Luis Rubio
Las elecciones del 2003 tendrán un impacto desproporcionado sobre el devenir de la política mexicana. Irónicamente, es predecible que su impacto se refleje menos en el funcionamiento del gobierno actual que en la alineación de las fuerzas políticas hacia el futuro. Los comicios del año entrante, bien podrían añadir un sismo más a un sistema político que ya ha experimentado varios cambios y giros de gran importancia. De hecho, quizá lo más trascendente de la justa electoral resida en que va a poner a prueba las premisas de todos los partidos políticos y, muy particularmente, las del PRI y el PAN.
Las elecciones intermedias suelen servir de termómetro de la situación política del momento. Aunque muchas veces no tienen mayores consecuencias, en otras cobran una importancia enorme. En Francia, a lo largo de la última década, dos elecciones intermedias condujeron a la llamada cohabitación entre un presidente de izquierda y un gobierno de derecha y viceversa. En 1991, las elecciones le confirieron al entonces presidente Carlos Salinas la legitimidad que no obtuvo en 1988 y en 1997, por primera vez en la historia moderna del país, el PRI perdió la mayoría en la cámara de diputados. Aunque no fue exactamente una elección intermedia, en 1996 Clinton logró conquistar su segundo período al frente de la presidencia de los Estados Unidos a pesar de la baja popularidad que le atribuían las encuestas. Sin duda, por cada elección intermedia relevante hay muchas que no lo son; pero el proceso de 2003 pinta de manera muy distinta.
En el 2003 se van a disputar muchas cosas de manera simultánea, y por ello la trascendencia y la complejidad de los próximos comicios serán enormes. Más allá de la competencia y confrontación entre partidos, naturales en un proceso de esta naturaleza, se someterán a prueba muchas de las hipótesis formuladas por políticos y analistas acerca de las causas e implicaciones del triunfo del hoy Presidente Fox y, no menos importante, la histórica derrota del PRI. Al mismo tiempo, se pondrán a prueba las estrategias que los partidos y sus precandidatos presidenciales buscarán utilizar en el 2006. Todo sugiere que el 2003 será fundamental y no es gratuito que todo en la política mexicana se defina hoy, como hace dos años, a la luz de un proceso electoral.
Lo que está en juego para el PRI difícilmente puede simplificarse. Los priístas enfrentan la necesidad imperiosa de recuperar el poder o, al menos en esta ocasión, mostrar que no han sido derrotados y que lo sucedido en el 2000 fue pasajero, fácilmente explicable por las circunstancias particulares del momento. Las hipótesis que los priístas formulan para justificar su derrota son múltiples, algunas más aventuradas que otras. Para comenzar con los menos destrampados, hay toda un ala del partido y sus asesores externos que atribuyen la derrota a un factor único y específico: el candidato. Piensan que si el contendiente hubiera sido Bartlett o Madrazo, los resultados habrían sido distintos. Desde luego, como dicen los estudiosos, en la historia y en la política el hubiera no existe. Sin embargo es elocuente la propensión de los priístas a imputar a factores externos o secundarios, casi aleatorios, su derrota, mucho más que a ocuparse de quién y por qué ganó.
En toda campaña electoral hay aciertos y errores. Algunos se refieren a aspectos tan básicos como la personalidad del candidato, pero otros, muchas veces decisivos, pueden ser tan aparentemente insignificantes como una frase inadecuada, un chiste en el momento perfecto, una lágrima que no debió derramarse, etcétera. Francisco Labastida era un candidato ideal para muchos priístas, mientras otros le juzgaban desastroso. Muchos analistas estiman, por ejemplo, que de no haberse dado el famoso martes negro, el del hoy, hoy, hoy, Labastida sería presidente. En la competencia política cualquier cosa puede inclinar el fiel de la balanza, sobre todo cuando las preferencias están muy cerradas. Tal vez no sea casualidad que fuera precisamente ese día, ese martes negro, en que la mayoría de los analistas daba por perdido al candidato del PAN y el PRI comenzaba en respirar tranquilo, que dio inicio el sprint final de Fox.
Pero el tema fundamental no es la percepción del PRI sobre los detalles y las anécdotas de la fallida campaña de 2000, sino su convicción de que el verdadero PRI, el llamado PRI histórico, no perdió. La mayoría de los políticos tradicionales considera que los verdaderos derrotados fueron los tecnócratas y su proyecto, enarbolado a partir de la crisis de 1982. Desde esta perspectiva, el descalabro fue para Ernesto Zedillo y todas las políticas liberales asociadas a él y sus dos predecesores. Para quienes así cuentan la historia, los grandes errores del PRI fueron alejarse del nacionalismo revolucionario de antaño, ceder el control de empresas y sectores estratégicos, y abandonar el populismo que enriqueció a muchos de sus principales próceres.
