Luis Rubio
La transición política a la democracia nació trunca. Trunca por la ausencia de tradición democrática, trunca por la inexistencia de un polo de atracción, como fue la Unión Europea para España, y trunca por la naturaleza histórica del PRI como entidad orientada al control y a la mediatización de la vida política y social. A diferencia de otras transiciones, en particular de la española, en México es prácticamente imposible separar el nuevo del viejo régimen y esa imposibilidad crea un entorno de conflicto y disputa que seguramente tomará tiempo resolver.
Las palabras con las que frecuentemente se caracteriza a la transición política por la que México atraviesa son revanchismo, conflicto, democracia sin demócratas, partidos personalistas, etcétera. Se trata de un proceso tortuoso de ajuste a realidades nuevas, pero sin que hayan desaparecido las viejas formas de hacer política o las instituciones que les daban vida. Mientras que naciones como España, Portugal o Chile pueden diferenciar con claridad los regímenes que quedaron en el pasado, todos ellos fuertemente asociados a una persona específica, en México es imposible hacerlo. Ciertamente, la ausencia del PRI en la presidencia de la república lo cambia todo, aunque a muchos les parece que lo único que cambió fue el color del partido en el poder. Peor, muchos, sobre todo en el PAN y en el gobierno, se sienten acosados por la presencia de miembros del PRI y antiguos funcionarios públicos sobre todo en los segundos mandos del gobierno. Por supuesto que en el cambio de partido en el gobierno todo cambió, pero eso no hace fácil distinguir, en lo cotidiano, una era de la otra.
El triunfo de Vicente Fox en las elecciones del 2000 sin duda transformó a México para siempre. Hasta entonces, la presidencia y el PRI eran una y la misma cosa. Con el PRI a sus pies, el presidente podía imponer cualquier decisión sobre la sociedad mexicana. Los tentáculos del partido, que alcanzaban hasta las comunidades y entidades más recónditas del territorio, servían de medios de control y aseguraban no sólo la estabilidad del país, sino también la permanencia del sistema priísta y el poder del presidente. Por su parte, los miembros del PRI, aunque disciplinados, no eran inocentemente sumisos. Intercambiaban su apoyo y lealtad por beneficios diversos. Esto es, los priistas recibían amplia compensación por su participación y disciplina en la forma de acceso al poder y a la corrupción. Justamente, el principal cambio que derivó del resultado electoral del 2000 fue la separación de estas dos figuras: la del presidente y el partido.
Por más que los cambios institucionales que eventualmente llevaron al triunfo de Vicente Fox a la presidencia de la república se hubieran negociado y adoptado en el periodo en el que el PRI todavía gobernaba, la democracia jamás hubiera podido florecer de permanecer este partido en el poder. No es que los priistas sean menos capaces de vivir en la democracia que el resto de los mexicanos, sino que el sistema estaba estructurado para controlar y obedecer y no para negociar, pactar y convivir. De esta manera, la derrota del PRI a la presidencia de la república abre la puerta a la posibilidad de la democracia. Sin embargo se trata de una condición necesaria, más no suficiente para avanzar en la dirección deseada. Las instituciones y reglas de interacción política siguen ancladas en el pasado.
Las viejas estructuras institucionales, comenzando con los partidos políticos y siguiendo con los poderes públicos y otras entidades políticas, son hijos del viejo sistema. Aunque la palabra democracia ha sido parte del léxico y la retórica partidista desde hace tiempo, el concepto de democracia en México poco o nada tiene que ver con la democracia liberal europea o norteamericana. Los políticos emplean el vocablo más como adjetivo que como sustantivo, señalando las limitaciones de su alcance. Ciertamente, las elecciones se han convertido en la forma normal de acceder a la vida pública y éstas ya no son el principal tema de disputa política. Pero la interacción política en la actualidad tiene muy poco o nada de democrática.
El voto, ese primer escalón del proceso democrático, es en realidad el único instrumento con que cuentan los ciudadanos para ejercer su soberanía. Una vez transcurrido el día de la elección, el ciudadano pasa a un plano de irrelevancia, en el que es ignorado por los supuestos representantes populares y por los partidos políticos. Aunque formalmente representantes de la población, los legisladores en realidad han fungido como representantes o contrapartes del poder ejecutivo. Ahora que el viejo sistema priísta ha desaparecido, los legisladores han quedado huérfanos: en la práctica no representan a la población y ya no guardan una relación privilegiada con el presidente. En la realidad actual, los diputados y senadores se han convertido en agentes de los liderazgos partidistas, cuando no meros exponentes de sus propios intereses e ideología.
