¿Hacia Norteamérica?

Luis Rubio

En el país hay una multiplicidad de visiones sobre el futuro en casi todo: en la economía, en la política, en la relación con Estados Unidos y, en general, en el conjunto del país. Cada mexicano tiene sus propias ideas sobre cada uno de estos temas, pero la ironía de nuestro momento político actual es que todas esas ideas se pierden en los espacios políticos. Partidos y políticos tienden a dividir las opiniones más que a construir puentes que permitan desarrollar una visión común del futuro. La ausencia de esa visión común daña al país todos los días y en todos los ámbitos. Pero quizá no haya tema con más costos que el de la relación con Estados Unidos y Canadá. En esa arena, las pérdidas son cotidianas.

La competencia entre ideas y posturas es una de las fuentes principales de riqueza en cualquier sociedad; son, de hecho, el componente medular de cualquier democracia que se respete. En este sentido, la competencia entre ideas y la diversidad de posturas es una muestra de salud política. Desafortunadamente, la diversidad de posturas que se expresan en la arena política no refleja la diversidad y aspiraciones de la sociedad mexicana. La mayor parte de los mexicanos son mucho más pragmáticos de lo que piensan los políticos que dicen representarlos. Hay múltiples temas sobre los que diferentes grupos de mexicanos tienen una opinión común y, sin embargo, los políticos se muestran incapaces de llevarlos a una feliz conclusión.

Si bien esta contradicción se manifiesta en un sinfín de temas, tal vez no haya otro en el que la praxis y la política sean tan opuestas como en el caso de la relación con nuestros vecinos norteamericanos. A diferencia de temas como el de la política energética del país, sobre el que ningún mexicano en lo individual puede actuar al margen de las decisiones políticas, al menos dentro de la ley, en la relación cotidiana entre México y Estados Unidos no existe tal limitación. Mientras que los políticos y los intelectuales se desgarran las vestiduras discutiendo la historia y los inconvenientes de la vecindad con Estados Unidos, millones de mexicanos cruzan la frontera de manera cotidiana. Muchos de ellos, miles de ellos cada día, votan con sus pies, como dice el dicho, manifestando lo que piensan de la política mexicana. En lugar de esperar a que el gobierno o los políticos tomen las decisiones que les permitirían mejorar sus niveles de vida, obtener una mejor educación o beneficiarse del tipo infraestructura que les serviría para salir del círculo vicioso de la pobreza, todos esos mexicanos se ahorran la discusión y marchan a donde sí hay oportunidades.

Dada la naturaleza de la competencia política en el país -y del discurso que de ahí emana- y de su desvinculación con la vida cotidiana de la mayoría de la población, no debería ser extraño para nadie que sea virtualmente imposible articular una postura común para el desarrollo de nuestra relación con Estados Unidos y, en general, con la región norteamericana. Existe, por supuesto, un fundamento muy sólido para la integración comercial de la región a través del TLC norteamericano. Sin embargo, ese es un instrumento que, aunque extraordinariamente efectivo, ha sido ya rebasado por la realidad.

El TLC norteamericano nació al principio de los noventa como una respuesta a la crisis económica que el país sufrió a lo largo de los ochenta. Aunque su propósito era facilitar el comercio y los flujos de inversión a través de las tres naciones norteamericanas, su principal objetivo fue el crear un mecanismo que impidiera revertir el proceso de liberalización económica experimentado por México en los años anteriores. Es decir, su principal propósito era de naturaleza política. El país se encontraba por demás dividido y la disputa sobre qué estrategia de desarrollo económico adoptar era de tal magnitud, que ya había causado varias crisis devaluatorias a lo largo de los setenta y ochenta. Una idea central del TLC era la de aislar a la política económica, al menos una parte central de ésta, de las disputas políticas. No es casual que muchos empresarios e inversionistas vieran al acuerdo comercial como una garantía de continuidad.

Lo que el TLC sin duda ha logrado es evitar que haya una regresión extendida en política económica, en general, y en política comercial, en particular. Aunque en muchas áreas la política de liberalización económica ha sufrido profundos reveses, algunos por demás graves, lo cierto es que no ha habido una regresión generalizada. Pero, al mismo tiempo, tampoco ha habido continuidad en el proceso de reforma y modernización: la última reforma significativa en materia económica tuvo lugar hace más de diez años y sólo ha habido dos reformas de similar magnitud en el ámbito político en ese mismo periodo. Así, aunque podría argumentarse, con muchos asegures, que no ha habido retrocesos demasiado grandes, es por demás evidente que tampoco ha habido avances significativos y esto, en un mundo en el que el avance de otros implica un rezago relativo para todos los demás, entraña un retroceso sistemático. Puesto en términos específicos, el estancamiento de la economía mexicana es producto de la ausencia de reformas, no del éxito de otras naciones: mientras que naciones como China se transforman y lo siguen haciendo, la única industria que ha crecido en la política mexicana es la de las quejas y las disputas.

El TLC constituye un fundamento sólido para la construcción de una vecindad económica exitosa. Sin embargo, el TLC se ha venido erosionando por tres razonas principales: primero, porque otros acuerdos comerciales le han dado un acceso igual de privilegiado a la economía estadounidense a naciones que compiten con nosotros. Segundo, porque en lugar de acelerar el proceso de integración, lo que ha ocurrido es que se han interpuesto un sinnúmero de barreras: desde salvaguardas para productos específicos hasta incumplimientos en los compromisos de apertura. Es decir, aunque ha habido un proceso de profunda integración, ésta ha sido más limitada e incompleta de lo aparente y, por lo que nos toca a nosotros, hoy en día existen un sinnúmero de empresas y personas que han logrado erigir mecanismos de protección que los benefician en lo particular, pero con cargo al resto de la población.

Finalmente, la tercera razón por la que se han erosionado los beneficios reales y potenciales del TLC se explica porque el gobierno mexicano se olvidó del Tratado desde el día en que éste entró en operación. Todo mundo sabía que un instrumento como el TLC entrañaría cambios profundos en la estructura económica mexicana. Sin embargo, no ha habido un solo programa gubernamental, al menos a nivel federal, en todos estos años que se haya dedicado a ayudar a que las empresas y la sociedad mexicana en general se ajustaran a la competencia económica que el TLC entraña. La inacción (y extrema irresponsabilidad) ha redundado en enormes costos para muchos mexicanos que han perdido en el proceso de ajuste. Si uno ve lo extraordinariamente exitosos que son muchos de los mexicanos que emigran a Estados Unidos, es evidente que muchísimas de las personas y empresas que han perdido en el proceso de integración, habrían sido naturales ganadores. Como están las cosas, los únicos que han ganado son aquellos que tuvieron la ventaja del conocimiento y la información y, por lo tanto, la capacidad de comprender la naturaleza del desafío.

Más allá del TLC, los mexicanos no hemos avanzado en torno a la definición de lo que queremos que sea la región norteamericana en el futuro. Detrás de las disputas políticas que caracterizan a la política nacional en la actualidad, se esconden prejuicios muy claros y fuertemente arraigados que hacen sumamente difícil el arribo a una visión que tenga sentido práctico y político. Ese conjunto de prejuicios oscila entre extremos como el de quienes formaron sus opiniones a partir de la invasión norteamericana en 1847, hasta quienes creen que una integración energética nos lleva automáticamente al nirvana. Entre esos dos puntos existe una enorme dispersión de ideas y posturas que mezclan oportunidades con impedimentos, ceguera ideológica y repudio a la historia. Aunque todas las opiniones son respetables, las contradicciones que les son inherentes impiden definir una política respecto al futuro de la región y eso trae por consecuencia el que se pierdan oportunidades y, sobre todo, el que el país avance sin brújula.

Parece plausible pensar que hay tres grandes grupos de posturas respecto al futuro de la región norteamericana: una que aboga por la profundización de los procesos de integración económica, siempre y cuando se respeten las diferencias políticas y culturales que son la esencia de cada una de las tres naciones. Otra reconoce la inevitabildad de la globalización, pero prefiere que la integración no sea con Estados Unidos, sino con el sur del continente o Europa. Finalmente, una más preferiría regresar al pasado, negar la realidad de la globalización y recrear la era del aislacionismo y la autarquía. Independientemente de la viabilidad o de que tan deseables sean cada una de estas visiones, la ausencia de mecanismos que permitan adoptar una visión única y clara, como la que tiene Canadá -un país con características en muchos sentidos similares a las nuestras- respecto a Estados Unidos, tiene enormes costos para nuestro desarrollo.

El peor de todos los mundos es aquel en el que se deja que las cosas tomen su propio curso, sin que éste sea debidamente analizado y construido. La ausencia de definiciones no frena la realidad; al revés, la realidad arrolla con todo, todos los días. Pero en ausencia de una política de integración, ésta cobra formas que son siempre menos buenas de las que podrían resultar si se enmarcaran en un amplio consenso político. Siempre hay costos por la indefinición, pero esta manera, muy mexicana, de no decidir en los temas regionales repercute en una integración difícil, costosa, poco transparente, sin organizador ni brújula. Nadie se va a sentir orgulloso de lo que de ahí resulte.

El PRI y la reforma fiscal

La decisión del PRI de no entrarle a la reforma demuestra la ausencia de visión: cualquiera puede negarse a enfrentar los temas duros; pero son los difíciles los que hacen la diferencia. Podrá el PRI retornar a Los Pinos, pero seguirá siendo incapaz de gobernar.

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La lógica del IVA

Luis Rubio

Nadie quiere pagar impuestos y mucho menos cargárselos a quienes menos tienen. La lógica de quienes se oponen al IVA es impecable y perfectamente comprensible. Pero eso no les da la razón, ni justifica su ignorancia. Sobre el IVA se dicen tantas cosas que parecería que se trata de un impuesto tan virtuoso que no puede causar daño alguno, o tan vicioso que no hace otra cosa que destruir la economía familiar. El asunto del IVA no es sobre recaudación, sino sobre disminución de la evasión. Esa es su virtud y su trascendencia. En lugar de discutir sus costos, el debate relevante debería centrarse en cómo compensar a quienes se verían afectados por el impuesto. El resto es mera anécdota.

La discusión sobre el IVA ha adquirido un tono preocupante. No es sólo el hecho de que se confronten posturas ideológicas y el pragmatismo que es inherente al cálculo político y electoral, todo lo cual es normal y absolutamente legítimo, sino que, como en tantos otros temas de controversia en la política nacional, la discusión no parte de un conjunto de hechos objetivos e indisputables. En otras palabras, no se debate sobre hechos y datos (algo que parecería elemental en tópicos tan precisos como los impuestos), sino sobre situaciones imaginarias y posturas políticas. A nadie parecen preocupar los hechos cuando se le puede sacar raja política a la discusión.

