Retórica y diplomacia

Luis Rubio

Sólo los amateurs se confunden. La retórica difícilmente podría ser más sugerente e intensa pero, tras bambalinas, es evidente que todos los países con experiencia diplomática han reconocido cómo soplan los vientos y están comenzando a cubrirse. No se requiere leer mucho entre líneas para escuchar los tambores de guerra; Estados Unidos dice tener suficientes elementos para actuar y está avanzando en esa dirección. Ahí donde la diplomacia es un arte, nadie confunde la retórica con sus intereses. Nadie quiere quedarse con los dedos atrapados en la puerta. También nosotros deberíamos comenzar a cubrirnos.

Los hechos son muy claros. El Secretario de Estado norteamericano, Colin Powell, fijó la postura de su gobierno ante el pleno del Consejo de Seguridad de la ONU de una manera contundente. Aunque los críticos de la beligerancia estadounidense tenían sus respuestas preparadas de antemano, independientemente de lo que dijera Powell, nadie puede dudar a estas alturas  de que Saddam Hussein esconde algo. La mejor y más convincente evidencia de lo anterior viene de Hans Blix, el jefe de los inspectores que las Naciones Unidas enviaron a Irak para certificar el cumplimiento o incumplimiento del gobierno de Hussein con los términos del acuerdo signado al final de la Guerra del Golfo hace una década. Los términos de ese acuerdo establecían que Irak se comprometía a destruir las armas biológicas, químicas y nucleares que poseyera. El inspector sueco afirmó que, en la práctica, el gobierno de Saddam Hussein no había cumplido los términos de ese acuerdo. La evidencia presentada por Powell no hizo más que darle contenido al reporte de los inspectores.

Lo interesante de todo esto reside en la manera en que han reaccionado los distintos gobiernos, tanto aquellos que aprueban el proceder de Estados Unidos, como los que están en contra. Inmediatamente después de concluido el discurso del Secretario norteamericano, la retórica comenzó a fluir. Algunos, liderados por Francia y Rusia, propugnaron por darle más tiempo a los inspectores y por que éstos volvieran a Bagdad. Otros, encabezados por el británico Tony Blair, propusieron una nueva resolución del Consejo de Seguridad que confiriera legitimidad a cualquier acción bélica que pudiera desatarse. Posturas más posturas menos, hay un factor que ninguno de los protagonistas en este proceso puede ignorar: el gobierno norteamericano ya tomó la decisión de actuar, con o sin el consentimiento de las Naciones Unidas. En función de ello, más allá de la retórica, los diplomáticos profesionales de todo el mundo están reaccionando ante este hecho para salvaguardar sus intereses cruciales: ninguno de ellos está confundiendo la demagogia con la realidad.

El activismo diplomático difícilmente podría ser mayor. Los gobiernos de todos los países clave están buscando cobertura frente a lo que perciben como un hecho prácticamente consumado. Algunos de ellos enfrentan movilizaciones y protestas internas en contra de una eventual acción bélica, en tanto que otros, sobre todo en el mundo árabe, reconocen graves riesgos para su propia estabilidad de triunfar la iniciativa norteamericana. Sin embargo, unos y otros se han dedicado a anticipar esos riesgos y velan por sus intereses tanto domésticos como internacionales. Una cosa es lo que desearían ver y otra muy distinta ignorar a la principal superpotencia del mundo. Corren enormes riesgos las naciones que ignoran esta realidad.

Si uno observa el comportamiento de las naciones más importantes del mundo, el panorama es por demás ilustrativo. Mientras que Alemania y Francia, cada una por sus propias razones, se oponen de manera sistemática a la postura estadounidense, el resto de las naciones europeas no logra un consenso en este punto. Hace un par de semanas, nueve jefes de Estado y gobierno europeos firmaron una editorial en la que no sólo rechazan de manera tajante las posturas francesa y alemana y reprueban la pretensión de esas dos naciones de representarlos a todos, sino que abiertamente apoyan al gobierno norteamericano en el caso de un ataque a Irak. Unos días después, Holanda, quizá la nación más prudente (pero no menos profesional) en el entorno diplomático europeo, accedió a la petición del gobierno turco de enviarle pertrechos militares de la OTAN, en abierto desafío al gobierno alemán. Las naciones europeas se han estado posicionando tanto por convicción como para evitar rompimientos diplomáticos o políticos posteriores. El propio gobierno alemán, que ha sido por demás militante en este asunto, sabe bien que sus aspiraciones a convertirse en una potencia diplomática podrían sufrir un catastrófico revés de manejar mal este delicado asunto.

Todo mundo sabe que los franceses son unos verdaderos expertos en el manejo diplomático y que nunca dan un paso adelante sin tener claridad meridiana de sus objetivos e intereses. En este caso el gobierno galo ha sido quizá el más insistente en oponerse a una acción unilateral norteamericana pero, al mismo tiempo, prepara sus destacamentos militares en caso de que se iniciaran las hostilidades: lo último que quieren es quedarse atrás. Hace un par de meses, cuando se acordó la resolución 1441 en el seno del Consejo de Seguridad,  misma que reactivó las inspecciones en territorio iraquí, el gobierno francés negoció con el mismo tesón y sagacidad para asegurar que sus preocupaciones geopolíticas e intereses particulares, negocios incluidos, quedaran debidamente salvaguardados. En la actualidad, los franceses saben que su oposición a ultranza tiene límites: ellos lo pierden todo si los norteamericanos optan por una acción unilateral que haga irrelevante al Consejo de Seguridad. Se trata, sin duda, de un manejo diplomático quizá extremo, en ocasiones dramático, pero que, en contraste con otras naciones sin intereses claros ni la pericia diplomática francesa, nunca pierde el piso.

Más allá de las naciones que tradicionalmente han sido profesionales en el mundo de la diplomacia, lo interesante es observar cómo fijan sus posturas otros países en torno a Irak. Como se dice en el lenguaje coloquial, la mayor parte de las naciones “no compra boleto” en esta guerra. Muchos países, quizá la mayoría, preferirían evitar una acción bélica, pero no ven beneficio alguno en oponerse a lo que parece una decisión ya tomada por parte del gobierno norteamericano. Es claro que la mayoría de las naciones de nuestro continente no apoya un ataque a Irak, pero prácticamente ninguna lo proclama abiertamente: en este tema, el que se saca la cabeza lleva las de perder.

Son las naciones árabes y del Medio Oriente las que destacan por su destreza diplomática en esta coyuntura. Para nadie es secreto que un ataque estadounidense contra Irak es altamente impopular en la región. Si bien Saddam Hussein no cuenta con el apoyo del grueso de la población árabe, una intervención militar estadounidense en la región no es exactamente atractiva ni bienvenida por los políticos o la población. Sin embargo, tratándose de naciones que no tienen más remedio que definirse porque, a final de cuentas, están directamente involucradas, es notable cómo se  preparan diplomáticamente y  alistan a sus poblaciones para lo que ya parece una certeza.

El caso de Turquía es ilustrativo: mientras que la población ha mostrado una oposición mayoritaria a una acción bélica, máxime cuando su territorio podría ser una de las plataformas de lanzamiento de las tropas y aviones norteamericanos, el gobierno ha tomado ya sus providencias ante lo que parece inevitable. En una declaración reciente, Erdogan, el líder del partido islámico que recientemente ganó las elecciones legislativas, afirmó que su prioridad moral es la paz, pero que su prioridad política es “nuestra querida Turquía”. Con ese juego de palabras dejó perfectamente claro dónde está parado.

No menos notables son los movimientos políticos y diplomáticos que tienen lugar en países como Arabia Saudita, donde el gobierno se ha anticipado al tipo de reformas políticas internas que podrían demandarle los norteamericanos en caso de que se diera una liberalización política en Irak. Hay que recordar que la mayoría de los terroristas del once de septiembre eran sauditas y los norteamericanos están convencidos de que eso fue resultado del régimen político de aquel país. Por ello, además de garantizarle el suministro de petróleo a Jordania (que hoy lo recibe de Irak), el gobierno saudita ha tomado la iniciativa política como mecanismo de protección frente a su propia población. De manera similar, el gobierno egipcio ha emprendido acciones tanto en el campo diplomático (como la inusitada invitación al primer ministro israelí, Ariel Sharon, para que visite el Cairo), como en el económico, al optar por la libre flotación de su moneda, anticipando un posible shock económico que podría resultar de la caída de ingresos por turismo y derechos de paso por el canal de Suez. Todos los países que cuentan se están preparando tanto en el campo diplomático como en el de la política interna para un eventual inicio de hostilidades.

La pregunta es dónde estamos parados nosotros. Nuestra membresía en el Consejo de Seguridad de la ONU quizá nos dé la oportunidad de presumir nuestra democracia y pudiera llegar a conferir algo de prestigio, pero también nos coloca en una situación por demás delicada frente a Estados Unidos. A diferencia de otras naciones del subcontinente, que quizá guarden una perspectiva similar a la de la administración Fox en el tema de Irak, nuestra membresía en el consejo de seguridad nos obliga a definirnos. Dado que carecemos de la historia, destreza diplomática y el poder político e incluso militar que caracteriza a los franceses, nuestro activismo resulta patético. Como si nosotros fuéramos a hacer la diferencia. En cambio, el riesgo que estamos corriendo en esta aventura frente a la superpotencia que, con toda claridad (y alevosía) anunció que quien no está con ella, está en su contra, es inconmensurable. Por supuesto que podemos votar en contra, pero las consecuencias serían, tarde o temprano, brutales. Es tiempo de comenzar a desarrollar las condiciones políticas internas para preparar el terreno para lo que parece inevitable.

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Candidatos

Luis Rubio

La próxima legislatura será quizá la más importante de la historia moderna del país. Ahí tendrán que crearse las condiciones que permitan una transición política no sólo pacífica y ordenada, sino sobre todo adecuada a los grandes retos que enfrenta el país. Nadie ignora que la elección del 2000 estaba resuelta exclusivamente en su aspecto electoral y que no se había establecido la plataforma institucional idónea para hacer posible el funcionamiento eficiente del gobierno. Las viejas estructuras y mecanismos, todos ellos derivados del presidencialismo que emergió de la Revolución Mexicana, quedaron intactos, y como tales incompatibles con el triunfo de un partido distinto al PRI. De esta manera, una vez que se desmanteló la relación PRI-presidencia con la llegada de Vicente Fox, aun el equipo gubernamental más experimentado se habría encontrado con enormes dificultades para operar con eficiencia. Además, el cambio de gobierno coincidió con una cambiante situación internacional y con problemas estructurales no resueltos, sobre todo en el ámbito económico interno. Lo que parece cierto es que las dificultades serán mucho mayores en el 2006 y, por lo tanto, que la responsabilidad del próximo congreso será inconmensurable.

Paradójicamente, la mayoría de los políticos no reconoce la gravedad del momento. Los partidos y la mayoría de sus principales miembros, parecen convencidos de que en la siguiente legislatura se juega la próxima presidencia de la República. Esa percepción sin duda tiene fundamento, pero refleja más la ambición de quienes anhelan para sí la presidencia que una visión honesta de la compleja realidad de México en la actualidad. El hecho es que el país se encuentra a la deriva porque no existen las instituciones ni los mecanismos institucionales idóneos para tomar las difíciles -y, en muchos casos, impopulares- decisiones que se requieren. Sin duda, una parte del problema tiene que ver con la falta de un liderazgo apropiado al momento histórico, pero incluso con el liderazgo más talentoso, las circunstancias no serían muy distintas. En ausencia de instituciones adecuadas y de un liderazgo capaz de impulsar su desarrollo, existe un riesgo real de que el 2006 constituya una vuelta al primitivismo político y no a la consolidación de una nueva realidad política democrática y competitiva.

