La izquierda mexicana: ¿hacia dónde?

Luis Rubio

Quizá ningún sector de la sociedad en el mundo haya cambiado tanto en las últimas décadas como los partidos de izquierda. Durante la mayor parte del siglo XX, la izquierda mostró un rasgo prototípico: la imposición dogmática e inflexible de los partidos comunistas que, siguiendo la línea establecida en Moscú, se aferraban a un estalinismo feroz, con lo que alienaban a buena parte de la sociedad sin jamás poder ofrecer soluciones concretas a los problemas reales. Aunque la izquierda en México también ha cambiado, y mucho, no hay evidencia contundente de que tenga capacidad de ganar una elección presidencial y, al mismo tiempo, resolver los problemas nacionales, como sí lo han logrado las izquierdas modernas como la chilena y la británica.

La evolución de los partidos de izquierda en Europa ha sido nada menos que espectacular. Por décadas, los mitos y los dogmas ideológicos dominaron el panorama de los partidos comunistas, haciéndolos indigeribles para prácticamente todos los electorados del viejo continente. Entre los mitos y su alineación incondicional a Moscú, los partidos comunistas fueron incapaces de ofrecer una alternativa electoral viable en la región. Ese lugar en el lado izquierdo del espectro ideológico, fue ocupado por los partidos social demócratas que, a lo largo de los años, sobre todo después de la segunda guerra mundial, fueron capaces de proponer una alternativa pragmática al electorado frente a la oferta de los partidos de centro derecha, sobre todo los demócrata cristianos.

La evolución política de los países europeos a lo largo de las últimas cinco décadas revela tanto las virtudes como las limitaciones de la izquierda tradicional. Mientras que la derecha apostaba por el desarrollo industrial liderado por grandes consorcios privados cercanos al gobierno (como ilustran brutalmente tanto Francia como Alemania), la izquierda ofrecía soluciones siempre grandiosas sustentadas en la propiedad estatal de los medios de producción. Quizá ningún país ejemplifica mejor las implicaciones de esta dicotomía como Inglaterra: cuando ganaba la izquierda, diversas empresas o sectores clave de la economía eran nacionalizados; cuando la derecha estaba al frente, comenzaban las privatizaciones. Luego de varias décadas de ires y venires, la población acabó saturada de tanto bandazo, lo que abrió la puerta para la gran revolución política de los ochenta, en la forma de la llamada dama de hierro, Margaret Thatcher.

La llegada de Margaret Thatcher al gobierno de la Gran Bretaña forzó a la izquierda a impulsar un proceso de transformación total de sus concepciones e ideas más elementales. Todo comenzó a replantearse: desde la propiedad gubernamental de los medios de producción hasta la dictadura del proletariado. Ya para entonces, sobre todo en Italia y España, los partidos comunistas habían comenzado una etapa de modernización que concluyó con la formación de los llamados partidos eurocomunistas, acepción que denotaba un distanciamiento de la línea estalinista de las décadas previas. Los eurocomunistas españoles no sólo habían abandonado los viejos dogmas, sino que entraron en realizaron pactos pragmáticos con el resto de los partidos en aras de que el país saliera airoso del letargo franquista. A partir de entonces, la izquierda comenzó a dividirse y diferenciarse en dos grandes corrientes, mismas que hoy se han consolidado cabalmente.

Lo que une a la izquierda a lo largo y ancho del mundo es la lucha contra el privilegio. Independientemente de los alcances o propósitos de su estructura partidista o concepción ideológica, virtualmente todos los partidos de izquierda comparten el objetivo de promover nociones fundamentales de igualdad, lo que choca con privilegios heredados y tradicionales. Sin embargo, en las últimas décadas ha surgido una nueva izquierda que, si bien comparte el objetivo histórico de luchar por la igualdad y contra el privilegio, propone soluciones muy distintas para el desarrollo, sobre porque considera al empresario y, en general, a los mercados, como fundamentales para asegurar un desarrollo integral y acelerado de la economía y la sociedad.

Mientras que la lucha por la igualdad une a las izquierdas, la visión sobre cómo afrontar el futuro tiende a diferenciarlas y dividirlas. La izquierda tradicional tiende a ser estatista (e incluso estadólatra) y prefiere soluciones que favorecen la existencia de monopolios (gubernamentales) y, sobre todo, el ejercicio de un fuerte control sobre los procesos económicos y grupos de la sociedad. Aunque no hay nada que sea inherentemente contradictorio entre la izquierda y la democracia, tampoco hay duda que muchas de las soluciones que son favoritas de esa vieja izquierda constriñen el espacio de acción democrático precisamente porque, al fortalecer al gobierno y ampliar su margen de acción, limitan el desarrollo individual y los mecanismos de rendición de cuentas que yacen en el corazón de todo régimen democrático. Aunque a muchos les pudiera parecer dogmático, la democracia y la economía de mercado son una y la misma cosa: en la medida en que se restringe el funcionamiento de la segunda, se limita la viabilidad de la primera.

En franco contraste con la izquierda tradicional, los nuevos partidos de izquierda, como el Laborista inglés y el Socialista chileno, han dado un viraje trascendental. Si bien propugnan por el avance hacia una sociedad igualitaria, los medios que proponen para alcanzarla son radicalmente distintos a los de la izquierda tradicional. En lugar de abogar por la nacionalización de los bienes de producción, buscan alentar el funcionamiento de los mercados, elevar los niveles de productividad, liberalizar la operación de la economía y apostar por la iniciativa de los individuos como fundamento para el éxito del desarrollo económico. En lugar de sustentar la lucha contra la pobreza y por la igualdad en criterios burocráticos (a través de empresas paraestatales a las que consideran ineficientes e inadecuadas para resolver los problemas del país), la fundamentan en el conjunto de decisiones que miles o millones de individuos toman de manera cotidiana. Se trata de dos formas radicalmente distintas de ver al mundo y de apostar por el futuro.

Muchas de las políticas de esta nueva izquierda parecen indistinguibles de las políticas liberales que han instrumentado diversos gobiernos de centro o de derecha en el mundo. Sin embargo, la diferencia estriba en los objetivos. Mientras que las políticas liberales procuran niveles más elevados de productividad como medio para acelerar el crecimiento económico, para citar un ejemplo específico, la nueva izquierda propone ir mucho más adelante: concibe al crecimiento como un mero instrumento para alcanzar una sociedad igualitaria. Es decir, lo que diferencia a los partidos liberales de los de la izquierda sigue siendo la búsqueda de la igualdad, mientras que lo que distingue a la vieja de la nueva izquierda es su visión sobre el futuro y los instrumentos que está dispuesta a emplear para alcanzarlo.

Con la llegada de Felipe González al gobierno español, comenzó la transformación de la izquierda, que fue seguida por Tony Blair en Inglaterra y Ricardo Lagos en Chile. Más recientemente, el nuevo gobierno de Lula en Brasil constituye una verdadera revelación, al menos en potencia, que muy pocos esperaban pero que seguramente habrá de transformar a la izquierda latinoamericana en su conjunto. Lula no sólo ganó el gobierno, sino que lo hizo con una propuesta que rompe con los cánones tradicionales de la izquierda brasileña y continental. Quizá con la sola excepción de Chile, donde la izquierda ha probado ser mucho más avanzada y atrevida que cualquier partido de centro o de derecha, Lula ha inaugurado una nueva era en la lucha contra el privilegio, el tema tradicional del discurso de la izquierda.

Pero la verdadera innovación que Lula ha traído consigo reside en otro lugar: en el hecho de que está privilegiando el uso de mecanismos de mercado como medio para acelerar el desarrollo económico y avanzar el bienestar de los segmentos más pobres de la sociedad. En lugar de recurrir a las políticas tradicionales de las izquierdas continentales, todas ellas gastadas y erosionadas por inútiles, Lula fortalece el control financiero por parte de la hacienda federal, profundiza la independencia del banco central y procurar mecanismos que aceleren la desregulación de la economía y erosionen los privilegios de que gozan algunos sectores e intereses (a costa del desarrollo general de la sociedad). Con ello, Lula no sólo acepta que existen restricciones fiscales y de otra naturaleza (algo impensable para las izquierdas latinoamericanas de los setenta y ochenta), sino que ha decidido convertir esas restricciones en medios generadores de confianza para hacer posible el desarrollo.

La pregunta es qué pasará con la izquierda mexicana. Buena parte de los miembros del PRD, pero también del PRI, cuna de los muchos hoy perredistas, sostiene una visión del desarrollo firmemente anclada en los supuestos que estuvieron en boga en los setenta y que acabaron siendo onerosísimos para el país. Algunos perredistas, sobre todo de las generaciones más recientes, reconocen la inviabilidad de ese modelo y comparten la idea de que es necesario revisar mitos, observar el desenvolvimiento de otras naciones y, sobre todo, desarrollar una concepción acorde con las realidades del mundo globalizado de hoy. Pero no es evidente que exista el reconocimiento cabal de las restricciones fiscales, lo imperioso de emprender profundas reformas estructurales, la realidad de la globalización y la fragilidad del entorno internacional que hoy nos caracteriza.

El espectacular salto histórico que dio España a lo largo de los ochenta y noventa no fue producto de la casualidad sino de una nueva concepción del desarrollo, liderada enteramente por la izquierda. Algo semejante podría ocurrir en Brasil en los próximos años. La pregunta es si habrá algún promotor de una visión sensata y racional como ésta en nuestro país. Si así fuera, ese partido bien podría ganar las próximas elecciones presidenciales y abrir la puerta al desarrollo que ha venido postergándose a lo largo de tantas décadas de penoso retroceso e improductividad. ¿Volverá ese partido a lo mismo de siempre?

 

Autoengaño

Luis Rubio

Lo conveniente y, según parece, políticamente correcto, es no querer ver la realidad. Esto que es cierto en innumerables facetas de la vida nacional, lo es también en el terreno demográfico. Desde hace años, las autoridades se han dedicado, con toda conciencia y alevosía, a ignorar la realidad más elemental: que las tasas de crecimiento poblacional son mucho más elevadas de las reconocidas y festejadas. El hecho de que innumerables mexicanos pasen inadvertidos en el censo, hace que las tasas de crecimiento poblacional disminuyan drásticamente. Las consecuencias de esta mentira sistemática son enormes, pues vician cualquier discusión sobre temas como el educativo, el de la pobreza y el empleo, el de la relación con Estados Unidos y del voto de los mexicanos en el extranjero. Lo peor de todo es que permite que nos sigamos haciendo tontos sobre nuestros problemas más fundamentales.

El número de mexicanos residentes en EUA crece como la espuma. Virtualmente no hay recoveco alguno de aquella nación en que no se encuentren comunidades de mexicanos, la abrumadora mayoría de ellos residentes ilegales, al menos de origen. Todos ellos emprendieron un verdadero vía crucis para llegar allá, arriesgaron su vida en el cruce y, finalmente, lograron iniciar una nueva etapa de trabajo productivo. El tránsito del terruño a su nuevo lugar de residencia y empleo, demuestra que innumerables mexicanos son por demás capaces y dispuestos a desarrollarse, pero en México acaban siendo presos de todas las limitaciones políticas y burocráticas que nuestro sistema les impone.

El gobierno mexicano no sólo ignora el problema, sobre todo aquello que obliga a la emigración de nuestros connacionales, sino que los excluye hasta de las estadísticas demográficas. Gracias a los 3, 6, 10 o 15 millones de mexicanos que hoy residen en EUA (escoja el número de su preferencia),  la población total en el país, de acuerdo al censo, se ha mantenido más o menos constante a lo largo de la última década. El mínimo crecimiento que según las estadísticas oficiales experimentamos  nos hace parecer como una sociedad desarrollada, como algunas de las europeas, donde los nacimientos apenas reponen los decesos. De esta manera desaparece la pobreza y las circunstancias que conducen a la expulsión de cientos de miles de mexicanos; todo se reduce a un ingreso, enorme y creciente, de divisas. Se trata, todos lo sabemos, de una mera quimera, de un vil autoengaño.

