Consumidores y ciudadanos

Luis Rubio

A nadie le importan los consumidores en el país. Tanto en el ámbito económico como en el político, el consumidor brilla por su ausencia, aunque, por supuesto, existe una infinidad de anuncios y llamadas para atraer su interés en los más diversos rubros. Los partidos le procuran en busca de votos y los comerciantes lo enamoran para que gaste sus pesos adquiriendo sus productos o servicios. Sin embargo, nadie parece interesarse por el bienestar del consumidor, con su satisfacción por lo adquirido o la calidad del producto vendido. En la arena política, la realidad no es muy distinta. Los consumidores, en su faceta de votantes, son convocados y persuadidos para después ser dejados en el olvido. La simple imagen de un votante que haga algún señalamiento después de emitir su voto, es insultante, anatema. México no será un país democrático si el consumidor sigue, como hasta ahora: fuera del centro de la vida nacional.

La palabra democracia invade la retórica política en el país. Los políticos hacen referencia al vocablo como si se tratara de una realidad consumada. Las evidencias indican, sin embargo, que la democracia mexicana, con todo y los enormes avances en materia electoral, sigue siendo enclenque. Peor aún, a pesar de los enormes cambios políticos que el país comenzó a experimentar a partir de la derrota del PRI en 2000, la retórica sobre la democracia no ha cambiado en la sustancia. Algo debe andar mal en Teziutlán o en Tingüindín cuando todo en la política mexicana ha experimentado una gran revolución pero ésta no ha arribado al ciudadano (o consumidor) común y corriente.

La esencia de la democracia reside en el punto de convergencia. Cuando el centro de la vida política o económica de una sociedad está ocupado por el consumidor y votante, el país es indiscutiblemente democrático. Cuando esto no es así, la democracia es, en el mejor de los casos, enclenque. No cabe la menor duda que México cae en esta segunda categoría. Para empezar, el consumidor no tiene derechos frente a los monopolios que lo atosigan. Algo semejante ocurre con el votante: su faena democrática comienza y concluye en el momento de emitir el sufragio. Toda inconformidad del ciudadano o consumidor se lee como un atrevimiento, el equivalente a conculcar los derechos inalienables del monopolio respectivo.

Por absurdo que pueda parecer, la democracia mexicana se revela como una pirámide invertida donde lo que es no es como parece. En México, la primera y última palabra la tienen los monopolios, mientras el resto tiene que apechugar. Claro que, como suele argumentarse, el ciudadano puede optar por otro servicio, pero se olvida que esto es cierto siempre y cuando exista una alternativa real, lo cual es poco frecuente en sectores como el eléctrico o el telefónico, en las gasolinas o en la industria de la televisión. En el campo político, el ciudadano es fundamental y su acción, al momento de votar, entraña una gran trascendencia, pues con su sufragio ahora sí forma gobiernos. Pero más allá de ese primer acto, el resto de la vida pública mexicana se asemeja más a una caja negra que a un proceso democrático.

Hablamos de democracia en lo político y de mercados en lo económico, los dos puntos neurálgicos de la actividad ciudadana, pero esa democracia está más bien acotada y limitada. Muchos ven esa limitación como algo positivo, sobre todo porque dudan de la sabiduría de una población que, por sus bajos niveles educativos y sus magros niveles de ingreso, no puede escoger de una manera adecuada. De ser válida esta premisa, lo que procedería sería atacar el problema de la educación y la distribución del ingreso en el país por ejemplo, con el combate de los monopolios y de cacicazgos como el del sindicato de maestros, en lugar de preservar el monopolio del poder en manos de políticos que a nadie le rinden cuentas.

La forma en como funciona hoy el poder legislativo es ilustrativa del estado general que guarda la democracia mexicana. Para comenzar, el ciudadano atiende el llamado de las urnas y acude a depositar su voto el día de la elección. La gran fiesta ciudadana tiene lugar y concluye con la elección de los diputados y senadores. Todo va bien hasta ese momento. Sin embargo, antes de la apertura de trabajos de la nueva legislatura, el peso relativo del residente de un determinado distrito ya fue diluido. Más allá de la nula importancia que el legislador prototípico otorga al ciudadano que le dio la curul, los diputados y senadores de representación proporcional, con idénticos derechos al resto de sus pares, ya pulverizaron la esencia del poder legislativo, que es la de representar a la población. Sin incentivo alguno para procurar al votante, los legisladores acaban defendiendo los intereses de sus coordinadores parlamentarios o los de su partido, cuando no los suyos.