El problema de fondo es que la transición política nunca se consumó. Las instituciones del «viejo régimen» siguen existiendo, con la excepción de la pieza central que las hacía funcionar: el presidencialismo. Como resulta obvio, las atribuciones constitucionales con que cuenta el presidente son infinitamente menores a las que caracterizaron al presidencialismo de antaño. Los presidentes priístas contaban con instrumentos de negociación y control que los hacían sumamente poderosos, todos ellos producto de la naturaleza y estructura del PRI, más que de las facultades legales del propio ejecutivo. El presidencialismo pasó a mejor vida en julio del 2000, pero todo el andamiaje que operaba a su alrededor aún subsiste, sin que ello favorezca el funcionamiento del gobierno o la toma de decisiones.

Los dos últimos años han sido prueba fehaciente de la complejidad política que caracteriza al país. La ausencia de mecanismos institucionales apropiados se aprecia en la falta de incentivos para que los actores políticos cooperen y contribuyan a tomar las decisiones que el país requiere para funcionar, propiciar el desarrollo de la economía, crear condiciones para que la ciudadanía se fortalezca, reducir las desigualdades extremas, atenuar la pobreza, etcétera. En realidad, los últimos dos años muestran casi lo contrario: padecemos de la propensión extrema a ignorar responsabilidades mientras se maximizan los intereses sectarios.

Los miembros del Congreso vieron en el resultado electoral del 2000 la fuente de su liberación, más que el origen de una nueva obligación. En lugar de constituirse en una fuente de equilibrio frente al ejecutivo, el legislativo se ha convertido en una barra de contención. Algo similar ocurrió con la mayoría de los gobernadores que, al romper con el molde de sumisión histórica, se han convertido en derechohabientes, en demandantes de beneficios sin responsabilidad alguna como contraparte. Por su parte, la Suprema Corte, uno de cuyos deberes principales es el de resolver disputas entre los poderes públicos, se ha abocado a la tarea, inevitable dada nuestra historia, de acotar y reducir el poder presidencial. Independientemente de la enorme capacidad de muchos de los integrantes de cada uno de estos grupos y cuerpos colegiados, todos actúan bajo la misma motivación: confrontar al presidente, cobrar viejas facturas y hacer gala del hecho que no existen incentivos a la responsabilidad.

Aunque hay personas específicas entre los legisladores y gobernadores que han mostrado más visión y responsabilidad, el problema no es de individuos sino de instituciones. Mientras que la vieja estructura política favorecía el entendimiento entre los poderes públicos, tanto por los beneficios que eso generaba como por la capacidad presidencial de disciplinar cualquier disidencia, la nueva realidad política favorece la distancia, la confrontación y la irresponsabilidad. Para que el país funcione, ahora bajo un esquema democrático fundamentado en pesos y contrapesos, es necesario transformar la lógica de las instituciones públicas. Esa es la tarea que tiene que hacer suya el nuevo congreso a partir del primero de septiembre del 2003.

Antes de especular (o soñar) sobre las formas que podría adoptar esa nueva estructura institucional, es importante adentrarse en las razones por las que dicha transformación no tuvo lugar. Ciertamente lo ideal hubiese sido que se pactara una transición ordenada y planeada, como la que se dio en España y Chile, pero eso simplemente no ocurrió. Y no ocurrió porque la lógica de los partidos en ese momento lo impidió. La gran pregunta es si esa lógica ha cambiado en estos dos años y medio.

Los priístas no podían concebir un mundo sin el PRI, razón por la cual cedieron sólo lo necesario (o inevitable) para apaciguar las aguas políticas. Su visión se limitaba a mantener el poder y todo lo que hacían se subordinaba a ese objetivo específico. Si la oposición había logrado poner al gobierno y a los priístas contra la pared en materia electoral, se haría la reforma electoral lo más limitado (y, en varias ocasiones, tramposo) posible. Esos gobiernos (y políticos) no tuvieron la estatura para ver hacia adelante y crear condiciones que pudiesen hacer posible el desarrollo de un país pujante y moderno. Uno podría pensar que esas actitudes y concepciones ya pasaron a la historia, pero la realidad es que la mayoría de los priístas aún piensa que hasta los pocos avances en materia institucional fueron excesivos. Desde su minúsculo razonamiento, ellos seguirían detentando el poder de no haber sido por las reformas emprendidas en los últimos quince años.

El PAN, por su parte, siguió una lógica a la vez inocente y negociadora. Inocente porque los panistas supusieron que todos los males eran producto de la incompetencia y mala fe de los priístas, de tal suerte que todo cambiaría el día en que ellos pudieran llegar al poder. Y negociador porque se convirtieron en la contraparte institucional seria, capaz de hacer posible una transformación gradual del país. Su falta de visión, su incomprensión de la complejidad del PRI y del gobierno y su temor de verse ensuciados por el poder, les llevó a una negociación minimalista donde avanzaron puntos concretos, pero siempre dentro de la agenda del PRI. Aunque realizaron contribuciones vitales en materia electoral, es evidente que vivían en la luna en materia del poder y del gobierno.

El PRD, con muchas y muy notadas excepciones, es un partido que no podía ser parte de una transición a la democracia porque la mayoría de sus integrantes creía que el poder existe para ejercerse y no para servir a la ciudadanía. Su concepción de la democracia es plebiscitaria: no discutas conmigo, sólo ratifícame cuando yo lo decida. A partir de esa lógica, su contribución en el proceso de negociación de la reforma política fue, con excepción de la reforma constitucional en materia electoral de 1996, casi nulo. La mayoría de los perredistas prefería una reforma electoral limitada que hiciera posible derrotar al PRI, pero no para construir una democracia fundamentada en los ciudadanos, sino para reemplazarlo y asumir el control a partir de ahí. La esperanza es que los perredistas logren su madurez política y que ésta contribuya a fortalecer el sistema democrático que tanto dicen avanzar.

La lógica de cada uno de estos partidos hace fácil comprender porqué nunca avanzó la transformación institucional del país. Los tres principales «socios» en la empresa de transformar al sistema político mexicano post revolucionario tenían todos los incentivos para no llevar a cabo las reformas que el país requería. Cada uno actuó de acuerdo con sus propias razones y hoy cosechamos lo que esos partidos y sus líderes sembraron. Pero el comprender la complejidad del momento actual no resuelve el problema hacia adelante; en el mejor de los casos, sirve para anticipar la enorme dificultad que acompañara al porvenir. Si la próxima legislatura falla en su responsabilidad histórica, los riesgos de colapso institucional se exacerbarán, así como los de creciente conflicto social y de descomposición tanto política como económica. Para apreciar ese riesgo basta observar el desgobierno que distingue a la mayoría de las ciudades del país y la renovada propensión a recurrir a la violencia para hacer valer intereses particulares. Ahora que los partidos se preparan para nominar a sus candidatos al congreso, es imperativo que reconozcan la gravedad del momento. La próxima legislatura tendrá que llevar a cabo los cambios institucionales y las reformas estructurales que tanto los últimos gobiernos priístas como la legislatura saliente fueron incapaces de emprender. Lo que no se hizo por la fuerza ahora puede y debe hacerse por el acuerdo y con una gran visión. La calidad de los candidatos será crucial.

 

Más golpes al pesebre

Luis Rubio

Ominosa, además de un tanto estúpida, es nuestra propensión a golpear toda fuente de riqueza, como si éstas nos sobraran. El ejemplo más reciente de esta actitud se refiere a la serie de ataques contra el Tratado de Libre Comercio (TLC). Los políticos, así como toda clase de grupos interesados y afectados, claman por la renegociación del tratado, cuando no por su absoluta cancelación. En muchos casos es comprensible la causa de sus demandas, pero el simple hecho de atacar la única fuente confiable de crecimiento económico a lo largo de la última década, debería obligar a preguntarnos si se pretende empobrecer a país y a todos los mexicanos a cualquier precio y a la mayor celeridad.

El TLC no es la panacea y evidentemente afecta y ha afectado negativamente a muchas empresas y productores. Pero si uno observa el panorama general de los últimos diez años, el TLC ha sido la única fuente significativa de riqueza y empleos. De hecho, por más de una década, el país ha vivido esencialmente de las exportaciones que el acuerdo comercial ha generado en cuanto éstas han sido fuente de riqueza, empleos e inversión. Una vez que entró en operación el tratado trilateral de la región norteamericana, prácticamente no se llevaron a cabo reformas y ajustes que permitieran desarrollar nuevas fuentes de generación de riqueza. Desde esta perspectiva, el único adjetivo apropiado para calificar las propuestas de cancelarlo o renegociarlo es el de suicida.

Evidentemente, el TLC no ha resuelto todos los problemas del país; lo que ha hecho es abrir una infinidad de oportunidades para que empresarios mexicanos exporten sin trabas, o con muchos menos obstáculos, además de protegerlos legalmente cuando comercian con nuestros dos principales mercados, así como para que inversionistas del exterior se instalen en el país y generen oportunidades de empleo y desarrollo en general. En una sociedad racional, es decir, una con capacidad de discusión y debate abierto, directo y respetuoso, procedería analizar qué del TLC generó oportunidades para imitarlo, en lugar de apalearlo y vituperarlo. La gran pregunta debería ser cómo extender los beneficios del Tratado al resto de la sociedad mexicana.

Hay tres grandes temas que deben ser analizados respecto al TLC: primero, su objetivo y racionalidad; segundo, sus alcances y, tercero, sus carencias y limitaciones. Lo obvio es que no todos los mexicanos se han visto favorecidos por el TLC y que algunos han salido perjudicados. Lo que parece menos evidente son los beneficios, que han sido enormes, aunque no muy bien distribuidos. La pregunta es por qué.

Para comenzar, el objetivo central del TLC fue más de carácter político e institucional que estrictamente comercial. Lo que se requería era un mecanismo que garantizara la permanencia de las reformas económicas que se habían emprendido en los años previos a la negociación del Tratado y que obligara a perseverar en materia de reformas a fin de elevar la competitividad general de la economía nacional y, por esa vía, generar una plataforma para el desarrollo sostenido de toda la población. Hoy sabemos que el TLC logró uno de sus cometidos, falló en otro y generó una brutal crisis de expectativas. El TLC logró la credibilidad que se buscaba con relación a la permanencia de las reformas, pero obviamente falló en generar un momentum que obligara a impulsar más transformaciones posibles y necesarias para integrar a toda la sociedad mexicana en el proceso, elevar la productividad del trabajo e incrementar en forma sostenida el ingreso real de la población.

Los últimos ocho años son prueba fehaciente de que la absurda noción que planteaba que el TLC por sí solo crearía condiciones inexorables para continuar las reformas y acelerar el desarrollo de la economía. En lugar de propiciar el ajuste de las empresas y productores a las nuevas condiciones de competencia generadas tanto por la apertura a las importaciones (que se remonta a 1985), como por el TLC, los últimos dos gobiernos desperdiciaron el tiempo y abdicaron de su responsabilidad de coadyuvar a modernizar la planta productiva, especializar las empresas y mejorar la tecnología. Una de dos, o los gobernantes supusieron (contra toda lógica e historia) que los productores mexicanos se adaptarían sin problemas por sí mismos, o ignoraron su responsabilidad. El hecho tangible es que el TLC ha resultado ser una fuente extraordinaria de oportunidades para quienes lo han sabido aprovechar, pero ha constituido una fuerte carga para quienes no lo entendieron, no lo quisieron entender o supusieron que eventualmente podrían descarrilarlo, como sucede en el momento actual.