Al ignorar que los mexicanos residentes en el exterior nacieron en el país, la tasa de crecimiento resulta ser mínima, lo que obstruye el diseño de políticas públicas adecuadas para atender a un número de habitantes mayor, disminuye la presión sobre la ingente necesidad de reformar la educación pública y permite creer a nuestros gobernantes y legisladores que los problemas nacionales son resolubles sin sacrificio alguno. Como la presión demográfica parece ser menor, no urgen  las reformas en materia fiscal o eléctrica, de salud o educación. Los problemas se resuelven solos.

Los mexicanos que emigran son ignorados por el aparato político burocrático nacional, que se acuerda de ellos sólo cuando las divisas que envían súbitamente alteran algunas estadísticas clave, cuando ocurre una muerte en un cruce fronterizo o cuando se aprecia que un porcentaje nada despreciable de ellos engruesa los contingentes militares norteamericanos en Irak. La visión y el cálculo de esos mexicanos generalmente es desdeñada. Para un inmigrante mexicano, el ejército estadounidense es uno de los medios de movilidad social más efectivos que existen: no sólo aprenden oficios y desarrollan habilidades en el curso de su estancia en los servicios militares, sino que una vez liberados adquieren beneficios múltiples como créditos para instalar negocios, becas para ir a la universidad y servicios médicos de por vida. En cierta forma, luego de haber corrido riesgos enormes para cruzar de México a EUA, donde cerca de un millar muere al año, el riesgo de perecer en combate acaba siendo infinitamente menor. Desde su perspectiva, el ejército norteamericano acaba siendo un vehículo que les permite adquirir todo el capital educativo, de salud y de habilidades múltiples que nuestros servicios educativos y de salud siempre les negaron.

Las comunidades mexicanas en EUA crecen de manera constante y sistemática. Nuestros políticos han ignorado esa realidad o, en el mejor de los casos, la han intentado utilizar para sus propios fines, como ilustran las campañas que realizan candidatos mexicanos en ese país.  Al comenzar de este sexenio hubo un esfuerzo, cabe añadir que efímero, por ayudarles a organizarse sin pretender con ello beneficiar a algún partido o político en lo particular, sino avanzar sus intereses en sus lugares de residencia. Fuera de eso, los mexicanos en el extranjero son percibidos como una bendición oculta, pues hacen posible que los políticos mantengan el statu quo.

La realidad es que los mexicanos tenemos que decidir qué vamos a hacer al respecto. Los temas en la mesa son muy claros y muy específicos: los derechos de los migrantes y mexicanos residentes en el extranjero, la relación entre México (y el gobierno) con esos mexicanos y las implicaciones de estos dos temas para la relación bilateral. Asuntos espinosos, sin duda, que por sus dimensiones y números involucrados, acabarán siendo un tema de disputa en la política nacional.

Existen presiones tanto internas como externas alrededor del voto de esos mexicanos en elecciones nacionales; al mismo tiempo, es recurrente el tema sobre la presión que los mexicanos inmigrantes pueden ejercer al interior del sistema político norteamericano en favor del gobierno mexicano. Se trata de asuntos delicados que crecen día a día y que no desaparecerán por el mero hecho de que aquí no nos pongamos de acuerdo al respecto. Lo que es seguro es que, como en tantos otros temas, el asunto no tardará en ganar preeminencia.

Uno de los temas sobre el que hay acuerdo casi consensual dentro de México es el de los derechos elementales de los migrantes y residentes mexicanos en EUA. Existe casi unanimidad sobre la necesidad de garantizar a los inmigrantes condiciones básicas seguridad y protección contra la violencia (aunque no deja de ser peculiar que ese consenso no se extienda a la ausencia de esos derechos dentro del país y que hacen inevitable la migración, pero ese es otro asunto). A pesar de múltiples avances en el terreno de los derechos de los emigrantes, incluso en materia de negociaciones bilaterales, es evidente que hay un gran trecho que recorrer. Por ejemplo, en la primera reunión entre los presidentes Fox y Bush se acordó emplear el término indocumentados, en lugar de ilegales, para referirse a esos mexicanos, algo sin precedente en la cultura legal y legalista norteamericana. El siguiente paso sería avanzar en materia migratoria de una manera más amplia, algo para lo cual las circunstancias internas de EUA no son propicias y las veleidades de nuestra política exterior hacen imposible.

Pero la realidad avanza más que mil negociaciones y discursos de políticos. Por más que se critique a las autoridades policiacas norteamericanas, millones de mexicanos han cruzado la línea fronteriza sin documentos y se han establecido en ese país, donde residen y trabajan de manera normal, así sea con las incertidumbres propias de su situación migratoria irregular. Todos los que han podido, obtienen permisos de trabajo y residencia legal, mientras que un número cada vez mayor se ha naturalizado ciudadano de aquel país. Otros, una cantidad que crece a la velocidad del sonido, reclaman sus derechos políticos en México (el voto en primerísimo lugar).

El tema del voto es por demás complejo. Concederle este derecho político a quien salió por la incompetencia de nuestros gobiernos parecería ser de elemental justicia; sin embargo, un votante que no reside en México (ni paga impuestos en el país) podría afectar el resultado de una elección cerrada, sin que ello tuviera consecuencias, buenas o malas, para él mismo. El tema es igualmente delicado desde la perspectiva norteamericana: lo último que quiere el gobierno estadounidense es que su territorio se convierta en una zona de disputas político electorales de otro país. El tema es candente y nada fácil. De votar en elecciones nacionales, los mexicanos en EUA se convertirían en una fuerza política enorme, que exigiría atención a sus reclamos y necesidades, lo mismo que a los de sus familiares todavía residentes en el país. La presión para llevar a cabo reformas internas sería enorme. Tal vez ése es el incentivo que nos hace falta.

Más allá del voto se encuentra la relación bilateral. Si México no tuviera una frontera geográfica con la economía más grande del mundo, las presiones demográficas nos hubieran obligado a actuar desde hace mucho. Si estas presiones se han disipado no es porque hayan desaparecido (o porque el gobierno haya decidido, en toda su sapiencia, ignorarlas), sino porque se optó por desconocerlas. Pero los mexicanos  ignorados por las estadísticas existen y se han convertido en un contingente tan enorme que comenzará a presionar sobre la vida política nacional, con voto o sin él. Esto entraña consecuencias brutales para las políticas públicas al interior del país, pero también para la relación bilateral. Sólo para ilustrar, las pretensiones de independencia en materia de política exterior, que se acusaron con el tema del voto en el Consejo de Seguridad de la ONU, se tornan un tanto pírricas cuando se considera que quizá hasta una sexta parte de la población se encuentra en territorio norteamericano, una cifra que crece todos los días, y de cuyo ingreso depende una porción enorme y creciente de la población residente en el país. Quizá sea tiempo de buscar el acomodo que esta realidad exige en el terreno de la política exterior.

Además de dejar de ignorar obviedades como la demográfica, es imperativo dejar de engañarnos. La población mexicana que reside en EUA crece y comienza a demandar que se hagan efectivos sus derechos; seguramente no tardará mucho tiempo en imponerse. Lo menos que podemos hacer es dejar de ignorar lo elemental y comenzar a debatir las consecuencias de esta realidad.

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México en la nueva realidad internacional

Luis Rubio

El mundo en que vivimos se ha transformado de una manera radical en los últimos años.  En sólo una década, transitamos de la Guerra Fría a un mundo casi unipolar.  Ese cambio fue dramático por sí mismo, pero nada comparado con lo que ocurrió después de los ataques del once de septiembre del 2001.  Las tendencias que venían cobrando forma desde finales de la década de los ochenta encontraron, súbitamente, un cauce que las llevó a manifestarse y consolidarse con el conflicto en Irak.  Indiscutiblemente, Estados Unidos se ha convertido no sólo en la potencia más grande del mundo, sino también en una dispuesta a actuar para imponer su visión del mundo.  El tema relevante para nosotros es si tenemos una comprensión cabal de lo que esto significa y si estamos dispuestos o seremos capaces de vivir con ello.

Hay tres formas de enfocar la nueva realidad norteamericana. Una es analizar el comportamiento del gobierno estadounidense en el contexto internacional actual. Es decir, la manera como se relaciona con sus viejos socios europeos en el marco de la Alianza Atlántica que cobró forma a partir de la Segunda Guerra Mundial, su compleja interacción con las instituciones multilaterales, sobre todo las Naciones Unidas, y, particularmente, su disposición a actuar de manera unilateral y al margen del resto de las naciones.  Para cualquier persona formada bajo la concepción de un mundo de equilibrios entre naciones soberanas que comenzó con la llamada Paz de Westfalia en el siglo XVII, la existencia de una potencia única y dispuesta a actuar de manera unilateral y agresiva constituye un rompimiento con la esencia de la estabilidad y la paz en el mundo. Para quienes adoptan esta óptica, EUA es el origen del problema actual, lo que les lleva a reprobar su manera de comportarse.

Una segunda manera de enfocar esta nueva realidad internacional consiste en analizar las fuerzas que, dentro la sociedad y el gobierno norteamericanos, han venido forjando las políticas y estrategias que animan la política exterior de nuestro vecino. Esta perspectiva analítica obliga a explicar la ideología, el pensamiento y vinculaciones que existen entre las personas e instituciones que han desarrollado planes y programas distintivos de la política exterior estadounidense. Un papel prominente en este esquema lo tienen intelectuales y funcionarios que se han dado por llamar “neoconservadores”, quienes han tenido una influencia desproporcionada en la conformación de las ideas y estrategias del actual gobierno. Mucho del desprecio mostrado por la administración Bush hacia las instituciones multilaterales –en temas tan diversos como la ecología, la justicia internacional, el control de armamentos y el sistema de resolución de disputas de la ONU- surge de los planteamientos hechos por estos intelectuales y funcionarios. Un análisis de la realidad internacional a partir de esta perspectiva, que obviamente es necesario y pertinente, también arrojaría una calificación reprobatoria en términos del mundo de equilibrios multilaterales que México, por razones obvias, siempre ha favorecido.

Una primera conclusión de las perspectivas descritas es que EUA está alterando el funcionamiento de estructuras e instituciones que por décadas mantuvieron un entorno de relativa estabilidad y paz en el contexto internacional. Su actuar ha transformado viejas nociones de comportamiento e interacción entre naciones y, con gran arrogancia, ha roto esquemas y destruido concepciones que muchos consideraban intocables. La pregunta es qué implica esto para nosotros.

Más allá de cualquier crítica a las nuevas tendencias norteamericanas, es prioritario entender la dinámica de sus acciones a  partir de la enorme importancia e influencia que tiene esa nación para nosotros. Sólo así podremos adecuarnos a la nueva realidad. Es decir, más allá de preferencias individuales o nacionales, una tercera manera de enfocar la nueva realidad consiste en evaluar el impacto de la existencia del mundo unipolar sobre México, en especial a la luz de nuestra geografía. Es crucial para México y los mexicanos comprender la realidad en que vivimos y evaluar las difíciles opciones que tenemos para enfrentarlo.

