Luis Rubio
Malos son los augurios de un gobierno que viola la ley y su espíritu, además de que no la hace cumplir, que es, a final de cuentas, su responsabilidad más elemental. Luego de décadas de gobiernos que ajustaban la ley a sus necesidades, con lo cual minaban la esencia de un estado de derecho (que es, a final de cuentas, la predictibilidad de las acciones gubernamentales), la primera administración no priísta del México moderno ha decidido hacer caso omiso de la legalidad. Ahora que el gobierno ya no puede modificar las leyes a su antojo, se ha arrogado la facultad de violarlas, o de no hacerlas cumplir, que es lo mismo, como si se tratara de meros actos administrativos. De ese tamaño es la decisión de hacer suyos los recursos del Sistema de Ahorro para el Retiro (SAR), o la de ignorar la toma de las instalaciones de una empresa televisora por otra, al margen de toda autoridad o decisión judicial. El estado de derecho no lo es todo, pero sin estado de derecho todo es nada.
Hasta la más básica y primitiva de las definiciones de legalidad -el cumplimiento de las leyes- estuvo ausente el mes de diciembre pasado. Con relación al SAR, el gobierno se apropió de recursos que no eran suyos. El hecho de que existan recursos que no hayan sido reclamados por sus legítimos propietarios, no justifica que el gobierno los expropie. Esta situación ocurrió de facto cuando ante la negativa del congreso de elevar la recaudación pero sí mantener un muy abultado nivel de gasto, se optó por reducir el déficit de las finanzas públicas con los recursos del SAR. De lo perdido lo que aparezca.
Algo no menos grave, pero sí mucho más preocupante, tuvo lugar los últimos días del mes de diciembre, cuando una empresa particular, Televisión Azteca, decidió hacerse justicia por su propia mano. Aprovechando la temporada de vacaciones, le televisora decidió obviar los procedimientos judiciales existentes, mandó un comando paramilitar y tomó las instalaciones de su rival, CNI Canal 40, para saldar la deuda que ésta tenía con la primera. Todavía peor, el gobierno se caracterizó no sólo por su inacción y su silencio, sino también porque nunca expresó condena alguna por proceder de TV Azteca. No tengo idea de a quién le asiste la verdad jurídica ni de los acertijos judiciales en que ambas están involucradas, pero no abrigo ni la menor duda sobre el quebrantamiento que sufre la vida en sociedad en el momento en que cada quien se hace justicia por cuenta propia, máxime cuando se trata de una entidad corporativa grande, visible y que, irónicamente, ha hecho esfuerzos por ganar legitimidad en el mundo empresarial a nivel internacional. Este tipo de acciones hace evidente porqué le resulta tan difícil lograr la respetabilidad internacional que añora.
El común denominador de estas dos situaciones radica en la naturaleza de nuestro gobierno. Miles de filósofos en el curso de la historia han elucubrado sobre la naturaleza de la responsabilidad del gobierno en una sociedad. Algunos prefieren un gobierno activo, militante y promotor que articula por igual desde una política industrial hasta ambiciosos programas de salud y de pensiones, en tanto que otros se inclinan por lo esencial: la defensa del territorio, las reglas de convivencia entre la ciudadanía y la seguridad pública. Algunos gobiernos son más eficientes que otros. Lo que todos tienen de semejante es la obligación de cumplir y hacer cumplir la ley, lo que incluye la seguridad física y patrimonial de los ciudadanos. Sin legalidad y seguridad no se puede hablar de gobierno.
Hace ya años que la legitimidad del gobierno mexicano se puso en duda. Los gobiernos priístas comenzaron a reconocer, al menos en los hechos, que existía un problema de legitimidad. Fue así que en los años cincuenta se inventó el subterfugio de los diputados de partido como mecanismo para que el congreso lograra algo de legitimidad. Si bien los gobiernos post revolucionarios no se distinguieron por su defensa del estado de derecho, no hay duda que la mayoría de los gobiernos de la época, encabezados en su mayoría por abogados, al menos guardaba las formas jurídicas. Aunque con frecuencia se contravenía uno de los pilares de la legalidad (a saber, un contexto de reglas conocidas y la certeza de que las autoridades no usarían el poder coercitivo en forma arbitraria), los gobiernos de entonces tenían al menos el cuidado de cambiar las leyes para que se ajustaran a sus preferencias. La expropiación de los bancos en 1982 contravino esa tradición, lo que abrió la caja de Pandora.
La pretensión de legalidad se evaporó a partir de 1982 y, con ella, la legitimidad de los gobiernos priístas posteriores. La legalidad no se vino abajo por casualidad, sino por el actuar constante y consciente de las autoridades en una multiplicidad de frentes que acabaron vulnerando el estado de derecho: la arbitrariedad, la negociación de las elecciones, la tolerancia y consideración hacia grupos políticos cuya esencia y razón de ser era la ilegalidad (desde los taxistas tolerados hasta el Barzón) y, sobre todo, la impunidad y la incapacidad (y, en buena medida, indiferencia) de las autoridades ante la creciente e incontenible ola de inseguridad pública, es decir, asaltos, robos y secuestros. El régimen priísta se vino abajo porque ya no gozaba de credibilidad, legitimidad o capacidad de acción. Lo único que requería era que alguien lo empujara.
