El nuevo dilema del crecimiento

Luis Rubio

Hay una pregunta fundamental que no ha merecido una respuesta convincente para quienes nos preocupa el tema del crecimiento económico: ¿por qué no crece la economía? o, en otros términos, ¿por qué crecía la economía en los sesenta y ahora somos incapaces de hacerlo? La respuesta técnica no es terriblemente difícil de articular y muchos economistas serios se han ocupado en ello más de una vez. Sin embargo el hecho tangible está ahí: la economía no crece de manera sistemática, aun con todos esos estudios técnicos de por medio. Mi experiencia de los últimos veinte años me lleva a pensar que mientras el concepto y la perspectiva sobre lo que hace posible el crecimiento no cambien, éste seguirá siendo errático, lo que no impedirá que los economistas sigan discutiendo el tema per secula seculorum.

La primera pregunta relevante, y tema de no poca controversia, es qué es lo que permitía a la economía crecer de manera sostenida y por periodos prolongados en las décadas de los cincuenta y sesenta. La respuesta llana es que existía una colaboración implícita entre el gobierno y los empresarios, que esencialmente consistía en una división del trabajo: el gobierno creaba condiciones propicias para el crecimiento, en particular a través de inversión en infraestructura, y el sector privado realizaba inversiones productivas en fábricas, servicios y demás, todo ello asociado con la inversión que el gobierno había realizado previamente. Así, por citar el ejemplo más ambicioso, el gobierno creó la infraestructura para impulsar a Cancún como centro turístico, lo cual atrajo la inversión del sector privado en hoteles, restaurantes, vivienda, condominios, etcétera. Lo mismo ocurrió cuando el gobierno decidió concentrar sus esfuerzos en electrificar estados o regiones completas, pues se abrieron ingentes oportunidades para el desarrollo industrial en estados como el de México y Puebla. El esquema era relativamente sencillo y los incentivos directos. Pero la historia no paraba ahí.

La clave, o uno de los factores fundamentales, por la que se explica el éxito del proyecto de industrialización del país en los cincuenta y sesenta, descansó en la existencia de ese pacto implícito al que se hizo referencia líneas arriba. Ese acuerdo tácito se traducía en una división de funciones entre los dos sectores, pero tenía anclas mucho más profundas y trascendentes. Detrás de la división de funciones se encontraba un arreglo institucional, un conjunto de reglas que eran trasparentes para todos los participantes. Esas reglas no sólo implicaban que el gobierno se autolimitaba en su alcance y en el tipo de políticas que podía instrumentar, sino que demarcaba su ámbito de influencia de una manera nítida y transparente. Lo anterior suponía, por ejemplo, que no expropiaría de manera berrinchuda ni se crearían condiciones (tales como controles absurdos de precios) que aniquilaran a las empresas. Al mismo tiempo, le obligaba a mantener un entorno macroeconómico estable, conducente a una planeación empresarial de mediano plazo.

Acorde con la época y características del mundo en su momento, el pacto implícito exigía al gobierno proteger al sector industrial de la competencia externa, en algunos casos con subsidios y estructuras de precios compatibles con la rentabilidad esperada de la inversión privada. Se trataba de un esquema que satisfacía los objetivos del gobierno y el sector privado, a la vez que generaba resultados benéficos para el país en general. También era un esquema que respondía a un momento de la historia del mundo y no era sostenible de manera permanente.

La era del crecimiento económico basado en ese tipo de arreglos implícitos, alta rentabilidad y reglas del juego claras y transparentes, se colapsó en los setenta porque cada una de sus premisas comenzó a hacer agua. En principio, el gobierno desconoció dicho acuerdo y alteró las reglas del juego. No había transcurrido mucho tiempo después de comenzado el sexenio de 1970-1976 cuando el entorno macroeconómico se alteró y, con ello, se inauguró la era de inestabilidad que, bien a bien (y confiadamente), no concluyó sino hasta mediados de los noventa. A su vez, el arribo de la inflación a la economía mexicana vino acompañado de controles de precios y la expropiación implícita de negocios que resultaron insostenibles bajo el nuevo esquema. Es decir, al cambiar las reglas del juego, el gobierno no sólo abrió un nuevo capítulo de la historia económica y política del país, sino que sentó las bases para una época de desconfianza sin precedentes entre los factores de la producción, misma que, como podemos apreciar en estos días, todavía no llega a su fin.