La vecindad con EUA constituye, como tantas veces han expresado políticos y filósofos a lo largo de nuestra historia, una maldición y una oportunidad. Maldición por la enorme asimetría de poder, pero también por las diferencias de actitudes y habilidades. Cuando cualquier mexicano visita la zona fronteriza, se enfrenta a las comparaciones que los propios residentes hacen sobre la calidad de las carreteras en uno y  otro lado de la línea fronteriza. En tono de broma se afirma que los norteamericanos se quedaron con la mejor parte de nuestro territorio después de la pérdida que sufrimos en el siglo XIX. Este viejo chiste ilustra las diferencias, pero también la amargura que los mexicanos sienten por nuestra incapacidad para organizarnos, llegar a acuerdos y hacer realidad el enorme potencial del país.  En lugar de ver este potencial, muchos prefieren ver la vecindad como una maldición. Las oportunidades inherentes a la relación con EUA han comenzado a ser explotadas de manera consistente a partir del lanzamiento del TLC en 1994, pero subsisten aún innumerables obstáculos para una eficiente y productiva integración económica.  Parte de estos obstáculos se explica por los intereses que impiden la eliminación de barreras (es el caso de los transportistas del lado norteamericano), pero tiene mucho más que ver con las vicisitudes de nuestro propio proceso de cambio político, la ausencia de liderazgo y la falta de un consenso interno respecto a la relación con EUA. La indiferencia se traduce en inacción y la inacción en el retorno de intereses particulares que se benefician del statu quo.

Pero el TLC, con sus oportunidades y limitaciones, representa sólo la mitad de la historia.  La integración económica es un proceso que avanza a pesar de los obstáculos y los impedimentos.  Al igual que la migración de mexicanos hacia EUA avanza independientemente del hecho de ser ilegal, la integración económica progresa porque tiene una dinámica propia que beneficia a ambas partes. Ciertamente, la integración podría ser más eficiente y menos costosa, pero ocurre de todas maneras.

La otra parte de la relación ente las dos naciones es la  política y diplomática y es clave tanto para eliminar obstáculos como para avanzar en el desarrollo de oportunidades. Esa vertiente de la relación está paralizada menos por la existencia de obstáculos en EUA, que obviamente los hay, que porque no hay disposición del lado mexicano para comprender la dimensión del cambio al interior de ese país y derivar las monumentales implicaciones de este hecho para México. La paradójica realidad es que mientras se mantenga frenada la relación política, no sólo se están perdiendo oportunidades, sino que se están afianzando intereses que, de manera consciente o no, impiden que el país se modernice y salga adelante.

El problema se complica porque ambas naciones parecen evolucionar en direcciones opuestas. Aunque la relación económica y entre las dos sociedades transcurre con normalidad, las percepciones políticas y actitudes gubernamentales de cada una se mueven en sentido contrario. Aún así, ambos gobiernos saben que es imperativo resolver problemas de interés mutuo, pero no se vislumbra la convergencia. Mientras que los norteamericanos han asumido que tienen que actuar de manera más decidida en el mundo, el gobierno mexicano se desempeña como si nada hubiera cambiado y, peor, como si sus intereses fundamentales se encontraran en otras latitudes, comenzando por Brasil. La triste realidad es que, sin ir a extremos, quizá experimentemos ahora el principio de una etapa mucho menos benigna de lo aparente.

Durante la Guerra Fría, algunos estudiosos de la política internacional en el mundo acuñaron el término “finlandización” para explicar la peculiar relación entre Finlandia y la Unión Soviética. Ese concepto se refería a la situación geopolítica de Finlandia que, aunque independiente como nación desde finales de la guerra en 1945, sufría severas limitaciones de facto en términos tanto militares como de política exterior, impuestas por su vecindad con la URSS. Se trataba de una nación independiente que, sin embargo, no podía ignorar las consecuencias de su cercanía física con una superpotencia. No es casualidad que Finlandia (como Austria) solicitara su acceso a la Unión Europea literalmente en el momento en que la URSS desapareció. El punto es que no es inconcebible que alguna forma tenue de finlandización sea el desagradable futuro que nos depara la relación con la única potencia mundial en esta era. La finlandización de tiempos de la Guerra Fría ciertamente no es equiparable con el México de hoy, primero porque EUA no tiene un sistema político autoritario como el que caracterizó a la URSS y segundo porque nuestro vecino, a pesar de su enorme poder e independientemente del juicio sobre su actuar, es una potencia esencialmente benigna. Pero estas circunstancias no reducen el hecho de que nuestra realidad geopolítica impone condiciones con las que tenemos que aprender a vivir.

El panorama de nuestra política exterior es tan difícil como lo queramos hacer.  Nuestra tradición ha buscado equilibrar la inexorable realidad geopolítica a través de un amplio despliegue diplomático en los organismos multilaterales y, más recientemente, por medio de tratados de libre comercio con diversas naciones latinoamericanas, la Unión Europea y Asia.  Ese esquema de diversidad sirvió para disimular una brutal realidad geográfica, pero no la ha cambiado. Ahora que la asimetría política del mundo con EUA se ha ensanchado todavía más, nuestros márgenes reales de libertad se están comprimiendo.  El gran tema para nuestra política exterior reside en desarrollar la habilidad necesaria para comprender a cabalidad la nueva realidad geopolítica, pero sobre todo para extraer los beneficios que de ella podrían derivarse. Hay que aprender a vivir con ella, lo que promete ser lo más difícil, pero también a derivar beneficios, algo para lo que con frecuencia parecemos incapaces y negados.

 

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Observaciones de una democracia autoritaria

Luis Rubio

A nadie debería sorprender el pobre resultado de la elección pasada: la democracia mexicana está fallando. Los comicios demostraron que tenemos un sistema electoral impecable en lo mecánico, pero que en su concepción no es más que un vestigio del viejo sistema autoritario. Antes todo giraba alrededor de la presidencia, ahora en torno a los partidos políticos. Éstos definen la agenda, deciden sobre el destino de los dineros públicos e impiden tanto la participación de la sociedad en las decisiones clave del país como el desarrollo de una ciudadanía moderna, propia de una democracia que se respete. Las elecciones evidenciaron la necesidad urgente de una reforma electoral y una reforma institucional de los órganos de gobierno, donde se preserve lo excepcional, como el IFE y el TRIFE, pero se acabe, de una vez por todas, con los vicios e incentivos perversos que se interconstruyeron en la ley electoral actual.

Desde hace semanas, los políticos mostraron preocupación por el potencial abstencionismo en las elecciones intermedias. En lugar de meditar sobre las causas de ese abstencionismo, prefirieron promover el voto. La mera idea de promover el voto es producto de un sistema autoritario. En ninguna democracia verdadera y que se respete se promueve el voto. El voto lo promueven las propuestas de los candidatos, las posturas ideológicas de los partidos, las acciones de los gobernantes y los debates entre quienes aspiran a alcanzar un puesto público. La pregunta importante es por qué no hacen nada de esto los partidos y los candidatos. Es muy probable que la respuesta a esa pregunta explique el abstencionismo más rápidamente que cualquier estrategia de promoción del voto.

Antes de preguntarnos por qué se abstuvieron casi el 60% de los sufragantes, sería mejor preguntar por qué habrían de salir a votar. Las campañas fueron largas y costosas, pero no hubo una sola propuesta relevante. Si uno observó con objetividad al panorama político y electoral, era obvio que existían muy pocas razones para perder el tiempo en una casilla, marcar la boleta y depositarla en la urna. Veamos.

Primero, qué razón de peso puede motivar a un elector cuando sabe de antemano quiénes encabezarán las bancadas de cada partido y, en muchos casos, quiénes serán los presidentes de las principales comisiones del Congreso. En otras palabras, las personas más influyentes en el Congreso no pasan por la decisión del elector más que de ladito. Nuestro peculiar sistema híbrido de representación directa y proporcional (los llamados plurinominales), le roba al ciudadano el derecho de decidir quiénes serán sus representantes, sobre todo porque hay representantes de primera y de segunda y los de primera son elegidos por los partidos.

Segundo, el costo de las elecciones enoja al elector. Los dineros públicos no sólo financian la organización y operación de las elecciones (el indicador de nuestro verdadero avance democrático), sino a todos los partidos políticos, incluso a aquéllos que constituyen flagrantes negocios. Como alguna vez me dijera un político, no hay negocio más rentable que crear un partido político. Lo peor de todo es que este sistema de financiamiento es tan perverso que no sólo tiene un costo altísimo para el contribuyente, sino que resulta con frecuencia insuficiente para la conducción de las campañas de los candidatos. Con esto, hemos adquirido los peores vicios de todos los sistemas electorales: los enormes costos de las elecciones; la ausencia de responsabilidad y rendición de cuentas (porque los fondos, al ser públicos, no son de nadie); la inmunidad de los partidos y supuestos representantes (porque no le deben cuentas más que a su partido); y una permanente propensión a procurar fondos de manera ilegal por parte de personas y empresas, con la consecuente deuda a los intereses que éstos representan. El objetivo de impedir la corrupción por la vía del financiamiento público, acabó por crear un sistema terriblemente costoso y potencialmente corrupto.

Tercero, no había motivación para votar en esta elección porque el Senado permanecía intacto y el resultado de los comicios no hacía una gran diferencia. En un periodo de tres años, todo puede cambiar, como ocurrió entre 1988 y 1991 (en que el PRI pasó de casi perder a ganar la totalidad de los distritos de representación directa). Sin embargo, la permanencia del total de los senadores por seis años da a la elección intermedia un papel irrelevante. En esta ocasión es claro que la población quería mantener el statu quo, pero qué si la población está encantada con el gobierno o, al contrario, totalmente decepcionada. No hay manera que las elecciones federales intermedias le permitan expresar ese sentir y hacer algo al respecto. Parece una necesidad, por tanto, volver al sistema rotativo en el Senado que, de manera efímera y en otro contexto político, existió hace una década. Sólo de esa forma el electorado sentirá que, a pesar de todo, posee alguna capacidad de modificar el equilibrio político.

Cuarto, no se perciben muchas razones para ir a votar cuando los partidos y sus candidatos no se acercan a la población, no discuten sus problemas o garantizan que trabajarán para resolverlos. En un sistema democrático, el representante trabaja para y de frente a la ciudadanía, la escucha y avanza sus intereses. En el pasado, los candidatos priístas a un puesto público, siempre ligados con la administración saliente, entregaban beneficios de antemano: una lechería, una calle, acceso al servicio eléctrico. Todo se hacía para que los tiempos de acción de la autoridad favorecieran la campaña del sucesor. La población reconocía el cinismo, pero también la realidad del sistema y se dedicaba a exigir beneficios en el momento electoral. No era un sistema representativo, aunque al menos existían algunos beneficios tangibles. En el actual contexto de competencia, los candidatos a diputado no cuentan más que marginalmente con esa prerrogativa y la población no se beneficia ni del cinismo del partido único ni del acceso al supuesto representante, que debería ser la característica de una democracia.

Quinto, depositar el voto en la urna no se traduce en un mayor desarrollo económico, la consolidación de los derechos políticos o el avance de sus oportunidades de desarrollo personal y familiar. Entonces, para qué votar. La peculiar democracia que hemos construido ha sido secuestrada por las burocracias partidistas y ha creado un poder legislativo enquistado, distante y desinteresado en los ciudadanos. Para comenzar, una tercera parte de los diputados (los plurinominales) no son sujetos del escrutinio popular pero sí son los más influyentes. Además, los diputados no vuelven a ver a sus votantes nunca más, lo que los hace indiferentes ante el electorado y sus intereses. De esta manera, en lugar de representar al elector, se representan a sí mismos o a su partido. Valiente democracia.

Estamos ante un poder legislativo que no representa a la población, ni tiene interés en comprender sus prioridades, está más bien enfocado en sus propias agendas y lo último que quiere es preocuparse por los temas de fondo de la ciudadanía o del país. Esta peculiar circunstancia crea toda clase de vicios, comenzando por los más obvios: no se resuelven los problemas ni se debaten en público las alternativas. En lugar de discutir los problemas de la educación en el país (que, todos lo sabemos, es patética), los legisladores optan por el camino fácil e irresponsable: resuelven destinar ocho por ciento del PIB en educación, sin jamás preocuparse por cosas triviales como la forma en que se va a financiar ese valiente objetivo o cómo se gastará ese presupuesto. Lo mismo ocurre con otros temas vitales para el desarrollo del país, como el de la generación eléctrica, la salud de las finanzas públicas, etc.

