Luis Rubio
El comienzo de este año es también el inicio del proceso electoral del 2006. A diferencia de los procesos sucesorios del pasado, incluido el del 2000, esta será la primera vez en que un proceso electoral tendrá lugar después de la muerte del viejo presidencialismo mexicano. Las implicaciones de este cambio son trascendentales, como ya hemos podido observar en el comportamiento de los políticos en los últimos meses. La pregunta es si esta nueva etapa vendrá acompañada de una mejor oportunidad de desarrollo para el país.
Las sucesiones de antaño eran procesos complejos y prolongados, pero extraordinariamente controlados. En la era priísta, cada uno de los presidentes se preocupaba por arreglar el proceso de sucesión prácticamente desde el inicio de su sexenio. Entre las reglas de oro del juego de la sucesión, el presidente decidía y los aspirantes tenían que ser miembros del gabinete o, como se les denominaba coloquialmente, tenían que ser cardenales. La carrera comenzaba con una relativa igualdad entre los aspirantes y, aunque todos los presidentes, como cualquier otro ser humano, tenían preferencias naturales desde el arranque, no todas las designaciones acabaron como el presidente las tenía contempladas al inicio. El curso del sexenio fortalecía a algunos y deterioraba las posibilidades de otros; algunos acababan teniendo que ser reemplazados porque resultaban insostenibles; otros acabaron siendo producto de una transacción explícita o implícita entre grupos de poder que operaban en torno al presidente. Lo que no cambió ni un ápice hasta el 2000, fue la conducción, organización y control que el presidente tenía del proceso.
La presidencia actual ya no goza de los poderes del viejo presidencialismo posrevolucionario, y el presidente Fox no ha mostrado ni la menor propensión a conducir un proceso de esta naturaleza. Este hecho constituye un hito político para el sistema político mexicano. El proceso sucesorio en el que ya estamos inmersos, tiene características singulares dada nuestra historia. Hoy la característica principal del sistema político reside en la fragmentación, en lugar de la centralización, y en la aparición de nuevos actores, jugadores que nunca antes habían tenido capacidad de participar en estos procesos. De particular importancia son los gobernadores, políticos que en muchos casos han heredado las características del viejo sistema centralista, pero a nivel de su propia circunscripción geográfica. Algo similar ocurre con los líderes de los partidos políticos, antiguos enclenques de la política que ahora han adquirido una relevancia fundamental.
Pero el cambio principal no reside en la multiplicación de actores y en que ya no exista un conductor privilegiado, sino en que no existen reglas, formales o informales, para el desarrollo del proceso. Aunque en el pasado cada presidente trataba de organizar su sucesión para lograr determinados objetivos personales o nacionales, su principal función era la de asegurar que este proceso llegara a buen puerto. Desde esta perspectiva, los antiguos presidentes eran conductores y fuente de disciplina para el proceso político. Hoy no existe un conductor, ni reglas del juego, ni disciplina, ni capacidad para exigir al menos respeto para la ciudadanía y los demás contendientes. Estamos viviendo una era de competencia ciega por el poder donde lo único que parece importar es el triunfo. Todo el resto, incluido el devenir del país, ha pasado a ser secundario.
Si todo sale bien, llegaremos al 2006 para asistir a una contienda debidamente organizada por el IFE, junto con la Suprema Corte y el Tribunal Electoral, las únicas instituciones serias y relevantes con que cuenta la nueva era de la política mexicana. Si llegamos sin contratiempos a ese momento, la probabilidad de éxito es elevada, como han probado los comicios federales del 2000 y del 2003, así como prácticamente todos los equivalentes a nivel estatal y municipal en los últimos años. El verdadero problema es cómo resolver el paso anterior, el proceso en el que cada partido decidirá quién será su candidato presidencial.
Cada uno de los partidos cuenta con un proceso de nominación, pero la mayoría enfrenta agrias discusiones internas sobre la mecánica que deberá guiarlo. Aunque todos los partidos experimentan complejidades propias, las del PRI son excepcionalmente grandes. A final de cuentas, el PRI es el único partido que enfrenta una situación inédita y sus aspirantes, que se multiplican como los panes, pero a mayor velocidad, parecen percibir ésta como la única oportunidad de su vida. Aunque existe el precedente de una elección primaria para la nominación de su candidato, aquella ocurrió todavía en la era priísta y en un proceso en el que sin duda intervino la mano del entonces presidente Ernesto Zedillo.