El punto importante es que la política mexicana se había estructurado en torno a un conjunto de instituciones que empataban perfectamente la realidad del poder. El poder legislativo estaba subordinado al ejecutivo, pero ambos tenían incentivos para interactuar, lo que permitía un funcionamiento eficiente de la vida pública. Por su parte, el poder judicial, el más subdesarrollado de los poderes públicos, quedó históricamente marginado, sin papel central que desarrollar. Tal vez no sea casualidad que, en el nuevo entorno político, la Suprema Corte de Justicia haya encontrado una función medular que desempeñar, en tanto que el congreso sigue atrapado entre dos mundos: ya no es parte del viejo sistema, pero todavía no logra desarrollar sus propias formas ni se encuentra sujeto a la rendición de cuentas que sería normal en cualquier país democrático.
En todo este drama, los partidos políticos son actores centrales, pero no fundamentales. Aunque en apariencia resulte contradictorio, este planteamiento refleja nítidamente la realidad. Los partidos, pieza clave de cualquier proceso democrático, siguen aletargados, viviendo más los últimos tiempos del viejo sistema que haciendo suyas las oportunidades del nuevo entorno. Ante todo, a los partidos políticos les ha sido difícil encontrar su nuevo lugar en la democracia mexicana. El PRI, el partido más importante por su tamaño y experiencia, ha intentado renovarse, pero no tiene una brújula democrática que lo guíe. Los priístas siguen viendo al pasado como punto de referencia, aunque ese pasado no siempre les satisfaga: de él aprecian el control, el poder y la centralidad, pero no la subordinación y disciplina a que estaban sometidos. De esta forma, sus intentos de renovación, como su reciente elección interna, han sido ejercicios poco conducentes a su transformación.
El PAN, hijo de una tradición más cercana a la democracia, ha enfrentado problemas muy distintos a los del PRI, pero no por ello menos complicados. Por su objetivo de origen, contrapuntear al PRI, los panistas crecieron y se desarrollaron como si el poder fuese algo abstracto y distante. Lo anterior les llevó a desarrollar una ética partidista que, por loable que sea, se ha convertido en un serio problema de funcionamiento ahora que han llegado al poder. Los panistas temen ensuciarse las manos con las decisiones que normalmente enfrenta un gobernante, lo que ha llevado a que prevalezca una artificial distancia entre el partido y su gobierno. Su transformación en partido gobernante ha sido difícil incluso de conceptualizar, mucho más de realizar. El resultado es un gobierno aislado y un partido que no se siente responsable.
El PRD es quizá el partido menos institucionalizado, el que experimenta mayores divergencias y corrientes internas y el que más dificultades ha tenido para avanzar hacia lo que podría llamarse la normalidad democrática. Si algo une a los perredistas es la creencia ferviente de que la democracia mexicana sólo se consumará el día que ellos asciendan al poder. Su concepción de la democracia sigue siendo excluyente y su propensión a negar la legitimidad de sus contrincantes es ubicua. A diferencia de los otros dos partidos grandes, su realidad interna tiende a alejarlos del poder y, por lo tanto, del reconocimiento de la necesidad de reforma interna.
Lo que todos los partidos padecen es la ausencia del electorado. Aunque los partidos son la pieza central de una política democrática, la distancia entre los partidos y la población es tan grande, que ningún intento de renovación o transformación fructificará mientras los partidos no se vean a sí mismos como responsables ante la población, mientras no vean a la ciudadanía como su razón de ser. En este sentido, quizá el gran problema de la democracia mexicana resida menos en lo que los partidos y sus miembros comprenden o reconocen que es necesario hacer, que en las estructuras e instituciones que distancian a los partidos de la ciudadanía.
En el fondo, la transición política mexicana se ha estancado porque, más allá del voto, no existe una vinculación entre la ciudadanía y los políticos. Cada uno vive en su mundo. En ausencia de instituciones que los acerquen, como podría ser la reelección de los miembros del poder legislativo, los políticos se ven a sí mismos como independientes y no como representantes de la población. De esta manera, en lugar de atender las demandas, preferencias y necesidades de los electores, los partidos se dedican a cultivarse a sí mismos, con poco éxito hasta el momento.
Todo esto sugiere que la transición a la democracia va a continuar siendo tortuosa, difícil y lenta. En lugar de caracterizarse por acciones que demarquen líneas claras entre el pasado y el presente, la política mexicana persiste en su historia de grises en la que se confunde lo que existía con lo que hace falta. Los partidos y los poderes públicos son, en este sentido, hijos de una tradición que no va a dejarse morir con facilidad. Aunque existe en México una tradición liberal, ésta no goza, como en España, del privilegio de verse acompañada por una diversidad de instituciones y actores con vocación democrática. Por ello pasará tiempo hasta que los mexicanos encuentren su propio camino a la democracia. La pregunta es que tan grande será la desilusión de la ciudadanía para cuando eso ocurra.