En suma, no es difícil dilucidar las causas de la apatía ciudadana. Las elecciones del 2000 cambiaron al país para siempre, abriendo oportunidades únicas para su desarrollo. Pero esas oportunidades existirán sólo si se construyen las instancias institucionales que encaucen los procesos de decisión, den cabida a la participación de la ciudadanía, desarrollen y consoliden el Estado de derecho y fuercen a los legisladores a responder y rendir cuentas ante los ciudadanos. Todos y cada uno de estos temas deben ser parte de la urgente agenda de reforma institucional requerida por el país y sin la cual persistiremos en los atavismos de un viejo sistema, pero sin la capacidad de ejecución que lo caracterizaba.

El sistema electoral que tenemos es un producto de nuestra historia. Surgió a partir de los arreglos y compromisos que fueron posibles a mediados de los noventa, luego de dos décadas de una gradual apertura política y electoral. Su principal atributo es que ha permitido la organización y realización de comicios impecables, no disputados y plenamente legítimos. En esto, la combinación del Instituto Federal Electoral y del Tribunal Electoral ha resultado formidable y un verdadero logro para el desarrollo del país. Pero junto con estos excepcionales alcances se diseñó un sistema electoral que privilegia a los tres partidos grandes, distancia a éstos de la ciudadanía, fomenta la parálisis legislativa e impide que el país avance hacia el desarrollo político y económico.

Las elecciones del domingo pasado son un ejemplo fehaciente de las contradicciones y costos que le imprimen a la sociedad mexicana los instintos antidemocráticos de nuestros partidos y políticos. Hay que interpretar los resultados de las elecciones recientes como una llamada de atención: el país no está funcionando y se requieren acciones concretas y efectivas para salir adelante. Estamos en la mitad del río: abandonamos la ribera del viejo sistema priísta pero nos negamos a avanzar hacia la democracia; en el camino, estamos experimentando todos los avatares de un río que, en momentos, puede ponerse por demás bronco. Por eso hay que trabajar con el resultado que arrojó la elección que, de hecho, ha creado una oportunidad excepcional. Esperemos que esos políticos, aunque distantes del electorado, sepan aprovecharla.

 

¿Importa cómo votar?

Luis Rubio

A diferencia del dos de julio del año 2000, el día de hoy la ciudadanía carga un peso mucho más liviano sobre su espalda. Aunque el mensaje que los votantes le enviarán a los políticos será crucial, su trascendencia va a ser relativamente menor. El Senado continuará con su composición actual hasta el fin del sexenio, lo que implica que el PRI tiene, además de poder de veto, una virtual mayoría en esa cámara gracias a su vínculo con el PVEM, razón por la cual el único escenario que sería dramáticamente distinto al vivido en estos últimos tres años sería aquél en el que el PRI logra una mayoría absoluta. Las encuestas sugieren que ese escenario es altamente improbable, por lo que la verdadera importancia del voto de hoy reside en la percepción que la población guarda sobre el presidente Fox y el PRI. En última instancia, la justa electoral del día de hoy mostrará si la población ha avanzado en su desarrollo ciudadano (deseado por el presidente Fox), o si se ha asustado frente a los avatares de la democracia y la inexperiencia (como argumenta el PRI).

Si la composición del poder legislativo no sufrirá cambios significativos cabe preguntarse cuál es la relevancia de las elecciones que tienen lugar el día de hoy. Esta pregunta se hace todavía más significativa a la luz del hecho de que el Senado permanecerá con su composición actual, pues esa cámara se renueva cada seis años. Aunque las encuestas han venido demostrando de manera sistemática que es improbable que algún partido logre una mayoría absoluta en la próxima legislatura, las encuestas son, a final de cuentas, una fotografía del momento en que se levantan. El día de la verdad no es el día de la encuesta, sino el día de las elecciones. Nada hay que impida que algunos votantes alteren sus preferencias en el último momento.

Pero regresando a la pregunta de por qué son relevantes las elecciones de hoy, la respuesta reside en dos circunstancias muy específicas. Primera, existe una posibilidad, pequeña de acuerdo a las encuestas, pero posibilidad al fin, de que alguno de los dos partidos grandes, el PAN o el PRI, llegara a disparar la llamada “cláusula de gobernabilidad”, que es un mecanismo interconstruido en el Código de Procedimientos Electorales para garantizar la mayoría absoluta a una fuerza política si rebasara el 42% de la votación y, además, tuviera una ventaja superior al 5% respecto a su primer contendiente. Si se considera que la mayoría de las encuestas arroja una diferencia menor a 5% entre las dos principales fuerzas electorales y un rango de votación que no rebasa el 40%, la probabilidad de que alguna de las dos llegara a disparar la famosa cláusula  es bastante pequeña. Para que el PRI o el PAN pudieran tener una mayoría absoluta en la próxima cámara, muchos votantes tendrían que alterar sus preferencias de voto de manera muy substancial en los últimos días.

La otra circunstancia que hace relevante estas elecciones es que será la primera oportunidad del electorado para manifestarse en torno a la presidencia de Vicente Fox. La elección del candidato de un partido distinto al PRI en el 2000 cimbró a la política mexicana. Nada había preparado al país para una presidencia que no se hubiera originado en el PRI, lo que explica en buena medida las desavenencias y complejidades características de la política mexicana en este periodo. Con la derrota del PRI en las urnas, se vino abajo el sistema presidencialista y con éste la capacidad de los presidentes mexicanos para imponer sus preferencias. Vicente Fox llegó a la primera magistratura sin experiencia relevante para el puesto y sin los instrumentos de imposición y control de sus predecesores. Ambos factores –la ausencia de instrumentos y la inexperiencia- han marcado el devenir de esta administración. Ahora los votantes se manifestarán al respecto.

Vicente Fox asumió el cargo con la promesa de un cambio. Aunque nunca, incluso después de su toma de posesión, fue preciso sobre qué tipo de cambio proponía o los alcances que tendría, es evidente que hay dos factores centrales involucrados en esa promesa de cambio. Uno se refiere al modo de conducir los asuntos públicos y el otro tiene que ver con la economía.

La primera gran expectativa de la población que votó por Fox (y de muchos que se sumaron a su elección después de cerradas las urnas) fue el combate a la corrupción. Buena parte de quienes votaron por Fox, sobre todo ese enorme grupo de individuos que votaron por él sin ser miembros o incluso simpatizantes del  PAN, lo hicieron convencidos de que el país requería un rompimiento con el pasado; y la mayoría de ellos asociaba el pasado con abuso y corrupción. No es casual que, a pesar de la extraordinaria popularidad que sigue comandando el presidente Fox, haya un gran escepticismo en la sociedad mexicana respecto a la conducción de los asuntos públicos. Escándalos como el de Amigos de Fox y los supuestos negocios ilícitos de los hijos de la pareja presidencial, han  acentuado ese escepticismo y, quizá, han alienado a muchos de quienes antes fueron sus electores.

La situación económica no ha sido precisamente benigna para este gobierno. La presente administración no sólo ha adolecido de una estrategia para avanzar su agenda, sino que ha logrado reactivar todos los intereses creados que, mal que bien, habían sido medianamente controlados o socavados en los años pasados. En lugar de impulsar una agenda de reformas, el gobierno se ha limitado a demandar cambios sin negociarlos. En vez de encontrar reductos de negociación e intercambio con un renuente y, a menudo, hostil poder legislativo, el gobierno se ha enquistado y renunciado a transformar su propia estructura administrativa, a pesar de que muchos de los cambios ofrecidos por el presidente dependen del propio poder ejecutivo, más que del legislativo. De reformarse secretarías como la de Comunicaciones, Economía, Trabajo y Educación, el país estaría encontrando las reformas microeconómicas que todo mundo demanda, pero que aparentemente nadie tiene la sagacidad y determinación de materializar. En cambio, innumerables empresarios, sindicatos y grupos que representan los intereses particulares más mezquinos han logrado protección, subsidios y beneficios que perjudican al resto de la sociedad. Parece más sencillo culpar al legislativo de lo que no se hizo, que avanzar con seriedad la agenda de reformas al interior de sector público que hasta los priístas más comprometidos con una estrategia de transformación económica habían evitado.

La gran pregunta para la justa electoral del día de hoy es cómo evaluará la ciudadanía el desempeño gubernamental. A todas luces es evidente que el presidente no ha logrado avanzar su agenda por falta de habilidad y  por el bloqueo al que se ha visto sometido a causa del legislativo. Las encuestas sugieren que la población no culpa al presidente de la parálisis y que, de hecho, prefiere el statu quo actual que posibles cambios que pudiesen venir acompañados de momentos de inestabilidad económica. El problema es que la estabilidad económica no es suficiente para un país con las características demográficas del nuestro. Contra lo que argumentan muchos economistas y empresarios prominentes, el problema de la economía mexicana no reside en la falta de gasto público (aunque éste ciertamente podría ser infinitamente más productivo), sino en la ausencia de motores internos de crecimiento; de esta manera, frente a la falta de dinamismo del sector exportador, la única alternativa reside en reformas internas, tanto aquellas que dependen del poder ejecutivo, como de las que entrañan cambios importantes en nuestra tradición política y en la propia constitución, como la eléctrica, petroquímica y petrolera.

A la fecha, el PRI ha ganado muchas de las elecciones estatales y locales. Sus principales estrategas estiman que ello ofrece una prueba contundente de que el PRI se recupera en detrimento del PAN, lo cual alienta su ánimo de triunfo para la justa que se verifica el día de hoy. Los estudiosos y analistas de temas electorales y políticos, la mayoría sin intereses de por medio, sugieren una hipótesis alternativa: las elecciones locales son sobre personas y temas, en tanto que las federales son sobre partidos. Ambos supuestos estarán en la palestra el día de hoy.

Esta noche tendremos alguna certeza sobre las preferencias electorales de la población, así como  de la apreciación que tienen los votantes sobre la persona del presidente, su desempeño y, en particular, la disposición que pudieran mostrar para conducir al PRI nuevamente a la presidencia en algunos años. De esta manera, aunque intrascendentes por su resultado inmediato, las implicaciones de esta justa electoral son enormes.

Para el votante común y corriente, las opciones son muy claras. Si vota por el PRI, expresaría una preferencia por la experiencia de décadas en el gobierno, con toda la corrupción que le ha acompañado; optar por el PAN significaría refrendar la esperanza de cambio por encima de la experiencia de los últimos tres años; finalmente, la elección por el PRD supondría el apoyo a una fuerza política que no ha gobernado al país al más alto nivel. Por último, si los partidos chicos alcanzan curules en el Congreso por vía de la representación proporcional, el elector estaría manifestándose por la diversidad. De lo que no hay duda es que el voto hace diferencia y va a afectar la dinámica política del país por años. Por eso, más allá de un voto por tal o cual partido grande o chico, lo más importante es el hecho de votar.

