Luis Rubio
Quizá ningún sector de la sociedad en el mundo haya cambiado tanto en las últimas décadas como los partidos de izquierda. Durante la mayor parte del siglo XX, la izquierda mostró un rasgo prototípico: la imposición dogmática e inflexible de los partidos comunistas que, siguiendo la línea establecida en Moscú, se aferraban a un estalinismo feroz, con lo que alienaban a buena parte de la sociedad sin jamás poder ofrecer soluciones concretas a los problemas reales. Aunque la izquierda en México también ha cambiado, y mucho, no hay evidencia contundente de que tenga capacidad de ganar una elección presidencial y, al mismo tiempo, resolver los problemas nacionales, como sí lo han logrado las izquierdas modernas como la chilena y la británica.
La evolución de los partidos de izquierda en Europa ha sido nada menos que espectacular. Por décadas, los mitos y los dogmas ideológicos dominaron el panorama de los partidos comunistas, haciéndolos indigeribles para prácticamente todos los electorados del viejo continente. Entre los mitos y su alineación incondicional a Moscú, los partidos comunistas fueron incapaces de ofrecer una alternativa electoral viable en la región. Ese lugar en el lado izquierdo del espectro ideológico, fue ocupado por los partidos social demócratas que, a lo largo de los años, sobre todo después de la segunda guerra mundial, fueron capaces de proponer una alternativa pragmática al electorado frente a la oferta de los partidos de centro derecha, sobre todo los demócrata cristianos.
La evolución política de los países europeos a lo largo de las últimas cinco décadas revela tanto las virtudes como las limitaciones de la izquierda tradicional. Mientras que la derecha apostaba por el desarrollo industrial liderado por grandes consorcios privados cercanos al gobierno (como ilustran brutalmente tanto Francia como Alemania), la izquierda ofrecía soluciones siempre grandiosas sustentadas en la propiedad estatal de los medios de producción. Quizá ningún país ejemplifica mejor las implicaciones de esta dicotomía como Inglaterra: cuando ganaba la izquierda, diversas empresas o sectores clave de la economía eran nacionalizados; cuando la derecha estaba al frente, comenzaban las privatizaciones. Luego de varias décadas de ires y venires, la población acabó saturada de tanto bandazo, lo que abrió la puerta para la gran revolución política de los ochenta, en la forma de la llamada dama de hierro, Margaret Thatcher.
La llegada de Margaret Thatcher al gobierno de la Gran Bretaña forzó a la izquierda a impulsar un proceso de transformación total de sus concepciones e ideas más elementales. Todo comenzó a replantearse: desde la propiedad gubernamental de los medios de producción hasta la dictadura del proletariado. Ya para entonces, sobre todo en Italia y España, los partidos comunistas habían comenzado una etapa de modernización que concluyó con la formación de los llamados partidos eurocomunistas, acepción que denotaba un distanciamiento de la línea estalinista de las décadas previas. Los eurocomunistas españoles no sólo habían abandonado los viejos dogmas, sino que entraron en realizaron pactos pragmáticos con el resto de los partidos en aras de que el país saliera airoso del letargo franquista. A partir de entonces, la izquierda comenzó a dividirse y diferenciarse en dos grandes corrientes, mismas que hoy se han consolidado cabalmente.
Lo que une a la izquierda a lo largo y ancho del mundo es la lucha contra el privilegio. Independientemente de los alcances o propósitos de su estructura partidista o concepción ideológica, virtualmente todos los partidos de izquierda comparten el objetivo de promover nociones fundamentales de igualdad, lo que choca con privilegios heredados y tradicionales. Sin embargo, en las últimas décadas ha surgido una nueva izquierda que, si bien comparte el objetivo histórico de luchar por la igualdad y contra el privilegio, propone soluciones muy distintas para el desarrollo, sobre porque considera al empresario y, en general, a los mercados, como fundamentales para asegurar un desarrollo integral y acelerado de la economía y la sociedad.
Mientras que la lucha por la igualdad une a las izquierdas, la visión sobre cómo afrontar el futuro tiende a diferenciarlas y dividirlas. La izquierda tradicional tiende a ser estatista (e incluso estadólatra) y prefiere soluciones que favorecen la existencia de monopolios (gubernamentales) y, sobre todo, el ejercicio de un fuerte control sobre los procesos económicos y grupos de la sociedad. Aunque no hay nada que sea inherentemente contradictorio entre la izquierda y la democracia, tampoco hay duda que muchas de las soluciones que son favoritas de esa vieja izquierda constriñen el espacio de acción democrático precisamente porque, al fortalecer al gobierno y ampliar su margen de acción, limitan el desarrollo individual y los mecanismos de rendición de cuentas que yacen en el corazón de todo régimen democrático. Aunque a muchos les pudiera parecer dogmático, la democracia y la economía de mercado son una y la misma cosa: en la medida en que se restringe el funcionamiento de la segunda, se limita la viabilidad de la primera.