La pregunta es si el gobierno del Presidente Fox, cuya legitimidad de origen está por encima de cualquier duda, acabará como sus antecesores o peor. Si algo unió al electorado que votó por Fox fue el deseo de acabar con la impunidad y revertir la desesperanza de millones de mexicanos ante la inseguridad pública, la falta de garantías y el abuso cotidiano. Con su respuesta en torno al SAR y las acciones ilícitas de TV Azteca, el gobierno actual corre el riesgo de mimetizarse con sus predecesores. Se trata de un actuar poco promisorio para el país y para el propio gobierno.
Los dos casos citados poseen características propias que vale la pena analizar. En el tema del SAR el problema no son los miles de millones de pesos que el gobierno decidió hacer suyos, sino el hecho de expropiar el patrimonio de los contribuyentes. Aunque desde los años treinta sucesivos gobiernos literalmente hicieron lo que les dio la gana con los fondos acumulados en el IMSS (fondos que, legalmente, correspondían a los asegurados, no a sus administradores), el caso del SAR y, ahora, de las Afores, es distinto. Aquellos fondos, aunque aportados por la colectividad de trabajadores y sus empleados, no estaban individualizados. De hecho, el sistema partía del principio de que los jóvenes de hoy sostendrían, con sus aportaciones, a los trabajadores de ayer y jubilados de hoy. Tanto el SAR como las Afores parten de otro principio: que el ahorro que cada trabajador realiza en una cuenta personal financiará su pensión futura. Dada la historia del IMSS, lo crucial del nuevo sistema de pensiones estriba en que jamás sea violado el principio de propiedad pues, de lo contrario, todo el sistema pierde credibilidad y la abrumadora mayoría de los trabajadores actuales, que se encuentran en un régimen llamado de transición entre el viejo sistema y el nuevo esquema, podrían optar por el primero, pudiendo llevar al gobierno a la quiebra. No se trata de especulaciones en el aire, sino de principios jurídicos y prácticos elementales. El gobierno, fiduciario de los fondos no reclamados del SAR, los hace suyos, minando con ello la esencia del sistema: la confianza de que esos fondos estarán disponibles cuando la persona se retire y no tenga otra fuente de ingresos. No es un asunto menor.
El asunto de Azteca tiene otra dinámica, pero una conclusión similar. Independientemente de sus argumentos jurídicos y financieros (de los cuales la televisora ha hecho gala en los medios), su decisión de tomar las instalaciones de Canal 40 por asalto abre una nueva era en las relaciones entre grandes corporaciones, cuyo funcionamiento depende del cumplimiento de contratos. Mientras que un changarro puede operar sin documentación en sus transacciones cotidianas, ninguna empresa, mucho menos una colocada en la Bolsa de Valores, puede darse ese lujo. El tema aquí es doble: por un lado, la acción misma, de corte gangsteril, de hacerse justicia sin esperar la decisión del poder judicial y la acción del poder ejecutivo. Por el otro lado, el silencio sepulcral del gobierno hasta que la opinión pública lo obligó a actuar. El responsable de hacer cumplir la ley brilló por su ausencia. Además, tanto en su inacción como en su actuar posterior reveló parcialidad.
Lo peor del caso de Azteca es que su comportamiento no es distinto, en concepto, a los linchamientos que han tenido lugar en distintas partes del país en los últimos años. Al igual que en esos casos, un grupo de particulares decide hacerse justicia. Quizá la muchedumbre lo haga porque el gobierno no está presente en esos ámbitos o porque no existen mecanismos que permitan hacer expedita la justicia. Pero no se trata de un asunto entre particulares, sino de legalidad y convivencia en sociedad. La vida en sociedad depende de que todos y cada uno de los ciudadanos se sujeten a las decisiones del poder judicial; cuando ese principio es violado, toda la sociedad, y ahora una de las empresas más grandes del país, comienza a otear peligrosamente en el reino de la selva, en el Leviatán de Hobbes.
Lo inexplicable de todo esto es la flagrante violación de la legalidad por parte del gobierno, la condonación de hechos delictivos y su ausencia como garante del orden y la paz en la sociedad. El gobierno ya ha fracasado en su misión de reducir la inseguridad pública y ahora, por su inacción, se convierte en socio de la impunidad. A menos que el gobierno rectifique pronto, el siguiente paso puede ser devastador para todos, pues sería la justificación que haría falta para darle vida a un proyecto político que partiera de la irrelevancia del estado de derecho, del principio de que el fin justifica los medios. El gobierno no parece reconocer que es mucho más, y mucho más importante, lo que está de por medio en sus acciones e inacciones recientes.