Independientemente de que se haya logrado una sensible mejoría en la calidad de vida u oportunidades de desarrollo para la población, la alternancia en el poder ejecutivo le trajo a los mexicanos un beneficio inigualable: hizo imposible el abuso sistemático y casi ilimitado del viejo presidencialismo. Pero sin reformas, ese logro acaba siendo estéril. La pregunta para el día de hoy es si con el voto depositado hoy, cada ciudadano está haciendo más o menos probable la consolidación de ese excepcional logro.

www.cidac.org

El futuro de la democracia mexicana

Luis Rubio

El debate sobre el futuro de la democracia mexicana es tan fructífero hoy como lo fue hace años, aunque los matices han cambiado. En el pasado, los monólogos, característicos de la política mexicana, mostraban una polarización total: unos argumentaban que la democracia resolvería los problemas del país, en tanto que otros señalaban nuestra imposibilidad estructural para funcionar en un sistema político sustentado en la responsabilidad individual. Independientemente de los intereses, variantes y asegunes que las múltiples posturas reflejaban, la democracia no llegó a México a partir del consenso sino, más bien, a través de la presión de muchas organizaciones sociales, la opinión pública y algunos partidos políticos. La democracia mexicana se ha limitado a lo electoral precisamente porque ese fue el máximo grado de acuerdo al que se pudo llegar. A casi tres años de haber inaugurado una nueva era de la política mexicana, es necesario repensar la viabilidad de esta forma de gobierno.

Hace más de cinco décadas, Wiston Churchill sentó las bases para un debate de esta naturaleza con una contra-definición: la democracia es la peor forma de gobierno, con excepción de todas las demás. El gran estadista británico había sido el único político inglés que pronosticó con precisión el futuro de Alemania después de la primera guerra mundial y sufrió los agravios de un candidato perdedor en un sistema democrático. Pero su visión era por demás práctica: comprendía que un liderazgo dictatorial podría confrontar la creciente amenaza Nazi, pero también sabía bien que un exitoso esfuerzo bélico dependía de la existencia de un electorado convencido de ese esfuerzo. Y esa convicción no podía ser impuesta, sino tenía que derivar del ejercicio de la libertad de acción y elección que sólo una democracia puede ofrecer. Así, Churchill entendió que la lentitud y complejidad que inevitablemente vienen asociadas con la democracia representaban una virtud y no un costo.

Aún con todos los avatares de la publicidad electoral, la democracia mexicana opera bien en su nivel más elemental, el electoral. Pero como forma de gobierno no ha logrado cumplir su cometido. Esta circunstancia no es excepcional, ni sólo característica de México. La mayor parte de las naciones que avanzan hacia un sistema democrático de gobierno, lo hacen más para superar un sistema dictatorial que por vía de un proceso acordado, discutido y consolidado de transición política. Casos tan atractivos como Chile y España son excepciones; lo típico son casos como el de Indonesia y Rusia, México y Argentina. Lo común entre las naciones que aspiran a la democracia es que accedan a ella sin un mapa para su desarrollo. Una vez vencido el primer obstáculo, los problemas asociados a la democracia comienzan a hacerse evidentes. Esto es, todos los males que Churchill asociaba con la democracia empiezan a manifestarse, sin que en apariencia se vean los beneficios. En el caso de México, el mayor de todos los beneficios que la democracia ya dio a los mexicanos es lo que Karl Popper, uno de los mayores teóricos de la democracia moderna, siempre aplaudió: el hacer imposible la imposición dictatorial o semi-autoritaria, característica de la era priísta. Aunque intangible, el beneficio no es pequeño, sobre todo cuando uno considera no sólo las desavenencias del gobierno actual, sino la frecuente arbitrariedad de los gobiernos anteriores.

El gran problema de la democracia no reside en que existan contrapesos entre los distintos poderes públicos, como ahora afirman pomposamente muchos de nuestros legisladores, sino en la ausencia de esos pesos y contrapesos. Es decir, cuando está ecuación está incompleta, como es el caso de México, la democracia no puede operar o prosperar. Justamente, lo que diferencia la parálisis de muchas de las democracias jóvenes e inmaduras del mundo como Indonesia, Filipinas, Brasil, Rusia y México, de la funcionalidad de democracias maduras es, en buena medida, el sistema de equilibrios, ingrediente crucial de la democracia. Cuando ésta cuenta con un sistema de pesos y contrapesos efectivo, cada uno de los poderes públicos sabe a qué atenerse y todos saben que sólo pueden ser exitosos en la medida en que los demás funcionen. De esta manera, en un sistema caracterizado por pesos y contrapesos efectivos, ningún poder puede aducir que fueron los otros poderes la razón que impidió el avance de su propia agenda, como cotidianamente ocurre en nuestro país en la actualidad. El éxito de cualquier poder en un sistema democrático reside en la negociación esa mala palabra de la política mexicana actual- que garantiza que todas las partes (el gobierno y los representados) hayan logrando un acuerdo con el que todo mundo puede vivir. La democracia triunfa cuando se logra el mejor arreglo posible, no cuando una de las partes derrota a las demás.

Lo obvio en nuestro caso es que no hemos desarrollado un sistema efectivo de pesos y contrapesos. Esto es producto de dos circunstancias. Una tiene que ver con la manera peculiar en que arribamos al dos de julio del 2000: a regañadientes y a contracorriente. Los priístas no querían avanzar y cedieron más por la fuerza del presidencialismo que por convicción, así fuera superficial. La otra se refiere al papel de la oposición: aunque en los noventa todo mundo hablaba de democracia, muy pocos la comprendían o deseaban; la mayoría de quienes discutían, argumentaban o pataleaban, quería reemplazar al PRI en los Pinos, pero no tenían ni le conferían mayor importancia a los derechos civiles y ciudadanos, a la representación política o a los pesos y contrapesos. No es por casualidad que nos encontremos donde estamos.

El desarrollo de un sistema de pesos y contrapesos no es algo automático ni natural. No se trata de un sistema mecánico que se implanta desde arriba, sino de un sistema de organización que sólo puede cuajar si una sociedad debate y discute, analiza y acuerda los componentes que integrarán su sistema político. Los españoles de hoy heredaron una estructura mínima y construyeron un gran andamiaje a partir de acuerdos derivados de ese basamento. En forma similar a los estadounidenses del siglo XVIII, los españoles discutieron los componentes de la democracia, debatieron la manera de crear un sistema político apropiado y plasmaron todo eso en la Constitución que hoy los rige. Nada de lo anterior ha ocurrido en México. De hecho, si de diálogo se tratara y si éste fuera una precondición para el éxito de la democracia mexicana, su futuro estaría por demás en duda en nuestro país. Nuestra propensión al monólogo sistemático, además del recurso a la descalificación y las acciones violentas y no institucionales para avanzar intereses particulares, imposibilita el avance de la democracia. La parálisis que nos caracteriza, aunque especialmente visible en la relación ejecutivo-legislativo, no es privativa de nuestros gobernantes.

Juzgado en retrospectiva, uno de los grandes temas de análisis sobre la democracia mexicana a lo largo de las décadas pasadas fue el de la diversidad. Cómo integrar, se preguntaban algunos, a los indígenas de Chiapas o Oaxaca en un proyecto democrático, dados sus usos y costumbres. Otros se preocupaban por la enorme desigualdad de acceso al sistema político, producto tanto de diferencias económicas, sociales y geográficas como educativas. Ciertamente, las oportunidades con que cuenta un niño urbano nada tienen que ver con las del hijo de un campesino pobre. El mismo símil se puede aplicar, en muchas instancias, al niño que crece al amparo de la educación privada frente a quien sufre los avatares de la educación pública. No hay nada de malo en el concepto de una educación laica y gratuita para todos, pero su pésima calidad constituye un fardo para el desarrollo de una enorme proporción de la población. La tónica de los debates sobre estos temas en el pasado, en especial la de los propios priístas, era considerar al mexicano como incapaz de decidir por sí mismo, razón por la cual era necesario un sistema tutelar que le garantizara el bienestar. Como bien mostraron las elecciones del 2000, la abrumadora mayoría de los electores mexicanos (más del sesenta por ciento si se suman los votos de los partidos distintos al PRI) cuestionó ese sistema fundamentado en la imposición para beneficio de unos cuantos.

Pero el tema de la desigualdad de acceso no se puede ignorar por el solo hecho de que los mexicanos hayan probado que tienen capacidad de decidir. De hecho, las desigualdades de acceso nos colocan en un problema complejo y espinoso: el de la integridad territorial del país. Desde mediados del siglo XIX, una de las grandes banderas de la política nacional fue la conservación de la unidad territorial, sobre todo después del acuerdo de Guadalupe Hidalgo. Esa fue también la preocupación y justificación del centralismo que caracterizó tanto al porfiriato como a los gobiernos priístas posteriores. Hoy, al comienzo de la era pospriísta, una vez que se levantó la tapa de la olla que mantenía al viejo sistema bajo control, una interrogante central es si el país se mantuvo unido por las fuerzas de atracción centrípeta que los priístas construyeron y sobre las cuales cometieron todo tipo de abuso, o si, en realidad, como afirmaban muchos de ellos, el país es más una colección de regiones inconexas y desvinculadas que podría romperse a la primera oportunidad.

La democracia mexicana dista mucho de haberse consolidado. Nadie duda de la fortaleza de sus instituciones electorales, pero todo mundo sabe que su sistema de gobierno no funciona. Una de las razones reside en el gobierno mismo, que se ha mostrado incapaz de organizarse para actuar. Pero el problema de fondo es estructural y no se va a resolver sin diálogo, acuerdos y negociaciones. El problema es que el tiempo apremia porque un país estancado es un país en riesgo. Y los riesgos que enfrentamos son serios y de muy diversa índole. Es inminente, impostergable y necesario actuar. Las elecciones de la semana próxima podrían ser un buen principio en este pedregoso camino.

 

¿Ciudadanos?

Luis Rubio

Tres años de cambio pero de muy poca ciudadanía. Este es uno de los saldos más visibles, y despreciables, que arroja la primera mitad del gobierno del presidente Fox. En lugar de promover un cambio en la relación con los ciudadanos, una relación que sirviera para apalancar un proceso de transformación política, económica y social, el gobierno se ha contentado con dejar las cosas como están. El costo es evidente a todas luces: el cambio se ha dado sólo de manera marginal y la población sigue siendo un fardo, en lugar de un impulsor de la transformación que se prometió. La pregunta es si todavía se le puede dar la vuelta a este entuerto.

El problema no es menor. El presidente Fox ganó las elecciones presidenciales del 2000 tras prometer un cambio que todavía hoy resulta difuso e indefinido. Como estratagema de campaña, la idea resultaba atractiva para una población que estaba harta de décadas de gobiernos abusivos, pero como programa de gobierno, una propuesta de cambio indefinido resulta no sólo absurda, sino contraproducente. Como están las cosas, al presidente se le reclama todo: igual lo que no ha cambiado que lo que ha cambiado demasiado y sin control. El problema es que, en ausencia de un programa de gobierno concreto y específico, la población se vuelca, naturalmente, sobre lo que se prometió: un cambio.

Hay dos maneras de analizar este trienio de manera independiente de las percepciones comunes. Por una parte, no hay ni la menor duda que las elecciones del 2000 trajeron consigo un resultado poco perceptible, pero no por ello pequeño. Con el desalojo del PRI de la presidencia y la elección de un congreso de oposición o, en todo caso, sin mayorías absolutas, los ciudadanos robaron al ejecutivo el arma favorita de los gobiernos de los setenta años anteriores: la capacidad de abusar del electorado, de violar la ley sin el menor reparo y de imponer las preferencias presidenciales sin rubor. Un acto expropiatorio como el de López Portillo en 1982, que fue inmediatamente sancionado por el Congreso, sería impensable en la actualidad. Desde esta perspectiva, el cambio ha sido fenomenal: la ciudadanía puede estar segura de que al menos los más grandes abusos, aquéllos que requieren de la concurrencia del poder legislativo o judicial, son altamente improbables en la actualidad.