En franco contraste con la izquierda tradicional, los nuevos partidos de izquierda, como el Laborista inglés y el Socialista chileno, han dado un viraje trascendental. Si bien propugnan por el avance hacia una sociedad igualitaria, los medios que proponen para alcanzarla son radicalmente distintos a los de la izquierda tradicional. En lugar de abogar por la nacionalización de los bienes de producción, buscan alentar el funcionamiento de los mercados, elevar los niveles de productividad, liberalizar la operación de la economía y apostar por la iniciativa de los individuos como fundamento para el éxito del desarrollo económico. En lugar de sustentar la lucha contra la pobreza y por la igualdad en criterios burocráticos (a través de empresas paraestatales a las que consideran ineficientes e inadecuadas para resolver los problemas del país), la fundamentan en el conjunto de decisiones que miles o millones de individuos toman de manera cotidiana. Se trata de dos formas radicalmente distintas de ver al mundo y de apostar por el futuro.
Muchas de las políticas de esta nueva izquierda parecen indistinguibles de las políticas liberales que han instrumentado diversos gobiernos de centro o de derecha en el mundo. Sin embargo, la diferencia estriba en los objetivos. Mientras que las políticas liberales procuran niveles más elevados de productividad como medio para acelerar el crecimiento económico, para citar un ejemplo específico, la nueva izquierda propone ir mucho más adelante: concibe al crecimiento como un mero instrumento para alcanzar una sociedad igualitaria. Es decir, lo que diferencia a los partidos liberales de los de la izquierda sigue siendo la búsqueda de la igualdad, mientras que lo que distingue a la vieja de la nueva izquierda es su visión sobre el futuro y los instrumentos que está dispuesta a emplear para alcanzarlo.
Con la llegada de Felipe González al gobierno español, comenzó la transformación de la izquierda, que fue seguida por Tony Blair en Inglaterra y Ricardo Lagos en Chile. Más recientemente, el nuevo gobierno de Lula en Brasil constituye una verdadera revelación, al menos en potencia, que muy pocos esperaban pero que seguramente habrá de transformar a la izquierda latinoamericana en su conjunto. Lula no sólo ganó el gobierno, sino que lo hizo con una propuesta que rompe con los cánones tradicionales de la izquierda brasileña y continental. Quizá con la sola excepción de Chile, donde la izquierda ha probado ser mucho más avanzada y atrevida que cualquier partido de centro o de derecha, Lula ha inaugurado una nueva era en la lucha contra el privilegio, el tema tradicional del discurso de la izquierda.
Pero la verdadera innovación que Lula ha traído consigo reside en otro lugar: en el hecho de que está privilegiando el uso de mecanismos de mercado como medio para acelerar el desarrollo económico y avanzar el bienestar de los segmentos más pobres de la sociedad. En lugar de recurrir a las políticas tradicionales de las izquierdas continentales, todas ellas gastadas y erosionadas por inútiles, Lula fortalece el control financiero por parte de la hacienda federal, profundiza la independencia del banco central y procurar mecanismos que aceleren la desregulación de la economía y erosionen los privilegios de que gozan algunos sectores e intereses (a costa del desarrollo general de la sociedad). Con ello, Lula no sólo acepta que existen restricciones fiscales y de otra naturaleza (algo impensable para las izquierdas latinoamericanas de los setenta y ochenta), sino que ha decidido convertir esas restricciones en medios generadores de confianza para hacer posible el desarrollo.
La pregunta es qué pasará con la izquierda mexicana. Buena parte de los miembros del PRD, pero también del PRI, cuna de los muchos hoy perredistas, sostiene una visión del desarrollo firmemente anclada en los supuestos que estuvieron en boga en los setenta y que acabaron siendo onerosísimos para el país. Algunos perredistas, sobre todo de las generaciones más recientes, reconocen la inviabilidad de ese modelo y comparten la idea de que es necesario revisar mitos, observar el desenvolvimiento de otras naciones y, sobre todo, desarrollar una concepción acorde con las realidades del mundo globalizado de hoy. Pero no es evidente que exista el reconocimiento cabal de las restricciones fiscales, lo imperioso de emprender profundas reformas estructurales, la realidad de la globalización y la fragilidad del entorno internacional que hoy nos caracteriza.
El espectacular salto histórico que dio España a lo largo de los ochenta y noventa no fue producto de la casualidad sino de una nueva concepción del desarrollo, liderada enteramente por la izquierda. Algo semejante podría ocurrir en Brasil en los próximos años. La pregunta es si habrá algún promotor de una visión sensata y racional como ésta en nuestro país. Si así fuera, ese partido bien podría ganar las próximas elecciones presidenciales y abrir la puerta al desarrollo que ha venido postergándose a lo largo de tantas décadas de penoso retroceso e improductividad. ¿Volverá ese partido a lo mismo de siempre?