Si uno analiza al país en su conjunto, la evidencia de afectación negativa es reveladora de una realidad más amplia y preocupante. El mito y cliché que domina al debate político (mito que, en ausencia de un liderazgo que explique, convenza e invite al ajuste, se propaga como fuego en época de sequía), alega que el tratado ha beneficiado a un conjunto pequeño de empresas, principalmente extranjeras, sobre todo en la frontera, dedicadas básicamente a la maquila y que no generan muchos empleos. Como cliché para lanzar una campaña política, el mito es atractivo y poderoso, pero también es en esencia falso. Por una parte, no cabe la menor duda de que el norte del país ha sido el gran beneficiario del TLC, pero el concepto de norte se redefine cotidianamente: el norte hoy comienza en Querétaro. Peor para el mito, las regiones que han logrado añadir más valor a su producción no se encuentran en la región fronteriza, sino en lugares como Querétaro, Guadalajara, Guanajuato, Aguascalientes y Nuevo León.

Pero quizá el tema más importante respecto al TLC es que su éxito en generar oportunidades de empleo y generación de riqueza, ha dependido mucho más de la visión de unos cuantos individuos que de la acción o visión gubernamentales. A casi una década de su inicio de operaciones, la evidencia de desempeño del TLC muestra que los beneficios se han maximizado donde ha habido empresarios y/o gobernadores visionarios que comprendieron la oportunidad que el acuerdo comercial representaba y se dedicaron a hacerla realidad. Eso explica por qué ha habido muchas inversiones y exportaciones relativamente significativas en estados como Yucatán, Puebla y Oaxaca (estados que no colindan con Estados Unidos), pero no en lugares como Chiapas, Guerrero y Michoacán. Es posible que muchos de los empresarios medianos o grandes del Distrito Federal, del Estado de México o de Monterrey no requirieran mayor ayuda por parte del gobierno para visualizar oportunidades, pero donde ha habido gobernadores competentes y empresarios dispuestos, las oportunidades se han multiplicado.

No cabe la menor duda de que muchos mexicanos compraron la idea de que el TLC resolvería todos los problemas del país de la noche a la mañana. Eso creó expectativas que jamás se habrían podido satisfacer y que, al ser destruidas, contribuyeron a provocar un desánimo más o menos generalizado, además de servir de plataforma para los ataques contra el tratado, las reformas que éste hacía permanentes y las adicionales que serían necesarias para hacer realidad al menos parte de esas expectativas. El hecho es que, a casi diez años del TLC, muchos mexicanos se han quedado rezagados, sufren abusos por parte de sus gobernantes inmediatos, así como de la burocracia federal, y no tienen ni la menor posibilidad de salir adelante. La solución que muchos proponen consiste en cancelar o renegociar el Tratado, como si la eliminación de las oportunidades que sí se han presentado permitiera resolver los problemas de quienes se han visto afectados negativamente.

La verdadera solución reside en crear condiciones para que todos los empresarios y productores, los existentes y los que tienen que desarrollarse, puedan hacer uso del TLC y de otros mecanismos de desarrollo económico. Lo fácil, sin duda, es atacar lo existente, pero lo que el país requiere es un gobierno (de hecho, un sistema de gobierno) capaz de crear esas condiciones: que garantice el abasto de electricidad y, en general, de infraestructura de alta calidad, que transforme el sistema educativo nacional para generar capacidades básicas para la población, comenzando por la más marginada, que elimine burocratismos interminables, que fortalezca el estado de derecho y que propicie el desarrollo de un nuevo empresariado, distinto al de antaño, es decir, un empresariado que vea a la competencia como su razón de ser.

No hay nada más absurdo que proteger a los empresarios incapaces de producir en condiciones competitivas. Quienes claman por la cancelación o renegociación del TLC suponen que al eliminar la competencia, el país florecerá. En realidad, ello ocurrirá cuando exista un empresariado nuevo, distinto al que surgió en la época de la substitución de importaciones, bajo un esquema de protección y subsidios en lugar de competitividad y productividad. Todo lo que contribuya a propiciar el surgimiento de ese empresariado debe ser bienvenido, mientras que todo lo que contribuya a proteger a quienes no pudieron competir debe ser rechazado, por razones obvias.

Una vez dicho lo anterior, hay dos grupos de productores que requieren tanto protección como apoyos cuidadosamente enfocados. Uno es por demás obvio: los campesinos más pobres, la mayoría de ellos dependientes de cultivos de subsistencia. Para ese grupo se inventó un mecanismo de subsidio directo, que en su momento se conoció como Procampo, pero que luego fue tergiversado por la burocracia agraria y los agricultores ricos para su propio beneficio. El otro es el mexicano común que ha padecido por décadas la explotación por parte de sindicatos (como el de maestros y electricistas), burócratas y malos gobernantes, quienes le han negado hasta los derechos más elementales, como son el de la educación y la salud. Esos mexicanos requieren menos obstáculos, mejor liderazgo y más oportunidades, como las que el TLC ha generado. El reto ahora es generalizarlas a toda la población. Es tiempo de exigirles a los políticos que asuman su responsabilidad.

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Legalidad vs gobernabilidad

Luis Rubio

Si existe contradicción entre la gobernabilidad y la legalidad, entonces el país se encuentra en graves problemas. La noción del presidente Fox de que tiene que optar entre ambas, revela una faceta por demás peligrosa de nuestra realidad política actual y muestra una preocupante propensión a tomar las salidas fáciles, en lugar de contribuir a construir un sistema político fundamentado en dos pilares: la legalidad y la gobernabilidad. La democracia es la única forma de gobierno que concilia ambos principios; el hecho de que el presidente Fox afirme que tiene que optar implica que ha abandonado el principio moral más fundamental de su presidencia, la democracia, o que las presiones que confronta son tan brutales que no encuentra cómo salir de ellas. De lo que no hay duda es que el día en que estos dos principios, legalidad y gobernabilidad, entren en contradicción, el experimento democrático mexicano el sustento de todo el gobierno actual- habrá fracasado. No es un asunto menor.

Para nadie es secreto que la democracia mexicana es una obra en construcción, sujeta a toda clase de presiones, obstáculos e intereses. Unos quieren más democracia (aunque pocos la entienden a cabalidad), en tanto que otros la evitan bajo cualquier pretexto. Muchos desdeñan esa forma de gobierno; otros temen sus posibles consecuencias. No es para menos: la democracia amenaza a todos los intereses que por décadas depredaron de un sistema diseñado para que sólo unos cuantos gozaran de sus beneficios. De esta manera, los miembros del ex partido gobernante temen ser obligados a rendir cuentas de las chambas que entonces tuvieron, en tanto que los líderes de sindicatos y agrupaciones que nacieron y vivieron para controlar a la población, tienen pavor de sujetarse a procedimientos de elección que pudieran desnudar la realidad de su presunta popularidad.

Pero no sólo los miembros directos e indirectos del viejo sistema priísta temen de la dinámica de un sistema político democrático. Muchos de los medios de comunicación más poderosos han hecho lo posible por acomodarse a la nueva realidad política, pero al viejo estilo: en lugar de constituirse en los guardianes de los intereses ciudadanos, función que típicamente desempeñan en las sociedades democráticas, han optado por la cercanía con el régimen. Los partidos de oposición ciertamente prefieren el mundo post-priísta (donde sus libertades y oportunidades son infinitamente mayores), pero algunos de ellos niegan con sus actos las bases de una sociedad democrática liberal. Para la mayoría de los miembros del PRD, por ejemplo, la democracia no arribará hasta que su partido gane la presidencia, razón por la cual dedican una enorme proporción de sus energías, estrategias y posturas a reprobar y desacreditar al gobierno actual, bajo el principio de que la población no tiene capacidad de discernir. En este contexto, nadie tiene incentivos para ser responsable y hacer posible la prosperidad en un entorno de legalidad.

Para completar el cuadro, sólo faltaba la puntilla del propio presidente Fox. El titular del ejecutivo puede o no ser políticamente hábil, y puede tener buenas o malas razones para actuar como lo hace y para encabezar un gobierno al que le falta punch y sentido de dirección. Lo que el presidente no puede hacer, a menos que le ganen instintos suicidas, es descalificar su propia razón de ser. La fortaleza política y moral del presidente Fox no radica en su investidura ni en que haya derrotado al PRI. Su fortaleza y, sobre todo, su legitimidad, surgen del voto en las urnas, algo que parecería demasiado obvio si no es porque en la historia moderna de México fue un hecho insólito y excepcional.

La legitimidad originada en las urnas entraña una base fundamental de legalidad, pues el que existan procedimientos para una elección, reglas del juego acordadas y aceptadas por todos los participantes e instituciones debidamente constituidas para llevar a cabo los comicios, habla de la vigencia de uno de los componentes del estado de derecho. Cuando el presidente rechaza la legalidad como fundamento para subordinarla a la praxis cotidiana no sólo retorna al pragmatismo autoritario del mundo priísta, sino que pone en entredicho su propia legitimidad.

No es difícil especular sobre la razón que llevó al presidente a afirmar que la gobernabilidad estaba por encima de la legalidad en el orden de sus prioridades. La democracia mexicana no funciona con la exactitud de un reloj suizo y las dificultades para tomar decisiones e instrumentarlas son tan grandes que cualquiera puede acabar desesperado. Todos los ciudadanos hemos podido observar cómo, a lo largo de estos dos años, el poder legislativo ha bloqueado una iniciativa presidencial tras otra, a la vez que la Suprema Corte de Justicia ha invalidado viejas atribuciones presidenciales. Al mismo tiempo, diversos partidos han hecho todo cuanto han podido para deslegitimar al presidente y su gobierno, mientras que toda clase de grupos de interés, en ocasiones promovidos y solapados por miembros de algunos de los principales partidos de oposición, han impuesto sus preferencias a través de bloqueos, cierres de carreteras, machetes y amenazas. Una y otra vez, el presidente ha preferido el viejo statu quo priísta mejor no le muevan- que la fortaleza moral de un gobierno democrático que enarbola la legalidad emanada de las urnas. La actitud presidencial trae a colación una noción elemental de la legitimidad: que los principios sólo valen cuando es difícil sostenerlos (por ejemplo, cuando hay que imponer el orden legal); no hay mucho mérito en avanzarlos cuando todo mundo está de acuerdo.

Mientras el presidente Fox limitó su pragmatismo a la toma decisiones concretas (como la de cancelar el proyecto de un nuevo aeropuerto en la ciudad de México) la ciudadanía aprobó su gestión. Es imposible saber si los encuestados que aprueban el (no) actuar del presidente prefieren que el gobierno no haga nada para evitar violencia o si tienen una concepción tan pobre y baja del gobierno y sus instrumentos de acción (como las policías), que prefieren no probar la alternativa. El hecho es que la población ha aprobado la cancelación de una iniciativa tras otra cuando la alternativa percibida es violencia. Todo esto ha colocado al presidente en una tesitura peculiar: lo ha hecho más popular por lo que no hace que por lo contrario. A pesar de lo anterior, la situación cambió en el momento en que el presidente decidió abandonar la legalidad como principio normativo de su actuar. Una cosa es ser pragmático (al privilegiar la gobernabilidad) y otra es abandonar hasta la pretensión de que, en su actuar, va a respetar (y, en nuestro caso, contribuir a fortalecer y consolidar) el estado de derecho.

El problema de fondo yace en que la gobernabilidad no se consigue no actuando. Quienes avanzan la tesis de que la gobernabilidad debe ser el eje del actuar presidencial suponen que, al abandonar la legalidad (es decir, al saltarse las trancas cada vez que eso resulta fructífero y conveniente como en la era priísta), el país va a funcionar mejor. Sin embargo, las consecuencias de lo anterior son múltiples: el país está cada vez más paralizado, la inversión no crece, la economía sólo se distingue por no estar en crisis, pero no por crear riqueza y empleos y los riesgos hacia adelante, tanto políticos como económicos, no pueden más que incrementarse. Todo lo anterior es producto de esa noción primitiva de gobernabilidad (mejor ceder ante cualquier presión que avanzar un proyecto) tan presente en el sistema político, noción que entraña tanto una falacia como un gran riesgo. La falacia, sobre todo en boca del priismo, reside en que mucho de lo que el presidente Fox no ha hecho ha sido menos resultado de las decisiones presidenciales que de los obstáculos que le han impuesto los propios priístas en el legislativo. Como pudimos observar entre 1997 y 2000, un gobierno priísta estuvo prácticamente igual de paralizado que el actual. El riesgo inherente a todo esto es que, mientras los políticos disputan, el país pierde terreno frente al resto del mundo. La competencia china en nuestros mercados de exportación debería alertar a nuestros dilectos políticos de los costos de su inacción.

