Luis Rubio
El mundo en que vivimos se ha transformado de una manera radical en los últimos años. En sólo una década, transitamos de la Guerra Fría a un mundo casi unipolar. Ese cambio fue dramático por sí mismo, pero nada comparado con lo que ocurrió después de los ataques del once de septiembre del 2001. Las tendencias que venían cobrando forma desde finales de la década de los ochenta encontraron, súbitamente, un cauce que las llevó a manifestarse y consolidarse con el conflicto en Irak. Indiscutiblemente, Estados Unidos se ha convertido no sólo en la potencia más grande del mundo, sino también en una dispuesta a actuar para imponer su visión del mundo. El tema relevante para nosotros es si tenemos una comprensión cabal de lo que esto significa y si estamos dispuestos o seremos capaces de vivir con ello.
Hay tres formas de enfocar la nueva realidad norteamericana. Una es analizar el comportamiento del gobierno estadounidense en el contexto internacional actual. Es decir, la manera como se relaciona con sus viejos socios europeos en el marco de la Alianza Atlántica que cobró forma a partir de la Segunda Guerra Mundial, su compleja interacción con las instituciones multilaterales, sobre todo las Naciones Unidas, y, particularmente, su disposición a actuar de manera unilateral y al margen del resto de las naciones. Para cualquier persona formada bajo la concepción de un mundo de equilibrios entre naciones soberanas que comenzó con la llamada Paz de Westfalia en el siglo XVII, la existencia de una potencia única y dispuesta a actuar de manera unilateral y agresiva constituye un rompimiento con la esencia de la estabilidad y la paz en el mundo. Para quienes adoptan esta óptica, EUA es el origen del problema actual, lo que les lleva a reprobar su manera de comportarse.
Una segunda manera de enfocar esta nueva realidad internacional consiste en analizar las fuerzas que, dentro la sociedad y el gobierno norteamericanos, han venido forjando las políticas y estrategias que animan la política exterior de nuestro vecino. Esta perspectiva analítica obliga a explicar la ideología, el pensamiento y vinculaciones que existen entre las personas e instituciones que han desarrollado planes y programas distintivos de la política exterior estadounidense. Un papel prominente en este esquema lo tienen intelectuales y funcionarios que se han dado por llamar “neoconservadores”, quienes han tenido una influencia desproporcionada en la conformación de las ideas y estrategias del actual gobierno. Mucho del desprecio mostrado por la administración Bush hacia las instituciones multilaterales –en temas tan diversos como la ecología, la justicia internacional, el control de armamentos y el sistema de resolución de disputas de la ONU- surge de los planteamientos hechos por estos intelectuales y funcionarios. Un análisis de la realidad internacional a partir de esta perspectiva, que obviamente es necesario y pertinente, también arrojaría una calificación reprobatoria en términos del mundo de equilibrios multilaterales que México, por razones obvias, siempre ha favorecido.
Una primera conclusión de las perspectivas descritas es que EUA está alterando el funcionamiento de estructuras e instituciones que por décadas mantuvieron un entorno de relativa estabilidad y paz en el contexto internacional. Su actuar ha transformado viejas nociones de comportamiento e interacción entre naciones y, con gran arrogancia, ha roto esquemas y destruido concepciones que muchos consideraban intocables. La pregunta es qué implica esto para nosotros.
Más allá de cualquier crítica a las nuevas tendencias norteamericanas, es prioritario entender la dinámica de sus acciones a partir de la enorme importancia e influencia que tiene esa nación para nosotros. Sólo así podremos adecuarnos a la nueva realidad. Es decir, más allá de preferencias individuales o nacionales, una tercera manera de enfocar la nueva realidad consiste en evaluar el impacto de la existencia del mundo unipolar sobre México, en especial a la luz de nuestra geografía. Es crucial para México y los mexicanos comprender la realidad en que vivimos y evaluar las difíciles opciones que tenemos para enfrentarlo.
La vecindad con EUA constituye, como tantas veces han expresado políticos y filósofos a lo largo de nuestra historia, una maldición y una oportunidad. Maldición por la enorme asimetría de poder, pero también por las diferencias de actitudes y habilidades. Cuando cualquier mexicano visita la zona fronteriza, se enfrenta a las comparaciones que los propios residentes hacen sobre la calidad de las carreteras en uno y otro lado de la línea fronteriza. En tono de broma se afirma que los norteamericanos se quedaron con la mejor parte de nuestro territorio después de la pérdida que sufrimos en el siglo XIX. Este viejo chiste ilustra las diferencias, pero también la amargura que los mexicanos sienten por nuestra incapacidad para organizarnos, llegar a acuerdos y hacer realidad el enorme potencial del país. En lugar de ver este potencial, muchos prefieren ver la vecindad como una maldición. Las oportunidades inherentes a la relación con EUA han comenzado a ser explotadas de manera consistente a partir del lanzamiento del TLC en 1994, pero subsisten aún innumerables obstáculos para una eficiente y productiva integración económica. Parte de estos obstáculos se explica por los intereses que impiden la eliminación de barreras (es el caso de los transportistas del lado norteamericano), pero tiene mucho más que ver con las vicisitudes de nuestro propio proceso de cambio político, la ausencia de liderazgo y la falta de un consenso interno respecto a la relación con EUA. La indiferencia se traduce en inacción y la inacción en el retorno de intereses particulares que se benefician del statu quo.
