Luis Rubio
La situación económica de varios países latinoamericanos es precaria. Países como Argentina y Brasil enfrentan enormes retos, cada uno por razones diferentes, pero con una característica común: sus economías se encuentran en serias dificultades. Argentina padece los efectos de una década de excesos fiscales dentro de una estructura cambiaria inflexible, en tanto que Brasil carga el peso de una enorme deuda pública y los temores que genera entre los administradores de fondos internacionales, el próximo relevo presidencial. En franco contraste con lo que sucede en esas naciones, México parece una isla de estabilidad. Pero no hay nada que garantice que esa situación vaya a perdurar y, mucho menos, que sea permanente. Es crucial comprender el riesgo potencial que enfrentamos, pues de lo contrario, corremos el riesgo de acabar sumidos en una crisis más.
El riesgo latente de acercarnos a una situación como la argentina volvió a surgir cuando el Secretario de Hacienda lo advirtió ante senadores de la república esta misma semana. Dado el entorno político y mediático tan efervescente en que vivimos, sus palabras fueron inmediatamente reproducidas fuera de contexto, provocando una interminable ráfaga de reacciones y respuestas, unas más absurdas que otras, que revelan el problema de fondo: la enorme brecha en las concepciones sobre el desarrollo económico y la función de la política fiscal y monetaria que prevalece entre distintos mexicanos. Detrás de ese debate se esconde una convicción, arraigada profundamente en muchos, de que el crecimiento económico va de la mano, si no es que es resultado directo, del gasto público.
Es evidente que el gasto público es un componente central de las economías modernas, en las que el gobierno tiene una elevada incidencia sobre el desempeño económico. Pero la dinámica del gasto no se limita al hecho de gastar, sino también a la manera en que éste se financia. Cuando el gobierno eroga los recursos que ingresa por concepto de impuestos, esa erogación puede tener un efecto benéfico, siempre y cuando se haga de manera saludable. Pero cuando ésta se financia con deuda, es decir, sin recursos derivados de la recaudación de impuestos, se compra un problema a futuro, pues esa deuda tendrá que ser eventualmente sufragada. El riesgo de “argentinización” existe toda vez que el gobierno incurre en gastos que no están sustentados en ingresos y que, por lo tanto, implican costos incrementales en el futuro. Máxime cuando los pasivos contingentes del gobierno, como los fondos de pensiones de los empleados federales, estatales y municipales, podrían elevar varias veces el déficit fiscal.
Sin afán de entrar en detalles, Argentina padece una profunda crisis generada, en gran medida, por una combinación de dos políticas contradictorias. Por un lado, el gobierno argentino adoptó un régimen de tipo de cambio fijo amarrado al dólar, conocido como “régimen de convertibilidad”, que le dio una década de estabilidad cambiaria y de precios luego de años de hiperinflación. Simultáneamente, mantuvo una política de gasto muy liberal que acabó por exacerbar los equilibrios fiscales. El resultado fue que todo el régimen cambiario y la estructura económica dieron de sí, creando un caos social y político, además de económico.
Comparada con Argentina, la realidad mexicana sobresale por su estabilidad. Es cierto que la economía mexicana no ha experimentado las tasas de crecimiento económico que serían deseables, pero la solución, como demuestran tanto Argentina como Brasil, no reside en un mayor gasto deficitario. De hecho, en la actualidad, hay dos circunstancias que distinguen a la economía mexicana de las sureñas y que no deben despreciarse. Una tiene que ver con la política fiscal y monetaria de los últimos años; la otra, que es consecuencia de la anterior, con la distancia que los mercados financieros internacionales han establecido entre México y naciones como Brasil, Argentina y Venezuela. Esa diferenciación ha permitido reducir la carga de intereses que representa la deuda externa y ha abierto las puertas del crédito externo a un sinnúmero de empresas mexicanas. El riesgo de borrar esas diferencias podría ser costosísimo.
En México el gobierno lleva varios años sosteniendo una estricta disciplina monetaria y fiscal. A partir de la crisis del 95 y a lo largo de prácticamente todo el sexenio pasado, el gobierno se dedicó a construir lo que se dio por llamar un “blindaje” financiero cuyo objetivo era garantizar una transición económica pacífica que, sin necesariamente anticiparlo, coincidió con el mayor cambio político de la historia reciente del país. Ese “blindaje” no sólo le ha dado estabilidad a la economía mexicana y al cambio de mando en el gobierno, lo que no sucedía desde 1976, sino que también ha permitido ampliar el horizonte de ahorro e inversión que, a la larga, podría traducirse en la solidez económica e industrial que el país requiere. Puesto en otros términos, ese “blindaje” ha comenzado a sembrar los pininos de lo que podría ser una economía estable y moderna. La pregunta es si los mexicanos tendremos la visión y la inteligencia para mantener el curso y el paso.