El IVA es un impuesto con una naturaleza distinta a la del resto de los gravámenes existentes. La mayoría de éstos se cobran como el porcentaje de una venta o de un ingreso. El Impuesto Sobre la Renta (ISR), por ejemplo, se expresa como un porcentaje del ingreso y nada más. Lo mismo ocurría con el antiguo Impuesto Sobre Ingresos Mercantiles (ISIM), que también se expresaba como un porcentaje, en este caso sobre el precio de venta de un determinado producto. Con un ISIM del 4%, por ejemplo, si uno compraba algo por cien pesos, pagaba cuatro pesos de impuesto y punto. El consumidor pagaba cuatro pesos y el comerciante reconocía esos mismos cuatro pesos en su declaración correspondiente. El IVA cambió la lógica en el pago del impuesto.

El beneficio del ISIM, o de cualquier impuesto semejante, era su sencillez. La cantidad exacta que pagaba el consumidor al comerciante se le transfería al erario. Eso mismo ocurría en cada uno de los pasos en el proceso de producción: cada una de las operaciones de compraventa en la cadena productiva pagaba el mismo impuesto. El minero pagaba el 4% al fabricante de maquinaria para la extracción de carbón, mismo que reportaba y pagaba el vendedor de la maquinaria. Cuando el minero extraía el carbón y se lo vendía a una empresa comercializadora de materias primas, cobraba otro 4% y lo enteraba a Hacienda. Cada paso de la producción tenía el sello del ISIM y se formulaba como una operación independiente. Esto último fue la fuente del problema que el IVA buscó resolver. El problema de impuestos como el ISR o el ISIM es, precisamente, que cada operación en la producción de un bien es independiente de las otras. De esta manera, si en una operación de compraventa alguien evade el pago del impuesto no pasa nada. No hay manera de saber si alguien lo pagó o lo evadió, ni hay un incentivo real y efectivo para que se pague el impuesto.

El IVA fue diseñado para evitar la evasión. A diferencia de los impuestos tradicionales, el IVA es un impuesto que se causa “en cascada”. En lugar de que el impuesto se cause en cada paso del proceso como operación independiente, la genialidad del IVA es que cada uno de los que participan en la cadena productiva deduce el pago del impuesto anterior y declara solamente la diferencia entre lo cobrado y lo pagado. Si alguien interrumpe la cadena, acaba pagando la totalidad del impuesto, lo que le crea un fuerte incentivo para no sólo no evadir, sino para que no evadan ni los proveedores ni los consumidores. La existencia de la cadena es un mecanismo automático de fiscalización.

Si volvemos al ejemplo de la mina de carbón, el minero le paga el 15% de IVA (la tasa actual del impuesto) al proveedor de la maquinaria. Cuando le vende el carbón al comercializador de materias primas cobra otra vez el 15%, pero al enterarlo a Hacienda no paga la misma cantidad que recibió. A Hacienda le informa que pagó 15% por la maquinaria y por otros insumos y deduce esa cantidad de lo que le cobró a la comercializadora. El minero, al igual que la comercializadora, la empresa siderúrgica y los siguientes usuarios del carbón y sus derivados, sólo pagan (de impuesto sobre ventas) la diferencia entre lo que pagan por sus insumos y lo que le cobran al consumidor en la siguiente etapa del proceso. La mayor parte de los actores que intervienen en la cadena productiva acaba pagando no más que una fracción del 15% de impuesto que cobraron y a ninguno le conviene que alguien deje de pagar el impuesto, pues en ese momento acaban sufragando la totalidad del impuesto. La idea que anima a impuestos de esta naturaleza es que sólo el consumidor final paga el impuesto total para que no se paguen impuestos sobre impuestos.

Para que el IVA cumpla la proeza de eliminar la evasión y cree un poderoso incentivo en todos los participantes a lo largo de la cadena productiva, tienen que reunirse al menos dos condiciones. Primero, que en todas las operaciones de compraventa en la economía se cause el impuesto y, segundo, que la tasa del impuesto sea uniforme. La primera condición es elemental: cuando el impuesto se causa en todos los pasos del proceso productivo, el costo de evadirlo se torna prohibitivo. Supongamos que el comercializador del carbón decide darle la opción a la siderúrgica de pagar el impuesto o no pagarlo. De aceptar el trato para ahorrarse el pago, la siderúrgica no tendría nada que descontar de impuesto cuando vende su acero al fabricante de automóviles. Esta situación le crea un incentivo natural no sólo para pagar el impuesto, sino también para obligar tanto a su proveedor como a su cliente para que todos lo paguen. Unos se benefician del pago del otro.

La segunda condición es igualmente importante. La uniformidad de tasas incorpora un elemento de transparencia y certidumbre a toda la cadena productiva. Si todos los participantes pagan el mismo impuesto en el curso de la cadena productiva, nadie tiene incentivos para evadir la totalidad o, al menos, una parte de é. Cuando unos pagan el 15%, otros el 10%, unos más el 5% y otros el 0%, el potencial de evasión acaba siendo inmenso. Cada uno de los actores en el proceso tiene un poderoso incentivo para localizar su producto en una clasificación correspondiente a una tasa menor. Peor, cuando las tasas no son uniformes, o cuando hay excepciones, cada uno de los causantes del impuesto tiene incentivos para cobrar el máximo impuesto (15% en este ejemplo), pero declarar el mínimo (0% en el mismo ejemplo).

El punto neurálgico de la teoría del Impuesto al Valor Agregado es que encadena a todos los participantes en el proceso productivo y les obliga a pagar el impuesto y trasladarlo al siguiente paso. Esta es la razón por la que se le llama un impuesto “en cascada”. Cuando el impuesto se instrumenta de manera cabal, es decir, siguiendo las dos condiciones de los párrafos anteriores, la evasión desaparece y todos los pasos de la cadena productiva acaban siendo responsables de la recaudación.

Hasta aquí la teoría. Ahora veamos lo que ocurre en México. Para comenzar, en el país no se reúne ninguna de las dos condiciones arriba explicadas. Por un lado, tenemos bienes y servicios que causan el impuesto y otros que están exentos. Además, hay un sinnúmero de excepciones al pago del impuesto. Por otra parte, no existe una tasa uniforme, sino que pululan las tasas: entre el 15% y el 0%, además de los bienes exentos (donde el comerciante final tiene que absorber el impuesto o, que es lo mismo, repercutirlo en el precio en vez de llamarlo por su nombre). ¿Cuál es el resultado? El obvio: que cada vez que uno solicita los servicios de un pintor o un comerciante mediano o pequeño y se les paga, la pregunta obligada es: ¿con factura o sin factura? Si el impuesto fuese universal y a la misma tasa, nadie podría proponer la alternativa de no emitir una factura porque eso implicaría que el vendedor del bien o servicio tendría que absorberlo.

En el momento actual se está discutiendo la posibilidad de universalizar el pago del IVA. Es una buena idea. Para comenzar, eso obligaría a todos los que hoy no pagan a incorporarse de lleno en las cadenas productivas y no perjudicar con su evasión al conjunto de la sociedad. Por ejemplo, quienes hoy viven en la economía informal dejarían de tener la posibilidad de comprar productos sin pagar el IVA, lo que les obligaría a cobrarlo al venderlos. Es decir, al menos en todo lo que sea legal y no producto de robos o contrabando, la universalización del IVA implicaría un significativo incremento de la recaudación no por el impuesto mismo, sino por el hecho de que disminuiría drásticamente la posibilidad y atractivo de evadir su pago.

El problema para los políticos es obvio y nada despreciable. Desde su perspectiva, votar a favor de la universalización del pago del IVA implicaría cargarle la mano a quienes menos tienen. El problema es que han definido mal el problema que enfrentan. Con un IVA generalizado tendrían recursos adicionales para llevar a cabo programas que son de su interés (y con suerte, benéficos para el desarrollo). Lo que realmente deberían preguntarse no es si debe universalizarse el impuesto (idealmente a una tasa única y uniforme), sino cómo se compensaría a las familias que perderían en el proceso.

No cabe la menor duda de que la incorporación del IVA a los alimentos y medicinas implicaría un golpe para las familias cuya mayor proporción de gasto se concentra en esos dos rubros. El reto para el congreso no es cómo evadir, una vez más su responsabilidad, sino cómo resolver el problema de una manera creativa e inteligente, que permita no sólo universalizar el impuesto y uniformar las tasas, sino compensar de una manera focalizada a los más perjudicados. Para eso, el mejor vehículo es el gasto, no el impuesto. ¿Serán capaces de semejante obviedad?

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Las trabas del desarrollo

Luis Rubio

No cabe la menor duda de que el mayor impedimento al desarrollo del país radica en la falta de dirección. Cuando uno sabe a dónde va, el paso siguiente, el qué hacer, se vuelve mucho más simple. Sin embargo, en ausencia de objetivos claros y realistas para el contexto en que nos ha tocado vivir, adoptar una estrategia susceptible de lograr el desarrollo del país parece imposible. Por supuesto que no es difícil acordar objetivos definidos en términos de tasas de crecimiento o niveles de vida; lo que ha resultado virtualmente imposible en esta era de confusión y competencia política es asumir el hecho de que vivimos en una realidad nacional e internacional donde las opciones no son muchas y la necesidad de compromiso para la acción es inevitable. El país seguirá a la deriva en la medida en que no se resuelva este dilema de esencia.

El problema es muy evidente: el mundo ha cambiado mucho más rápido que la capacidad de adaptación a las nuevas realidades de nuestro aparato político y la población en general. Mientras que en las décadas de los cincuenta y sesenta, por mencionar una era de oro en términos de crecimiento económico, la economía se encontraba auto contenida y todo se movía en función de un conjunto de variables económicas que, en buena medida, se encontraban bajo el control gubernamental, en los albores del siglo XXI, las economías nacionales prácticamente han desaparecido. Este cambio de realidad ha sido fenomenal. Antes las cosas eran mucho más sencillas: en la medida en que un gobierno alcanzara equilibrios en las principales variables de la economía (sobre todo en las finanzas públicas y en las cuentas externas), el resto de la economía funcionaba con normalidad. Los empresarios invertían en donde encontraban oportunidades (muchas de ellas creadas por la inversión pública) y eso generaba riqueza, lo que a su vez se traducía en empleos, consumo y demanda para la instalación de más empresas y así sucesivamente. El mundo de hoy funciona de una manera similar, pero a escala global. Inevitablemente, las implicaciones para cualquier economía en lo individual acaban siendo monumentales.

Un ejemplo dice más que mil palabras: por algunas décadas a lo largo del siglo XX, la economía mexicana logró mantener equilibrios fundamentales en sus principales variables macroeconómicas, a la vez que el gobierno empleó con gran habilidad los recursos públicos para generar crecimiento de la inversión privada. La construcción del sistema carretero en la primera mitad del siglo XX se convirtió así en un enorme aliciente a la inversión privada, al igual que el desarrollo del sistema hidráulico que dio nacimiento a la agroindustria del noroeste del país y la inversión en el desarrollo de los mantos petroleros recién descubiertos en los años setenta.