Las cosas quizá sean menos complejas dentro del PAN, pero ese partido también tiene que decidir si la nominación será responsabilidad de su asamblea o si abrirá el proceso a toda su membresía. La diferencia es absoluta, ya que los potenciales contendientes cambiarían de naturaleza: mientras que en una contienda cerrada el triunfador sería un panista de abolengo, un proceso abierto le abriría la puerta a personajes no tradicionales del partido. El PRD, por su parte, no cuenta con un proceso de nominación formalizado y su reto no es menos grande dada la competencia entre su fundador, y hasta ahora candidato permanente, con el perredista más popular del país.
Aunque las nominaciones formales tendrán lugar hasta el 2006, los procesos de disputa política ya están en marcha. Los diferendos y conflictos que se evidenciaron en el proceso legislativo pasado tenían un obvio referente en la disputa por el poder, particularmente dentro del PRI, y todo el actuar público de los aspirantes se inscribió en esa lógica. La lógica del proceso ha sido tan poco institucional y tan destructiva que no ha habido decisión relevante que no se haya contaminado con la lucha por la candidatura. Esto ha provocado que los procesos legislativos se caractericen por un sesgo permanente que, en la mayoría de los casos, ha impedido que se avancen los intereses del país cuando cualquiera de los contendientes percibe que su interés particular puede verse comprometido en el proceso. Puesto en otros términos, no es casualidad que la economía del país se encuentre estancada, pues ello refleja la incapacidad e indisposición de los precandidatos para anteponer los intereses del país a los propios.
La disputa política se complica por dos razones adicionales, que serán manifiestas a lo largo del año que ahora comienza. La primera es que en este año se disputarán diez gubernaturas; como los gobernadores son piezas centrales en la movilización (y manipulación) del voto en los procesos internos de nominación de los candidatos, cada uno de los aspirantes a la candidatura presidencial hará todo lo posible (y más) para intentar sesgar cada uno de los procesos de nominación de candidatos a gobernador a favor de sus cuates o aliados políticos. No es imposible que la sangre que corrió en el congreso a finales del año pasado, sea juego de niños comparado a lo que viene en algunos estados.
Otro factor que complica los procesos políticos es el desorden que caracteriza al país en general. El presidente ha estado ausente de la política nacional y, cuando se presenta, muestra una preocupante tendencia a referirse a un país que ningún mexicano reconoce. El optimismo de su retórica choca con la violencia del lenguaje del resto de los políticos y las preocupaciones crecientes del ciudadano común y corriente. En lugar de asumir el costo político por las reformas que su propio gobierno ha presentado, el presidente ha dejado que los partidos de oposición (incluido el suyo que, con la mayor de las frecuencias, actúa como de oposición) paguen los costos o, más comúnmente, evadan los temas por no estar dispuestos a asumir las consecuencias. Con lo anterior, el presidente ha hecho posible el crecimiento de movimientos de oposición sobre todo por su indisposición a hacer lo que hizo con excelencia durante su campaña, es decir, identificarse con las preocupaciones más fundamentales de la población.
Los mexicanos experimentan los miedos naturales de una era de cambios incontenibles, quizá semejantes a los que en su momento vivieron quienes experimentaron la Revolución Industrial en el siglo XIX. La incertidumbre y el cambio, pero sobre todo la ausencia de referentes y de un liderazgo sólido y confortante, han convertido las oportunidades en desesperanza y las expectativas de un futuro mejor en añoranzas por un pasado inexistente. La ausencia de un liderazgo honesto y preclaro como el que caracterizó al candidato Vicente Fox, ha permitido que los viejos depredadores del sistema político y del gobierno capitalicen esos miedos y conviertan la fuente natural de apoyo al desarrollo del país, la población en su conjunto, en una fuente de obstáculos, miedos y contrarreformas. A menos de que esto cambie pronto, en la medida en que avance el sexenio y se agudicen los conflictos vinculados con la sucesión, esos miedos seguramente tenderán a acrecentarse y, con ello, la parálisis legislativa.
El país vive una etapa de extraordinaria debilidad institucional. A esto se ha venido a agregar la volatilidad social y la disposición de diversos políticos a aprovechar ambas circunstancias para lanzar un frente de oposición o, al menos, de contención, a los cambios y ajustes que requiere el país para retornar a la senda del crecimiento económico. La complejidad de los procesos de sucesión presidencial no hará sino agudizar esa oposición y, por lo tanto, a hacer más difícil la recuperación de la economía. Los políticos están preocupados por lo que los anima, la búsqueda del poder; esa dedicación es no sólo lógica, sino legítima. Pero no puede tener lugar a costa del desarrollo del país o, peor, en contra de su progreso. En la medida en que una cosa choque con la otra, como ha venido ocurriendo en los años pasados y amenaza con continuar este año, se habrá demostrado que tenemos elecciones limpias, pero para el desarrollo y la civilización nos falta un buen rato.