del ejecutivo ahora va a ser analizado, evaluado y seguramente disputado dentro del congreso. Las prioridades polí

ticas que antes se expresaban en el presupuesto eran siempre las del ejecutivo, aunque diluidas por la negociación con diversos grupos de interés. En el futuro, las prioridades que acaben plasmadas en el presupuesto serán cada vez má

s las que surjan de una negociación entre el ejecutivo y el legislativo. Desde esta perspectiva, fue sumamente visionario por parte de las dos administraciones pasadas haber profesionalizado el proceso de conformació

n presupuestal antes de que se llevara a cabo un cambio político tan fundamental como el que hoy experimentamos. A pesar de todos los defectos y carencias de los que todaví

a adolece el proceso presupuestal, los legisladores hoy tienen acceso a una documentación debidamente estructurada e integrada que les permite comprender los costos y beneficios, así como los límites reales, de la asignación presupuestal.

Pero el problema político en torno al tema presupuestal no se acaba con lo anterior. Hasta el momento, los legisladores han reconocido de manera cabal la importancia de que el país cuente con un presupuesto debidamente aprobado al inicio de cada a

ño natural. Si bien los conflictos y disputas en torno al presupuesto han ido creciendo con los años, sobre todo a partir de que el PRI perdió la mayoría legislativa, hemos tenido un presupuesto aprobado en tiempo y forma. En los últimos a

ños, los legisladores han intentado modificar las asignaciones presupuestales y lo han hecho en sus grandes líneas. Han reasignado algunas de las grandes partidas, han redefinido algunas prioridades generales y han

modificado algunas de las preferencias que se habían consagrado en el proceso interno, dentro del ejecutivo, de estructuración del presupuesto.

Es de esperarse que, en el nuevo contexto político, el proceso presupuestal experimente grandes cambios. Para

comenzar, en la actualidad, la ley establece que el poder ejecutivo tiene que presentar el presupuesto ante el congreso en el mes de noviembre de cada año, para su aprobación antes del fin del añ

o y su ejercicio a partir del primero de enero siguiente. En la medida en que los legisladores vayan empapándose del proceso presupuestal y reconozcan en éste la trascendencia e impacto de su gestión, con seguridad buscará

n modificar el marco legal a fin de que la conformación del presupuesto se lleve a cabo de una manera transparente y con participació

n activa de los legisladores. Esto es algo que hubiera sido imposible de no haberse profesionalizado el ejercicio de elaboración presupuestal. Pero el reto para los legisladores va a ser mayúsculo, pues tendrán que apr

ender a no divorciar la parte amable del presupuesto, el gasto, de la necesaria y difícil, la del ingreso.

El presupuesto tiene dos caras: por un lado, la de las asignaciones de las partidas presupuestales; por el otro, la de la evaluación del gasto reali

zado. El presupuesto que tradicionalmente se estructuraba y negociaba dentro del marco del poder ejecutivo ahora cuenta con el insumo y creciente participación del congreso. Este hecho va a obligar a avanzar mucho más rá

pido en lo que falta por modernizar del proceso presupuestal. Sin embargo, estos avances seguramente no van a lograr el objetivo central que es recuperar la confianza de la población en las acciones del gobierno. Los mexicanos desconfí

an porque siempre han sido tratados como súbditos y porque la evaluación del gasto ha sido diseñada para que el burócrata no tenga que rendir cuentas. La ciudadanía no tiene acceso a la información gubernamental, de ésta y otra í

ndole y, en cualquier caso, la información es generalmente inútil. La concurrencia del legislativo en el proceso presupuestal sin duda va a constituir un avance en la dirección de abrir la informació

n y crear las condiciones para que las autoridades y sus representantes rindan cuentas. Sin embargo, esto no va a ocurrir mientras esa facultad, la de rendir cuentas, no esté definitivamente en manos de la ciudadanía.

 

vivir enla estabilidad

Luis Rubio

Sería simplemente patético si no nos afectara de manera tan brutal: la estabilidad económica entraña riesgos sumamente grandes para el statu quo. Las empresas mexicanas, y la población en general, tiene que prepararse an

te lo que parece será una etapa prolongada de estabilidad económica, algo que la abrumadora mayoría de los mexicanos jamás ha conocido. Señas de las dificultades que entrañ

a la estabilidad las podemos observar por todos lados, pero sobre todo en la reiterada protesta de muchos empresarios respecto al tipo de cambio, a los subsidios y a las importaciones. En teoría, la estabilidad deberí

a ser favorable al desarrollo económico; pero, en nuestro caso, ésta va a desenmascarar los costos de décadas de lujuria, excesos regulatorios y otros obstáculos a la productividad que la inflación escondí

a. Si no queremos presenciar grandes quiebras y sus consecuentes estragos sociales, sobre todo en estos tiempos recesivos, tenemos que desmitificar la esencia del funcionamiento de la economía y la responsabilidad del gobierno en el proceso.