Lo que el presidente Fox no ha hecho, más allá de acatar los fallos de la Suprema Corte y mantener ecuanimidad frente a la inacción del poder legislativo, es avanzar en la consolidación de la democracia mexicana. El proyecto de Reforma del Estado sigue sin rumbo ni dirección y las soluciones que se han dado a las diversas crisis que el gobierno ha enfrentado no se han convertido en instrumentos para fortalecer una participación política responsable. Abandonar la legalidad como principio fundamental de acción, anuncia graves riesgos no sólo para el gobierno actual, sino para el futuro del país.

Al parecer, el presidente privilegió la gobernabilidad sobre la legalidad en el marco de la disputa entre CNI 40 y TV Azteca. Se puede presumir que el presidente reconocía que la legalidad se encontraría del lado del Canal 40, pero que sus preferencias pragmáticas (esa noción de gobernabilidad) le orillaban a favorecer la postura de Azteca. De ser así, el presidente estaría enfrentando un dilema faustiano: fortalecer la democracia aunque ésta no parezca producir muchos réditos en el corto plazo o vender su alma al diablo, confiando en que la mayor penetración de Azteca le permitiría obtener frutos en la próxima elección. Una noción de gobernabilidad como la anterior es por demás riesgosa: primero, porque nada le garantiza al presidente que el apoyo de la segunda televisora del país será decisiva en la próxima elección; y, segundo, porque al optar por una acción tan flagrantemente violatoria del orden legal, el gobierno está abdicando del uso de los recursos legales que tiene a su alcance para hacer valer el orden y la convivencia entre los diversos actores sociales, así vaya esto contra sus preferencias. En lugar de jugar a la gobernabilidad, el gobierno debería fortalecer el estado de derecho. Como bien saben los priístas, nada eleva tanto los riesgos de un gobierno como el pretender que éste puede determinar su propio dev

Volver a cambiar

Luis Rubio

Este año puede ser crítico de hecho, definitorio- para el futuro del país. Aunque por el hecho de la permanencia del senado las elecciones intermedias podrían parecer poco importantes, la realidad es que, dado el impasse que caracteriza a varios de los partidos principales y, en general, a la política mexicana, las elecciones de este año pueden ser cruciales. La ironía es que mucho de lo que ocurra en los próximos comicios va a depender de un gobierno que prometía un cambio pero que, hasta ahora, 25 meses después de su inauguración, sigue sin definir en qué consiste éste o, peor, qué quiere lograr y cómo piensa hacerlo.

A más de dos años del inicio del primer gobierno que no proviene del PRI, los principales problemas del país siguen esperando soluciones. Aunque hay gran efervescencia política, prácticamente todo el proceso político se consume en tomar posiciones frente a un gobierno que no tiene el poder de sus antecesores, pero que tampoco ha tenido la capacidad o la visión para conducir un proceso de cambio. El cambio parece haberse reducido a la elección de Vicente Fox. No es solo que muchas de las estructuras e instituciones permanezcan como antes (algo que puede ser intrínsecamente bueno), sino que el gobierno prácticamente no existe. Se trata de una administración reactiva en lo fundamental, carente de un proyecto, una visión y un sentido de brújula. Y esa ausencia de proyecto ha creado un campo fértil para el retorno de todos los intereses dedicados a que nada cambie.

A pesar de lo anterior, el presidente Fox es extraordinariamente popular. Fuera de los ámbitos periodísticos y políticos, la población reconoce al presidente como un líder distinto, claramente no subordinado a toda una estructura caciquil, burocrática y depredadora como la que acabó siendo el PRI. Quizá más importante, según las encuestas, la población reconoce que la situación política, económica y social es mala, pero no culpa al presidente de ello. Dado que no existen precedentes para la situación en que vivimos, hay dos conclusiones que uno puede derivar de esta mezcla de circunstancias: una es que, independientemente de su desempeño, la población le seguirá dando el beneficio de la duda al presidente por el resto del sexenio. De ser así, la estrategia presidencial (si así se le puede llamar a la ausencia de plan y acción) bien podría ser exitosa. Desde luego, la conclusión alternativa es que la población tarde o temprano se cansará de la parálisis y cambiará su percepción respecto al gobierno, lo cual podría llevar a un final muy poco feliz para Vicente Fox.

Luego de dos años al frente del gobierno, la administración del presidente Fox ha tenido un logro por demás significativo, que es el de haber mantenido la estabilidad política y económica. Esto es algo que podría parecer natural y evidente, pero no ha sido así: la complejidad política y económica del país es tal que cualquier movimiento en falso podría haberse traducido en una nueva devaluación o en el inicio de un nuevo conflicto político. El hecho de que esto no haya ocurrido ha sido producto de la destreza y tesón de la administración, con frecuencia a pesar del embate de los partidos políticos de oposición, generalmente más diestros para oponerse y reclamar intereses mezquinos de corto plazo (desde la CNC hasta la Conago, pasando por Atenco).

Pero la habilidad para mantener la estabilidad no ha venido aparejada de una estrategia para el desarrollo de largo plazo del país. Es cierto que el gobierno se ha encontrado con una oposición en ocasiones infranqueable en el poder legislativo, pero también es evidente que más allá de unas cuantas iniciativas de ley (como la reforma fiscal y la reforma en materia eléctrica) el gobierno ha carecido de propuestas, además de que erró desde el principio en su aproximación al congreso en general y al PRI en particular. Nunca muy decidido entre enfrentar al PRI o cooperar con ese partido, el gobierno hizo las dos cosas al mismo tiempo, con los resultados que están a la vista. No es seguro que el PRI habría respondido a una invitación presidencial, pero el gobierno hizo imposible esa opción.

La falla de fondo del gobierno actual reside precisamente en su multiplicidad. Cada una de las secretarías y entidades públicas tiene su propia agenda y prioridades y cada una de ellas la avanza como puede. No existe coordinación general y, más allá de un conjunto de objetivos grandes y etéreos, no existe una estrategia del gobierno federal como un todo. Cada secretaría tiene su propia dinámica, lo que con frecuencia incluye diferencias públicas respecto a las otras. Algunos objetivos son contradictorios entre sí y muy pocos llegan a cuajar porque no se ejerce un liderazgo funcional. El punto es que la estabilidad es una condición sine qua non para el desarrollo del país, pero la economía mexicana requiere de cambios estructurales importantes para poder lograr tasas elevadas de crecimiento económico y éstas no se están materializando. El Congreso sin duda ha sido culpable de mucho de ello, pero no menos culpable es un gobierno que no ha sabido avanzar las pocas iniciativas que ha tenido.

El país vive una etapa de letargo en el ámbito social, político y económico. En lo político, la ausencia de conducción se ha traducido en una combinación sui generis de sálvese quien pueda (o abuse mientras se dejan) por parte de todas las fuerzas e intereses políticos (desde los diputados hasta los gobernadores, los partidos y los presidentes municipales, pasando por los líderes sindicales y todos los intereses no institucionales que pululan en torno al sistema político institucionalizado), con esfuerzos verdaderamente heroicos por parte del gobierno por evitar situaciones de caos e inestabilidad. Esta combinación ha hecho posible que, a pesar de los permanentes retos a la autoridad gubernamental, el país mantenga su estabilidad. No hay garantía de que esto pueda seguir ad infinitum, pero no cabe la menor duda de que los reacomodos eran algo necesario e inevitable luego del fin de la era priísta.

Lo peor es que nuestra peculiar democracia simplemente no ha existido. El mundo de los políticos se ha transformado de una manera inusitada, abriendo nuevos espacios de interacción y confrontación, pero la vida cotidiana del mexicano común y corriente no ha cambiado ni un ápice. El mexicano sigue siendo rechazado por sus supuestos representantes y abusado por las autoridades a todos los niveles. Nada en el nuevo México, excepto el hecho que en sí mismo no es nada despreciable de poder elegir a sus gobernantes, beneficia al ciudadano. El concepto de ciudadanía se limita, en el mejor de los casos, al ámbito electoral. En todos los demás, los mexicanos seguimos siendo súbditos en espera del favor gubernamental.

El saldo económico es mixto. Por un lado, el gobierno actual tiene el extraordinario mérito de haber mantenido la estabilidad económica. Esto que parece fácil (y hasta obvio) nos distingue de todos los países importantes del sur del continente. El mérito es todavía mayor por el hecho de que la estabilidad se ha logrado mantener a pesar de las presiones del sindicato de gobernadores y de muchos miembros del gabinete, los productores que exigen blindajes (es decir, subsidios) y las presiones de intereses diversos que reclaman mayor gasto, como si el gastar fuera un bien en sí mismo. Pero el otro lado de la moneda de la economía resulta ser patético. Por varios años, (en la segunda mitad de los noventa) la economía experimentó tasas de crecimiento económico relativamente altas, producto exclusivamente de dos factores: la inversión privada, extranjera y nacional y las exportaciones hacia Estados Unidos y Canadá. De no haber sido por el TLC norteamericano, ni eso habríamos tenido. Pero ahora que la economía estadounidense crece a un menor ritmo (o que, al menos, demanda menos importaciones del tipo de bienes que nosotros producimos), el problema económico interno se ha hecho no sólo evidente sino crítico.

Lo obvio es que el mercado interno no funciona y esto se debe a dos circunstancias sobre las que el gobierno no ha hecho absolutamente nada o no ha sabido cómo hacerlo: una es que existen cientos de miles de empresarios que todavía no se ajustan a la competencia internacional y que, en la mayoría de los casos, ni entienden qué quiere decir eso o qué pueden hacer al respecto. La actual será la tercera administración que ignora la realidad productiva del país. La otra circunstancia sobre la que el gobierno ha fracasado es producto, irónicamente, de su arrogancia. Aunque no le ha faltado retórica (y en muchos casos esfuerzos encomiables) en temas vitales para el desarrollo económico como la reforma laboral, eléctrica y fiscal, ha fracasado en su gestión no sólo por la perversa dinámica que caracteriza al poder legislativo, sino por su propia incapacidad para convertir a la ciudadanía en socio del cambio. ¿Cuál cambio cuando éste se plantea a espaldas y, de manera flagrante, contra la ciudadanía que votó por el gobierno del cambio?

A pesar del saldo poco encomiable a la fecha, el gobierno mantiene una gran popularidad, factor que sin duda será crucial en la contienda electoral que viene. Con razón, el presidente va a argumentar que son pocos los avances porque la oposición ha sido férrea. Y, sin duda, la oposición a ultranza que hemos padecido todos los mexicanos constituye una razón casi absoluta para refrendarle el mandato al presidente. Aunque es fácil especular sobre la lógica de los priístas para obstaculizar al presidente en todas las oportunidades que se han presentado, su estrategia constituye una pobre carta de presentación electoral. A juzgar por las encuestas, las opciones que tienen los electores frente a sí son por demás patéticas: votar por un vacío de ideas y la defensa de los intereses creados del pasado en la forma del PRI, o votar por más de lo mismo en la forma del partido del presidente. ¿No será tiempo de que el presidente replantee el cambio, lo defina y se constituya en el líder que los mexicanos esperan de él?

CNI-Azteca

Cada vez parece más evidente que, más que un asunto comercial entre particulares, se trata de un tema de censura del gobierno a CNI.