Una vez en funciones, el poder legislativo prolonga su sesgo antidemocrático. La práctica legislativa de los últimos meses ha sido un buen ejemplo de otro fenómeno igualmente sintomático: si bien hay 500 diputados y 128 senadores, los últimos periodos ordinarios de sesiones han puesto en evidencia que muchas veces un grupo francamente minoritario, entre ocho y diez legisladores, puede descarrilar toda una iniciativa simplemente alzando la voz, como ocurrió con varios de los miembros del contingente oaxaqueño durante la discusión de la reforma fiscal.

Nadie, en su sano juicio, podría pronunciarse por el silencio de los diputados y senadores, ya sea en forma individual o colectiva, así como tampoco es ilegítimo que algunos legisladores en lo individual o como grupo articulen las estrategias de su preferencia para mostrar intereses, visiones o ideas. El problema radica en la capacidad de un grupo francamente minoritario para cohibir y acorralar al resto, lo que revela un problema fundamental de la democracia mexicana. Se trata, nada más y nada menos, de la ausencia de representatividad del poder legislativo mexicano.

Lo normal alrededor de cualquier iniciativa de ley es la controversia y el disentimiento. Unos prefieren que se apruebe un dictamen, en tanto que otros se oponen a él y la mayoría, normalmente, opta por determinados ajustes para satisfacer sus visiones del mundo o intereses. Los legisladores pueden tener sus propias convicciones pero, en una democracia, están obligados a defender, o al menos considerar, las prioridades de los electores. Cuando un pequeño grupo logra imponer su interés sobre el conjunto, entonces la legislatura no está cumpliendo con el papel que le corresponde en una democracia. Refleja, a final de cuentas, que los únicos principios que valen son los del grupo vociferante.

De existir una estructura democrática, una que atienda las preferencias e intereses del votante y consumidor, el resto de los legisladores tendría que oponerse al interés grupal y sectario, marginándolo al lugar que le corresponde. En el caso de iniciativas sobre las que existe un fuerte sentimiento popular, la mayoría de los legisladores tendría que actuar en su defensa, en oposición a la minoría cuya preferencia avanza en sentido contrario. Se trataría, en otras palabras, de un duelo de representaciones. Como esa representatividad no existe en la actualidad, suele ganar la minoría. ¡Valiente democracia!

Hubo una época en que los legisladores de representación proporcional fueron una necesidad imperiosa, porque existía un sistema político dominado por una presidencia apoyada en un partido hegemónico que impedía tuvieran presencia y representación enormes segmentos de la sociedad mexicana. La representación proporcional, que comenzó con los diputados de partido, nació justamente para abrir espacios de representación a la sociedad mexicana. Hoy, sin embargo, ese contingente de 200 diputados y 64 senadores, ha terminado por ser absolutamente disfuncional pues distorsiona lo que es la esencia de la representatividad.

El dilema no es sustituir un sistema político autocrático por otro de representación tan directa que cause los excesos y vicios opuestos. Es necesario que exista una cierta distancia entre el legislador y el ciudadano, pues de otra forma el sistema enfrentaría una parálisis permanente. Para ello es que se inventó el concepto de los pesos y contrapesos: para garantizar la representatividad y, al mismo tiempo, asegurar la capacidad de liderazgo. Tenemos que recomenzar por el principio.

Los cambios que requiere la democracia mexicana son vastos en impacto, pero muy sencillos en dirección. Si algún día se llega a reconocer lo obvio, que el sistema político debe girar en torno al ciudadano y no al gobierno o los partidos, entonces podrá garantizarse un flujo cuyo origen procedería del votante, del consumidor. Por encima de cualquier otro imperativo, la clave de la democracia anida en la capacidad de decisión del ciudadano. Hoy, esta decisión se limita al voto y a la adquisición de bienes o servicios. En el pasado, el ciudadano ni siquiera podía reclamar después de haber hecho una compra o ejercer su derecho a voto; en el presente, se queja amargamente, pero el efecto de su queja es el mismo que antes: sigue siendo nulo.

Visto en una perspectiva más amplia, es perfectamente factible que la mayoría de nuestros problemas, tanto políticos como económicos, se puedan explicar por la ausencia de derechos, por el hecho incuestionable de que contamos con una economía y un sistema político administrados desde arriba. Las condiciones cambiarán cuando el consumidor sea el centro de atención. Es tiempo de que los partidos se aboquen al consumidor y articulen una plataforma política diseñada expresamente para defenderlo y velar por sus intereses, en todos los ámbitos. ¿Quién será el macho que se aventará al ruedo primero?