La etapa exitosa de crecimiento económico del siglo pasado se disipó por dos razones: primero, el gobierno comenzó a desviarse de la fórmula que por décadas favoreció el crecimiento de la economía, sobre todo al abandonar los equilibrios macroeconómicos y al dejar de destinar los fondos públicos para el desarrollo de infraestructura. A partir de ese momento se volcó a la creación (o absorción) de industrias cuyo impacto económico era mucho menor. Estos cambios, ocurridos en los setenta, desquilibraron la economía mexicana y la condenaron a décadas de estancamiento posterior, pero su principal impacto fue impedir que el país se percatara de los cambios que súbitamente comenzaron a cobrar forma en el resto del mundo. De esta manera, la segunda razón por la que la capacidad de crecimiento se agotó en los ochenta del siglo pasado, y que sigue explicando el estancamiento económico actual, tiene que ver con el empecinamiento en ignorar, o dejar de reconocer, que la economía mexicana, como todas las del mundo, está inscrita en un entorno internacional que ya no permite un aislamiento como el que era típico hace cuatro o cinco décadas.

La economía mexicana se ha estancado en parte por la recesión norteamericana, pero sobre todo porque perdió competitividad frente al resto del mundo. En una era en la que la inversión privada se orienta hacia aquellos lugares donde los costos son menores y el valor agregado es mayor, la economía mexicana no es apta para contender en ese escenario. Se trata de un problema de costos relativos: México puede tener en su cercanía al mayor mercado de la Tierra una ventaja comparativa excepcional, pero si los costos del transporte marítimo desde Asia acaban siendo menores a los del tránsito de México a Estados Unidos, esa ventaja deja de ser relevante. Y esto es precisamente lo que ha ocurrido en los últimos años: mientras que la infraestructura nacional se deteriora, la infraestructura de varios de los países asiáticos, en particular China, se incrementa, al grado en que hoy en día un productor en esa región sabe que sus costos de operación allá son sensiblemente inferiores a los que puede encontrar en México, y eso sin considerar el costo de la mano de obra.

A lo largo de la década de los noventa, la economía mexicana creció gracias a las expectativas de empresarios mexicanos y extranjeros, quienes confiaban en que se llevarían a cabo reformas profundas en el ámbito no sólo comercial, sino también en el plano laboral, energético, fiscal, educativo, judicial, entre otros. Las reformas que sí se emprendieron en un primer momento (las privatizaciones, el TLC, la autonomía a la Suprema Corte, etcétera) favorecieron un rápido crecimiento de la productividad en la economía del país, propiciaron la modernización de millares de empresas y crearon ingentes oportunidades de inversión. Sin embargo, cuando las reformas se interrumpieron, la productividad dejó de crecer y, con ello, la capacidad de generar crecimiento económico. Peor, en la medida en que los alcances de la reforma mostraron ser mucho más limitados y modestos de lo que los inversionistas y empresarios habían anticipado al inicio de los noventa, la inversión comenzó a declinar. Puesto en otros términos, la economía del país comenzó a evidenciar dificultades aun antes de que la economía norteamericana entrara en recesión en el año 2000, lo cual pone en entredicho su capacidad de crecer aun cuando aquella economía se recupere plenamente.

Hay dos perspectivas que permiten entender la problemática económica por la que atraviesa el país en la actualidad. Una es observar los obstáculos que existen para el desarrollo; y la otra es comparar nuestra capacidad de crecimiento con la de otras naciones con las que competimos por la inversión. También es crucial comprender que, en un mundo económicamente integrado, todas las naciones compiten por la inversión y todos los inversionistas, sean mexicanos o extranjeros, analizan sus opciones de una manera objetiva. Lo anterior implica que los empresarios determinan la localización de una inversión en función de factores como la disponibilidad de mano de obra calificada; la cercanía a fuentes de materias primas, la proximidad a los mercados de consumo, la calidad de la infraestructura, los factores que determinan los costos de operación (como tráfico, costos de instalación, burocratismos, etc.), la calidad de los servicios públicos y costos potenciales en caso de incurrir en conflictos que requieran de la intervención del poder judicial. Hace sólo unos meses, una empresa canadiense decidió instalarse en el lado norteamericano de la frontera de Baja California en lugar de hacerlo en Tijuana, luego de analizar con detenimiento cada lugar y de evaluar los costos de cruzar la frontera continuamente para llevar sus productos ya manufacturados al mercado estadounidense. El punto medular de este ejemplo es que la empresa canadiense no estaba buscando costos de mano de obra comparables a los chinos; lo que fue determinante en su decisión fue que a pesar del mucho mayor costo de la mano de obra en Estados Unidos, los costos de operación en México era tan altos que resultaba más barato instalarse en ese país.

Nadie puede albergar la menor duda de que los costos de operación en México son por demás elevados. Todo es costoso en el país: desde las facultades arbitrarias con que cuentan funcionarios de diversos niveles (federal, estatal y municipal) y que con frecuencia se traducen en procedimientos prolongados, requisitos excesivos y mucha burocracia, hasta la mala calidad de las calles y servicios públicos, además de la delincuencia, cuyos riesgos hacen más costoso el funcionamiento de una empresa en el país.

Una manera rápida de evaluar las enormes dificultades que existen para la instalación de una empresa en México es reflexionando sobre los miles de empresarios mexicanos hay actualmente en Estados Unidos, la mayoría de ellos inmigrantes ilegales en un principio, quienes encontraron allá lo que aquí se les negaba. El entorno empresarial, legal y competitivo estadounidense bastó para darles oportunidades de desarrollo personal. Es casi un axioma decir que esas mismas personas no hubieran podido jamás rebasar las barreras burocráticas, de crédito y de desarrollo en general que existen en nuestro país. Es tiempo de reconocer que todo en México conspira contra el desarrollo económico.

Nuestro futuro económico está determinado por la capacidad de generar condiciones propicias para el desarrollo de la inversión y el crecimiento de la productividad. Esto implica que cada empresario tiene opciones y que sólo se instalará aquí si el país le ofrece (y mantiene) condiciones competitivas. La lucha es por la inversión y eso supone una modernización permanente, una disposición a transformar la planta laboral y productiva, un reconocimiento de que nada es permanente y que la inversión no vendrá por sí misma. Además, que sólo un mayor valor agregado permitirá compensar los costos de la mano de obra barata en otras latitudes. No hay otra alternativa, o trabajamos para adecuarnos al cambio o persistimos en el atraso, con todo lo que eso implica para una población pobre y creciente como la nuestra. El dilema es obvio y nuestra capacidad de enfrentarlo con éxito históricamente demostrada; lo que no es evidente es si estaremos dispuestos a asumir el reto para salir adelante.

 

La ciudadanía

Luis Rubio

¿Qué tanto conoce el político al ciudadano? Aunque el país vive una fiebre de encuestitis, no es lo mismo tomarle el pulso a la ciudadanía para indagar su opinión sobre determinado candidato antes de una elección o conocer sus preferencias en el consumo de determinado producto, que conocer lo que es, piensa o quiere. Por supuesto, muchos políticos y legisladores tienen toda una historia personal de vivencia y cercanía con la población más pobre y traqueteada del país, pero nuestro sistema político ha promovido la distancia y los cacicazgos antes que la cercanía y la representación. No es exagerado afirmar que los problemas de representación que enfrentamos van en severo y grave ascenso.

Todo esto viene a colación por una carta que recibí de un apreciado lector la semana pasada. En mi artículo anterior argumentaba yo que el problema de las reformas que se discuten ahora en el seno del poder legislativo, radica en la resistencia de los políticos para impulsarlas, ya sea porque no les gustan o porque afectan intereses o valores personales, pero que en ningún caso representan a la población. Es decir, que los más fatigados en este proceso de reformas son los políticos, pues los ciudadanos demandan cambios que les permitan romper con los amarres que les impiden progresar. En su carta, el lector presenta una argumentación que habla por sí misma, por lo que me permito reproducir sus partes sustantivas a continuación.
”No sé si la población, prefiero el ciudadano, quiere o no cambios, me parece que no sabe bien lo que quiere. Tal vez quiere más trabajo, mejores servicios,
menos impuestos; no sé por que nadie sabe. La masa ciudadana es una cosa
desconocida. No me parece que el esfuerzo en estadística que se ha hecho
sea suficiente para saber lo que el ciudadano quiere o no. Los políticos, una
vez que han dejado de ser ciudadanos, no saben lo que es el pesero en Neza
a las 6:30 hacia el metro, o nunca anduvieron por ahí, nacieron en una nube…
Si supieran habrían hecho algo. No saben lo que es no tener agua o luz en
zonas de la Ciudad de México, por semanas o meses, sin que haya quien los
escuche (salvo algunas estaciones de radio). De saberlo habrían hecho algo.
¿Dónde viven estas gentes-funcionarios? Qué no se les va la luz, ni les roban. Así aislados no saben lo que quiere o no quiere el ciudadano, y la estadística es a lo más raquítica para ayudarlos. Ahora que si el ciudadano supiera lo que quiere, ya habría destituido a muchos funcionarios, ya habría exigido de mil maneras soluciones a otras mil cosas….Le aseguro que no hay, en la clase política quien se quiera poner los zapatos del despistado ciudadano. Así las cosas, a quién le importa lo que  quiera el ciudadano que no exige; que no sabe, porque no pregunta, que si  toma decisiones, lo hace en base a lo que “cree” que puede pasar, ninguna ciencia de por medio. Que no sabe lo que es la instrucción de calidad y, pues, no le hace falta…El nuevo comercial del Touraeg de VW lo pone claro: Al mexicano, que es tan ignorante, se le puede dejar vivir en el sueño, y pasarse por atrás, que el  estúpido no se dará cuenta. (Si se dieran cuenta habrían dicho algo ¿no?) Es cómodo ser político. Se puede hacer y decir lo que sea, a nadie le importa, nadie se interpondrá, nadie demandará. Lo que pasa sería más que suficiente para enviar a varios tras las rejas en un país con una ciudadanía proactiva, no aquí. El juego político y el gobernar es en esencia un juego de mesa. Como político cuido lo que tengo y lo de mi partido, la ciudadanía allá está, si me hace falta lana, súbanle el impuesto y ya está, que no harán nada. (Aguas por que la burocracia no es ciudadanía y ahí hasta los políticos se tuercen). Pensar que en los políticos está el destino del país es como pensar que el Sol circula alrededor de la tierra. Son los ciudadanos los
que han pagado y pagarán absolutamente todititos los platos, los rotos y los otros. Por ello, aunque no lo sepan, está en ellos hacer florecer al país, exigiendo, trabajando con su mente y con sus principios en mejorar la selección
de sus empleados, los servidores públicos, y con ellos a la República.
La ignorancia es tan infinita entre los políticos que no saben a ciencia cierta,
no a creencias, el efecto que tiene en la economía el IVA generalizado de 10,
o de 15. Creen saber los efectos políticos que tendría, sin saber a ciencia cierta, pero ni le han preguntado a la ciudadanía. El pleito es entre ellos y sus creencias políticas. El ciudadano y su economía, su bienestar, no caben en el pleito. No le han propuesto al ciudadano si estaría dispuesto a hacer otro sacrificio más para sacar al buey de la barranca en un planteamiento claro y definitivo. Si necesitan  dinero para los servicios, lo repito, para los servicios que se supone pagan los  impuestos, ¿No hay otras maneras de adquirirlos?, ¿Es esa la única manera?  ¿No saben Historia?, ¿No han viajado a otros países, y estudiado allá lo  suficiente? ¿No hay creatividad? Me gustaría que le preguntaran a cualquier  diputadillo o senador que se supone sabe lo mínimo suficiente de recaudo de  impuestos, de cómo se compone el recaudo y hacia dónde se va el gasto,  (seguro no es mecánica cuántica o genética) si sabe cuánto del recaudo del IVA  es del mercado negro, y cuánto del establecido legalmente. ¿Que porcentaje de  la economía representa el mercado negro? ¿De qué manera se podría hacer tan interesante pagar impuestos, que las empresas en el mercado negro, vieran en a conveniencia convertirse al bien? ¿Cómo es que no se dan cuenta que si le  suben a los servicios menos los queremos pagar?¿Saben que si le subieran a la calidad estaríamos más dispuestos a pagar? ¿Que si gastáramos más, pagaríamos más? ¿Que si ganáramos más, gastaríamos más? Les horroriza la
e-v-a-s-i-ó-n, ¿Ya fueron a Tepito, a la Merced? Si está muy lejos, les pago el metro. O que caminen por el Eje Central. Se quiere leer escepticismo en la falta de votos en las elecciones. Yo leo indiferencia. Es como los aguacates, da igual cuándo los compre siempre se harán verdes. Sin propuestas claras, realistas, particularizadas, solo hay verde. “

