Luis Rubio
Cuenta el chiste que los países latinoamericanos son geométricos porque tiene problemas angulares que se discuten en mesas redondas por un montón de gente cuadrada. El congreso mexicano actual ha dado a últimas fechas muestras fehacientes del sentido de esta broma, nada alejada de la realidad. El país necesita que sus líderes políticos tomen decisiones serias y de manera responsable, pero lo único que los ciudadanos observamos es una reticencia a actuar y, peor, una acusada disposición a impedir y obstaculizar. Junto a este comportamiento, destaca la añoranza por un pasado que jamás resolvió los problemas del país. Tanto la acción como la inacción de los legisladores tienen costos reales que ellos pretenden ignorar. Es evidente que ni el país ni la ciudadanía comparten ese dudoso privilegio.
En las últimas tres legislaturas, de 1997 a la fecha, los legisladores han tenido dos actitudes. Por una parte, han sido incapaces de avanzar la agenda pública en temas, sobre todo económicos, que para el país es urgente resolver. Por la otra, los representantes populares con frecuencia han bloqueado medidas del ejecutivo que harían la vida mucho más fácil para la población. A la pregunta ¿quién mató el desarrollo?, la respuesta, parafraseando a un Lope de Vega, quien habría respondido sin chistar Fuenteovejuna señor, sería todos los legisladores, nuestra moderna encarnación de Fuenteovejuna.
El hecho es que muchos de nuestros legisladores han asumido como misión proteger el pasado antes que sentar las bases de nuestro futuro. Prefieren resarcir privilegios a sindicatos que modernizar la industria donde éstos operan, prorrogan procesos de negociación sin que ello redunde en beneficio alguno para la población o la economía. Es decir, no sólo congelan la agenda y evaden temas cruciales, así sean controvertidos, sino que velan por intereses creados que sólo retrasan, e incluso impiden, el crecimiento de la economía.
La postergación de decisiones prioritarias no es un asunto menor. Cada vez que algún miembro del Congreso logra manipular al conjunto para bloquear una acción decidida por el ejecutivo, el país pierde. Los ejemplos se multiplican y la ciudadanía paga los costos tanto de los actos como de la pasividad del poder legislativo. De esta manera, aunque muchas acciones del poder legislativo, sobre todo a través de los llamados puntos de acuerdo tienen una lógica política impecable para los involucrados, el costo para el país y para la economía siempre se ignora. El estancamiento que vivimos no es producto de la casualidad: se debe, cada vez en mayor medida, al proceder legislativo.
Se habla mucho de las reformas que el poder legislativo ha bloqueado, impedido o derrotado. Cada una de ellas tiene un costo. Empecinados en proteger el pasado, algunos legisladores han hecho caso omiso de la necesidad de desarrollar nuevos motores para el crecimiento de la economía, como podría ser una reforma eléctrica seria y una forma más realista de favorecer la explotación de los recursos de gas con que el país cuenta y no ha sido capaz de aprovechar. Para los nostálgicos nacionalistas parece más conveniente envolverse en la bandera nacional para exorcizar cualquier oportunidad de captar inversión privada, no obstante que reformas en este tenor permitirían liberar recursos para temas mucho más lógicos para el gobierno, como podrían ser la educación, el combate a la pobreza y la infraestructura física del país. Aún peor, algunos legisladores han lanzado una andanada judicial para destruir las pocas oportunidades que ya existen en estos sectores. Si lo que quieren es paralizar al país, sus acciones lo están logrando a plenitud.
Pero el tema relevante no es sólo que los legisladores obstaculicen iniciativas dignas de ser votadas en casos como el fiscal y el eléctrico, sino que ponen trabas a decisiones que, en estricto sentido, no les competen. Algunos ejemplos resultan por demás reveladores.
Hace años se planteó la necesidad de vender las dos aerolíneas nacionales. Cuando el ejecutivo decidió actuar en esa materia, las empresas valían cerca de mil millones de dólares, dinero que habría servido para reducir la tan mentada deuda del Fobaproa, entidad que se convirtió en propietaria de las aerolíneas con la crisis bancaria. En ese momento, su venta se habría traducido en un sensible ingreso para el erario y, por lo tanto, en una disminución de la onerosa deuda. Es decir, quienes pagamos impuestos y, por lo tanto, tenemos que cubrir los costos de la deuda del Fobaproa, nos hubiéramos beneficiado significativamente de aquella venta. Pero no fue así. El congreso no permitió que se realizara la venta gracias a las gestiones que en ese momento realizaron los sindicatos de las aerolíneas. Con un punto de acuerdo votado en la Cámara, se bloqueó la venta de las aerolíneas para que el sindicato, y no los usuarios o la economía, saliera ganando. Hoy en día las aerolíneas no valen nada. Así pues, le debemos a nuestros órganos de representación una pérdida de mil millones de dólares solamente por concepto de las aerolíneas.