Pero los gobiernos de esa época no sólo destruyeron el pacto implícito, sino que construyeron una estructura de gasto público que alteró dramáticamente los equilibrios que habían permitido a la economía crecer sin inflación. Aquellos gobiernos crearon nuevos programas de gasto público, ampliaron el tamaño de la burocracia y otorgaron concesiones extraordinariamente onerosas para el erario (y, por lo tanto, para la economía en general) a los principales sindicatos del país (cuyo costo se puede apreciar en temas actuales como las pensiones de los trabajadores del IMSS y en regímenes de privilegio para los miembros de sindicatos como el del SUTERM, PEMEX, por citar sólo los más obvios). El creciente gasto público se financió en parte con inflación y en parte con endeudamiento externo, creando obligaciones de gasto permanente que no contribuyen en lo más mínimo al crecimiento de la economía. Es decir, mientras que en los cincuenta y sesenta la mayor parte del gasto público se destinó a la promoción del crecimiento económico, en la actualidad se destina a mantener el gasto corriente, a pagar el servicio de la deuda acumulada y financiar las obligaciones contraídas en los setenta con la burocracia y los sindicatos. Aun si fuera posible o deseable, el gobierno ya no tiene márgenes para invertir como lo hizo en los cincuenta y sesenta.

Junto a los cambios experimentados en el interior del país, el mundo comenzó a cambiar de manera acelerada en los setenta y ochenta. En esa época comenzó a cobrar forma lo que hoy conocemos como globalización, que alteró las reglas del juego económico en todo el mundo. Hoy ninguna economía crece desvinculada del resto: el comercio exterior se ha convertido en un factor medular del crecimiento económico. Al mismo tiempo, la competencia por inversión, desarrollo tecnológico y comercio, se ha convertido en el motor más dinámico de crecimiento económico que el mundo haya conocido en su historia. Y el impacto de todo esto sobre la economía mexicana es muy obvio: ya no son funcionales los mecanismos que la hicieron crecer hace cuarenta o cincuenta años y no existen condiciones políticas para que crezca de manera permanente. En otras palabras, la atonía que caracteriza a la economía mexicana es producto de circunstancias reales y no sólo de un momento económico difícil o, incluso, de falta de reformas en tal o cual sector.

El tema clave es cómo recrear el pacto que establecía las reglas del juego con nitidez y que fue fundamental para lograr años de crecimiento económico elevado y sostenido. Además, la recreación de ese pacto tendría que ser coherente con las circunstancias y realidades del mundo de hoy y no con las que prevalecían entonces. En otros términos, es imposible reconstruir el pacto bajo las premisas que existían hace cuarenta años, pues la realidad actual no guarda relación alguna con la de aquella era, además de que hay un sinnúmero de factores que limitan (pero al mismo tiempo dan forma a) las características de un nuevo acuerdo potencial, como son los múltiples tratados de libre comercio que el país ha firmado.

Además, la recreación del pacto no puede darse sobre bases que eran posibles en el pasado, no sólo porque hay nuevos factores que intervienen en el proceso, sino sobre todo porque nadie en la actualidad aceptaría un pacto implícito. Tal aceptación implicaría que todo mundo ignorara de manera voluntaria lo ocurrido lo bueno y lo malo- a lo largo de los últimos cuarenta años. En un mundo crecientemente integrado en el que un inversionista, mexicano o extranjero, tiene múltiples opciones para invertir, los pactos implícitos son irrelevantes. Lo que cuenta es lo que dicen las leyes y la disposición gubernamental de hacerlas cumplir, así como de su propia disposición a sujetarse tanto a las leyes como a las resoluciones de los tribunales. Es en este sentido que la indisposición del gobierno del Distrito Federal a acatar las resoluciones judiciales tiene consecuencias gravísimas, toda vez que indica no sólo falta de respeto a reglas no escritas, sino también a las que sí lo están. La única manera de consolidar un pacto en esta era de nuestra historia es por medio de un marco legal fuerte y respetado por todas las partes.

En otras palabras, es cada vez más indispensable que exista un régimen legal confiable, además de adecuado para que el crecimiento económico sea posible. El crecimiento depende enteramente de la inversión privada y ésta sólo se da en la medida en que los empresarios encuentran condiciones propicias para planear a largo plazo. En un mundo caracterizado por una aguda y acusada competencia internacional en el que los inversionistas tienen múltiples opciones de inversión y en el que la localización geográfica es cada vez menos importante para el éxito de la misma, el marco institucional y legal es el factor individual más importante del éxito económico. No es casual que los países que cuentan con reglas claras y no sujetas a cambios arbitrarios sean también los que acaparan la inversión, independientemente de que los costos de operación en sus países no sean siempre los mejores. Los ejemplos de Singapur, Inglaterra y Estados Unidos son paradigmáticos. Si queremos recuperar la capacidad de crecimiento económico, tenemos que crear un nuevo pacto político y éste sólo es posible a través de un marco legal a prueba de abuso y que se hace cumplir. Esto ciertamente no se construye de la noche a la mañana, pero mientras no comencemos a desarrollarlo, jamás llegaremos ahí.