En un sistema político democrático, cada ciudadano habla por sí mismo y esta carta no hace más que expresar la visión de su autor; muchos de sus conceptos podrán ser criticables o inapropiados desde la perspectiva más amplia que se requiere para adoptar políticas públicas efectivas. Sin embargo, me atreví a citar una parte larga de esta carta porque no sólo representa una visión muy distinta a la que prevalece en el mundo de la política, sino porque presenta evidencia clara de al menos una cosa: los legisladores que afirman representar a la población no la conocen ni la entienden. Sería maravilloso que el problema fuera meramente de individuos, pues su substitución resolvería el asunto. Desafortunadamente, nuestro sistema político fue diseñado para que no existiera cercanía entre la ciudadanía y la política. Por décadas, eso resultó funcional al sistema político; ahora es por completo disfuncional y, potencialmente, peligroso.

Cuando el sistema político fue constituido, integró en su seno a todos los liderazgos de grupos, milicias, sindicatos, corporaciones y políticos. Virtualmente todos los “hombres fuertes” de la política mexicana pasaron a formar parte del abuelo del PRI, el PNR. La idea era apalancar el desarrollo del país en la capacidad de control de esos individuos. A partir de ese momento, y con la transformación del PNR en PRM en 1938, se consolida un sistema político apuntalado en caciques y jefes cuya función principal era la de intermediar el poder político: control hacia abajo a cambio de participación hacia arriba. El sistema se creó para ejercer control sobre la población, mientras las redes del partido se convirtieron en el instrumento principal para ese objetivo. En este contexto, los políticos –igual los gobernadores que los diputados, los senadores y los funcionarios, los líderes obreros y los líderes partidistas- servían de mecanismos de transmisión y control. Se premiaba la disciplina y se castigaba la representación. No es casual que el sistema viera permanentemente hacia arriba y empleara la capacidad de control hacia abajo de individuos y organizaciones para impulsar un proyecto político determinado. Nadie siquiera pretendía representar a la población de carne y hueso.

Todo funcionó bien hasta que dejó de funcionar. La nueva realidad política podría parecer un paraíso para los políticos, pero igual éste puede ser un espejismo. Para los políticos acostumbrados a servir al jefe, a cuadrarse sin chistar ante la autoridad y ajustar sus carreras y aspiraciones a las vicisitudes de una sola persona, la nueva situación política es como un sueño hecho realidad. Ahora no sólo ya no se cuadran ante nadie, sino que dejan volar su imaginación y pretensiones como si no hubiera límites. Sin embargo, hay múltiples indicios  que muestran que ese mundito es por demás inestable.

Para comenzar, los propios gobernadores se han rebelado contra ese modelo: su obra política más importante, la llamada Convención Nacional Hacendaria, constituye un reto fundamental a la autoridad y legitimidad del congreso, al que subvierte en su pretensión de convertirse en foro legislativo. La carta que cito es muestra fehaciente de que la población está dispuesta al menos a decir lo que piensa. El mundo idílico en que viven los políticos, el que les hace suponer que pueden abstraerse de la realidad, ignorar las demandas ciudadanas y las urgencias que enfrenta el país, puede acabar chocando con la viabilidad económica futura.

En honor a la verdad, los legisladores que se rehúsan a definirse en temas como la reforma fiscal y la eléctrica no están haciendo nada que no sea parte de su realidad jurídica y política. Todo en la política mexicana fue diseñado para ejercer un control vertical y la legislación que norma el funcionamiento del poder legislativo, del conjunto del gobierno, incluyendo el sistema electoral, responde a ese criterio. Mientras eso no se cambie, la brecha entre la política y la ciudadanía seguirá ensanchándose y, con ello, la viabilidad del país.

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La ciudadanía no aguanta más

Luis Rubio

‘Fatiga para reformar’ es una frase que emplean algunos políticos para explicar (aunque más correcto sería decir para justificar) su falta de acción en los temas más importantes y trascendentes para el desarrollo del país y, por lo tanto, para la ciudadanía. Se atribuye la supuesta fatiga a la población, la que, se dice, ya no quiere más cambios. Obviamente, los fatigados e indispuestos son los políticos que leen mal a la ciudadanía: la población no puede oponerse a cambios que le benefician; se opone, por el contrario y con toda razón, a reformas incompletas, cambios arbitrarios y reformas que no cristalizan los resultados prometidos. La gente reacciona, sobre todo, contra el abuso de cualquier especie.

Nuestra historia reciente es una muestra clara de abusos sistemáticos contra la ciudadanía. Se le promete la panacea y se le obliga a pagar altísimas tarifas por los servicios públicos; se le ofrecen tasas de crecimiento elevadísimas y a cambio se le entrega una virtual recesión; se le prometen empleos mientras la desocupación se eleva sistemáticamente. Las últimas décadas se han caracterizado por crisis, promesas y una total incapacidad de cumplirlas. Aunque muchos políticos se rehusaran a aceptar la responsabilidad que esto implica, dado que virtualmente todas esas promesas requirieron mayorías legislativas para aprobarse, con frecuencia mayorías constitucionales, la responsabilidad trasciende los pasillos políticos. Por ello, si alguien se pone en los zapatos del ciudadano común y corriente, difícil sería pedirle que confíe en los políticos, cualquiera que fuere su filiación partidista. El sistema político en su conjunto no sólo ha ignorado a la ciudadanía; con sus acciones muestra un ostensible desprecio por ella.

El escudo (y la excusa) de que la población se rehúsa a aceptar más reformas es por demás pobre. Una población que ha sido víctima del abuso y vejada de manera sistemática, tiene buenas razones para ver con escepticismo cualquier nueva promesa. Los políticos populares de hoy, son justamente quienes en lugar de prometer, hacen cosas, cualquier cosa. El PRI comprendió esa lógica desde tiempo atrás: la campaña electoral típica se caracterizaba por la entrega de beneficios antes de la elección; de esta manera, al son de que “más vale pájaro en mano que cientos volando”, la ciudadanía lograba al menos algún beneficio  de los políticos. La legitimidad que por años experimentó el PRI se debió en no poca medida al hecho de que había menos promesas y más continuidad. Todo eso se rompió a partir de los setenta, cuando proliferó el abuso burocrático, la legislación reaccionaria y la infinidad de promesas que por poco hunden al país.

La politización y creciente conciencia política de la ciudadanía no son producto de la casualidad, sino de la incapacidad de los políticos por mantener al menos un mínimo de estabilidad en la economía. Por décadas, la mexicana fue una sociedad esencialmente pasiva en lo político; todo eso cambió a raíz del movimiento estudiantil de 1968 y de las crisis económicas que comenzaron a partir de los setenta. Pero una vez rebasado el umbral de la politización, ya no es posible volver hacia atrás. Puesto en otros términos, la pretensión de muchos políticos de verle la cara a la población una y otra vez es absurda, como lo prueban las tres últimas elecciones federales. No menos importante es el hecho de que el factor crítico para la ciudadanía no reside en la pureza de las intenciones, sino en la capacidad de gobernar.

Al país le urgen reformas en los ámbitos político y económico; no más reformas que cambien todo para que nada cambie o para que cambie sólo lo mínimo sin afectar intereses centrales de la burocracia y sus aliados tradicionales. Ciertamente, es comprensible la suspicacia con que muchos mexicanos reciben la iniciativa de abrir espacios a la inversión privada en sectores como el eléctrico, pues aunque se nos ha prometido un mercado competitivo –en el que los precios igual pueden subir que bajar-, ningún mexicano ha visto jamás que los precios de los servicios provistos por el gobierno, como la electricidad y las gasolinas, disminuyan. El país ya no puede seguir adelante en las condiciones actuales, pero tampoco con un conjunto de medidas aisladas e incompletas. Lo que urge es un conjunto de reformas integrales que transformen no sólo algunos sectores, sino la manera de funcionar del país.

Esto que parece demasiado ambicioso es, de hecho, lo mínimo que una ciudadanía demandante puede esperar. De nada sirve abrir incluso un poco al sector eléctrico, si las tarifas serán determinadas por un conjunto de burócratas que no son responsables ante nadie y cuyas decisiones no siguen procedimientos transparentes y visibles por todos. Los procedimientos de decisión en el sistema político mexicano, tanto en lo judicial como en lo  legislativo y ejecutivo, se caracterizan por la discrecionalidad y ausencia de rendición de cuentas. Los legisladores, lo mismo que los burócratas, responden sólo ante sí mismos e incluso se molestan cuando algún ciudadano les reclama información sobre su manera de decidir o los criterios que animaron su decisión. ¿Cómo no ser escéptico de los políticos cuando uno ve que la motivación central para rechazar algunas reformas se explica por la protección de intereses sindicales y a corruptelas indescriptibles? Resulta evidente que no es la población la que se opone a las reformas per se, sino a reformas incompletas e insuficientes que no hacen sino ahondar su precariedad.