 

La ley y el gobierno

Luis Rubio

Malos son los augurios de un gobierno que viola la ley y su espíritu, además de que no la hace cumplir, que es, a final de cuentas, su responsabilidad más elemental. Luego de décadas de gobiernos que ajustaban la ley a sus necesidades, con lo cual minaban la esencia de un estado de derecho (que es, a final de cuentas, la predictibilidad de las acciones gubernamentales), la primera administración no priísta del México moderno ha decidido hacer caso omiso de la legalidad. Ahora que el gobierno ya no puede modificar las leyes a su antojo, se ha arrogado la facultad de violarlas, o de no hacerlas cumplir, que es lo mismo, como si se tratara de meros actos administrativos. De ese tamaño es la decisión de hacer suyos los recursos del Sistema de Ahorro para el Retiro (SAR), o la de ignorar la toma de las instalaciones de una empresa televisora por otra, al margen de toda autoridad o decisión judicial. El estado de derecho no lo es todo, pero sin estado de derecho todo es nada.

Hasta la más básica y primitiva de las definiciones de legalidad -el cumplimiento de las leyes- estuvo ausente el mes de diciembre pasado. Con relación al SAR, el gobierno se apropió de recursos que no eran suyos. El hecho de que existan recursos que no hayan sido reclamados por sus legítimos propietarios, no justifica que el gobierno los expropie. Esta situación ocurrió de facto cuando ante la negativa del congreso de elevar la recaudación pero sí mantener un muy abultado nivel de gasto, se optó por reducir el déficit de las finanzas públicas con los recursos del SAR. De lo perdido lo que aparezca.

Algo no menos grave, pero sí mucho más preocupante, tuvo lugar los últimos días del mes de diciembre, cuando una empresa particular, Televisión Azteca, decidió hacerse justicia por su propia mano. Aprovechando la temporada de vacaciones, le televisora decidió obviar los procedimientos judiciales existentes, mandó un comando paramilitar y tomó las instalaciones de su rival, CNI Canal 40, para saldar la deuda que ésta tenía con la primera. Todavía peor, el gobierno se caracterizó no sólo por su inacción y su silencio, sino también porque nunca expresó condena alguna por proceder de TV Azteca. No tengo idea de a quién le asiste la verdad jurídica ni de los acertijos judiciales en que ambas están involucradas, pero no abrigo ni la menor duda sobre el quebrantamiento que sufre la vida en sociedad en el momento en que cada quien se hace justicia por cuenta propia, máxime cuando se trata de una entidad corporativa grande, visible y que, irónicamente, ha hecho esfuerzos por ganar legitimidad en el mundo empresarial a nivel internacional. Este tipo de acciones hace evidente porqué le resulta tan difícil lograr la respetabilidad internacional que añora.

El común denominador de estas dos situaciones radica en la naturaleza de nuestro gobierno. Miles de filósofos en el curso de la historia han elucubrado sobre la naturaleza de la responsabilidad del gobierno en una sociedad. Algunos prefieren un gobierno activo, militante y promotor que articula por igual desde una política industrial hasta ambiciosos programas de salud y de pensiones, en tanto que otros se inclinan por lo esencial: la defensa del territorio, las reglas de convivencia entre la ciudadanía y la seguridad pública. Algunos gobiernos son más eficientes que otros. Lo que todos tienen de semejante es la obligación de cumplir y hacer cumplir la ley, lo que incluye la seguridad física y patrimonial de los ciudadanos. Sin legalidad y seguridad no se puede hablar de gobierno.

Hace ya años que la legitimidad del gobierno mexicano se puso en duda. Los gobiernos priístas comenzaron a reconocer, al menos en los hechos, que existía un problema de legitimidad. Fue así que en los años cincuenta se inventó el subterfugio de los diputados de partido como mecanismo para que el congreso lograra algo de legitimidad. Si bien los gobiernos post revolucionarios no se distinguieron por su defensa del estado de derecho, no hay duda que la mayoría de los gobiernos de la época, encabezados en su mayoría por abogados, al menos guardaba las formas jurídicas. Aunque con frecuencia se contravenía uno de los pilares de la legalidad (a saber, un contexto de reglas conocidas y la certeza de que las autoridades no usarían el poder coercitivo en forma arbitraria), los gobiernos de entonces tenían al menos el cuidado de cambiar las leyes para que se ajustaran a sus preferencias. La expropiación de los bancos en 1982 contravino esa tradición, lo que abrió la caja de Pandora.

La pretensión de legalidad se evaporó a partir de 1982 y, con ella, la legitimidad de los gobiernos priístas posteriores. La legalidad no se vino abajo por casualidad, sino por el actuar constante y consciente de las autoridades en una multiplicidad de frentes que acabaron vulnerando el estado de derecho: la arbitrariedad, la negociación de las elecciones, la tolerancia y consideración hacia grupos políticos cuya esencia y razón de ser era la ilegalidad (desde los taxistas tolerados hasta el Barzón) y, sobre todo, la impunidad y la incapacidad (y, en buena medida, indiferencia) de las autoridades ante la creciente e incontenible ola de inseguridad pública, es decir, asaltos, robos y secuestros. El régimen priísta se vino abajo porque ya no gozaba de credibilidad, legitimidad o capacidad de acción. Lo único que requería era que alguien lo empujara.

La pregunta es si el gobierno del Presidente Fox, cuya legitimidad de origen está por encima de cualquier duda, acabará como sus antecesores o peor. Si algo unió al electorado que votó por Fox fue el deseo de acabar con la impunidad y revertir la desesperanza de millones de mexicanos ante la inseguridad pública, la falta de garantías y el abuso cotidiano. Con su respuesta en torno al SAR y las acciones ilícitas de TV Azteca, el gobierno actual corre el riesgo de mimetizarse con sus predecesores. Se trata de un actuar poco promisorio para el país y para el propio gobierno.

Los dos casos citados poseen características propias que vale la pena analizar. En el tema del SAR el problema no son los miles de millones de pesos que el gobierno decidió hacer suyos, sino el hecho de expropiar el patrimonio de los contribuyentes. Aunque desde los años treinta sucesivos gobiernos literalmente hicieron lo que les dio la gana con los fondos acumulados en el IMSS (fondos que, legalmente, correspondían a los asegurados, no a sus administradores), el caso del SAR y, ahora, de las Afores, es distinto. Aquellos fondos, aunque aportados por la colectividad de trabajadores y sus empleados, no estaban individualizados. De hecho, el sistema partía del principio de que los jóvenes de hoy sostendrían, con sus aportaciones, a los trabajadores de ayer y jubilados de hoy. Tanto el SAR como las Afores parten de otro principio: que el ahorro que cada trabajador realiza en una cuenta personal financiará su pensión futura. Dada la historia del IMSS, lo crucial del nuevo sistema de pensiones estriba en que jamás sea violado el principio de propiedad pues, de lo contrario, todo el sistema pierde credibilidad y la abrumadora mayoría de los trabajadores actuales, que se encuentran en un régimen llamado de transición entre el viejo sistema y el nuevo esquema, podrían optar por el primero, pudiendo llevar al gobierno a la quiebra. No se trata de especulaciones en el aire, sino de principios jurídicos y prácticos elementales. El gobierno, fiduciario de los fondos no reclamados del SAR, los hace suyos, minando con ello la esencia del sistema: la confianza de que esos fondos estarán disponibles cuando la persona se retire y no tenga otra fuente de ingresos. No es un asunto menor.

El asunto de Azteca tiene otra dinámica, pero una conclusión similar. Independientemente de sus argumentos jurídicos y financieros (de los cuales la televisora ha hecho gala en los medios), su decisión de tomar las instalaciones de Canal 40 por asalto abre una nueva era en las relaciones entre grandes corporaciones, cuyo funcionamiento depende del cumplimiento de contratos. Mientras que un changarro puede operar sin documentación en sus transacciones cotidianas, ninguna empresa, mucho menos una colocada en la Bolsa de Valores, puede darse ese lujo. El tema aquí es doble: por un lado, la acción misma, de corte gangsteril, de hacerse justicia sin esperar la decisión del poder judicial y la acción del poder ejecutivo. Por el otro lado, el silencio sepulcral del gobierno hasta que la opinión pública lo obligó a actuar. El responsable de hacer cumplir la ley brilló por su ausencia. Además, tanto en su inacción como en su actuar posterior reveló parcialidad.

Lo peor del caso de Azteca es que su comportamiento no es distinto, en concepto, a los linchamientos que han tenido lugar en distintas partes del país en los últimos años. Al igual que en esos casos, un grupo de particulares decide hacerse justicia. Quizá la muchedumbre lo haga porque el gobierno no está presente en esos ámbitos o porque no existen mecanismos que permitan hacer expedita la justicia. Pero no se trata de un asunto entre particulares, sino de legalidad y convivencia en sociedad. La vida en sociedad depende de que todos y cada uno de los ciudadanos se sujeten a las decisiones del poder judicial; cuando ese principio es violado, toda la sociedad, y ahora una de las empresas más grandes del país, comienza a otear peligrosamente en el reino de la selva, en el Leviatán de Hobbes.

Lo inexplicable de todo esto es la flagrante violación de la legalidad por parte del gobierno, la condonación de hechos delictivos y su ausencia como garante del orden y la paz en la sociedad. El gobierno ya ha fracasado en su misión de reducir la inseguridad pública y ahora, por su inacción, se convierte en socio de la impunidad. A menos que el gobierno rectifique pronto, el siguiente paso puede ser devastador para todos, pues sería la justificación que haría falta para darle vida a un proyecto político que partiera de la irrelevancia del estado de derecho, del principio de que el fin justifica los medios. El gobierno no parece reconocer que es mucho más, y mucho más importante, lo que está de por medio en sus acciones e inacciones recientes.

 

México y el mundo exterior

Ninguna nación vive aislada del resto del mundo. El entorno de interdependencia bajo el cual interactúan todos los países, condiciona su comportamiento. En un mundo ideal, todas las naciones tendrían el mismo peso relativo y cada una de ellas desarrollaría una política exterior acorde a sus realidades y demandas internas, con poca consideración del mundo exterior. Lo cierto, sin embargo, es que ninguna nación puede abstraerse de lo que ocurre a su alrededor y su política exterior tiene que responder a las realidades políticas, económicas y geopolíticas imperantes; de lo contrario los riesgos a su seguridad y desarrollo podrían resultar inconmensurables. En este contexto, la pregunta para México es cuál puede y debe ser su política exterior.

 

El país tiene una larga tradición de política exterior que fue cobrando forma a lo largo de los años, fundamentalmente como respuesta a tres fenómenos claramente diferenciables. Uno fue la Revolución Mexicana y el nacimiento del régimen post revolucionario, que siempre se sintió profundamente amenazado por Estados Unidos. Un segundo fenómeno fue la Guerra Fría que, al mismo tiempo, obligó y permitió al gobierno mexicano a tomar una distancia de las potencias en disputa. Finalmente, la búsqueda de legitimidad interna fue un factor de primera importancia para dar forma definitiva a nuestra política exterior. Sumados los tres factores, el régimen post revolucionario encontró que una política exterior a la vez activa y respetuosa de las decisiones de otras naciones, le permitía tener una presencia internacional respetada y una protección para sus propios intereses internos.

 

Para nadie es secreto que los tres elementos sufrieron una transformación radical en los últimos años. El fin de la Guerra Fría y la aparición de una sola superpotencia mundial cambiaron el eje de referencia para todo el mundo, situación que se acentuó de manera dramática a partir de los ataques terroristas de septiembre del 2001. Por su parte, las elecciones del año 2000 en México cambiaron la realidad política interna: con la derrota del PRI, desapareció tanto el problema de legitimidad del gobierno revolucionario como el de la supuesta amenaza norteamericana sobre la integridad del país o de su sistema de gobierno. Sobra decir que la suma de estos cambios en nuestras estructuras más fundamentales modificó los cimientos de la política exterior, pero no la han hecho más fácil de definir y desplegar.