La disputa sobre las pensiones del IMSS no es muy distinta. El gobierno lleva tres años negociando una modificación del contrato colectivo con el sindicato de la institución, cambio que no afectaría en nada a los trabajadores en funciones o a sus pensionados. Es decir, la propuesta de la administración del IMSS consiste en que se establezca un nuevo régimen laboral para todos los nuevos empleados de la institución, sin menoscabo de los derechos previamente adquiridos por quienes ya se encuentran ahí. En el curso de estos años se ha discutido todo lo relevante en torno a las pensiones y, finalmente, se llegó a definir una fecha para completar un acuerdo: octubre de 2003. Llegado el plazo, el sindicato, que obviamente no tiene ni el menor interés por llegar a un nuevo esquema, solicitó una prórroga para el mes de marzo pasado con la excusa de que estaban en proceso de lograr un consenso interno. Llegó marzo y, ¡oh sorpresa!, el sindicato logró que, a través de otro famoso punto de acuerdo, el Congreso bloqueara una vez más la negociación. Al igual que con las aerolíneas, la prórroga tiene un costo, pero sólo es la friolera de cuatro mil millones de pesos al mes, así que nadie debe preocuparse mucho. El Congreso mostró, una vez más, que sus compromisos están con los intereses más reaccionarios de la sociedad mexicana y no con la ciudadanía, el crecimiento de la economía o el futuro del país.
En el caso de la electricidad, con excepción de algunos legisladores en lo individual, el congreso ha sido incapaz de emitir una postura que sea congruente con la necesidades de energía del país, los cambios estructurales que ha sufrido esa industria gracias a los avances tecnológicos y la oportunidad que este sector representa para reactivar la economía interna, sobre todo de la industria que se ha rezagado y que no ha encontrado vías de salida fáciles a través de las exportaciones. En lugar de discutir los méritos de las diversas iniciativas que existen en el Congreso, los legisladores han optado por la parálisis. En lugar de analizar las diversas opciones y procurar alguna que pudiera contribuir al desarrollo del país, los legisladores han optado, en la práctica, por la protección de los dos sindicatos respectivos (uno de los cuales es quizá el más costoso del mundo) y por impedir que el erario pueda asignar, a través del proceso presupuestal, más fondos a actividades que urgentemente lo requieren. El costo de la inacción se mide en miles de millones de pesos, inversiones que no se realizan y oportunidades que se pierden. Todo para que algunos legisladores vivan tranquilos con su conciencia histórica, en lugar de trabajar para lo que cobran y fueron elegidos: la construcción del futuro del país.
Algo semejante ocurre con la reforma laboral. A diferencia de las otras iniciativas que ha propuesto el ejecutivo, independientemente de si son buenas o malas, la que se ha presentado en el terreno laboral es por demás modesta, pero a diferencia de las otras, cuenta con el apoyo de los principales sindicatos. A pesar de ello, duerme el sueño de los justos. No vaya a ser que le haga algún bien al país.
Cada vez que se difiere una decisión o que se impide tomar otra, el país paga y muy caro. La manera en que funciona el poder legislativo en la actualidad conlleva a que todo se paralice, en buena medida por el prurito de un supuesto y famoso costo político que se busca evadir. La realidad, como ilustran estos ejemplos, es que el costo es altísimo tanto por actuar de la manera en que lo hacen nuestros dilectos legisladores, como por no actuar. Aunque el argumento del costo político es por definición atractivo para quitarse la responsabilidad de encima, es interesante hacer notar que la mayor parte de los legisladores que apelan a este argumento fueron electos por representación proporcional, es decir, le deben su chamba al partido y no a la ciudadanía. Típicamente, los diputados o senadores más duros y militantes llegaron ahí no por votos, sino por designio divino.
Tampoco es casualidad que el descrédito, otrora exclusividad de los priístas, ahora se extienda al conjunto de la clase política. La gran pregunta es cuándo se cambiará la estructura institucional para que el país deje de estar a merced de legisladores que no le deben nada a nadie, excepto a sus partidos y grupos de presión tradicionales, como los sindicatos aquí mencionados. La distancia entre los legisladores y la ciudadanía difícilmente podría ser mayor. Para ellos, su trabajo nada tiene que ver con los representados, excepto, por supuesto, para pagar las cuentas de lo que ellos no hacen o hacen mal.
Y ¿quién es el culpable de todo esto? El comendador diría que nadie, que todos a una, porque si la ciudadanía se descuida, capaz que acaba siendo ella la culpable de que los legisladores se esfuercen tanto para no lograr nada relevante.