Los  legisladores, en su calidad de representantes populares, tienen que decidir si su inacción es sostenible. Por supuesto que el liderazgo del ejecutivo resultaría indispensable para consolidar una fuerza política capaz de transformar al país, pero quizá más importante que el liderazgo mismo sea el riesgo inherente a la parálisis que experimenta el país. La ausencia de fortaleza en un poder no constituye un impedimento al actuar político. Más bien, son los mitos que dominan a buena parte del aparato político los que amenazan la viabilidad del país.

Las reformas que el país requiere son tanto políticas como económicas, y ambas tienen que avanzar de la mano. Unas no tienen sentido sin las otras. En eso reside tanto la oportunidad como la amenaza. Amenaza porque, por definición, una reforma entraña la afectación de intereses. Oportunidad porque una vez que una reforma ha tenido la posibilidad de funcionar, todos los que la promovieron ganan. Muchos políticos son reacios a considerar nuevas iniciativas y reformas porque su experiencia les ha enseñado que los riesgos son elevados. La verdad es que los riesgos de una reforma mal llevada a cabo son enormes, pero eso no es un argumento válido para no emprenderlas, pues de esa manera todo mundo pierde. Lo responsable es diseñar y emprender bien las reformas desde el inicio y, además, estar dispuestos a llevar a cabo los cambios subsecuentes para que el resultado final sea óptimo.

Muchos legisladores se encuentran renuentes a considerar una reforma fiscal. Justifican su resistencia con dos argumentos: uno, que la mayoría suscribe, es que un aumento general del IVA es esencialmente regresivo y afecta principalmente a los más pobres. El otro, abanderado por el PRI, tiene su origen en el mito: que el aumento del IVA del 10% al 15% en 1995 tuvo por consecuencia la derrota electoral del partido dos años después. El tema del IVA es importante por la naturaleza del impuesto, que es esencialmente distinta a la de cualquier otro impuesto. El IVA es un impuesto que se genera en todos los pasos del proceso productivo, desde la materia prima hasta que el producto  llega al consumidor final. Si todos los involucrados pagan su IVA y lo deducen del anterior, el IVA se convierte en uno de los mejores mecanismos de fiscalización existentes. Con un IVA generalizado para todos los bienes y servicios, el potencial de evasión fiscal disminuye drásticamente; de la misma forma, cada excepción a la generalidad se convierte en un reducto para la evasión. Las virtudes del IVA son tan grandes que la discusión debería orientarse hacia lo único que de verdad importa: cómo compensar a la población pobre del país que sin duda sufriría con la introducción de un IVA a todos los bienes y servicios que hoy están exentos o tienen una tasa cero. Pero regresando al  PRI, el argumento que responsabiliza al IVA de su derrota en las elecciones de 1997 es no sólo absurdo, sino por demás supino: la población rechazó mayoritariamente al PRI en las urnas aquel año no por el IVA, sino por una crisis que disminuyó a la mitad su poder adquisitivo.

El sistema político mexicano actual es disfuncional y propenso a la parálisis. No cabe la menor duda que aun en esas circunstancias, un conjunto de líderes partidistas y políticos visionarios y decididos podrían construir la necesaria capacidad no sólo para tomar decisiones, sino para transformar al sistema político mexicano. El gran problema es que la mayoría de los políticos que hoy tenemos no se distingue por su habilidad e inteligencia para construir el tipo de instituciones y mecanismos que el país necesita. Este planteamiento no es ocioso. El mundo de hoy exige estructuras y mecanismos institucionales para encauzar las decisiones de los individuos tanto en el ámbito económico como en el político. Lo que se requiere no son cientos o miles de reglamentos y códigos que especifiquen cada detalle y luego lo consagren en ley. En un entorno político y económico tan cambiante, lo que se requiere es un marco institucional que propicie e incentive comportamientos responsables y una visión de largo plazo por parte de todos los ciudadanos, cualquiera que sea el ámbito en que se desempeñen. Si nuestros políticos no están dispuestos a pensar en la ciudadanía, mejor que ni lo intenten. Quizá con mucha más visión que la de los políticos, el escepticismo de la población sobre la posibilidad de lograr semejante marco institucional es lo que le ha llevado a no otorgarle una mayoría absoluta a los partidos en las tres últimas justas electorales. La ciudadanía es una realidad; la pregunta es cuánto tardarán los políticos para hacerla florecer y, con ésta, al país.

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¿Qué hace posible el desarrollo económico?

Luis Rubio

El instinto natural de la mayoría de los políticos mexicanos, y uno de nuestros grandes mitos, es el de preferir la inversión gubernamental sobre la privada. Nuestra historia postrevolucionaria es rica en anécdotas que ilustran esta propensión y que, a fuerza de repetirse, han acabado por convertirse en verdades indisputadas. Aunque hay diversos modelos de interacción entre la empresa privada y la pública, no cabe la menor duda de que las sociedades más ricas del planeta se distinguen por crear condiciones para que los empresarios acepten tomar riesgos, compitan y creen riqueza. Esto ocurre igual en países con mucha presencia gubernamental, como Francia, así como en países con poca, como Estados Unidos. El secreto del éxito no reside en limitar los campos de acción de la inversión privada, sino en alinear los objetivos e incentivos de los empresarios con los del país.

El mito de la empresa paraestatal es viejo, pero sin duda adquirió relevancia con la expropiación petrolera. Los abusos imputados a las empresas concesionarias como argumento para la expropiación de la industria petrolera pasaron a la mitología política y, a partir de entonces, han dominado cualquier discusión sobre la naturaleza de la administración que debería caracterizar a sectores como el eléctrico y el petrolero. Por muchos años, la situación llegó al extremo de generalizarse hacia prácticamente toda la economía: en los setenta, por ejemplo, el gobierno llegó a administrar (es un decir) incluso panaderías y zapaterías, además de empresas acereras, manufactureras, vinícolas y otras más. La desconfianza hacia las empresas privadas había llegado a su cúspide.

Treinta años después la mitología sigue ahí, pero el pragmatismo ha ganado un enorme terreno. Aunque sigue existiendo una suspicacia en el mundo político hacia el empresariado, el impulso automático de querer resolverlo todo por medio de la creación de empresas paraestatales ha desaparecido. Sin embargo, la fallida privatización de muchas empresas públicas tuvo el efecto de alentar de nuevo dichas suspicacias. Los abusos de algunos empresarios “privatizados” y la corrupción asociada a algunas de las privatizaciones, no hicieron sino atizar las dudas y matizar el supuesto de que el camino hacia el desarrollo pasaría por el empresariado.

Pero la pregunta esencial en torno al empresariado no es si los empresarios son santos, sino si contribuyen al desarrollo económico del país. La crítica más frecuente es acusar al empresario de perseguir sólo el interés propio. La verdad es que esa es la maravilla de los empresarios y, de hecho, del concepto de empresa. Las empresas son el mecanismo más eficiente encontrado por la humanidad para descentralizar la toma de decisiones en el ámbito económico. Por ello, todas las sociedades modernas, independientemente de la ideología que profesen sus gobiernos, han creado empresas para satisfacer las necesidades de producción y distribución de bienes y servicios al conjunto de la población. Ciertamente, cada sociedad le ha dado un sesgo particular a la forma de propiedad que caracteriza a las empresas, pero con la salvedad de las naciones comunistas más recalcitrantes, su objetivo de entrada es asegurar que la existencia de múltiples empresas garantice la disponibilidad de esos bienes y servicios. Las naciones desarrolladas y ricas van un paso más adelante: buscan apuntalar la existencia de empresas diversas y competitivas con el objeto de procurar no sólo la disponibilidad de los bienes, sino  generar una competencia que eleve  la calidad de los productos y disminuya sus precios.

Pero más allá de las virtudes de las empresas y los empresarios, la noción de que los empresarios son sospechosos por el hecho de que persiguen su mejor interés particular no deja de ser peculiar. Si observamos la manera en que funciona la sociedad, constatamos que aquello de lo que se acusa a los empresarios es tan solo una manifestación más de la naturaleza humana. Prácticamente no hay individuo en esta tierra que no procure su interés propio. Los políticos y los periodistas, los burócratas y las amas de casa, todos buscan lo que juzgan como su mejor interés. Así es la naturaleza humana. La gran pregunta es cómo asegurar que ese conjunto de percepciones y comportamientos egoístas contribuyan al desarrollo del conjunto de la sociedad.

En México llevamos décadas de ignorar lo obvio (la naturaleza egoísta de ser humano) y de esgrimir una doble moral: acusar a unos de ser egoístas mientras se enaltece a otros por supuestamente no serlo. Es probable que haya personas ajenas a la búsqueda de beneficios para sí mismos (las monjas en un convento o algunos profesores que viven en la era del apostolado), pero se trata sin duda de excepciones. El común de los mortales concibe al mundo de acuerdo a sus propios objetivos y actúa en función de ello. En la medida en que los objetivos de cada uno de los individuos coincidan con los de la sociedad, todos ellos tendrán el incentivo de colaborar en aras del desarrollo del país.

No se trata que cada individuo piense en el país cada vez que compra manzanas o decide cómo invertir su dinero. El punto es que si los incentivos de los individuos están debidamente alineados con los de la sociedad, las millones de decisiones adoptadas por cada persona contribuirán al progreso de la sociedad. Por el contrario, al no coincidir los incentivos de las personas con los del país, como ocurre con frecuencia en la actualidad, esas millones de decisiones cotidianas acabarán produciendo resultados contradictorios.

La historia de la fallida privatización bancaria ilustra bien estas deficiencias. Cuando se comenzaron a privatizar los bancos al inicio de los noventa, las autoridades crearon un marco legal y regulatorio que dislocaba los intereses de los banqueros con los del desarrollo de largo plazo del país. Por ejemplo, en lugar de incentivar la capitalización integral de los bancos en venta, los responsables de la privatización propiciaron comportamientos financieros peligrosos. Si uno pone atención en lo que las autoridades hicieron más que en lo que dijeron, resulta evidente que su objetivo no era el de constituir bancos sólidos y viables, sino el de vender los bancos al precio más elevado, sin reparar en las consecuencias. Por tal razón, el propio gobierno procuró el otorgamiento de créditos a los futuros banqueros, a pesar de que los precios que éstos estaban pagando eran excesivos bajo cualquier comparación internacional. En consecuencia, los bancos nacieron débiles y con una enorme urgencia de recuperar lo invertido. Esto llevo a que los nuevos banqueros otorgaran créditos con tasas elevadísimas y a los acreditados más riesgosos en términos de su capacidad de pago. No hay duda que los banqueros cometieron infinidad de errores y, algunos de ellos, fraudes extraordinarios. Pero tampoco hay  duda de que la manera de privatizar sentó los incentivos para que los banqueros se comportaran como lo hicieron.  En descargo de los vendedores habría que decir que los incentivos que enfrentaron eran igualmente perversos y contraproducentes: era tal la suspicacia sobre el potencial de corrupción en el proceso de privatización que los vendedores decidieron que el criterio de “la mejor oferta monetaria” imprimiría transparencia y protegería su probidad.