Pero el TLC, con sus oportunidades y limitaciones, representa sólo la mitad de la historia. La integración económica es un proceso que avanza a pesar de los obstáculos y los impedimentos. Al igual que la migración de mexicanos hacia EUA avanza independientemente del hecho de ser ilegal, la integración económica progresa porque tiene una dinámica propia que beneficia a ambas partes. Ciertamente, la integración podría ser más eficiente y menos costosa, pero ocurre de todas maneras.
La otra parte de la relación ente las dos naciones es la política y diplomática y es clave tanto para eliminar obstáculos como para avanzar en el desarrollo de oportunidades. Esa vertiente de la relación está paralizada menos por la existencia de obstáculos en EUA, que obviamente los hay, que porque no hay disposición del lado mexicano para comprender la dimensión del cambio al interior de ese país y derivar las monumentales implicaciones de este hecho para México. La paradójica realidad es que mientras se mantenga frenada la relación política, no sólo se están perdiendo oportunidades, sino que se están afianzando intereses que, de manera consciente o no, impiden que el país se modernice y salga adelante.
El problema se complica porque ambas naciones parecen evolucionar en direcciones opuestas. Aunque la relación económica y entre las dos sociedades transcurre con normalidad, las percepciones políticas y actitudes gubernamentales de cada una se mueven en sentido contrario. Aún así, ambos gobiernos saben que es imperativo resolver problemas de interés mutuo, pero no se vislumbra la convergencia. Mientras que los norteamericanos han asumido que tienen que actuar de manera más decidida en el mundo, el gobierno mexicano se desempeña como si nada hubiera cambiado y, peor, como si sus intereses fundamentales se encontraran en otras latitudes, comenzando por Brasil. La triste realidad es que, sin ir a extremos, quizá experimentemos ahora el principio de una etapa mucho menos benigna de lo aparente.
Durante la Guerra Fría, algunos estudiosos de la política internacional en el mundo acuñaron el término “finlandización” para explicar la peculiar relación entre Finlandia y la Unión Soviética. Ese concepto se refería a la situación geopolítica de Finlandia que, aunque independiente como nación desde finales de la guerra en 1945, sufría severas limitaciones de facto en términos tanto militares como de política exterior, impuestas por su vecindad con la URSS. Se trataba de una nación independiente que, sin embargo, no podía ignorar las consecuencias de su cercanía física con una superpotencia. No es casualidad que Finlandia (como Austria) solicitara su acceso a la Unión Europea literalmente en el momento en que la URSS desapareció. El punto es que no es inconcebible que alguna forma tenue de finlandización sea el desagradable futuro que nos depara la relación con la única potencia mundial en esta era. La finlandización de tiempos de la Guerra Fría ciertamente no es equiparable con el México de hoy, primero porque EUA no tiene un sistema político autoritario como el que caracterizó a la URSS y segundo porque nuestro vecino, a pesar de su enorme poder e independientemente del juicio sobre su actuar, es una potencia esencialmente benigna. Pero estas circunstancias no reducen el hecho de que nuestra realidad geopolítica impone condiciones con las que tenemos que aprender a vivir.
El panorama de nuestra política exterior es tan difícil como lo queramos hacer. Nuestra tradición ha buscado equilibrar la inexorable realidad geopolítica a través de un amplio despliegue diplomático en los organismos multilaterales y, más recientemente, por medio de tratados de libre comercio con diversas naciones latinoamericanas, la Unión Europea y Asia. Ese esquema de diversidad sirvió para disimular una brutal realidad geográfica, pero no la ha cambiado. Ahora que la asimetría política del mundo con EUA se ha ensanchado todavía más, nuestros márgenes reales de libertad se están comprimiendo. El gran tema para nuestra política exterior reside en desarrollar la habilidad necesaria para comprender a cabalidad la nueva realidad geopolítica, pero sobre todo para extraer los beneficios que de ella podrían derivarse. Hay que aprender a vivir con ella, lo que promete ser lo más difícil, pero también a derivar beneficios, algo para lo que con frecuencia parecemos incapaces y negados.