El beneficio de corto plazo de la disciplina fiscal es más que evidente. Por supuesto, hubiera sido deseable mantener esa estabilidad en un entorno de crecimiento económico, pero no siempre se pueden lograr todos los objetivos de manera simultánea. Y aquí es precisamente donde hay una diferencia de percepciones respecto a lo que es posible y deseable. Muchos políticos y algunos analistas, que parecen haber olvidado el origen de las crisis recientes, sugieren que la solución al problema de estancamiento económico reside en un mayor gasto público, aunque eso implique también un mayor endeudamiento del país. Si bien existe teoría en el campo económico que sustenta esa noción, la realidad es que nuestra economía, como ya lo demostró la de Argentina y Brasil, no puede sobrevivir una crisis más y una política de gasto deficitario no haría sino llevarnos en esa dirección de una manera inmediata.
La gran virtud de la férrea disciplina fiscal de los últimos años ha sido la señal que se ha enviado a los potenciales inversionistas así como a los operadores de los mercados financieros, quienes han acabado por diferenciar a México del resto de los países en desarrollo o, en su nomenclatura, de los países emergentes. Esa distancia le ha generado al país beneficios que hace décadas parecían inasequibles. En primer lugar, el costo de la deuda externa ha disminuido, toda vez que el llamado “premio” en las tasas de interés que el país debía pagar sobre su deuda (una sobre tasa con respecto a las que pagan las naciones desarrolladas), disminuyó drásticamente. En los últimos años, el erario mexicano se ha ahorrado varios miles de millones de dólares en servicio de la deuda por ese concepto. No menos significativo es que los inversionistas comienzan a ver a México como un lugar estable en el que se pueden realizar inversiones de largo plazo. Estos son tan sólo dos ejemplos de los beneficios intangibles que trae consigo la estabilidad financiera. Parecería absurdo querer cambiar lo que sí funciona.
Pero el hecho es que existen dos fuentes de presión que podrían conducir, si no es que ya lo están haciendo, a una mayor inestabilidad. La primera son los llamados a un mayor gasto que cotidianamente se escuchan en las tribunas políticas y en los medios electrónicos e impresos. Pareciera que una gran mayoría aboga por un mayor gasto, sin importar su destino y mucho menos que éste se desperdicie de las maneras más pueriles, sobre todo a través del mal llamado federalismo fiscal. La otra fuente de presión está relacionada con las percepciones. En la medida en que México se acerque más a naciones como Argentina y Brasil, o que los operadores en los mercados perciban que en México no se están emprendiendo las acciones necesarias para mantenerse apartada de naciones en situación crítica, los beneficios que ha traído aparejada la diferenciación comenzarán a disminuir, si no es que a desaparecer. Desde la perspectiva de los operadores en los mercados financieros, la ausencia de reformas en temas críticos como el fiscal, eléctrico, recaudatorio, garantías, petroquímico y demás, son indicaciones claras de que México ha ido avanzando en la dirección equivocada. La volatilidad del tipo de cambio en los últimos días es elocuente al respecto.
La estabilidad económica no está garantizada, es importante reiterarlo. Si bien el “blindaje” sigue operando, muchos de sus soportes se han ido debilitando. En un mundo como el de hoy, en que para los mercados las percepciones son tan importantes como las realidades, México ha perdido puntos al no moverse hacia delante y, en este contexto, la percepción sobre el país inevitablemente se deteriora. El que no se esté actuando para eliminar las fuentes potenciales de riesgo económico no hace sino exacerbar los ánimos. La lección que arroja la crisis argentina para México es muy clara: si bien todos quisiéramos experimentar tasas de crecimiento más elevadas que las actuales, éstas no se pueden alcanzar gastando más, ni mucho menos con un gasto deficitario. El riesgo de romper los equilibrios fiscales es tan grave que nos podría llevar a una nueva crisis en un santiamén.
En lugar de perdernos en debates que no nos llevan a ningún lado y que empiezan a resultar costosos para el país, lo importante es seguir avanzando las reformas que nos acerquen a las economías desarrolladas, es decir, lo importante es seguir avanzando en un proceso de convergencia con nuestros principales socios comerciales. Eso, y no salidas falsas como un mayor gasto, es lo que va a asegurar el desarrollo de largo plazo del país. Argentina y Brasil merecen nuestra solidaridad, pero el desarrollo de México y de los mexicanos requiere que se mantenga el rumbo económico y se siga el ejemplo de los países ricos, que por algo lo son.