La historia de la privatización bancaria es muestra fehaciente de las consecuencias de la existencia de incentivos contradictorios. Aunque la corrupción o las prácticas fraudulentas son imposibles de erradicar por completo aun en un entorno en el que hay congruencia entre los objetivos de la sociedad, los vendedores y los compradores, bajo un escenario de esta naturaleza, estas prácticas serían excepcionales y los riesgos de un colapso como el que experimentamos muy menores.

Los individuos actúan de acuerdo al que perciben como su mejor interés. Esto es cierto para los empresarios y para los políticos, así como para todos los demás. No hay político alguno que, de manera consciente, patrocine una iniciativa que pudiera ser contraproducente o rechace la oportunidad de explorar una acción que le prometa dividendos en la próxima elección. Esa es la naturaleza humana. Si queremos ser exitosos como país tenemos que dejar de negar esta obviedad y ver a las personas como son (con toda su carga egoísta). Se podrá así comenzar a alinear los incentivos de todos para que con el trabajo individual de millones de personas que actúan de manera egoísta, la sociedad prospere.

Justamente para prosperar, la sociedad requiere de la existencia de muchos empresarios dispuestos a arriesgar su capital en aras de hacerse ricos. Si los incentivos que propician las regulaciones y las prácticas gubernamentales se conciben como mecanismos para orientar el comportamiento empresarial en favor del desarrollo del país, los empresarios van a incorporarlos en sus decisiones cotidianas. Algunos serán exitosos y otros no, algunos perderán en el camino y algunos más cometerán tropelía y media. Sin embargo, en su conjunto, la actividad empresarial arrojará resultados favorables para todos. Un ejemplo permite ilustrar este fenómeno: si el empresario sabe que no hay riesgo de quebrar porque el gobierno siempre lo va a rescatar, su comportamiento será temerario; si, por el contrario, el empresario está consciente de que cualquier violación a la ley será penalizada, su comportamiento será ejemplar. Como el de cualquier otro ser humano.

Vistos en forma individual, los empresarios pueden ser probos o corruptos, pero siempre se apegarán a los incentivos que perciben en el entorno en que operan. Si estos últimos favorecen la competencia y la competitividad, la economía mexicana saldrá ganando, independientemente de cómo le vaya a cada uno de ellos en lo particular. Esto es lo que permite pensar en introducir una sana competencia incluso en sectores “sensibles” como el eléctrico y el petrolero sin que eso entrañe riesgos excesivos ni traiciones a la patria.

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Instituciones y burocracias

Luis Rubio

México, otrora el país de las instituciones fuertes, es ahora el lugar de las instituciones débiles. Instituciones que parecían inamovibles, como el presidencialismo, han acabado en el ocaso. Otras, como el PRI, han pasado a una etapa incierta de competencia política. Ninguno de estos cambios es negativo por sí mismo, en tanto que pueden acabar sentando las bases para una transformación del país, como ha ocurrido en otras latitudes. Sin embargo, es inevitable que este proceso de debilitamiento institucional genere incertidumbre y falta de credibilidad. Para atenuarlos, sucesivas administraciones han recurrido a la credibilidad de personas e instituciones no gubernamentales, dentro y fuera del país. Como recurso de emergencia, este procedimiento ha resultado extraordinariamente benéfico para llevar adelante la compleja transición que nos ha tocado vivir. Pero la función pública requiere de políticos y funcionarios profesionales, no de personajes advenedizos, cada cual con una agenda personal. En otras palabras, apelar a la celebridad de una persona no es un mecanismo que pueda o deba funcionar de manera permanente.

En la actualidad enfrentamos dos situaciones, cada una con una dinámica propia y diferenciada, que pueden acabar entorpeciendo el desarrollo político del país. Una tiene que ver con el recurso a las instituciones mal llamadas ciudadanas o autónomas que se han constituido en los últimos tiempos para resolver problemas concretos, atajar ausencias de credibilidad gubernamental y asegurar algún grado de independencia respecto al gobierno y los partidos. Es el caso de las comisiones de derechos humanos, los institutos electorales, el Instituto de Acceso a la Información, el Instituto para la Protección del Ahorro Bancario, la Comisión de Competencia Económica y otras semejantes. La otra situación tiene que ver con el advenimiento de personas ajenas a la función pública, en particular los empresarios que ocupan hoy elevados puestos de la administración. Ambas circunstancias han llevado al país a evadir lo que era urgente: fortalecer las instituciones y procedimientos burocráticos, que no pueden depender de personas en lo individual, sino de procesos bien establecidos que la sociedad pueda identificar como suyos por su confiabilidad y permanencia. Nada de ello existe en la actualidad.

El problema de la debilidad institucional es muy simple de definir. Luego de décadas de vivir en un entorno institucional que, independientemente de sus imperfecciones, resultaba funcional para el desarrollo general del país, las crisis políticas y económicas de los setenta en adelante acabaron por minar y destruir lo que hoy pomposamente se ha dado por llamar el viejo régimen del que aquellas instituciones eran cimiente. Instituciones que por décadas habían gozado de algún grado de credibilidad y confiabilidad (como el PRI y el presidencialismo) se fueron erosionando, al grado de acabar convirtiéndose en enemigos públicos. En el pasado, dichas instituciones funcionaban, al menos en parte, por el enorme poder de coerción que ejercían, causa que explica, al menos parcialmente, su descrédito actual. Al perder la ciudadanía el respeto (o miedo) por esas instituciones, todo el andamiaje de operación política implícito en esa estructura institucional se vino al suelo. Las disputas electorales que comenzaron a finales de los ochenta son vivo testimonio de esta realidad.

Ante la imposibilidad de resolver de una manera estructurada y permanente el problema de la decadencia del sistema político tradicional, los gobiernos de los ochenta y noventa recurrieron a métodos creativos que, si bien no podían resolver el problema de fondo, permitieron salvar un escollo tras otro. Cuando se presentó una crisis de la llamada procuración de justicia, por ejemplo, el gobierno inventó la Comisión Nacional de Derechos Humanos. La idea no era particularmente novedosa y su creación por parte de un gobierno al que debía auditar un tanto peculiar, pero sin duda representó una respuesta oportuna y valiosa a la indefensión de la ciudadanía en ese ámbito.

Algo semejante ocurrió en el marco de las disputas electorales que caracterizaron la primera mitad de los noventa y que acabaron por dar forma a una entidad profesional, creíble y sólida, el IFE, cuya responsabilidad sería la organización, supervisión y control de los procesos electorales. Años más tarde se creó también el IPAB, como respuesta a una crisis, en este caso la del rescate bancario; y más recientemente se instituyó una entidad dedicada a procurar la transparencia y garantizar en acceso a la información gubernamental, el IFAI. A pesar de diversas vicisitudes, cada una de estas entidades ha contribuido a dar confiabilidad a algunos de los procesos políticos y a conferir algo de solidez y transparencia a la función pública.

Pero a pesar del éxito relativo, existen costos asociados con este experimento. Para comenzar, la característica común de todas estas instituciones es el hecho de que no son administradas por funcionarios públicos, sino por personajes reconocidos en la academia, el periodismo, las organizaciones no gubernamentales o el mundo empresarial. La mayoría de los integrantes de los consejos de estas entidades -sobre todo aquellas que tienen responsabilidades operativas y resolutivas y cuyos integrantes son empleados de tiempo completo (que son todos, con excepción de las comisiones de derechos humanos)-, han sido personas probas y excepcionalmente competentes para desarrollar su cometido. A diferencia de los funcionarios públicos a quienes reemplazaron, su independencia garantiza credibilidad y, más allá de las obligaciones directamente vinculadas a sus funciones, su responsabilidad se extiende no sólo a su fuente de empleo sino al riesgo de descrédito público precisamente por su origen no burocrático. El problema es que muchas decisiones públicas exigen, además de independencia y responsabilidad, un compromiso con la institución que, casi por definición, personas ajenas a la función pública no pueden ofrecer.

Es decir, por más que el desempeño de estas entidades haya sido ejemplar, el servicio público no siempre es compatible con la personalidad y veleidades de personas públicas y, por lo tanto, no puede ser ejercido fácilmente por personas ajenas a la función pública. Esta afirmación no constituye crítica alguna a personas o entidades, sino a nuestra propensión a crear entidades paralelas a la burocracia en lugar de reformar, modernizar e institucionalizar la función pública. Estas entidades suplantaron las carencias de la burocracia a lo largo de una década de cambios sin precedente en la historia del país. Pero, a pesar de su éxito, su mera existencia contribuye no al progreso y profesionalización de las burocracias gubernamentales, sino a su anquilosamiento e, incluso, a la precariedad e inacción características de la forma actual de tomar decisiones. Así, en lugar de ayudar a sedimentar las bases de un país moderno, la burocracia se está rezagando cada vez más.

Ahora que comienza el proceso de reemplazo de los consejeros ciudadanos del IFE, es un momento ideal para repensar la naturaleza de estas instituciones. Dada la existencia de infinidad de conflictos y disputas subyacentes (y en esto el tema electoral sigue siendo por demás álgido), sería temerario abandonar la estructura que le dio tanta certidumbre a los procesos electorales en los últimos años. Pero lo anterior no implica cerrar espacios para instrumentar cambios parciales que pudiesen comenzar una transición en esas instituciones.

Por una parte, es inexcusable que todos los consejeros ciudadanos comiencen y concluyan sus funciones el mismo día, lo que abre un espacio intolerable de incertidumbre; lo razonable sería una pertenencia escalonada a ese consejo, a fin de que una persona vaya cambiando cada año o cada dos. Por otra parte, podría nombrarse un consejo que sume tres criterios centrales: experiencia, credibilidad propia y función pública. En el nombramiento de los nuevos consejeros del IFE, así como en futuras transiciones en otras entidades similares, podría nombrarse a un grupo con distintas personas que satisfaga cada uno de estos criterios.

Algo muy distinto, pero no menos relevante, es el caso de la toma de decisiones en los más altos niveles de la administración pública cuando sus responsables no son funcionarios públicos o políticos. La excepcional presencia de empresarios y profesionistas en el gabinete del presidente Fox, pone de manifiesto los límites de la participación de personajes que, más allá de su éxito en otros ámbitos, no tienen las características idóneas para la conducción de los asuntos públicos. En el país existe la creencia mítica que exige a un secretario de Estado ser un experto en los temas asociados con el perfil de su secretaría. Este mito surge de una historia de crisis y catástrofes, muchas de ellas producto de la inexperiencia e ignorancia de los funcionarios responsables.