Confiadamente, la nueva realidad económica será una de estabilidad. El problema es que la mayoría de nuestros empresarios no sabe qué es eso ni mucho menos cómo vivir en ese entorno. Por décadas, la inflación determinó

la naturaleza de sus decisiones, obligándolos a privilegiar los criterios financieros sobre los productivos. No haberlo hecho hubiera entrañado la bancarrota. Lo primero que un empresario tenía que considerar era la sobreviv

encia de su empresa y eso, en un contexto inflacionario, implicaba centrarse en las decisiones financieras antes que en las productivas, o en la calidad o la competitividad de sus productos. La inflación y sus consecuentes devaluaciones resolví

an permanentemente los dilemas empresariales. Ahora estamos entrando en el otro lado del mismo círculo: ya sin inflación, o con niveles cada vez menores de la misma, las finanzas empresariales no podrán compensar la problemá

tica estructural de los procesos productivos.

Las empresas mexicanas están comenzando a enfrentar los estragos de la estabilidad, lo que afectará el desarrollo del país en su conjunto. La estabilidad económica entraña diversas características que las distorsiones en la economí

a mexicana hacían irrelevantes. Ante todo, el funcionamiento normal de una economí

a estable privilegia la calidad y precio de los productos, por encima de la estructura financiera de las empresas. Un contexto inflacionario, en cambio, orilla a las empresas explotar los benefic

ios del ajuste cotidiano de precios, lo que con frecuencia eleva sus utilidades o, en el peor de los casos, las mantiene constantes. Pero, al igual que en el juego de la ruleta, la economía inflacionaria también puede entrañar que una mala decisi

ón financiera acabe con una empresa en un abrir y cerrar de ojos.

Con tasas de inflación relativamente elevadas pero estables –como fueron las que se registraron en la economía mexicana por años–, las empresas se acostumbraron a resolver todos los problemas por la ví

a de precios. De esta manera, cualquier aumento en costos se transmitía directamente al consumidor, en tanto que la mayoría de los empresarios confiaba en que el deslizamiento en el tipo de cambio corregirí

a cualquier exceso en que hubiera incurrido.

El esquema era muy simple, pero sus consecuencias muy serias. Los consumidores nos acostumbramos a un incremento constante de precios, los asalariados a que se depreciara el poder adquisitivo de su ingreso y los empresarios a que sus problemas se resolvie

ran por la vía del ajuste de precios. Atrapados en esta inercia, no tuvimos que enfrentar la verdadera problemática estructural del país. En un entorno de estabilidad económica esa situación ya no va a ser posible. Y ahí

comienzan los nuevos problemas.

La estabilidad va a obligarnos a enfrentar los problemas estructurales que hemos eludido por décadas. Algunos de ellos se refieren a temas centrales del funcionamiento de cualquier economí

a, como la productividad, que constituye el factor medular del crecimiento económico y del incremento en los salarios. Mientras mayor sea el crecimiento de la productividad, mayores serán los salarios y má

s altos los niveles de vida. No es casualidad que los alemanes o los franceses sean mucho más ricos que los mexicanos: su nivel de productividad es varias veces má

s elevado que el nuestro. En su esencia, la productividad es resultado de tres componentes: la inversión en bienes de capital y tecnología, los costos de operación de una empresa (lo que incluye los costos de las regulaciones, las tasas de inter

és, la corrupción, así como la calidad de la administración interna de la empresa) y la capacitación de la mano de obra (que va de la mano con la calidad de la educación). En los tres frentes, nuestro país va a la zaga del mun

do desarrollado. Si queremos imitar a los países ricos, tenemos que trabajar arduamente en cada uno de estos temas.

Sin embargo, todo en nuestra realidad parece conspirar en contra del desarrollo. Una mirada a cualquier país desarrollado revelaría que muchas de las “verdades” que caracterizan al debate político nacional no son má

s que mitos y falacias que dañan profundamente al país. Algunos de estos mitos se refieren a los fundamentos elementales de la economía y las finanzas públicas, pero otros son mucho más sutiles y delicados, sobre todo porque la percepció

n generalizada es que no afectan a nadie.

