La política del Islam

Luis Rubio

Los gobiernos de todo el mundo enfrentan retos permanentes, pero la manera en que cada uno los resuelve entraña consecuencias muy distintas. Sin duda, hay naciones particularmente difíciles de gobernar, en tanto que otras casi funcionan solas. Claramente, las naciones árabes e islámicas caen entre las primeras. De hecho, los ataques terroristas contra Estados Unidos el 11 de septiembre del 2001, hicieron evidente la enorme complejidad del mundo islámico y también el resentimiento y frustración que han dejado gobiernos corruptos e ineficaces.

A poco más de un año de lo ocurrido en Nueva York, los libros que pretenden explicar, diagnosticar y desmitificar el mundo islámico proliferan día con día. La historia que comienza a aparecer en ellos es una de contrastes que oscilan entre la habilidad de algunos gobiernos para enfrentar exitosamente los retos que le impone su realidad y la incapacidad de otros que, paralizados por su corrupción y falta de visión, han acabado por agravarlo todo. Aunque la política de los países islámicos parece ajena a nuestra realidad inmediata, buenas lecciones pueden desprenderse de la habilidad de los gobiernos para enfrentar y remontar situaciones complejas, o de su ineptitud, que acaba creando odios y resentimientos extremos.

En muchos casos, las condiciones y las características internas de algunos países y regiones son factores suficientes para entender por qué es una tarea monumental gobernarlas. Ejemplos sobran: el viejo imperio soviético y la región de los Balcanes, cada cual con su correspondiente diversidad de etnias, idiomas, religiones y nacionalidades; igualmente complejos son los países islámicos, un desafío para cualquiera que pretenda gobernarlos. Sin embargo, la tentación de apelar al determinismo para comprender la dinámica política de algunos países, choca con las experiencias de diestros políticos que inclinaron la balanza en un sentido favorable.

En Turquía, por ejemplo, el liderazgo de Kemal Ataturk a principios del siglo xx, permitió la separación entre la iglesia y el estado, impensable en la realidad actual de buena parte de los países musulmanes. De manera similar, pero en otro contexto, Lee Kwan Yeu, considerado el fundador de Singapur, rompió con la maldición que condenaba al puerto asiático a la podredumbre, la mafia y la corrupción imperantes en la región indochina. En su biografía, Lee afirma que su gobierno se aferró a un absoluto pragmatismo, lo que le permitió remontar los obstáculos al desarrollo que plagaban la región.  Lee afirma que el gobierno de su país ve al mundo como es y no como sería deseable que fuera, por lo que siempre elige la mejor de las opciones cuando un punto de inflexión así lo demanda.

No obstante los ejemplos arriba citados, un número significativo de naciones enfrenta retos inconmensurables y las naciones islámicas son ejemplo vivo de ello. De entre la amplia bibliografía que recientemente ha aparecido sobre el terrorismo y el Islam, destacan dos textos por su profundidad y seriedad. Uno de ellos, del decano de los estudios islámicos en Estados Unidos, Bernard Lewis, lleva un título que lo dice todo ¿Qué estuvo mal? (What went wrong?). Para Lewis, el punto medular es que, históricamente, el Islam no ha podido resolver los problemas fundamentales de sus seguidores y eso les ha llevado a culpar al resto del mundo de todos sus males. Primero fueron los cruzados; después las potencias coloniales, que avivaron el odio con la división de Medio Oriente; y, más recientemente, los estadounidenses. El argumento de Lewis para explicar este resentimiento es la incapacidad de los gobiernos islámicos para atender las necesidades más apremiantes de su población. Una de las manifestaciones más palpables de ese rencor ha sido, justamente, el terrorismo.

Con una perspectiva distinta, el francés Gilles Kepel llega a conclusiones similares. Para Kepel, en su voluminoso estudio Jihad: Los vericuetos del islam político (Jihad: The Trail of Political Islam), publicado hace dos años y actualizado después de los hechos del 11 de septiembre, los ataques terroristas, irónicamente, pueden verse más como un signo de debilidad que de fortaleza.  Antes que el comienzo de una escalada y una creciente amenaza del Islam contra Occidente, el autor ve en la caída de las Torres Gemelas el símbolo del aislamiento, la fragmentación y el declive del radicalismo islámico. El profesor Kepel se apresura a señalar que los ataques no representan el principio y el final del problema, sino que, en un sentido político, el islamismo radical llegó a su cúspide y la historia que cuenta para ilustrar su tesis es particularmente relevante.