Sin embargo, también aquí, el problema se explica por la ausencia de una burocracia moderna que garantice, de manera apolítica y apartidista, el ejercicio responsable y confiable de la función pública. Todos los países modernos y ricos cuentan con un servicio civil profesional que trabaja con el gobierno en turno, cualquiera que sea su filiación partidista. En esos casos, existen burócratas profesionales que responden a secretarios políticos; los primeros son responsables de la operación cotidiana de sus entidades, en tanto que los segundos toman las decisiones cualitativas. Por ejemplo, los profesionales se aseguran que la educación o las cuentas fiscales funcionen de manera efectiva, en tanto los políticos deciden los contenidos de los programas educativos o los objetivos del gasto. La presencia de empresarios y profesionistas ajenos a la función pública no hace sino confundir y profundizar la mediocridad de un sistema de gobierno inadecuado para un país que aspira a la modernidad y al desarrollo. Es tiempo de decidir si queremos el desarrollo o nos conformamos con la mediocridad.

 

Estancamiento enteramente voluntario

Luis Rubio

La economía del país se encuentra estancada y el clima político generado por ello es una mezcla extraña de resignación y militancia. Resignación respecto a lo que para algunos es simplemente un designio divino y militancia para otros que, sin el menor análisis o evidencia, han concluido que la causa es el modelo económico. En la economía, como en muchos otros ámbitos, las explicaciones reales tienden a ser mucho más racionales y mundanas que las comúnmente ofrecidas, en tanto que los ataques al modelo son mera retórica que esconde el rechazo que grupos poderosos manifiestan a la implantación de medidas que darían solución a los problemas económicos actuales, pero atentarían contra su ideología y, más importante, negocios personales o sectarios. El estancamiento de la economía no es algo misterioso; es el resultado de la falta de acción gubernamental pero, sobre todo, legislativa.

La economía se ha estancado por tres razones principales: primero, el motor que la hizo funcionar en los años pasados, la economía norteamericana, perdió dinamismo desde el 2000 y, aunque ha comenzado a resurgir, su impacto sobre nuestra actividad productiva ha menguado; segundo, la economía mexicana ha perdido competitividad de manera aterradora; y, tercero, no existen motores internos de crecimiento que pudieran substituir la función desempeñada con anterioridad por la economía estadounidense. No hay nada de esotérico en todo esto y sí, en cambio, mucho de preocupante: mientras no se modifiquen las causas que han llevado al estancamiento, el futuro no será promisorio.

Los críticos del modelo económico no actúan con ingenuidad, saben muy bien lo que hacen. Su crítica no es tanto al modelo, como a la suma de los intereses que se han visto afectados por los cambios sufridos en la estructura económica a lo largo de las últimas dos décadas. Sus argumentos revelan una nostalgia por aquellos tiempos cuando los políticos y la burocracia tenían capacidad de decidir por toda la población lo que, pensaban, era mejor para ésta. Es decir, detrás de la crítica al modelo económico se esconde un rechazo ideológico y filosófico a la noción de que son los votantes y los consumidores los que deben decidir qué es lo que más les conviene; en contrapartida, protegen a los beneficiarios del viejo sistema político, como los monopolios (públicos y privados) y los sindicatos que llevan décadas de depredar a costa de toda la población. Por ejemplo, si la luz eléctrica cuesta más en México que en naciones con que competimos, alguien se está beneficiando de la diferencia: es decir, o bien la CFE es sumamente ineficiente (que no lo es tanto) o el sindicato obtiene canonjías por las que pagamos todos los consumidores.

El cambio de modelo económico ocurrió al final de los ochenta, más por falta de opciones que por un verdadero animo de transformar al país. Si uno recuerda, el viraje tuvo lugar a lo largo de los ochenta y fue producto de la ausencia de alternativas: el primer intento del gobierno del entonces presidente Miguel de la Madrid fue el de administrar la crisis de deuda y restaurar el equilibrio en las finanzas públicas, pero sin abrir la economía ni transformar el sistema productivo. Estos cambios, hechos a regañadientes y de manera incompleta, se dieron como producto del ensayo y el error. En otras palabras, a diferencia de lo que pregonan los críticos sobre la dramática transformación ideológica de los ochenta, dicho cambio fue producto de un contexto cambiante al que el gobierno se adecuó poco a poco y sin mayor convicción. Hubo sin duda una sustitución del modelo existente, pero nunca se consolidó la economía liberal que los críticos denuncian como la causa de todos los males.

La diferencia principal entre el viejo modelo y el actual reside en la liberalización de las importaciones. El primero supuso que la economía mexicana podía ser exitosa por sí misma, sin necesidad de interactuar con el resto del mundo. La economía funcionó así entre tres y cuatro décadas posteriores a la segunda guerra mundial, en buena medida porque la población era suficientemente pequeña para que la producción, por ejemplo, de bienes agrícolas, fuera suficiente para satisfacer la demanda interna y exportar. Dos factores hicieron, en el curso de los setenta, inviable aquel modelo. Una fue el crecimiento demográfico que superó la capacidad de la economía, sobre todo del sector agrícola, para satisfacer la necesidad de divisas requeridas para importar materias primas y otros insumos necesarios para la actividad productiva. Por ejemplo, a finales de los sesenta el país dejó de ser un exportador de maíz, para convertirse en un importador. A partir de ese momento, la industria, que había sido históricamente deficitaria en divisas, dejó de contar con esta fuente confiable de divisas para sufragar las importaciones que requería.

La otra razón por la que este modelo dejó de ser viable se explica por las transformaciones en el resto del mundo. Obligados por el embargo petrolero árabe, los japoneses, que no contaban con este recurso, debieron absorber un costo súbitamente más elevado de la energía, sin perder competitividad en sus mercados de exportación. La respuesta japonesa a esta situación acabó por transformar la estructura de la industria mundial: hasta entonces, las fábricas prototípicas de automóviles, productos electrónicos y otros similares producían el total del producto bajo un mismo techo. La respuesta japonesa al reto de la competitividad consistió en especializar fábricas en partes y componentes. Es decir, en lugar de fabricar un vehículo completo en una sola planta, destinaron distintas plantas para producir exclusivamente cajas de velocidades, motores o ensamble. Cada una de ellas produciría cientos de miles o millones de partes y componentes al año, logrando reducir tanto los costos por cada unidad producida, como los errores en la producción de cada unidad, elevando la productividad de una manera prodigiosa. El resultado final fue que, en el ocaso de los setenta, la industria mundial experimentó una mutación radical, toda ella motivada por lo que los japoneses habían logrado.

Debido a nuestras peculiaridades políticas, en los setenta los mexicanos vivimos alejados de la realidad internacional. Era la época en que novedosos gobiernos populistas sentían que podían con todo y que no habría costos como resultado del uso dispendioso de la deuda externa y del petróleo recién descubierto. Todo esto llevó a que México ni siquiera percibiera los cambios en el resto del mundo. Cuando, sumergidos en la crisis, la cruda realidad nos obligó a despertar tras la quiebra del gobierno en 1982, el país ya no tenía a donde regresar. Los gobiernos tan criticados de los ochenta y noventa buscaron formas de incorporar al país a la nueva realidad económica internacional. Sus esfuerzos, algunos más intensos que en otros, motivaron un cambio de políticas que, a la larga, no fueron suficientes para constituir una plataforma saludable de crecimiento a largo plazo.

Los últimos años exhiben las insuficiencias de nuestra estructura económica. Esas insuficiencias no son nuevas, pero permanecieron un tanto ocultas por el efecto de una elevada inversión al inicio de los noventa, un rápido crecimiento en la productividad de la industria mexicana (lo que la hizo extremadamente competitiva) y un intercambio comercial ventajoso con la economía norteamericana, que se convirtió en un motor excepcional de nuestro crecimiento a través de la demanda de exportaciones. Ahora que cada uno de esos elementos se ha erosionado, por distintas razones, la realidad de la estructura económica del país se hace evidente. La pregunta es qué se puede hacer al respecto.

La economía está estancada porque existen muchos impedimentos al crecimiento y porque no existe un motor que la impulse. Los impedimentos son nuevos y viejos y se manifiestan de diversas maneras: por ejemplo, burocratismos, regulaciones inútiles, mecanismos de protección a actividades y sectores particulares que tienen el efecto de elevarle el costo a todos los demás. Aunque hubo muchas reformas en los años pasados, los obstáculos persisten; ésta es una de las manifestaciones de un cambio estructural inconcluso que sólo tocó partes de la economía (sobre todo la manufactura), pero no los servicios (desde la energía hasta las comunicaciones). No es casual que la producción en China sea más barata: ahí se han ido desmontando, uno a uno, los obstáculos al crecimiento y a la inversión de una manera decidida y sistemática. En México ha pasado justo lo contrario: en lugar de disminuir, las regulaciones y obstáculos se multiplican.

Pero quizá el mayor de todos los impedimentos al crecimiento sea la ausencia de un verdadero motor que impulse a toda la economía. En los años setenta, por ilustrar un caso evidente, ese impulso provino del súbito crecimiento de la industria petrolera en el país. Antes, en los cincuenta y sesenta, ese papel lo jugó la inversión pública en infraestructura. Hoy en día, ni el petróleo ni la inversión pública pueden satisfacer esa función. Para comenzar, en ambos casos se requeriría de financiamiento público, frenado por la ausencia de una reforma fiscal que resuelva, de una vez por todas, el desempate entre el ingreso fiscal y los pasivos, incluyendo los pasivos contingentes (como las pensiones de los empleados públicos y los PIDIREGAS). En segundo lugar, el gasto público se ha fragmentado al distribuirse entre los estados y municipios, lo que reduce su impacto, sobre todo porque los estados tienden a gastar mucho más de lo que invierten, y el gasto tiene un impacto muy limitado sobre el crecimiento de la economía.

Más importante que todo, el poder legislativo, en su afán por proteger a intereses corporativos y satisfacer sus añoranzas ideológicas, condena al país a la miseria. Existe un vínculo directo entre la falta de crecimiento y la falta de reformas, sobre todo la fiscal y la energética. Los diputados y senadores pueden festinar su defensa del statu quo, pero, al hacerlo deben estar conscientes que condenan al país al estancamiento económico y a la población a la pobreza. Valiente manera de defender los intereses del país.

 

Hacia el 2006

Luis Rubio

Los tres principales partidos políticos quieren ganar la presidencia en el 2006 y los tres creen que pueden ganarla. Al mismo tiempo, las tres instituciones políticas coinciden en la necesidad de emprender un proceso de cambio y transformación que haga posible la recuperación del crecimiento económico y, con ello, fortalecer la oportunidad de ganar la más alta investidura del país. Lo que nadie parece tener claro es hacia dónde emprender ese proceso de cambio, cuál debería ser su dinámica y, sobre todo, sus características específicas. Este afán de cambio podría hacerle mucho bien a México y los mexicanos, pero también podría dar al traste a todo lo que se ha avanzado en las últimas décadas. Por eso la clave es reconocer las debilidades del presente y comprometerse a fondo con los cambios que urgen y que podrían tener el efecto de reactivar la economía casi de inmediato.