Pero este avance no es mérito del ejecutivo, sino del propio electorado que, con su voto, decidió cercenarle al presidente la capacidad de abusar. Quizá por eso y a pesar de las penurias por las que sin duda atraviesa la administración Fox en sus relaciones con el poder legislativo, la población sigue indispuesta a concederle al PAN la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados el próximo seis de julio, al menos así lo asientan las mayorías de las encuestas. La población cambió las reglas del juego al elegir a un presidente de la oposición, al reprobar al PRI y negarle acceso a la casa presidencial (y, por lo tanto, a la imposición) y al elegir un congreso sin mayoría para el partido del presidente. Todos estos fueron actos conscientes de un electorado que, a pesar del desprecio que los políticos les manifiestan, evidenció una enorme madurez.

El gran problema, sin embargo, es que este avance ciudadano no ha sido alcanzado por el gobierno foxista. Contra todo pronóstico, el gobierno actual ha manifestado su desprecio a la ciudadanía, ha menospreciado el apoyo que una población consciente y dedicada le puede aportar; en una palabra, ha optado por desconocer el potencial que el propio Fox despertó durante su campaña presidencial. En lugar de apalancarse en una ciudadanía demandante y activa, el gobierno del presidente Fox ha optado por dejar las cosas como están, resolver los problemas que se pueden atender y olvidarse del cambio que propuso y lo llevó a la presidencia.

Al igual que la democracia, la ciudadanía en México está por demás subdesarrollada. En materia democrática, el país apenas rebasó el primer peldaño: el de unas elecciones limpias, competitivas y respetadas. Fuera de eso, nuestra democracia es por demás limitada e insuficiente. Poco o nada se ha avanzado en el desarrollo de un sistema judicial impoluto; los medios de comunicación siguen siendo amarillistas y subjetivos; el acceso a la justicia es por demás limitado; la arbitrariedad burocrática sigue siendo la norma más que la excepción; la burocracia persiste en su arrogancia y sigue siendo impenetrable; los sindicatos de los monopolios gubernamentales (como los de Pemex, la CFE y Luz y Fuerza del Centro) siguen abusando del gobierno y del consumidor. No cabe duda de que la voluntad del gobierno es, en los más de los casos, la de servir a la población. La realidad, sin embargo, es que la vida cotidiana de los mexicanos hoy no es muy distinta a la del pasado. Para el mexicano común y corriente nada ha cambiado, al menos en su vida diaria, respecto a los gobiernos emanados del PRI. Desde esta perspectiva, no es casualidad lo que la población implícitamente manifiesta en las encuestas: mejor un gobierno impotente (como el conocido) que un gobierno con libertad de hacer lo que le plazca (así sea esto bueno).

La vida diaria sigue siendo la misma. Cuando un ciudadano quiere estacionar su automóvil, debe comprarle el lugar a la persona que, para todo fin práctico, es dueña de la calle: aquél que llegó temprano y con cubetas o cascos bloquea el espacio a menos que le paguen su cuota. Lo mismo ocurre cuando un ciudadano va a tratar de pagar la luz o a inscribir a sus hijos a la escuela; hasta el pago de impuestos es un problema. La vida ciudadana sigue siendo una llena de abusos, pesadumbre y arbitrariedades. Hace unos días, una distinguida autoridad del gobierno capitalino recomendaba a la población quedarse en sus casas porque había el peligro de que el caos vial fuera de una magnitud tal que más valía no intentar ir a la escuela, al trabajo o a cualquier otro lado. En lugar de que las autoridades sirvan a la ciudadanía, la recomendación del gobernante, en este caso perredista, era no estorbar a los manifestantes. A ese extremo hemos llegado.

La gran pregunta es por qué el gobierno del presidente Fox abandonó a la que era su principal carta para llevar a cabo un cambio radical en el país. Si bien es perfectamente comprensible que este gobierno mostrara menos destreza y experiencia en el manejo y administración de los problemas cotidianos de la ciudadanía, lo que resulta inexplicable es su total desprecio por la única fuente real y potencial de apoyo y legitimidad. Contentos con mantenerse en el poder, los nuevos gobernantes no sólo han hecho caso omiso de sus propias propuestas y promesas, sino también de la ciudadanía en su conjunto.

Una ciudadanía informada y activa constituye un reto para cualquier gobierno. Es más fácil manejar (de hecho, manipular) a una población ignorante que a una ciudadanía con empuje y comprometida. Ese es el saldo de setenta años de una política educativa orientada a someter y subordinar. Sin embargo, la naturaleza de la coalición que hizo posible la candidatura y el triunfo electoral del hoy presidente Fox es precisamente la opuesta: una clase media urbana despreciada por el PRI que acabó por ser suficientemente numerosa para hacer irrelevante (y, en buena medida, imposible) la manipulación electoral por parte del PRI. No es sorprendente, por eso, que el caso de Amigos de Fox haya afectado gravemente el voto potencial de este segmento de la población, intolerante a la corrupción, venga ésta de donde venga.

Quizá el mayor error del actual gobierno resida menos en sus ineficiencias e incapacidades, que en su desprecio a la ciudadanía. Cuando el gobierno no aprovecha a una ciudadanía boyante para enfrentar lo peor del viejo sistema político y se deja doblegar por masas manipuladas y acarreados con machetes, demuestra que no entiende su papel en la historia, ni el momento político por el que atraviesa el país.

Los mexicanos votaron por un cambio que, al menos en su mínima expresión, implica el respeto a los derechos ciudadanos, el fortalecimiento de la capacidad de los individuos para defender sus intereses y el desarrollo de mecanismos que permitan la transición hacia una plena ciudadanía. Sin embargo, nada de estos es prioridad gubernamental. El gobierno no sólo ha ignorado las demandas ciudadanas, sino que no se ha abocado a ninguno de los temas que harían distinta la relación entre le gobierno y la ciudadanía. Mientras que el gobierno intenta crear un servicio civil de carrera, por citar un ejemplo, ¿qué ha hecho para facilitar el acceso del ciudadano común y corriente al poder judicial? No se trata de que por cada tema que el gobierno impulse exista un avance paralelo en el terreno ciudadano, pero el hecho es que, con la posible excepción de la Ley de Acceso a la Información, la población y sus derechos han estado ausentes del pensar y de la estrategia de la administración foxista.

Además de inexplicable, el proceder del gobierno panista es por demás contraproducente. Mientras que partidos como el PRI y el PRD cuentan con organizaciones capaces de organizar, movilizar, acarrear y manipular a la población en defensa de los intereses más sectarios, obscuros y mezquinos, el gobierno actual se ha limitado a confrontarlos con armas políticas prehistóricas, como la concertacesión y la capitulación (recordemos el caso del aeropuerto en Atenco), en lugar de crear condiciones para el desarrollo de una ciudadanía capaz de defenderse a sí misma e impulsar los intereses y objetivos que el presidente y su gobierno, al menos en espíritu, representan.

Sólo si el gobierno del presidente Fox recapacita y reconoce que su única oportunidad, de hecho su razón de ser, es la ciudadanía, evitará que el país, y con éste el gobierno, fracasen, una vez más. El problema de México no reside en la ausencia de reformas, sino en la ausencia de una ciudadanía capaz de impulsar y hacer inevitables esas reformas. La diferencia no es retórica ni semántica: es lo que distingue a un gobierno de ciudadanos de uno de súbditos. Es tiempo de que el gobierno del presidente Fox se manifieste al respecto.

 

De vuelta al corporativismo

Luis Rubio

Los mexicanos tenemos que llegar a un acuerdo sobre qué clase de país y sociedad queremos ser. Durante casi doscientos años de historia independiente, México se ha debatido por encontrar su esencia: centralista o federalista, liberal o conservadora, democrática o dictablanda, de Occidente o del tercer mundo, moderna o tradicional. Como Sisifo, cuando, finalmente, parece estar a punto de hallarla, las dudas y alegatos comienzan de nuevo, desatando torbellinos que luego ya nadie puede controlar. Las controversias que consumen a la sociedad mexicana actual exigen definiciones, una vez más. Aunque nadie lo está planteando de esta manera, la disyuntiva que enfrentamos es si queremos avanzar en torno a la construcción de una sociedad moderna, democrática y rica, o si preferimos el retorno a una sociedad corporativizada, centralizada e incapaz de impulsar el desarrollo económico, político y social. Este es el tema que yace detrás de la reciente propuesta de constituir un Consejo Económico y Social (CES) que nos obliga, por sus implicaciones, a definirnos más pronto que tarde.

La mayor parte de los promotores de CES son personas y organizaciones de buena fe. Más que ninguna otra cosa, los anima la urgencia de acabar con el desorden que caracteriza al país, impulsar un derrotero claro hasta ahora ausente, recuperar el crecimiento económico y quizá, por encima de todo, reestablecer esquemas del pasado que asocian con estabilidad, tranquilidad y certidumbre. El recuerdo de esos tiempos es una fuente generosa de mitos y fantasías e invita, casi por reflejo, a tratar de recrearlas. El modo que ahora se propone para lograrlo es un Consejo cuyo propósito es reunir a sindicatos, productores y legisladores con el objeto de proponer soluciones a los problemas que estos grupos de interés enfrentan y presionar al gobierno para que actúe de acuerdo a sus intereses. El Consejo le conferiría legitimidad a las iniciativas que de ahí emanaran, cerrando un círculo perfecto. Perfecto, cabe agregar, para los involucrados en ese pacto de intereses especiales y mezquinos, pero costosísimo para el resto de la población y el desarrollo político del país.

La idea de crear un CES responde a un problema real. Muchos países, sobre todo en Europa, cuentan con una instancia semejante para resolver diferendos y avanzar una agenda económica y social. Pero hay dos diferencias fundamentales entre aquellas naciones y el México de hoy. Esas diferencias explican porqué allá pudo operar el mecanismo (aunque nunca ha sido perfecto en ningún lado) y aquí no funcionaría más que para un puñado de intereses especiales y por demás limitados.

La primera diferencia reside en que esas naciones adoptaron un CES luego de haber consolidado sus procesos democráticos y, por esa vía, desarrollaron tanto medios para la resolución de disputas como instrumentos efectivos para hacer cumplir la ley y respetar los contratos. Es decir, se trataba de sociedades maduras, y por cualquier definición democráticas, que apostaron por la creación de un mecanismo adicional para enfrentar desafíos importantes para la planta productiva con la suma de esfuerzos de sindicatos y empresas.

Ningún mexicano razonable y sensato puede afirmar que la nuestra es una sociedad madura y democrática con mecanismos efectivos para la protección de los derechos ciudadanos, la resolución de disputas y el cumplimiento de la ley. Por citar un ejemplo que bien ilustra la imposibilidad de imitar el esquema europeo, la membresía sindical del Consejo Económico y Social de España es designada por las organizaciones sindicales más representativas en proporción a su representatividad de acuerdo a lo dispuesto en la ley respectiva. Yo me pregunto qué sindicato en México va a someterse a una análisis honesto sobre su representatividad. En este sentido, no hay fundamento alguno para pensar que el Consejo propuesto funcionaría como complemento a la sociedad organizada que ya existe y funciona, en lugar de convertirse en un substituto de la frágil democracia que hoy nos caracteriza. En lugar de contribuir a la resolución de diferendos económicos y sociales, el CES se convertiría en un grupo de presión al servicio de los intereses más retrógrados del país, así como de los monopolios que impiden que se liberen las fuerzas productivas y se desarrolle cada individuo y cada región. Una entidad de esta naturaleza no haría sino socavar los ya de por sí pocos derechos ciudadanos, políticos y económicos que como votantes y consumidores tenemos.

