Luis Rubio
Si un tema preocupa a todos los mexicanos ese es, sin duda, el de la educación. No sólo todos aspiramos a una buena enseñanza para nuestros hijos, sino que vemos en ella, al menos en abstracto, una garantía de movilidad social. Los adultos que no tuvieron acceso a la educación posiblemente tienen menor capacidad para evaluar la calidad de la enseñanza que se imparte y sus alcances, a diferencia de quienes han padecido las deficiencias de la instrucción pública. Sin embargo, no ignoran la trascendencia que para la vida posee una adecuada formación educativa. Por ello, así como la necesidad de la educación nos une, el total divorcio que existe entre la necesidad y la calidad, la altísima demanda y la ausencia de soluciones, los abusos que cometen el sindicato y las autoridades, y la incapacidad de millones de ciudadanos para salir adelante por la pésima calidad del servicio, divide al mexicano común de sus políticos y gobernantes. La evaluación de la calidad educativa, por tanto, es una necesidad inaplazable.
El desarrollo económico tiene un vínculo directo con la educación. Esto es así lo mismo en nuestro país que en el resto del mundo. Por siglos, la educación fue privilegio de una elite. Eran pocos los que tenían acceso a ella gracias a los tutores privados, una figura propia de la realeza. Baste recordar las novelas de Víctor Hugo, Dostoievski y Charles Dickens para observar cómo vivía la mayor parte de la población en tres de las principales potencias de hace sólo siglo y medio. Fue hasta que se masificó el acceso a la educación, sobre todo con el surgimiento de las escuelas públicas, que comenzó el verdadero desarrollo económico en el mundo. Por siglos, las economías de prácticamente todas las naciones se mantuvieron esencialmente estáticas y su crecimiento, cuando se registraba, era más extensivo que intensivo, esto es, crecían –y se enriquecían o empobrecían- por una mayor o menor disponibilidad de insumos y materias primas. Eso sucedió en España cuando súbitamente contó con los recursos minerales del continente americano. La expansión educativa a un número cada vez más creciente de personas revolucionó al planeta. La era del crecimiento comenzaba a ser posible.
Si la educación impactó a la economía cuando se trataba de sociedades relativamente aisladas y, hasta cierto punto, retrógradas, hoy, en la era de la globalización, la educación, junto con la salud, es el capital más importante con que cuenta una persona, capital que le servirá para trabajar, desarrollarse y crecer. Mientras mejor sea la calidad de esa educación, mayores serán el crecimiento y las posibilidades de las personas que la disfrutan. Además, lo que es cierto para el individuo, también lo es para las empresas y el país. La educación es un pilar fundamental del desarrollo. Cuando ese pilar no es muy sólido, como ocurre en nuestro país, ese potencial se ve mermado.
Parte del problema es nuestra vaga idea sobre la calidad de la educación en el país. Ante la inexistencia de medidas objetivas, independientes y comparativas de la calidad de la educación en el país, los ciudadanos y los padres de familia carecen de un patrón para actuar. Mucha gente supone que cualquier debate sobre la calidad entraña una disputa ideológica profunda, un desafío a todo el concepto y estructura de la educación pública. Nada de esto podría estar más alejado de la realidad. El que la calidad de la educación pública sea mala (lo cual no implica necesariamente que la educación privada sea buena) tiene consecuencias graves en, por lo menos, tres órdenes: primero, porque le niega oportunidades a la población con menos ventajas y posibilidades propias, es decir, a los más pobres, a los que de entrada padecen las consecuencias de la desigualdad; segundo, porque impide que el país se desarrolle, con todo lo que eso implica en términos de creación de riqueza, empleos y oportunidades; y tercero, porque preserva y agudiza la desigualdad. Por donde uno lo vea, y contra la imagen convencional, un sistema educativo que no ofrece calidad, aunque haya alcanzado la universalidad, constituye un fardo que preserva los males del país e impide salir adelante.
El crecimiento de la economía y, en general, el éxito del desarrollo del país, dependen de la existencia de una organización económica eficiente, un sistema crediticio apropiado, certidumbre jurídica, así como seguridad física y patrimonial. Pero para que la economía progrese, para que el valor de lo producido se eleve y aumente la productividad (única manera de incrementar el ingreso de la población en el largo plazo), es imperativo contar con una población analítica, creativa y participativa. En la actualidad, el sistema educativo no contribuye al desarrollo de las personas ni al del país. Quienes tienen capacidad de acceder a escuelas privadas, generalmente consiguen mejores oportunidades en la vida, mientras el resto se queda rezagado por el delito de ser pobre. De esta manera, se contradice el objetivo principal de la educación pública: disminuir la desigualdad. O, puesto en otros términos, el sistema privilegia el poder del sindicato a costa del desarrollo del país.