Para Kepel, lo ataques terroristas sólo pueden ser explicados a la luz del ascenso y la caída del islamismo político, sobre todo a partir de la década de los setenta. A partir de entonces, muchos sectores de la población de los diversos países musulmanes comenzaron a manifestar agravios profundos. Unos, sobre todo las clases medias, empresarios y profesionales, se sentían distantes de los gobiernos seculares corruptos surgidos del orden político posterior a la descolonización de mediados del siglo xx. Otros, particularmente la juventud desilusionada (no olvidemos que se trata de países con tasas de crecimiento demográfico superiores al cinco por ciento), estaban listos para ser reclutados por cualquier movimiento de protesta. Ambos grupos acumularon agravios por razones muy distintas, que acabaron convergiendo cuando entraron en escena los intelectuales islámicos que actuaron como catalizadores del proceso. En Irán, el Ayatollah Khomeini desplegó una extraordinaria habilidad política para desarrollar y mantener una base social amplia en la que todos tenían algo que ganar. Los comerciantes en los bazares apoyaron la revuelta porque ya no toleraban la corrupción gubernamental; los jóvenes y los pobres atendieron el llamado porque se les prometía la redención; los clérigos ascendieron al poder, dándole con ello legitimidad al movimiento en su conjunto. Veinte años después la coalición original se ha fragmentado, pero el ejemplo iraní permeó al resto del mundo musulmán y árabe, forzando a cada gobierno a responder de alguna manera.

La alianza de conveniencia que hizo posible la revolución iraní tuvo su réplica lo mismo en Arabia Saudita que en Turquía, Egipto y Argelia. En todos los casos, el elemento cohesionador fue la incompetencia y la deshonestidad de los gobiernos seculares; cada nación, sin embargo, generó resultados muy distintos. En Turquía, por ejemplo, la coalición nunca llegó a consolidarse, sobre todo porque los intereses de cada grupo eran suficientemente divergentes como para hacer imposible apelar a un común denominador, en un país que ya antes había creado mecanismos funcionales de participación política. Fue otra la suerte de gobiernos como el egipcio, pero sobre todo el argelino, donde los islámicos radicales reclutaron a masas de jóvenes alienados, iniciando cruentos movimientos que, al menos en Argelia, no acabaron bien.

Pero fue en Arabia Saudita donde la respuesta al modelo iraní transformó la dinámica entre el Islam y Occidente. Los príncipes sauditas, siempre cautos en su manera de actuar, intentaron fortalecer movimientos islámicos moderados (la Hermandad Musulmana, por ejemplo) como antídoto contra los radicales promovidos por la revolución iraní. Los saudíes encontraron en el dinero, típico en ellos, la fórmula para contrarrestar el influjo persa. Trataron primero de cooptar a los desavenidos dentro de su país y, después, enviaron millones de dólares hacia Afganistán, donde financiaron una guerra santa en contra de los invasores soviéticos.

La estrategia saudita es sintomática del pragmatismo de sus dirigentes. Lo importante era salvar el pellejo —evitar la rebelión interna— y mantener el poder. Sin embargo, algo salió de su control: los efectos secundarios de su lucha contra los soviéticos, a la postre derrotados, produjeron al monstruo de Al Qaeda y su dirigente Osama Bin Laden, cuyo objetivo último era precisamente la destrucción del gobierno saudita y la constitución de una nación islámica radical. El terrorismo serviría para demostrar que ni la nación más fuerte del mundo era invencible.

Tras Afganistán, los radicales islámicos ampliaron su esfera de influencia. En Argelia desataron una brutal guerra civil, aún inconclusa, mientras que en Bosnia intentaron secuestrar la causa musulmana sin atender a las particularidades del país o región, mismas que no comprendieron ni les interesó comprender. Por su parte, Bin Laden y sus seguidores establecieron, primero en Sudán y luego en Afganistán, células de Al Qaeda, desde donde organizaron diversos ataques contra blancos occidentales, principalmente norteamericanos, hasta desembocar en el atentado del 11 de septiembre.

Con esos antecedentes, lo natural sería pensar que el martes negro marcaba el inicio de una escalada. Sin embargo, Kepel argumenta justo lo contrario. Su impresión es que el radicalismo islámico se encuentra a la defensiva en prácticamente todos los frentes, sobre todo porque las diferencias de intereses y necesidades entre quienes al principio dieron vida a la coalición, le impiden contar con un sustento popular unificado. La violencia y el terror acabaron por alienar a las clases medias y urbanas musulmanas, sin las cuales un movimiento integrista es imposible. Esto no impide que nuevos ataques terroristas tengan lugar, pero sí, añade Kepel, que gocen de apoyo masivo en cada una de las naciones islámicas. La excepción, señala el estudioso, es la popularidad de la causa palestina, que con tanta habilidad ha aprovechado y explotado Al Qaeda. Pero incluso con esto, los límites al radicalismo los impone el hecho de que el movimiento ha acabado en un impasse  del que no parece haber salida. En este sentido, y al margen de los ataques terroristas, la historia del radicalismo islámico demuestra fehacientemente que la capacidad de gobernar y la forma en como cada país enfrenta sus propias dificultades definitivamente hace una enorme diferencia.

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