La otra diferencia fundamental con las naciones europeas que cuentan, o que en alguna época contaron, con una entidad como el CES es el contexto en que surgieron. Hay dos grupos de naciones que han creado Consejos con este perfil. Unas son sociedades ya de por sí corporativizadas, como Jordania, Malasia y Libia. Las otras son aquellas europeas que, con sólo un par de excepciones, crearon sus Consejos respectivos en el contexto de la posguerra, momento en el que sus economías se encontraban totalmente devastadas. El marco histórico que sirvió de escenario al surgimiento del CES en Europa, no guarda paralelo alguno con el México actual. Allá, la guerra había dejado un panorama desolador en el que la primera prioridad era llegar a acuerdos que permitieran echar a andar la economía de inmediato. La guerra explicaba la urgencia, en tanto que los mecanismos políticos existentes garantizaban los derechos ciudadanos y la representación política. En nuestro caso, las enormes carencias y deficiencias que caracterizan a nuestra economía son producto de la acción paciente, consciente y sistemática de una sucesión de gobiernos y sus beneficiarios organizados dentro de la estructura corporativista de antaño que, a juzgar por el debate sobre el CES, no acaba por extinguirse.

A diferencia de Europa, donde se buscó construir un mecanismo para la resolución de disputas y el forjamiento de consensos entre empresas y sindicatos con la mirada puesta en el futuro, la institución propuesta para México fija su atención en el pasado. Hay tres casos particularmente sugerentes que evidencian lo absurdo, y hasta a-histórico de la propuesta.

Primero, Alemania se distingue por el hecho de que no cuenta con una institución como ésta, a pesar de ser una nación en la que, por ley, existe representación sindical en los consejos directivos de las empresas. Ello se explica, en buena medida, por la ocupación norteamericana al final de la guerra. Segundo, el Reino Unido creó el mecanismo en los cincuenta, pero luego, en los ochenta, cuando éste entró en contradicción con la vida democrática y el potencial de desarrollo económico, fue eliminado. No es casual que la economía inglesa sea, entre sus pares europeas, la que ha experimentado mayores tasas de crecimiento en la última década. Finalmente, el caso de España es axiomático: el Consejo no se creó sino hasta el año 1991, una vez que el país contaba con una democracia plenamente consolidada. Como vemos, el prurito de imitar acaba siendo producto de la ignorancia o de la mala fe.

La propuesta del CES para México está inspirada en la idea de recrear un pasado que ya no es posible, excepto para un puñado de empresas y sindicatos en busca de protección y subsidios, renuentes a la competencia como mecanismo generador de oportunidades y reacios a supeditar sus intereses a las prerrogativas de los votantes y consumidores. En su más puro espíritu corporativista, persigue sobreponer los intereses de un núcleo de empresas y sindicatos que se ufanan de sus virtudes monopólicas sobre los de la colectividad. En un ámbito un tanto distinto pero inspirado en el mismo principio, el caso reciente de la salvaguarda impuesta por el gobierno mexicano para la importación de pollo es indicativo de la andanada que yace detrás del CES: por arte y magia de esa decisión, el consumidor mexicano ahora tiene que pagar seis veces más que antes, todo para proteger a tres grandes productores de pollo, dos de los cuales son norteamericanos y canadienses. Es el mismo espíritu constructivo de quienes propugnan por el CES: que los consumidores se frieguen.

Por las razones antes expuestas, la idea de un CES no constituye un complemento, sino un substituto, una alternativa a un sistema político que aspira a ser democrático y representativo y a una economía que busca mejorar con base en la competencia y la generación de oportunidades para todos los integrantes de la sociedad, sin excepción. Con su propuesta, los impulsores de un CES afianzan la protección de los intereses de las empresas a las que representan, privilegian a las organizaciones sindicales que gozan de la ventaja de no tener competencia y apoyan a otras organizaciones políticas cuya motivación principal reside en tratar de reconstruir las partes positivas del viejo corporativismo. El problema es que los componentes de ese pasado que los propugnadores del CES ven como positivos, son precisamente los que impiden el desarrollo una economía moderna, productiva y competitiva. Es decir, se trata de una disyuntiva fundamental: o avanzamos hacia una economía abierta y competitiva sin la presencia de entidades e intereses corporativizados, o nos retraemos a los esquemas superados de antaño, altamente discriminadores y responsables de que la mayor parte del país viva en la miseria. En esto no hay puntos intermedios.

Más allá del CES, es evidente que el país enfrenta un problema para construir acuerdos y llevar a cabo las reformas que requiere para salir de su letargo. La pregunta es quién determina la agenda de esas reformas. Evidentemente, quienes proponen la creación de un Consejo están en su pleno derecho de avanzar su agenda, como lo han venido haciendo desde que comenzó la apertura de la economía. Lo que es inaceptable, porque constituye una afrenta a la incipiente democracia mexicana y la rendición final de las instituciones existentes-, es apoyar una agenda sectaria y mezquina a través de un mecanismo de presión legalmente constituido y sancionado por ley. ¿Quién habla por la ciudadanía, los consumidores y, en todo caso, los millones de mexicanos que el corporativismo excluyó?

 

Convergencia

Luis Rubio

La economía mexicana ha perdido su sentido de dirección. Hasta hace unos cuantos años, el crecimiento económico, si bien insuficiente para resolver los problemas del país, permitió al menos avanzar en frentes tan diversos como el de generar nuevas empresas y fuentes de riqueza, empleos e ingresos gubernamentales para atender la ingente agenda social. Pero ese crecimiento no se ha sostenido, circunstancia que ha abierto la caja de Pandora retórica en la política mexicana. Hay muchas propuestas, pero poca acción; muchos objetivos, pero pocas estrategias concretas para alcanzarlos; muchas ideas, pero poco realismo. Por diez años, la economía funcionó razonablemente bien, aun a pesar de la crisis del 95, gracias a que se mantuvo un claro sentido de dirección: converger con nuestros vecinos del norte. Las opciones hipotéticas son todas, pero la realidad sólo es una y la economía volverá a su cauce cuando así lo acepte la sociedad mexicana y sus políticos. Sólo podremos superar la parálisis actual si recuperamos esa brújula.

La economía se comportó de una manera razonablemente benigna a lo largo de los noventa gracias a las reformas con que se inauguró la década. Algunas de ellas fueron por demás acertadas, mientras que otras sufrieron diversos descalabros a lo largo del tiempo. Unas probaron ser sólidas y se convirtieron en pilares del crecimiento, otras representaron un elevado costo para el país en general y para el erario en lo particular. Pero más allá de reformas específicas, lo que hizo posible la gradual transformación de una parte significativa de la economía del país fue la existencia de un sentido de dirección, de un vector metafórico que permitió que todos los involucrados en los procesos económicos supieran a que atenerse. Es posible que no todos los participantes en la actividad económica gustaran de las reformas o se beneficiaran de ellas, pero todos sabían a qué atenerse. Más allá de la estabilidad macroeconómica, la mayor falla del actual gobierno ha sido, precisamente, esa: su incapacidad para proyectar un sentido creíble de dirección.

Las reformas de los tempranos noventa le dieron a la economía un fuerte impulso porque indicaban un camino, señalaban una dirección. No olvidemos que el país llevaba más de una década a la deriva, después de que en los setenta, los gobiernos desbarrancaran la economía gracias a la contratación excesiva de deuda, la expropiación de los bancos, la generación de subsidios insostenibles y otras medidas que acabaron siendo no sólo infructuosas, sino extraordinariamente costosas. Muchos de los mitos sobre el quehacer nacional, además de la deuda que todavía registran los libros gubernamentales se remontan a esos años de lujuria en la retórica gubernamental y en el gasto público. Las reformas de los noventa permitieron romper el círculo vicioso en que había caído la economía del país y, al constituirse en una brújula, confirieron a todos los actores en el plano económico una gran claridad de rumbo.

Por definición, una reforma supone modificar lo existente. En consecuencia, toda reforma entraña la afectación de algún interés particular. Si no fuera así, las reformas serían innecesarias. Las reformas de los tempranos noventa alteraron el orden vigente en la economía mexicana: la apertura a las importaciones, por ejemplo, representó un giro dramático no sólo en la manera de operar de las empresas y en su entorno, sino sobre todo en su relación de poder con los consumidores. Por décadas, toda la economía mexicana se había volcado hacia los productores: el gobierno desarrolló una casi impenetrable estructura de protección para los empresarios nacionales, a quienes con frecuencia saturaba de apoyos, subsidios y otros beneficios, siempre a costa del consumidor, quien debía aceptar precios elevados de los bienes y servicios, mala calidad y ausencia de opciones. Para los empresarios, la clave del éxito residía en la relación con la burocracia y no en la satisfacción del consumidor. La apertura de la economía obligó a los productores a invertir sus prioridades de la noche a la mañana. Ahora tendrían que competir por el favor del consumidor con productores de todo el mundo.

Algo semejante ocurrió con la privatización de empresas que el gobierno acumuló y con la desregulación de los disfuncionales procedimientos de una abusiva y abultada burocracia. Si bien no todas las privatizaciones resultaron felices, nadie puede negar que contribuyeron a crear un entorno propicio para el establecimiento de nuevas empresas, la atracción de inversionistas del exterior y el desarrollo de una vigorosa industria de exportación. Todo esto hizo posible que, a pesar de las obvias insuficiencias, los noventa fueran años propicios para el crecimiento económico.

Una pregunta en la que no se insiste lo suficiente, a pesar de lo nutrido de la retórica que caracteriza los debates públicos en torno a la reactivación de la economía nacional, es ¿por qué el sector exportador funciona pero no así el mercado interno? Por definición, las exportaciones responden a la demanda del exterior; cuando esa demanda disminuye o, como en la actualidad, no crece, las exportaciones tampoco lo hacen. El estancamiento de las exportaciones ha propiciado muchos monólogos (y pocos debates serios) sobre cómo reactivar el mercado interno. La premisa obvia es que no hay nada más lógico y saludable para cualquier economía en el mundo que el desarrollo activo y acelerado de su economía interna. Reacios a mirar la historia de los setenta y ochenta, algunos proponen la receta de siempre: más gasto público. Otros proponen soluciones políticas: pactos entre todos los afectados por las reformas para resarcir daños y restaurar los privilegios, subsidios y protecciones que ciertamente favorecieron a los productores y sindicatos, no así al crecimiento sostenido de la economía.

La activación de mercado interno requiere exactamente lo contrario de lo que se propone: lo urgente no son arreglos en lo obscurito entre intereses creados al amparo de consejos de desarrollo económico y social, ni un gasto burocrático e improductivo como el que hoy en día caracteriza buena parte del presupuesto público, sino de nuevas reformas que de manera natural confluyan para activar el desarrollo del mercado interno. Tal y como ocurrió en la década pasada.

Lo que urge es un sentido de dirección, algo que sólo puede ser provisto por acciones concretas que vayan dando orientación a la actividad de las empresas, a los inversionistas, ahorradores, consumidores y sindicatos. Esto implica nuevas fuentes de inversión, un mejor uso del gasto público, un entorno regulatorio propicio y un gobierno dispuesto a enfocar sus esfuerzos y los de la sociedad hacia la reactivación económica. Ninguna de estas cosas es nueva ni particularmente innovadora. Pero el desarrollo económico de una sociedad requiere, más que grandes cambios o ideas novedosas cada rato, de constancia y claridad de rumbo. En lugar de sumarnos a proyectos ajenos, si algo hay que copiarle a Lula, el nuevo presidente de Brasil, es esto: definir un rumbo claro y alinear todos los recursos gubernamentales en esa dirección.

El rezago del mercado interno tiene una explicación muy sencilla: al arrancar los noventa, diversas reformas persiguieron facilitar el comercio exterior y atraer la inversión externa; nada semejante se llevó a cabo en el interior del país. Es decir, la mayoría de las reformas que tuvieron lugar en los noventa se enfocaron hacia el comercio y la inversión extranjera. Por diez años, esas reformas le confirieron extraordinaria vitalidad a la economía, al grado de transformar a buena parte del aparato productivo del país. Ahora que las exportaciones ya no crecen a los ritmos de antes, se han comenzado a evidenciar las limitaciones del mercado interno, lo anquilosado de sus estructuras y las enormes limitantes que debe enfrentar para su reactivación. Si verdaderamente se desea reactivar ese mercado, es tiempo de enfrentar los impedimentos que se le oponen, en lugar de negar su existencia.