 

La nueva realidad geopolítica internacional entraña fuertes condicionantes para nuestra política exterior. Tanto por razones tan obvias como nuestra localización geográfica, como por intereses económicos y políticos, el país tiene una relación muy estrecha con la única superpotencia del mundo. Además, nos guste o no, somos parte de su perímetro de seguridad. Esta situación determina los márgenes de libertad que de hecho tenemos en nuestra relación con aquella nación y con los temas que le son prioritarios. Desde luego, no se trata de condicionantes legales ni existe obligación alguna de aceptarlas sin más: sin embargo, es evidente que la condicionalidad existe y que el ignorarla o no aceptarla tiene consecuencias. La pregunta es cómo avanzar nuestros intereses sin subordinarlos a los de nuestro vecino.

 

La realidad geopolítica entraña, como todo en la vida, costos y beneficios. En cuanto a los costos se encuentra el hecho mismo de que las opciones reales y efectivas se reducen. Respecto a los beneficios, el que existan oportunidades de negociación que antes no existían. Puesto en otros términos, aunque parezca contradictorio, la presencia de una superpotencia no implica obligatoriedad para plegarse a sus mandatos, pero sí entraña, irónicamente, más espacio de negociación de lo que se advierte a primera vista. Baste observar la manera en que tres naciones han interactuado con la superpotencia para apreciar los márgenes que existen para quienes están dispuestos a reconocerlos y aprovecharlos.

 

Francia es un caso casi único en el mundo. No obstante la pérdida de su poder histórico, ha logrado convertir esa debilidad relativa en fortaleza. Su presencia en el mundo, su aparato militar -que, aunque limitado, es sumamente efectivo-, sus negocios multinacionales y su extraordinaria diplomacia les han resultado cruciales para obtener concesiones por parte de Estados Unidos. La clave reside en que, en su actuar, el gobierno francés reconoce las limitaciones que enfrenta y las convierte en un elemento de negociación. Algunos de los relatos en torno a las negociaciones en el Consejo de Seguridad de la ONU para conseguir el voto unánime que Estados Unidos buscaba, muestran que el gobierno francés no estaba defendiendo principios abstractos, sino intereses (y negocios) por demás concretos. Todo el resto era humo diseñado para hacer posible el avance de sus intereses primarios.

 

Gran Bretaña ha seguido una política exterior radicalmente distinta. Su estrategia ha consistido en acercarse a Estados Unidos y convertirse en el aliado más cercano y confiable. Aunque son innegables los múltiples valores compartidos entre ambas naciones, la estrategia británica es tan consciente y deliberada como la francesa. En lugar de confrontar, el gobierno británico ha convertido su diplomacia de cercanía en un arte. En el camino, los intereses británicos han avanzado tanto como los franceses y sus objetivos de largo plazo se han afianzado de la misma manera. Se trata de dos maneras distintas de alcanzar objetivos similares.

 

Rusia es quizá el ejemplo más sorprendente de cercanía con Estados Unidos porque se trata, a final de cuentas, de la única nación que en alguna época disputo a nuestro vecino del norte el estatuto de superpotencia. A diferencia de Francia e Inglaterra, la política de cercanía con Washington no goza de un amplio consenso interno en Rusia. Sin embargo, las decisiones en materia de política exterior son también producto de un cálculo de costos y beneficios. En el tema iraquí, Rusia tiene enormes intereses económicos y políticos de por medio y es quizá la nación con mayores riesgos para su propio bienestar en el caso de un enfrentamiento militar. Sin embargo, lo anterior no le ha impedido reconocer las nuevas circunstancias y tratar de apalancar sus fortalezas para avanzar sus intereses. Rusia, al igual que los otros dos países, no ha entablado la defensa de principios abstractos, sino la de intereses muy concretos.

 

Estos ejemplos sirven como contexto para analizar el desarrollo de nuestra política exterior. Aunque en el tema de la política exterior, al igual que el de la política económica, las opiniones internas varían de manera extraordinaria, destacan tres hechos incontrovertibles: primero, Estados Unidos es la única superpotencia política y militar, el mayor mercado del mundo y nuestro principal socio comercial. Segundo, la administración Bush, tras el 11 de septiembre del 2001, no da tregua: “o estás conmigo o estás contra mí”. Esta definición no deja mucho margen para el resto de las naciones del mundo pero, irónicamente, sí entraña grandes oportunidades para quienes aceptan la realidad geopolítica y no pretenden evadirla. De manera mucho más acentuada que en tiempos de la Guerra Fría, los aliados, o quienes son percibidos como tales, tienen derechos que ninguna otra nación goza. Inglaterra no se ha definido como un aliado por caridad, sino porque deriva beneficios directos y concretos de esa alianza. Finalmente, el tercer hecho indiscutible ser refiere a los costos que implica el no jugar bajo las nuevas reglas. Es decir, el “estar en contra” bajo la definición norteamericana entraña consecuencias. La pregunta para nosotros es si estamos dispuestos a aceptar esas nuevas reglas o si vamos a seguir un curso que contraviene los intereses más fundamentales de la sociedad mexicana y su economía.

 

Nadie puede saber a ciencia cierta si algunos de los temas prioritarios de la agenda mexicana respecto a Estados Unidos, como el de la migración, puedan algún día ser aceptables para la sociedad norteamericana. No es obvio que antes del 11 de septiembre se estuviera avanzando satisfactoriamente en esa dirección, pero tampoco hay razón para suponer que el tema ha desaparecido de la agenda norteamericana de manera absoluta y definitiva. Lo que es seguro es que, en la nueva realidad geopolítica, el éxito de ese y otros temas de nuestra agenda sólo es concebible en el contexto de una gran cercanía diplomática. Aunque esto no sea lo que muchos políticos mexicanos desearían ver y, ciertamente, no es lo que se considera políticamente correcto, la disyuntiva es muy clara: jugamos con los norteamericanos o seremos percibidos como contrarios.

 

Si uno observa la política exterior de naciones tan distintas y disímbolas como Inglaterra, Francia y Rusia, es evidente que la adopción de una política de cercanía con Estados Unidos no implica el abandono de nuestros intereses fundamentales, de otras relaciones u otras prioridades. En todo caso, implicaría el abandono de una política exterior que se ha caracterizado una un actuar distinto y contrastante respecto a países como Cuba y Estados Unidos, cuando la realidad exige que ambas sean parte de una misma concepción integral. Una nación independiente y soberana no tiene porqué escoger entre sus contrapartes, máxime cuando se trata de una política que de entrada reconoce y acepta, sin juzgar, las diferencias entre ellas. La política exterior es un medio para el desarrollo del país y no un fin en sí mismo.

El viejo sistema político vivía en un mundo de confusión intencional institucionalizada. Sólo así podía dar coherencia a realidades incompatibles como la de un gobierno autoritario con una retórica de democracia y una economía de mercado con una realidad de monopolios y oligopolios (comenzando por el del gobierno). Una de las grandes virtudes de las elecciones del 2000 es que se abrió la puerta para erradicar esas confusiones permanentes. En materia de política exterior tenemos que definir de una vez por todas cómo vamos a avanzar los intereses del país ante la nueva realidad geopolítica internacional.

Los viejos partidos mexicanos: ¿hacia la democracia?

Luis Rubio

La transición política a la democracia nació trunca. Trunca por la ausencia de tradición democrática, trunca por la inexistencia de un polo de atracción, como fue la Unión Europea para España, y trunca por la naturaleza histórica del PRI como entidad orientada al control y a la mediatización de la vida política y social. A diferencia de otras transiciones, en particular de la española, en México es prácticamente imposible separar el nuevo del viejo régimen y esa imposibilidad crea un entorno de conflicto y disputa que seguramente tomará tiempo resolver.

Las palabras con las que frecuentemente se caracteriza a la transición política por la que México atraviesa son revanchismo, conflicto, democracia sin demócratas, partidos personalistas, etcétera. Se trata de un proceso tortuoso de ajuste a realidades nuevas, pero sin que hayan desaparecido las viejas formas de hacer política o las instituciones que les daban vida. Mientras que naciones como España, Portugal o Chile pueden diferenciar con claridad los regímenes que quedaron en el pasado, todos ellos fuertemente asociados a una persona específica, en México es imposible hacerlo. Ciertamente, la ausencia del PRI en la presidencia de la república lo cambia todo, aunque a muchos les parece que lo único que cambió fue el color del partido en el poder. Peor, muchos, sobre todo en el PAN y en el gobierno, se sienten acosados por la presencia de miembros del PRI y antiguos funcionarios públicos sobre todo en los segundos mandos del gobierno. Por supuesto que en el cambio de partido en el gobierno todo cambió, pero eso no hace fácil distinguir, en lo cotidiano, una era de la otra.

El triunfo de Vicente Fox en las elecciones del 2000 sin duda transformó a México para siempre. Hasta entonces, la presidencia y el PRI eran una y la misma cosa. Con el PRI a sus pies, el presidente podía imponer cualquier decisión sobre la sociedad mexicana. Los tentáculos del partido, que alcanzaban hasta las comunidades y entidades más recónditas del territorio, servían de medios de control y aseguraban no sólo la estabilidad del país, sino también la permanencia del sistema priísta y el poder del presidente. Por su parte, los miembros del PRI, aunque disciplinados, no eran inocentemente sumisos. Intercambiaban su apoyo y lealtad por beneficios diversos. Esto es, los priistas recibían amplia compensación por su participación y disciplina en la forma de acceso al poder y a la corrupción. Justamente, el principal cambio que derivó del resultado electoral del 2000 fue la separación de estas dos figuras: la del presidente y el partido.

Por más que los cambios institucionales que eventualmente llevaron al triunfo de Vicente Fox a la presidencia de la república se hubieran negociado y adoptado en el periodo en el que el PRI todavía gobernaba, la democracia jamás hubiera podido florecer de permanecer este partido en el poder. No es que los priistas sean menos capaces de vivir en la democracia que el resto de los mexicanos, sino que el sistema estaba estructurado para controlar y obedecer y no para negociar, pactar y convivir. De esta manera, la derrota del PRI a la presidencia de la república abre la puerta a la posibilidad de la democracia. Sin embargo se trata de una condición necesaria, más no suficiente para avanzar en la dirección deseada. Las instituciones y reglas de interacción política siguen ancladas en el pasado.

Las viejas estructuras institucionales, comenzando con los partidos políticos y siguiendo con los poderes públicos y otras entidades políticas, son hijos del viejo sistema. Aunque la palabra democracia ha sido parte del léxico y la retórica partidista desde hace tiempo, el concepto de democracia en México poco o nada tiene que ver con la democracia liberal europea o norteamericana. Los políticos emplean el vocablo más como adjetivo que como sustantivo, señalando las limitaciones de su alcance. Ciertamente, las elecciones se han convertido en la forma normal de acceder a la vida pública y éstas ya no son el principal tema de disputa política. Pero la interacción política en la actualidad tiene muy poco o nada de democrática.

El voto, ese primer escalón del proceso democrático, es en realidad el único instrumento con que cuentan los ciudadanos para ejercer su soberanía. Una vez transcurrido el día de la elección, el ciudadano pasa a un plano de irrelevancia, en el que es ignorado por los supuestos representantes populares y por los partidos políticos. Aunque formalmente representantes de la población, los legisladores en realidad han fungido como representantes o contrapartes del poder ejecutivo. Ahora que el viejo sistema priísta ha desaparecido, los legisladores han quedado huérfanos: en la práctica no representan a la población y ya no guardan una relación privilegiada con el presidente. En la realidad actual, los diputados y senadores se han convertido en agentes de los liderazgos partidistas, cuando no meros exponentes de sus propios intereses e ideología.