La formación del capital humano, en que la educación juega un papel neurálgico, constituye la base del desarrollo tecnológico y de la innovación, del valor agregado y de la productividad. La posibilidad de formar ese capital humano está íntimamente ligada a la calidad del sistema educativo y es a partir de éste que tiene que lograse ese desarrollo. La pregunta es cómo revertir las tendencias actuales, cómo modificar la pésima calidad educativa y cómo dar el mayor alcance al enorme potencial que representan el sistema educativo mismo y los niños que a éste ingresan cada año.
En la actualidad, las disputas políticas dominan el tema: que si el sindicato debe decidir la política educativa o someterse a una evaluación objetiva acerca de dónde estamos y cómo avanzamos; que si el debate sobre la calidad de la educación entraña una agenda política o ideológica ulterior; que si los padres deben incidir en las políticas educativas que afectan el desarrollo de sus hijos. Las disputas y la defensa a ultranza del statu quo educativo y sindical por parte de gobiernos y partidos, en especial del PRI y el PRD, hablan por sí mismas. En aras de mantener prebendas políticas (y su propia tranquilidad), el establishment político ha optado por preservar la desigualdad implícita en el sistema educativo actual.
El tema de la evaluación educativa a cargo de una entidad independiente, amenaza con severidad a los aparatos educativo y sindical. Pero esa amenaza es más aparente que real. Para comenzar, los maestros de hoy son y serán, por necesidad, quienes asumirán la responsabilidad de transformar la educación de acuerdo a las necesidades del país. En este sentido, la amenaza percibida por los maestros en la forma de una evaluación externa, sólo es real en la medida que se opongan de manera tajante y absoluta a cualquier cambio. De hecho, frente a la presión que representa el aparentemente interminable conflicto entre el sindicato (SNTE) y los grupos de maestros disidentes agrupados dentro de la Coordinadora Nacional (CNTE), lo más lógico sería que el propio gremio encabezara la demanda por una transformación educativa, antes que la sociedad se los imponga. Pero, desafortunadamente, el sindicato, como buena parte del establishment político, no tiene otro propósito que el de preservar sus fueros, y persiste en mantenerse ciego y sordo ante una sociedad cada vez más demandante y conocedora de sus derechos.
Una evaluación seria y frecuente de la calidad de los servicios educativos, permitiría a las autoridades y a la sociedad en su conjunto saber dónde estamos. Hay muchas hipótesis encontradas sobre el estado de las cosas en este ámbito, pero pocos datos objetivos que permitan desarrollar programas correctivos, reentrenar profesores y abrir nuevas oportunidades. Pero, como tantos otros asuntos en la política nacional, la idea de crear una institución autónoma dedicada a realizar evaluaciones de manera independiente ha sido presa de intereses facciosos comprometidos con que nada cambie. Así, mientras la SEP ha tratado de negociar lo que debería ser su obligación central, los opositores se han fortalecido al punto de paralizar el país, que en este caso implica no sólo el abuso de la ciudadanía ante las interminables manifestaciones, plantones y marchas, sino también la derrota del gobierno en una de las promesas más claras de la campaña presidencial de Vicente Fox: una educación de calidad.
Hay países parecidos al nuestro, como Chile, que han logrado transformar a la educación pública y convertirla en lo que debe ser: un pilar para el desarrollo de las personas y la economía. Ahí, la evaluación de los resultados arrojados por el proceso educativo es constante y sistemática; además, encarna el criterio medular para la asignación del presupuesto en ese rubro. Gracias a este instrumento, una infinidad de escuelas ha visto cómo se eleva su presupuesto y se incrementan los sueldos de sus profesores. En lugar de ser museos y campos de alabanzas a un pasado inexistente, como en nuestro caso, las escuelas públicas chilenas se han convertido en uno de los principales agentes de cambio. Los políticos dejaron atrás la demagogia que habla siempre en nombre de los pobres, a quienes de hecho no protegían, para darles oportunidades reales y efectivas de combatir la desigualdad a la que la historia y otras circunstancias los había condenado.
La pregunta que es por qué los mexicanos tendríamos que aceptar algo distinto y conformarnos con miserias. Si hay un instrumento real y efectivo de movilidad social ese es, sin temor a equivocarnos, la educación. Es tiempo de que los políticos, siempre prestos a invocar a los pobres en sus discursos, les cumplan verdaderamente. Evaluar los resultados de la educación a través de una institución autónoma e independiente para garantizar la objetividad e imparcialidad del proceso, es la mejor manera de comenzar.