Luis Rubio
La última vez que México vivió un periodo en el que parecía “no pasar nada” fue en 1971, año que acabó siendo conocido como de “atonía”. La abrumadora mayoría de los mexicanos nunca vivió un año como ese, tan importante ahora que bien vale la pena recordarlo. No sería exagerado afirmar que, en retrospectiva, 1971 fue decisivo para el país. De hecho, tantas cosas cambiaron a partir de ese momento que hasta resultan difíciles de creer. Para muestra un botón: tan elevadas habían sido las tasas de crecimiento de la economía a lo largo de las dos décadas previas, que el país entró en una virtual crisis política cuando la economía experimentó una “recesión”. Lo que en aquel tiempo se entendía por recesión era un crecimiento inferior al promedio de los años anteriores. Algo debía estar muy, pero muy mal, afirmaban los próceres del gobierno entrante en ese momento, que la economía sólo había crecido 4.2% en 1971. El diagnóstico que se hizo de la situación económica en ese entonces llevó a una década de lujuria y dos de crisis de las que todavía, bien a bien, no nos acabamos de reponer. Es crucial poner las cosas en perspectiva antes de que la “atonía” del 2002 llegue a convertirse en otro parteaguas desastroso para el desarrollo del país.
1971 fue peculiar en más de un sentido. Dos hechos lo marcarían para siempre: el primero fue el comienzo de una nueva administración que se inauguró casi literalmente de las cenizas del movimiento estudiantil de 1968 y cuya consecuencia fue la de imprimirle una dinámica muy distinta a la política interna en los años subsecuentes. El otro fue el súbito viraje que experimentó la política económica, un verdadero golpe de timón que llevaría al país a abandonar más de dos décadas de crecimiento económico con estabilidad de precios para encaminarlo por una senda de crisis y conflicto que perdura hasta nuestros días.
La historia que precedió al fatídico año de 1971 es importante. Luego de muchos años de altibajos en materia económica después de la épica revolucionaria, al principio de los cuarenta el país comenzó a experimentar tasas cada vez más altas de crecimiento y una tendencia progresiva hacia la estabilidad de precios. Para el fin de los cuarenta y principios de los cincuenta, el país no sólo experimentaba tasas tan altas como 10% y hasta 12% en algunos años, sino que lo hacía con índices de inflación que durante varios años fueron inferiores al 3%. En varias ocasiones a lo largo del periodo conocido como desarrollo estabilizador, la inflación fue menor a la de países como Estados Unidos. Aunque ciertamente no todo era un lecho de rosas en el país o en la economía, es imposible dejar de reconocer que la administración de la economía era excepcional. Sólo para reforzar el punto, lo espectacular de los logros alcanzados entonces, sobre todo entre 1952 y 1970, se puede apreciar mejor cuando se comparan con los objetivos de crecimiento de las administraciones recientes que, cuando han sido ambiciosas, se han ubicado entre cinco y siete por ciento.
A pesar de los desafíos, sobre todo de naturaleza estructural, que la economía mexicana enfrentaba al cierre de la década de los sesenta, la situación económica era tan favorable que cualquier gobierno del mundo habría hecho hasta lo imposible por preservarla. Sin embargo, en 1971 se conjuntaron dos circunstancias que habrían de tener un enorme impacto sobre la administración de la economía mexicana. Por una parte, el movimiento estudiantil de 1968 había evidenciado una problemática por demás seria y trascendente. El nuevo gobierno, en funciones desde diciembre de 1970, se fijó como derrotero ocuparse de los conflictos derivados del 68 y estuvo dispuesto, literalmente, a pagar cualquier precio para lograr su objetivo. El mejor testamento de esa decisión reside precisamente en su frivolidad: el costo, tanto económico como político, pero especialmente social, de esas decisiones, acabó siendo tan monstruoso –tres décadas de crisis- que sorprende escuchar todavía hoy a quien propugna por políticas económicas “no ortodoxas” para construir un país del primer mundo.
La otra circunstancia que vino a complicar la situación política del país, sobre todo en un momento tan sensible, fue el manejo de las variables monetaria y fiscal a que recurrió la administración. En su afán por preservar la estabilidad de precios, las autoridades monetarias y fiscales provocaron una caída en la tasa de crecimiento. De esta manera, en lugar de alcanzar tasas similares al promedio alcanzado en las dos décadas anteriores, es decir, de 6.5%, la economía mexicana logró una tasa de crecimiento apenas superior al 4%. Esa tasa, que hoy sería motivo de jauja y libertinaje, fue considerada tan terriblemente baja que no era infrecuente el uso de la palabra recesión para explicar el nuevo fenómeno. Algún despistado acabó por llamarle “atonía” a una situación que con franqueza no se podía tildar de recesión. Pero el hecho político, a diferencia de la realidad económica, fue que el pobre desempeño de la economía en ese año crucial acabó provocando una reacción de brutales consecuencias.