El punto importante es que la política mexicana se había estructurado en torno a un conjunto de instituciones que empataban perfectamente la realidad del poder. El poder legislativo estaba subordinado al ejecutivo, pero ambos tenían incentivos para interactuar, lo que permitía un funcionamiento eficiente de la vida pública. Por su parte, el poder judicial, el más subdesarrollado de los poderes públicos, quedó históricamente marginado, sin papel central que desarrollar. Tal vez no sea casualidad que, en el nuevo entorno político, la Suprema Corte de Justicia haya encontrado una función medular que desempeñar, en tanto que el congreso sigue atrapado entre dos mundos: ya no es parte del viejo sistema, pero todavía no logra desarrollar sus propias formas ni se encuentra sujeto a la rendición de cuentas que sería normal en cualquier país democrático.

En todo este drama, los partidos políticos son actores centrales, pero no fundamentales. Aunque en apariencia resulte contradictorio, este planteamiento refleja nítidamente la realidad. Los partidos, pieza clave de cualquier proceso democrático, siguen aletargados, viviendo más los últimos tiempos del viejo sistema que haciendo suyas las oportunidades del nuevo entorno. Ante todo, a los partidos políticos les ha sido difícil encontrar su nuevo lugar en la democracia mexicana. El PRI, el partido más importante por su tamaño y experiencia, ha intentado renovarse, pero no tiene una brújula democrática que lo guíe. Los priístas siguen viendo al pasado como punto de referencia, aunque ese pasado no siempre les satisfaga: de él aprecian el control, el poder y la centralidad, pero no la subordinación y disciplina a que estaban sometidos. De esta forma, sus intentos de renovación, como su reciente elección interna, han sido ejercicios poco conducentes a su transformación.

El PAN, hijo de una tradición más cercana a la democracia, ha enfrentado problemas muy distintos a los del PRI, pero no por ello menos complicados. Por su objetivo de origen, contrapuntear al PRI, los panistas crecieron y se desarrollaron como si el poder fuese algo abstracto y distante. Lo anterior les llevó a desarrollar una ética partidista que, por loable que sea, se ha convertido en un serio problema de funcionamiento ahora que han llegado al poder. Los panistas temen ensuciarse las manos con las decisiones que normalmente enfrenta un gobernante, lo que ha llevado a que prevalezca una artificial distancia entre el partido y su gobierno. Su transformación en partido gobernante ha sido difícil incluso de conceptualizar, mucho más de realizar. El resultado es un gobierno aislado y un partido que no se siente responsable.

El PRD es quizá el partido menos institucionalizado, el que experimenta mayores divergencias y corrientes internas y el que más dificultades ha tenido para avanzar hacia lo que podría llamarse la normalidad democrática. Si algo une a los perredistas es la creencia ferviente de que la democracia mexicana sólo se consumará el día que ellos asciendan al poder. Su concepción de la democracia sigue siendo excluyente y su propensión a negar la legitimidad de sus contrincantes es ubicua. A diferencia de los otros dos partidos grandes, su realidad interna tiende a alejarlos del poder y, por lo tanto, del reconocimiento de la necesidad de reforma interna.

Lo que todos los partidos padecen es la ausencia del electorado. Aunque los partidos son la pieza central de una política democrática, la distancia entre los partidos y la población es tan grande, que ningún intento de renovación o transformación fructificará mientras los partidos no se vean a sí mismos como responsables ante la población, mientras no vean a la ciudadanía como su razón de ser. En este sentido, quizá el gran problema de la democracia mexicana resida menos en lo que los partidos y sus miembros comprenden o reconocen que es necesario hacer, que en las estructuras e instituciones que distancian a los partidos de la ciudadanía.

En el fondo, la transición política mexicana se ha estancado porque, más allá del voto, no existe una vinculación entre la ciudadanía y los políticos. Cada uno vive en su mundo. En ausencia de instituciones que los acerquen, como podría ser la reelección de los miembros del poder legislativo, los políticos se ven a sí mismos como independientes y no como representantes de la población. De esta manera, en lugar de atender las demandas, preferencias y necesidades de los electores, los partidos se dedican a cultivarse a sí mismos, con poco éxito hasta el momento.

Todo esto sugiere que la transición a la democracia va a continuar siendo tortuosa, difícil y lenta. En lugar de caracterizarse por acciones que demarquen líneas claras entre el pasado y el presente, la política mexicana persiste en su historia de grises en la que se confunde lo que existía con lo que hace falta. Los partidos y los poderes públicos son, en este sentido, hijos de una tradición que no va a dejarse morir con facilidad. Aunque existe en México una tradición liberal, ésta no goza, como en España, del privilegio de verse acompañada por una diversidad de instituciones y actores con vocación democrática. Por ello pasará tiempo hasta que los mexicanos encuentren su propio camino a la democracia. La pregunta es que tan grande será la desilusión de la ciudadanía para cuando eso ocurra.

 

La política del Islam

Luis Rubio

Los gobiernos de todo el mundo enfrentan retos permanentes, pero la manera en que cada uno los resuelve entraña consecuencias muy distintas. Sin duda, hay naciones particularmente difíciles de gobernar, en tanto que otras casi funcionan solas. Claramente, las naciones árabes e islámicas caen entre las primeras. De hecho, los ataques terroristas contra Estados Unidos el 11 de septiembre del 2001, hicieron evidente la enorme complejidad del mundo islámico y también el resentimiento y frustración que han dejado gobiernos corruptos e ineficaces.

A poco más de un año de lo ocurrido en Nueva York, los libros que pretenden explicar, diagnosticar y desmitificar el mundo islámico proliferan día con día. La historia que comienza a aparecer en ellos es una de contrastes que oscilan entre la habilidad de algunos gobiernos para enfrentar exitosamente los retos que le impone su realidad y la incapacidad de otros que, paralizados por su corrupción y falta de visión, han acabado por agravarlo todo. Aunque la política de los países islámicos parece ajena a nuestra realidad inmediata, buenas lecciones pueden desprenderse de la habilidad de los gobiernos para enfrentar y remontar situaciones complejas, o de su ineptitud, que acaba creando odios y resentimientos extremos.

En muchos casos, las condiciones y las características internas de algunos países y regiones son factores suficientes para entender por qué es una tarea monumental gobernarlas. Ejemplos sobran: el viejo imperio soviético y la región de los Balcanes, cada cual con su correspondiente diversidad de etnias, idiomas, religiones y nacionalidades; igualmente complejos son los países islámicos, un desafío para cualquiera que pretenda gobernarlos. Sin embargo, la tentación de apelar al determinismo para comprender la dinámica política de algunos países, choca con las experiencias de diestros políticos que inclinaron la balanza en un sentido favorable.

En Turquía, por ejemplo, el liderazgo de Kemal Ataturk a principios del siglo xx, permitió la separación entre la iglesia y el estado, impensable en la realidad actual de buena parte de los países musulmanes. De manera similar, pero en otro contexto, Lee Kwan Yeu, considerado el fundador de Singapur, rompió con la maldición que condenaba al puerto asiático a la podredumbre, la mafia y la corrupción imperantes en la región indochina. En su biografía, Lee afirma que su gobierno se aferró a un absoluto pragmatismo, lo que le permitió remontar los obstáculos al desarrollo que plagaban la región.  Lee afirma que el gobierno de su país ve al mundo como es y no como sería deseable que fuera, por lo que siempre elige la mejor de las opciones cuando un punto de inflexión así lo demanda.

No obstante los ejemplos arriba citados, un número significativo de naciones enfrenta retos inconmensurables y las naciones islámicas son ejemplo vivo de ello. De entre la amplia bibliografía que recientemente ha aparecido sobre el terrorismo y el Islam, destacan dos textos por su profundidad y seriedad. Uno de ellos, del decano de los estudios islámicos en Estados Unidos, Bernard Lewis, lleva un título que lo dice todo ¿Qué estuvo mal? (What went wrong?). Para Lewis, el punto medular es que, históricamente, el Islam no ha podido resolver los problemas fundamentales de sus seguidores y eso les ha llevado a culpar al resto del mundo de todos sus males. Primero fueron los cruzados; después las potencias coloniales, que avivaron el odio con la división de Medio Oriente; y, más recientemente, los estadounidenses. El argumento de Lewis para explicar este resentimiento es la incapacidad de los gobiernos islámicos para atender las necesidades más apremiantes de su población. Una de las manifestaciones más palpables de ese rencor ha sido, justamente, el terrorismo.

Con una perspectiva distinta, el francés Gilles Kepel llega a conclusiones similares. Para Kepel, en su voluminoso estudio Jihad: Los vericuetos del islam político (Jihad: The Trail of Political Islam), publicado hace dos años y actualizado después de los hechos del 11 de septiembre, los ataques terroristas, irónicamente, pueden verse más como un signo de debilidad que de fortaleza.  Antes que el comienzo de una escalada y una creciente amenaza del Islam contra Occidente, el autor ve en la caída de las Torres Gemelas el símbolo del aislamiento, la fragmentación y el declive del radicalismo islámico. El profesor Kepel se apresura a señalar que los ataques no representan el principio y el final del problema, sino que, en un sentido político, el islamismo radical llegó a su cúspide y la historia que cuenta para ilustrar su tesis es particularmente relevante.

Para Kepel, lo ataques terroristas sólo pueden ser explicados a la luz del ascenso y la caída del islamismo político, sobre todo a partir de la década de los setenta. A partir de entonces, muchos sectores de la población de los diversos países musulmanes comenzaron a manifestar agravios profundos. Unos, sobre todo las clases medias, empresarios y profesionales, se sentían distantes de los gobiernos seculares corruptos surgidos del orden político posterior a la descolonización de mediados del siglo xx. Otros, particularmente la juventud desilusionada (no olvidemos que se trata de países con tasas de crecimiento demográfico superiores al cinco por ciento), estaban listos para ser reclutados por cualquier movimiento de protesta. Ambos grupos acumularon agravios por razones muy distintas, que acabaron convergiendo cuando entraron en escena los intelectuales islámicos que actuaron como catalizadores del proceso. En Irán, el Ayatollah Khomeini desplegó una extraordinaria habilidad política para desarrollar y mantener una base social amplia en la que todos tenían algo que ganar. Los comerciantes en los bazares apoyaron la revuelta porque ya no toleraban la corrupción gubernamental; los jóvenes y los pobres atendieron el llamado porque se les prometía la redención; los clérigos ascendieron al poder, dándole con ello legitimidad al movimiento en su conjunto. Veinte años después la coalición original se ha fragmentado, pero el ejemplo iraní permeó al resto del mundo musulmán y árabe, forzando a cada gobierno a responder de alguna manera.

La alianza de conveniencia que hizo posible la revolución iraní tuvo su réplica lo mismo en Arabia Saudita que en Turquía, Egipto y Argelia. En todos los casos, el elemento cohesionador fue la incompetencia y la deshonestidad de los gobiernos seculares; cada nación, sin embargo, generó resultados muy distintos. En Turquía, por ejemplo, la coalición nunca llegó a consolidarse, sobre todo porque los intereses de cada grupo eran suficientemente divergentes como para hacer imposible apelar a un común denominador, en un país que ya antes había creado mecanismos funcionales de participación política. Fue otra la suerte de gobiernos como el egipcio, pero sobre todo el argelino, donde los islámicos radicales reclutaron a masas de jóvenes alienados, iniciando cruentos movimientos que, al menos en Argelia, no acabaron bien.

Pero fue en Arabia Saudita donde la respuesta al modelo iraní transformó la dinámica entre el Islam y Occidente. Los príncipes sauditas, siempre cautos en su manera de actuar, intentaron fortalecer movimientos islámicos moderados (la Hermandad Musulmana, por ejemplo) como antídoto contra los radicales promovidos por la revolución iraní. Los saudíes encontraron en el dinero, típico en ellos, la fórmula para contrarrestar el influjo persa. Trataron primero de cooptar a los desavenidos dentro de su país y, después, enviaron millones de dólares hacia Afganistán, donde financiaron una guerra santa en contra de los invasores soviéticos.