En lugar de hacer un verdadero examen de la situación, un ejercicio concienzudo de las causas de la derrota, el diagnóstico interno del PRI tradicional sintetiza todos los prejuicios y sesgos ideológicos del pasado y convenencieramente excluye cualquier reconocimiento a lo expresado por todas las encuestas antes de la fecha de la elección: a saber, que al pri se le responsabilizaba de la corrupción, los rezagos históricos y demás factores que aquejaron a la sociedad mexicana en las últimas décadas. Al optar por el camino fácil, el de la arrogancia, los priístas podrían ser crucificados por el presidente al que tanto critican, pero entre cuyos activos se encuentra uno nada despreciable: ser el más formidable competidor electoral que el país tenga en la actualidad.
De esta manera, en el 2003 los priístas se van a jugar mucho más que el pellejo. De triunfar con una mayoría absoluta, no sólo conseguirían paralizar al ejecutivo, sino que confirmarían sus hipótesis, abriendo con ello una nueva caja de Pandora, el posible regreso al populismo. El otro lado de esa misma moneda podría manifestarse con una política de obstruccionismo a ultranza, la cual es posible que les lleve a una derrota en el 2006. Un triunfo del PAN, en cambio, quizá obligaría a los priístas a lanzar, ahora sí, un proceso de reforma interna, pero también podría acelerar su fragmentación, aun cuando se comportaran como bloque al votar en el Congreso.
Una mayoría absoluta del PAN en la Cámara de Diputados confirmaría el viraje en las preferencias de los electores, un mensaje al PRI y una oportunidad envenenada para el PAN. Este escenario sería resultado del activismo de Fox, de una estrategia electoral concebida para solicitar el apoyo de los votantes para, ahora sí, avanzar la agenda del cambio y transformar al país de una vez por todas. De triunfar en las elecciones, el presidente seguramente reclamaría el triunfo como suyo y desataría una nueva generación de expectativas, la mayoría de éstas tan inalcanzable como las anteriores. El presidente y el PAN comenzarían a trabajar en conjunto o, al menos, en estrecha comunicación. Es previsible, entonces, que las iniciativas de ley fluirían a través de la cámara baja del Congreso. Todo marcharía como relojito.
Los problemas aparecerían cuando el Senado, donde el PRI tiene 60 de 128 escaños asegurados hasta el 2006, bloqueara las iniciativas aprobadas por los diputados. Si bien una estrategia de obstrucción en el Senado no elevaría los bonos del PRI, el electorado se encontraría ante una tesitura típica de la era mediática: aunque el PRI fuese culpable de obstaculizar, el presidente acabaría pagando un costo por ofrecer el Nirvana en caso de que el voto favoreciera a su partido en las elecciones intermedias. El gran perdedor de una muralla priísta infranqueable en el Senado igual podría ser el propio presidente Fox, cuyas promesas habrían resultado excesivas y desacertadas.
El PRD tiene pocas probabilidades de hacer mella en los comicios de 2003. Independientemente de la historia, el PRI actual, el de los políticos tradicionales, le ha robado al PRD sus banderas nacionalistas y revolucionarias, además que los principales y más visibles de sus candidatos ven hacia el 2006 y no hacia el próximo Congreso. Además, la lucha fundamental en el próximo proceso electoral sin duda será entre el PAN y el PRI, lo cual tampoco ayudará al PRD. Por otra parte, en el 2003 habrá nuevos partidos que competirán, algunos de ellos, con banderas afines a las del PRD. Con la excepción de algunas regiones, el PRD poco podrá avanzar en las próximas elecciones. Pero el hecho de que el PRD se encuentre relativamente marginado de la próxima contienda, igual constituye una bendición para ese partido. El PRD podría acabar cosechando los beneficios que produce la falta de involucramiento. De saturarse los votantes por el obstruccionismo del PRI o la incapacidad del PAN para resolver los problemas del país, los perredistas podrían utilizar el siguiente trienio para lanzar su embestida en busca de la presidencia en el 2006.
Lo maravilloso de la política electoral es que nada está escrito sino hasta el día en que se vota. Hasta ese momento, todo, incluso las encuestas, es mera especulación. Lo interesante de la elección que se avecina es que el tamaño de lo que está en juego se asemeja a lo del 2000. La gran pregunta es si los políticos, esos que viven de soñar y obstaculizar, tendrán la capacidad de actuar a favor de los votantes, esos eternos olvidados.