La reactivación del mercado interno requiere de la existencia de polos de atracción tanto físicos como conceptuales, es decir, factores que acerquen la inversión y den garantías de permanencia y de seguridad jurídica a los inversionistas Por lo que toca al componente material, la atracción la generaría el conjunto de reformas orientado a liberar recursos y abrir oportunidades en sectores y actividades que hoy están vedadas, como la infraestructura, la electricidad, la petroquímica y el petróleo. Lo políticamente atractivo sería inventar nuevos conceptos y aportar ideas distintas a las que todo mundo conoce, pero la realidad es que en esto no hay grandes novedades. Se requiere la apertura de sectores que impulsen el desarrollo económico del país, pues en la actualidad su enorme potencial se encuentra reducido y el gobierno no tiene la capacidad financiera para aprovecharlo. Cada uno de estos sectores, que nos encanta llamar estratégicos, opera en el subdesarrollo porque carece de los recursos necesarios para convertirse en el pilar económico que debería y podría ser.

Un sinnúmero de ejemplos anecdóticos ilustra muy bien cómo el país pierde oportunidades de inversión en los más diversos sectores, pues muchas empresas apuntan hacia otras latitudes ante la incertidumbre del abasto eléctrico o petroquímico. Además de atraer inversión directa para el desarrollo de cada una de estas actividades, la apertura de estos sectores permitiría atraer inversión y generar polos de atracción para empresas mexicanas en todas las regiones del país, simplemente por la derrama que grandes inversiones siempre traen consigo. Las oportunidades de desarrollo del país son ingentes, pero sólo si se les deja existir.

La gran transformación de los noventa tuvo menos que ver con las reformas mismas que con la idea de converger con las naciones desarrolladas de nuestro continente. Las reformas abrieron espacios y crearon oportunidades. Pero más que nada, le dieron a la población y a los empresarios un sentido de dirección. Eso es lo que hoy no existe: claridad de rumbo. Con sentido de dirección se puede recuperar la confianza de la población y no hay nada más poderoso que eso para el desarrollo de un país.

 

Confusión

Luis Rubio

Una profunda confusión  domina el debate público en el país. La ausencia de un claro liderazgo presidencial respecto a los retos que México enfrenta y el estoicismo, casi fatalista, con que la población acepta el statu quo como algo natural y hasta deseable, han fortalecido la parálisis y el impasse que caracteriza al poder legislativo y al país en general. Atrás parece haber quedado la noción de que la vida política, económica y social del país puede mejorar y ahora nos conformamos con que no haya sobresaltos. Esta es quizá la medida de los tiempos, pero no por eso deja de ser engañosa. Aunque no hay razón alguna para anticipar una situación de crisis financiera como las del pasado reciente, el país enfrenta ingentes desafíos para recuperar tasas razonables de crecimiento económico y fuentes generadoras de riqueza y empleo sostenibles. A la larga, la crisis de estancamiento, improductividad y desempleo puede acabar siendo mucho peor que las del pasado.

México vive momentos difíciles, aunque pocos parecen dispuestos a reconocerlo. La economía ha logrado mantenerse estable gracias a un feroz control de las cuentas fiscales, pero la estabilidad no es substituto del crecimiento económico para una sociedad con el perfil demográfico de la nuestra y los niveles de pobreza que la caracterizan. La economía está estancada no porque la economía norteamericana crezca a un ritmo menor que en el pasado, sino porque existen fallas en nuestra economía que no han sido resueltas. El desafío es identificar correctamente el origen de esas fallas y construir acuerdos para resolverlas. Ése y no otro debería ser el mandato del gobierno y del legislativo.

Por varios años, los problemas de nuestra economía parecían menores porque las exportaciones crearon un motor de crecimiento que permitió compensar nuestras carencias. En los últimos años, sin embargo, las cosas han cambiado. Ciertamente, la economía estadounidense crece menos que antes, pero eso no es lo único que explica el estancamiento de la nuestra. A final de cuentas, dado el enorme tamaño de aquélla, cualquier brote de demanda allá se traduce en grandes oportunidades aquí. Si tuviéramos capacidad de aprovechar esas oportunidades, el estancamiento actual no existiría. La realidad cotidiana  revela que no tenemos esa capacidad de adaptación. Naciones como China y otras de menor tamaño en Asia, así como algunas en Centroamérica y el Caribe, han mostrado mucha mayor flexibilidad en sus estructuras internas, lo que les ha permitido ajustarse con celeridad a los cambios en nuestro principal mercado de exportación. Aunque es indispensable y urgente desarrollar fuentes o motores de crecimiento internos, los problemas estructurales de nuestra economía tienen que resolverse, pues de otra manera no romperemos el círculo vicioso en que nos encontramos.

Si revisamos la historia reciente, hay dos problemas obvios, aunque hoy, en medio de la confusión y necedad aparentemente intencionales que atraviesan todo debate público, no muchos quieran reconocer. El primero es que la economía mexicana, y todo el modelo de desarrollo del país hasta 1982, se colapsó y, de hecho, quebró en ese año. Lo que se hizo antes, sobre todo en los setenta, fue tan oneroso que todavía hoy seguimos pagándolo. El segundo es que si no fuera por las reformas emprendidas al inicio de los noventa, el país hace mucho habría enfrentado otro colapso como el de entonces. Por diez años, a lo largo de los noventa, la economía mexicana vivió del impulso de reformas como la desregulación, las privatizaciones, el TLC y, sobre todo, de la expectativa de oportunidades crecientes asociadas al éxito de las mismas.

Sin embargo, para el inicio de la década actual, la ausencia de nuevas reformas y, sobre todo, las contradicciones de las que se emprendieron, desinflaron las expectativas y pusieron en aprietos a la economía mexicana aun antes de que la economía norteamericana entrara en recesión. Nada se mueve hoy en la economía mexicana; el tránsito se volvió asentamiento y el ímpetu de las reformas iniciales ha terminado en inacción. La economía mexicana no acaba de definir cuál es su vocación. Lo anterior no ignora los avances que se han logrado. Pero la economía mexicana no ha retomado una senda de crecimiento sostenido que permita generar oportunidades para una población creciente que se incorpora a los mercados laborales. Si bien ha logrado diferenciarse de otros mercados ahora en crisis, la economía mexicana corre grandes riesgos ante el entorno internacional por su falta de competitividad y escasa productividad.

La población, acostumbrada a crisis recurrentes, casi instintivamente prefiere el statu quo, que ahora implica estancamiento, al riesgo de caer en otro torbellino de contracción económica y desempleo. Ese instinto parece haberse transferido al ejecutivo y a los legisladores, cuyas propuestas y acciones no hacen sino acentuar la improductividad, restaurar viejos privilegios y, por lo tanto, posponer todavía más la recuperación.

Todas las economías del planeta deben ajustarse a un entorno cambiante. El problema de la economía mexicana, sin embargo, no es sólo uno de ajuste en el margen, sino uno de esencia. Muchas de las reformas del pasado desataron energías contenidas por los controles impuestos sobre la economía, pero dejaron intactos los iconos del nacionalismo económico y, detrás de ellos, los privilegios y cotos de poder. Esto ha impedido que se creen condiciones mínimas para que el desarrollo encuentre un cauce natural. El éxito empresarial, por tanto, ha dependido de la capacidad individual de cada empresario, de su visión y de su acceso al financiamiento. Los que no cuentan con estos tres elementos –en términos absolutos, la gran mayoría-, han sufrido un deterioro creciente. No ha habido una política gubernamental para acabar de transformar la economía y para que los sectores rezagados se ajusten, salgan de su letargo o, de ser necesario, cierren de una manera ordenada.  En ello debería concentrarse el esfuerzo gubernamental.

La mitad del problema reside en los errores de las reformas pasadas, pero la otra mitad se explica por la ausencia de continuidad en el proceso de reforma. Las reformas abrieron la economía a la competencia internacional, pero en lo interno se mantienen regulaciones que protegen de la competencia a sectores vitales para la competitividad del país. Puesto en otros términos, el estancamiento no es producto de la casualidad. Lo anterior tiene una manifestación concreta: las empresas y los consumidores mexicanos pagan más por servicios (como la telefonía, las tarifas aéreas, el peaje carretero y la electricidad, si se consideran los subsidios) que sus contrapartes en otras latitudes. Las empresas mexicanas parten así de una situación de desventaja. Lo único que medio compensa esos costos es el relativamente bajo costo de la mano de obra; es decir, el mexicano promedio compensa con su bajo ingreso los elevadísimos costos de nuestra anquilosada economía. Las opciones ya no son muchas. Para la inversión extranjera la opción es emigrar, como lo están haciendo empresas trasnacionales de gran tamaño, y para la mayoría de las empresas mexicanas la opción es cerrar o apenas sobrevivir.

La idea predominante en diversos medios es que la existencia de estos monopolios no hace mucha diferencia, pero las pruebas en contrario son abrumadoras. Si uno observa el comportamiento de las empresas responsables de la energía eléctrica, la electricidad y la telefonía y lo compara con sus pares en otras naciones, el resultado es patético. Las tres empresas son mucho menos eficientes que sus contrapartes en otras naciones, pero además generan incertidumbre en cuanto al suministro de los servicios o insumos que proveen y pasan la factura de su ineficiencia al resto de la economía. Y, evidentemente, no se trata de sectores marginales sino centrales para el resto de la actividad productiva.

El problema de la economía mexicana no tiene su origen en las reformas económicas de las últimas décadas. Sin las reformas, hace mucho que la economía se habría estancado, con todas las consecuencias que eso podría traer consigo. El problema radica en la ausencia de reformas y en la incongruencia de muchas que se llevaron a cabo. Las reformas no transformaron de fondo el paradigma en la acción gubernamental.

El gobierno no se reformó lo suficiente como para constituirse en un verdadero motor de cambio. Esto no tiene que ver con su tamaño, con los activos que son de su propiedad o con el número de burócratas que albergan sus distintas instancias, sino con su efectividad y con la lógica que anima su actuación. El gobierno ha sido incapaz de establecer reglas del juego claras, regulaciones propicias a la competencia, instituciones que faciliten el intercambio, que generen certidumbre y confianza y en última instancia permitan la “destrucción creativa”, inherente a toda economía de mercado. No existen o no se han consolidado instituciones para que un modelo de economía liberal pueda arraigarse y funcionar. Esta debería ser la agenda de reforma del Estado.

En el último lustro las exportaciones que demandaba el enorme dinamismo de la economía estadounidense disfrazaban la realidad estructural de la economía mexicana; hoy su problemática es evidente. Los políticos –el ejecutivo y el legislativo- pueden proseguir por el camino de reforma, intentar navegar “de muertito”, o retroceder. Lo que no puede es pretender que la economía va a lograr tasas elevadas de crecimiento en las actuales condiciones o con las reformas parciales e inadecuadas que se proponen de manera cotidiana: desde la renegociación del TLC hasta la constitución de un Consejo Económico y Social. Su única alternativa es reformar.

Se requiere un nuevo impulso reformador que oriente el desarrollo del país. Clave en esto es la manera de actuar del propio gobierno (para ello debería ser la reforma del Estado y no para seguir saldando cuentas entre políticos), la reforma fiscal (que libere el gasto público para acelerar la inversión y el desarrollo de infraestructura) y la reforma energética, que permita explotar  el enorme potencial de este sector clave de la economía nacional. Ante todo, hay que acabar con la confusión.

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