La estrategia saudita es sintomática del pragmatismo de sus dirigentes. Lo importante era salvar el pellejo —evitar la rebelión interna— y mantener el poder. Sin embargo, algo salió de su control: los efectos secundarios de su lucha contra los soviéticos, a la postre derrotados, produjeron al monstruo de Al Qaeda y su dirigente Osama Bin Laden, cuyo objetivo último era precisamente la destrucción del gobierno saudita y la constitución de una nación islámica radical. El terrorismo serviría para demostrar que ni la nación más fuerte del mundo era invencible.

Tras Afganistán, los radicales islámicos ampliaron su esfera de influencia. En Argelia desataron una brutal guerra civil, aún inconclusa, mientras que en Bosnia intentaron secuestrar la causa musulmana sin atender a las particularidades del país o región, mismas que no comprendieron ni les interesó comprender. Por su parte, Bin Laden y sus seguidores establecieron, primero en Sudán y luego en Afganistán, células de Al Qaeda, desde donde organizaron diversos ataques contra blancos occidentales, principalmente norteamericanos, hasta desembocar en el atentado del 11 de septiembre.

Con esos antecedentes, lo natural sería pensar que el martes negro marcaba el inicio de una escalada. Sin embargo, Kepel argumenta justo lo contrario. Su impresión es que el radicalismo islámico se encuentra a la defensiva en prácticamente todos los frentes, sobre todo porque las diferencias de intereses y necesidades entre quienes al principio dieron vida a la coalición, le impiden contar con un sustento popular unificado. La violencia y el terror acabaron por alienar a las clases medias y urbanas musulmanas, sin las cuales un movimiento integrista es imposible. Esto no impide que nuevos ataques terroristas tengan lugar, pero sí, añade Kepel, que gocen de apoyo masivo en cada una de las naciones islámicas. La excepción, señala el estudioso, es la popularidad de la causa palestina, que con tanta habilidad ha aprovechado y explotado Al Qaeda. Pero incluso con esto, los límites al radicalismo los impone el hecho de que el movimiento ha acabado en un impasse  del que no parece haber salida. En este sentido, y al margen de los ataques terroristas, la historia del radicalismo islámico demuestra fehacientemente que la capacidad de gobernar y la forma en como cada país enfrenta sus propias dificultades definitivamente hace una enorme diferencia.

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El nuevo dilema de nuestro desarrollo

Luis Rubio

Diez años después de firmado el Tratado de Libre Comercio (TLC) norteamericano, la economía mexicana evidencia dos circunstancias muy específicas: por un lado, el acuerdo ha abierto enormes oportunidades para el desarrollo de nuestra economía, y muchas empresas y regiones han sabido aprovecharlas de una manera extraordinaria; pero, por otro lado, pocos mexicanos han tenido la posibilidad de utilizar al TLC como palanca para su propio desarrollo. La paradójica mezcla de avances y rezagos no es más que reflejo de nuestra realidad política y gubernamental: se liberalizó la economía en lo externo, pero no se hizo lo equivalente en el interior del país. El resultado es que hay millones de mexicanos que se han quedado a la zaga del desarrollo económico. En franco contraste con Canadá que busca ahora nuevas formas de integración económica tras agotar las ventajas del TLC, nosotros no comenzamos todavía a aprovecharlo a cabalidad. Es tiempo de ponernos las pilas y seguir adelante.

Esencialmente, el TLC fue concebido como un instrumento orientado a dar certidumbre a empresarios e inversionistas y generar la confianza necesaria en las reglas del juego en el país. Luego de años de vaivenes, crisis y altibajos, la reactivación económica requería de un marco regulatorio claro y estable; sin ello, como había sido evidente en los ochenta, la inversión no se materializaría. De esta forma, su principal objetivo era asegurar continuidad en las políticas económicas más generales. Los logros en este terreno son más que evidentes: el TLC se ha convertido en un factor de certidumbre y estabilidad y, como tal, es envidiado alrededor del mundo (razón de más para no pretender demasiados cambios innecesarios).

Lo que el TLC no ha conseguido o, mejor dicho, lo que el gobierno y los políticos no han logrado a partir de la firma del tratado, es generar un consenso interno sobre las medidas necesarias en política económica, regulación y modernización legislativa que serían necesarias para hacer de este instrumento un éxito no sólo para la inversión extranjera y los exportadores, sino también para el empresariado pequeño, mediano y, en general, para todos los mexicanos. El TLC fue una gran idea cuyos beneficios no se han extendido a la sociedad mexicana. Lo han aprovechado quienes han tenido la capacidad y visión para convertirlo en un vehículo de crecimiento; el resto, se ha quedado al margen. Urge un liderazgo político capaz de orquestar un consenso básico en los temas elementales del desarrollo económico. Sin ello, el país seguirá pobre y el TLC, a pesar de su solidez y la oportunidad que representa, habrá sido un mecanismo más que no satisfizo las expectativas que generó.

A diez años y tres gobiernos de la firma del TLC, la única constante ha sido la ausencia de una política de desarrollo que le permita a toda la población, y no sólo a las grandes empresas, aprovechar las ventajas del tratado. Un gobierno tras otro ha asumido que el tratado arrojará resultados por sí mismo, a pesar de que la evidencia indica lo contrario. Sólo las empresas excepcionalmente dotadas de talento u activos han podido sacarle provecho. Para el resto, incluyendo a la mayoría de las empresas (en términos absolutos), el TLC es un instrumento que no ha rendido los frutos esperados.

El hecho tangible es que el TLC ha servido para desregular o liberalizar el comercio exterior y el régimen de inversión, así como para garantizar la permanencia de estas reformas, pero no representa una fuente de cambio para la economía interna. Quienes viven principalmente del mercado interno padecen todos los males posibles, en especial, la maraña de requisitos impuestos por una cadena que parte de la Secretaría de Hacienda y pasa por el Instituto Mexicano del Seguro Social, la Secretaría de Economía, las autoridades delegacionales o municipales y, en general, toda la burocracia. Por si fuera poco, los costos de las empresas se multiplican por la negligencia de las autoridades que no garantizan la seguridad de las personas y sus bienes, no proveen los servicios básicos (como la electricidad) de manera confiable y a precios competitivos, ni indemnizan a las personas, incluidos los empresarios, por los daños que ocasiona el burocratismo legendario presente en todos los niveles del gobierno. Pero las autoridades no tienen el monopolio de los obstáculos: igual de complicada es la vida de un empresario cuando se enfrenta a la inexistencia de crédito y a la falta de alternativas reales en la provisión de servicios (desde transporte hasta telefonía). Si de por sí hay pocos empresarios verdaderos, los medianos y pequeños compiten con una mano amarrada a la espalda.

Dada nuestra realidad burocrática. a nadie debería sorprender la proliferación de la economía informal. Los empresarios que optan por la informalidad, aunque lo hayan hecho por mera inercia, viven enormes penurias y una incertidumbre permanente. Pero su vida no es mucho peor que la de los empresarios chicos y medianos formalmente constituidos, que tienen que sortear, igualmente, un caudal de obstáculos y limitaciones que impiden su desarrollo. En este contexto, la abrumadora mayoría de los empresarios del país no tiene la menor posibilidad de aprovechar los beneficios del TLC. Se trata de dos mundos totalmente distintos y cada vez más distantes.

Visto desde esta perspectiva, el TLC ha sido un éxito espectacular en términos agregados, pero su penetración es todavía pequeña. Las exportaciones se han cuadriplicado a lo largo de estos años, lo que coloca a México como uno de los principales exportadores del mundo. Al mismo tiempo, los flujos anuales de inversión extranjera se duplicaron a partir de la firma del tratado. Pero ahí se han estancado. Tanto las exportaciones como la inversión que llega del exterior han modificado para bien el perfil de la balanza de pagos del país, pero no han propiciado en la misma medida la transformación del conjunto de la economía mexicana. Ese desafío sigue estando ahí.

La realidad es que el TLC sólo podía ser exitoso en la medida en que todos los mexicanos, pero particularmente las autoridades, lo concibieran como un instrumento y no como un fin en sí mismo. Sin embargo, al acuerdo se le dejó aislado, como en un limbo, para que fuera aprovechado por quien pudiera hacerlo mientras que al resto no le ha quedado otra más que apechugar. Lo que se requiere es crear un entorno interno que permita acelerar el desarrollo de empresarios, así como de empresas pequeñas y medianas, y que haga propicia la competitividad de la economía en su conjunto. Es decir, se necesita de un consenso básico sobre el futuro de la economía nacional, a partir del cual se tomen las decisiones más impostergables: desde la modernización del marco legal hasta la adopción de reformas clave, sin las cuales el desarrollo industrial es inconcebible.

El problema se complica por la naturaleza de los esfuerzos emprendidos por el gobierno a lo largo de estos diez años. En lugar de abocarse a transformar las estructuras económicas y jurídicas en que se desenvuelve la economía, los gobiernos anteriores y el actual han impulsado una imponente red de tratados de libre comercio con quien se deje. Igual se han firmado tratados con naciones al sur del continente que con la Unión Europea. Ahora se comienza a negociar otro con Japón. La pregunta es para qué queremos tantos tratados si la estructura interna de la economía no permite aprovecharlos. Peor, justo cuando Canadá, uno de nuestros dos socios norteamericanos, está planteando acrecentar la integración en el subcontinente, nosotros distraemos la mirada hacia latitudes tan lejanas como Japón. No se trata de emitir un juicio sobre si se actúa bien o mal, sino advertir que en este terreno, como en otros tantos, el gobierno adolece de una estrategia que sea congruente con el desarrollo económico del país.

A la fecha, el pobre desempeño de la economía mexicana se le ha achacado a la recesión norteamericana. Esa explicación es sin duda válida, pero también es insuficiente, aunque muy conveniente. Es cierto que la economía mexicana creció mucho los últimos años debido a la enorme demanda que ejercía la economía estadounidense; sin embargo, es igualmente cierto que no toda la economía crecía al mismo ritmo y, sobre todo, que los beneficios de ese crecimiento eran muy inferiores a los que podían haber sido. Diversos estudios sobre el desempeño del TLC en estos años muestran que, a pesar de que tenemos una enorme población, las empresas han enfrentado serios cuellos de botella para encontrar personal calificado; al mismo tiempo, para muchas empresas ha sido más fácil y barato importar insumos que lidiar con la burocracia y los impedimentos que aquejan a la planta productiva nacional. Como las empresas se dedican a producir al menor costo y con la mejor calidad, todo lo que impide la consecución de esos objetivos las disuade de realizar más inversiones. Puesto en otros términos, las empresas no se dedican a la política social: si no hay los insumos y el personal requerido, se van a otras regiones, como China, donde todas estas cosas parecen estar debidamente resueltas.

La cruda verdad es que la economía cuenta con una superestructura de tratados de libre comercio que sólo un puñado de empresas puede aprovechar. Esto nos crea una disyuntiva muy simple: o resolvemos el problema estructural de la economía mexicana o dejamos de perder el tiempo con tanto tratado. Igual de importante es analizar y definir la dirección que debe seguir el desarrollo de nuestra economía: dada la prisa de los canadienses y las nuevas circunstancias geopolíticas que caracterizan los procesos de decisión en Estados Unidos, nosotros tenemos que meditar con mucho cuidado si deseamos una mayor integración regional (donde se concentra nuestro comercio exterior y existe la necesidad inminente de resolver el problema migratorio) o una mayor dispersión de esfuerzos. Lo seguro es que, en ambos casos, la única manera de ser exitosos es creando un consenso interno y empujando hacia adelante, aunque sea a marchas forzadas.