Por lo que toca a la macroeconomía y las finanzas públicas, en el discurso político sigue predominando la idea de que el déficit fiscal genera crecimiento econó

mico. Aunque esto puede ser cierto en un primer momento, como ejemplifica el caso de México en los setenta, más temprano que tarde ese crecimiento se traduce en inflación y estancamiento, como ocurrió en los ochenta. En contraste, los paí

ses que han crecido de manera sistemática por décadas, como los asiáticos y Chile, tienden a tener déficit muy bajos, cuando no superávit en sus cuentas fiscales. Cuando un gobierno gasta má

s de lo que ingresa tiene que recurrir al sistema financiero (o al endeudamiento externo) para financiarse. Eso trae por consecuencia un incremento en las tasas de interés, lo que hace má

s onerosa la actividad empresarial, con una consecuente baja en la productividad, en la creación de riqueza y en los salarios. Aunque no sea obvio a primera vista, los déficit

fiscales tienen consecuencias sumamente graves para el desarrollo de cualquier país.

Lo mismo se puede decir de otros mitos que amparados en un falso nacionalismo o en un entendimiento equivocado del concepto de soberanía, han mantenido cerrados sectores clave de la economía del país. Este es el caso de los monopolios en á

reas tan diversas como la energética, la petroquímica, la eléctrica, la de telecomunicaciones y la aviación. En todos y cada uno de estos rubros el mexicano pro

medio paga en forma desmedida el costo de la ineficiencia y el abuso. De nueva cuenta, mayores costos para los consumidores (sean éstos personas o empresas) reduce la productividad y, por lo tanto, la capacidad de generació

n de riqueza y empleos. El caso de las comunicaciones es particularmente patético: mientras que otras naciones han convertido a ese sector en el pivote del crecimiento económico a través de la competencia y caí

da brutal de sus precios, nosotros seguimos permitiendo que unos cuantos accionistas se enriquezcan a costa de la economía del país.

Muchos empresarios argumentan que el fortalecimiento del tipo de cambio ha dañado la tasa de crecimiento de las exportaciones y la rentabilidad de sus empresas. Proponen como solución algo muy simple:

evitar las importaciones, proteger y apoyar al productor nacional y cambiar la política monetaria. Es decir, retornar a políticas inflacionarias porque eso les facilita su chamba. Pierden de vista que la inflació

n acaba dejando a todos peor de como estaban, incluyéndolos a ellos. Sería mejor que toda esa energía – y la pasión y excesos verbales que la acompañan- se dirigiera a reconocer y combatir los obstá

culos al crecimiento de la productividad que todavía existen, como son la baja calidad educativa, el burocratismo, los monopolios y la corrupción.

El mundo en que vivimos, y del que no nos podemos abstraer, es uno que se caracteriza por la globalización en la producción mundial. La revolución en las telecomunicaciones, permitió que los procesos productivo

s se fraccionaran y distribuyeran internacionalmente, haciendo posible este fenómeno. Pero al igual que la globalización ha permitido que muchas y diversas economí

as se beneficien del comercio internacional, ahora las somete a los efectos de la desaceleración de las principales economías mundiales. La desaceleración económica es un problema mundial. Eso quiere decir que no hay escapatoria: por má

s que se manipulara el tipo de cambio, esto no detendría la caída de las exportaciones y de la producción. Lo úni

co que puede cambiar nuestras circunstancias actuales pero, sobre todo, las futuras, es el incremento de la productividad. El problema se agrava porque todos nuestros competidores en Asia, Sudamérica y el resto del mundo está

n trabajando precisamente en ello, lo que implica que, cuando inicie la recuperación de la economía mundial, la competencia va a ser mucho más feroz de lo que era antes de esta coyuntura.

El país requiere de un cambio estructural acelerado. Esto no quiere decir que deban reproducirse los esquemas seguidos por las pasadas administraciones, sino, al contrario, atacar temas y sectores que entrañan la afectació

n de intereses a los que esas administraciones, por su origen partidista, no podían tocar. Idealmente, en lugar de prometer grandes programas de gasto público, el presidente Fox podría emplear sus excepcionales dotes de comunicació

n para erradicar la mitología que por décadas ha paralizado al país y, con ello, abrir las oportunidades que, a pesar de ser obvias, siguen cerradas. A menos de que haya alguna razón para imitar a alguna nació

n africana, la nueva democracia mexicana ganaría mucho si erradicara los mitos que sólo nos han hecho más pobres.