Para el régimen de Luis Echeverría (1970-1976), la situación económica era deplorable e insostenible; requería de cambios definitivos. Desde su perspectiva, los problemas políticos de años anteriores demandaban un giro fundamental en la naturaleza de la actividad gubernamental. De esta forma, el gobierno se abocó a modificar la estructura tanto del sistema político como del económico. Por el lado político, el gobierno concluyó que el movimiento estudiantil de 1968 era tan sólo la punta del iceberg y que el problema constituía una amenaza a la estabilidad del país, a la sobrevivencia de la “familia revolucionaria” y al sistema político construido en torno al PRI. Acto seguido, el gobierno se dedicó a movilizar a la sociedad, y a crear nuevos mecanismos de participación política, así como organizaciones y organismos leales al presidente y al “sistema”; igualmente subsidió una enorme variedad de grupos e intereses. Todo se valía y no había límite alguno para las acciones emprendidas por el gobierno. A final de cuentas, no hay que olvidar, la estabilidad del país en su conjunto se encontraba en riesgo.
Dado que la percepción de crisis por parte del gobierno era tan seria, no había razón alguna para proseguir con la misma política económica, a pesar de que, al menos hasta ese momento, había probado ser por demás generosa en sus resultados. Esto es, desde la óptica gubernamental, la economía no era sino un instrumento más a su alcance para avanzar en sus objetivos políticos. De esta forma, la nueva política económica, que comenzó a instrumentarse a partir de 1972, iba orientada casi exclusivamente a apoyar los objetivos políticos del gobierno. En lo específico, en lugar de mantener los equilibrios macroeconómicos más elementales —sobre todo en lo relativo a las finanzas públicas— el nuevo gobierno optó por duplicar el gasto público, es decir, buscó procurar una rápida reactivación de la economía de manera artificial. En 1973 volvería a repetir el mecanismo y otra vez en 1974. Al final, el gasto público se multiplicó de una manera sin precedentes en sólo tres años.
Las consecuencias, buenas y malas, del nuevo activismo gubernamental en materia económica no se hicieron esperar. Por el lado positivo, la economía, en respuesta al extraordinario estímulo que recibió, experimentó una súbita recuperación, naturalmente acompañada de beneficios en términos de empleo, salarios y demás. Pero muy poco después comenzaron a aparecer las consecuencias negativas: la balanza de pagos comenzó a experimentar un creciente desequilibrio, la deuda externa se incrementó hasta volverse impagable, las tensiones políticas internas no sólo no se atajaron sino que se exacerbaron y, para 1976, el país entró en la primera crisis económica de las muchas que caracterizaron a la última parte del siglo XX.
Las consecuencias del viraje económico fueron brutales e impactaron hasta lo más íntimo de la vida de los mexicanos. Casi todos los malestares que ha sufrido la sociedad mexicana desde 1970 se remiten a las decisiones adoptadas en 1971: desempleo, polarización económica, crisis recurrentes, devaluaciones, inflación, desequilibrio demográfico, burocracia y burocratismo, sindicatos abusivos, empresarios subsidiados, concesiones inexplicables, empresas paraestatales ineficientes servidoras de los intereses de sus propios sindicatos y administraciones, y por encima de todo, un sinnúmero de oportunidades perdidas. Lo único que desafortunadamente no se perdió como consecuencia del golpe de timón de 1971, fue la creencia de que todos los males se pueden resolver con más gasto público, más burocracia y más de eso que llaman nacionalismo, que no es otra cosa sino una pantalla para beneficiar los intereses particulares que han vivido de depredar al gobierno.
Hoy que nos encontramos en un momento difícil donde la economía crece mucho menos de lo deseable, vuelven a aparecer voces que se niegan a entender esta historia. Unos quieren más gasto público, en tanto que otros se niegan a reformar entidades, instituciones y sectores convertidos en obstáculos para el desarrollo del país. Lo vemos en las disputas por el gasto y en las resistencias a una reforma fiscal; en la negativa a abrir espacios para la competencia en materia eléctrica y de telecomunicaciones; en la necedad de aferrarse a los remanentes de un modelo económico emprendido en los setenta, que probó con absoluta contundencia su capacidad para empobrecer a los mexicanos. La atonía es mucho más peligrosa de lo que aparenta.