La urgencia de emprender cambios parece dictada por varios factores: primero, los electores demandan cambios y los políticos saben que, luego de tres años de parálisis, algo debe hacerse para recuperar el favor del electorado. Segundo, las condiciones actuales dejan mucho que desear: la economía lleva tres años sin crecimiento y los motores que la impulsaron en los noventa han dejado de ser efectivos, al menos por ahora. Tercero, los gobiernos de Lula en Brasil y Kirshner en Argentina se han presentado con un discurso atractivo de cambio que hace parecer a los políticos mexicanos como retrógradas y reaccionarios. La suma de estos factores ha creado un impulso en el nuevo congreso que podría ser imparable.

Todo parecería indicar que la dinámica de cambio ha cobrado forma y todo avanzará sin dificultades. El problema es que cada partido tiene lecturas distintas sobre lo que está mal, cada uno tiene objetivos contrastantes e, incluso, algunos buscan impedir en la arena política que otros avancen sus proyectos. Además, lo que le conviene a un partido en lo particular no necesariamente es lo que conviene a México en su conjunto. En la medida en que se correspondan estas dos dinámicas lo que le conviene a cada partido y lo que le conviene a México- el proceso de cambio marchará hacia adelante. Pero eso dependerá de que exista un liderazgo visionario y echado para adelante que avance una agenda y la defienda de manera integral.

La gran interrogante para el México de hoy es cómo presentarle al ciudadano un proyecto integral de cambio y transformación que sea electoralmente viable. Lo fácil, como demostraron los políticos más tradicionales y reaccionarios en las campañas recientes, es prometer el regreso a un pasado idílico (como si tal cosa hubiera existido alguna vez), seguir privilegiando a un sindicalismo paraestatal oneroso y destructivo y dejar que la población se rasque con sus propias uñas. Esa propensión es producto, en buena medida, del vacío de liderazgo imperante en el país y de la falta de responsabilidad de los políticos, desde cuya posición venden milagros sin pagar costo alguno.

Las recientes campañas electorales se distinguieron por la ausencia de conceptos, proyectos y propuestas. Sus efectos los sentimos hoy: no hay mandato alguno ni definiciones para seguir adelante. En otras palabras, el nuevo congreso no tiene una definición clara de lo que los electores quisieran que se lograra, lo que arroja un vacío filosófico. Al mismo tiempo, la verdad sea dicha, hay enormes ventajas en el hecho de que no haya un mandato claro: dado lo primitivo de las propuestas partidistas, la ausencia de reconocimiento de las restricciones reales que enfrenta la economía y la naturaleza de la globalización (que, nos guste o no, es una realidad inevitable) y, sobre todo, la distancia tan enorme que separa a los legisladores de la vida cotidiana de la población, es mejor que no haya un mandato imposible o indeseable de lograrse. De haberlo, probablemente sería retrógrada, reaccionario y onerosísimo para el futuro del país. En este sentido, el vacío abre un espacio para la discusión seria de los temas nacionales que exigen y requieren cambios; la mala noticia es que los políticos no sienten obligación con nada más allá de sus intereses inmediatos.

En ausencia de definiciones, los miembros del nuevo congreso tendrán que trabajar para arribar a definiciones precisas. Mientras que las campañas permitieron evadir esa responsabilidad, las tareas legislativas reclamarán el avance de proyectos específicos. A diferencia de lo ocurrido en campaña, los partidos no podrán navegar más en la indefinición. Así, mientras que los nuevos legisladores están de acuerdo en no repetir las faenas de sus antecesores, no es claro que su activismo será el que México requiere. Lo urgente es que los partidos comiencen a ponerse de acuerdo en los temas clave para evitar que grupos minoritarios de cualquiera de ellos bloqueen las iniciativas, como ha sucedido en el pasado. En todos los partidos existen núcleos renuentes a cualquier cambio: algunos por purismo ideológico, otros porque viven de solapar y proteger intereses especiales. La única posibilidad de éxito del próximo congreso reside precisamente en el aislamiento de esos núcleos frente a la convicción de seguir adelante que aparentemente anima a la mayoría.

Probablemente algunas reformas, así sean marginales, podrán avanzar. La presión sobre los legisladores para que resuelvan problemas concretos y específicos, como el del ingreso fiscal y el de la disponibilidad de fluido eléctrico, es tan enorme que tal vez algo caminará. Sin embargo, mientras es claro que habrá acción legislativa, no sabemos cómo será la calidad de esa acción. Los legisladores pueden proceder con la única lógica de quitarse el problema de encima o pueden tratar de avanzar la agenda de una manera convincente. En el caso eléctrico, por ejemplo, de nada sirve que se apruebe una nueva iniciativa de ley si se limita la inversión privada al 49% del capital. Como hemos podido constatar con una ley semejante en el sector petroquímico, ningún inversionista arriesgará su dinero si no controla el proyecto. Los legisladores tienen que responder ante el electorado con un pleno reconocimiento tanto de sus necesidades como de la naturaleza humana.

Algo similar ocurre en el ámbito fiscal: todos los partidos parecen coincidir en la necesidad de aumentar la recaudación, si bien cada uno tiene preferencias distintas sobre cómo lograrla. Pero quizá más ominoso que el tema de la recaudación es el mito de que los gobiernos estatales deben tener el control del gasto. Como en una familia, lo razonable y responsable es que quien gasta sea el que recauda y viceversa, el que recauda gaste. Esto permite asegurar dos cosas: un equilibrio entre gastos e ingresos y, más importante, la exigencia de cuentas al que ejerce el gasto por parte de quien paga impuestos. Lo que la Conago y muchos legisladores- proponen es que el gobierno federal recaude, en tanto que los gobernadores ejerzan el presupuesto, sin que nadie pueda, en términos prácticos, exigirles que rindan cuentas. En otras palabras, el problema no reside en que los gobernadores gasten, sino en su responsabilidad en el ejercicio de ese gasto. Esta sutileza no debe escapársele a los nuevos legisladores.

El verdadero problema de fondo es que el sistema político sigue siendo disfuncional. Los partidos y los legisladores viven en un mundo distante del votante y, salvo por su propio interés o responsabilidad personal, no sienten obligación de atender sus necesidades y reclamos. Seguimos viviendo los resquicios de un sistema político presidencialista, sin que existan ya los mecanismos y las razones que lo hacían funcionar. El sistema sigue dependiendo de que un individuo ejerza un liderazgo efectivo, ante cuya ausencia todo se paraliza. Por supuesto que lo ideal sería que existiera ese liderazgo, que el presidente ejerciera una fuerte promoción de sus iniciativas, que las defendiera abiertamente y sin pena y que avanzara un proyecto integral de reformas fundado en una sensación de urgencia que hoy se ha desvanecido. Pero esto debe existir junto a una estructura institucional que pueda funcionar independientemente de la personalidad o características del jefe del ejecutivo.

Más allá de las iniciativas y reformas que se logren impulsar en la próxima legislatura, el país necesita una reforma institucional que haga funcional a nuestro sistema de gobierno. Existe un sinnúmero de propuestas e ideas sobre el contenido de lo que, pomposamente, se ha dado por llamar la reforma del Estado; sin embargo, cada uno de esos proyectos parece más una carta a Santa Claus, cuando no una mera enumeración de las preferencias e intereses de un partido o de un individuo, que el producto de un análisis serio de la realidad del país y sus necesidades. La parálisis legislativa, y la propensión a ignorar al ciudadano en el proceso, surgen de la ausencia de incentivos para la cooperación y la vinculación ciudadano-gobernante. Lo crucial de la reforma institucional es que se cree un mecanismo efectivo para la toma de decisiones. En este sentido, no se requiere cualquier reforma, sino una que asegure la funcionalidad del congreso y el ejecutivo para que, en conjunto, promuevan el crecimiento y desarrollo de la economía. La responsabilidad de esta legislatura es por ello inmensa.

La elección presidencial del 2006 ha concentrado el pensar y el actuar de los políticos y sus partidos. Por un lado, todos creen tener en sus manos una solución mágica para los problemas del país; por el otro, todos se deleitan en criticar lo existente. Obviamente, el presente no es una situación deseable: nadie quiere una economía estancada que produce diferencias regionales extremas. Pero la solución a nuestros problemas no reside en cambiar el modelo, sino en crear las condiciones para que la economía prospere: se trata de dos cosas distintas. Hay una creencia infundada en que son muchas las reformas hechas y que éstas no han traído los resultados esperados. Lo cierto es que las reformas han sido mediocres y que para funcionar tienen que profundizarse. La pregunta es qué partido será capaz de desarrollar una estrategia convincente para el electorado. Lo demás es distraerse del tema.

 

México rechaza la inversión

Luis Rubio

Las empresas multinacionales, sobre todo las menos grandes, no entienden a los políticos mexicanos. Por una parte, reciben un mensaje claro y sin cortapisas: la prioridad número uno del país es el crecimiento económico. Por la otra, no ven acción alguna que contribuya a atraer su inversión. Tratándose de empresas propiedad de extranjeros (típicamente europeos, asiáticos o norteamericanos), su lealtad no es a un país en abstracto sino a las oportunidades que éste puede ofrecer. Por ello sus decisiones constituyen una medida por demás objetiva de la realidad económica y del entorno político y regulatorio que caracteriza al país.

Las empresas multinacionales reconocen en México dos cualidades excepcionales. La primera es su cercanía con el mercado más grande del mundo y esa realidad geográfica constituye una atracción sin paralelo en el planeta. Nosotros podemos estar muy orgullosos de contar con la red más grande de tratados de libre comercio, pero ello refleja menos nuestras capacidades que el interés de otros por acercarse al mercado estadounidense a través del TLC norteamericano. En otras palabras, nuestra principal fuente de atracción no son las condiciones que podemos ofrecer, que en realidad son muy pocas, sino el acceso, que alguna vez fue excepcional y privilegiado, al mercado estadounidense. La segunda cualidad que esas empresas coreanas y francesas, canadienses y japonesas, reconocen en México es el potencial del mercado mexicano. Lamentablemente, ese mercado no ha prosperado mayor cosa en los últimos años y, en la medida en que la economía norteamericana siga cabizbaja, el atractivo que podemos representar para la inversión del exterior es por demás magro.

Irónicamente, las cifras de inversión extranjera captada por el país no reflejan este desencanto. De acuerdo a las estadísticas, la inversión extranjera ha crecido aproximadamente de diez a doce mil millones de dólares por año a lo largo de la última década, cifra que duplica los montos en el rubro antes de la negociación del TLC. A juzgar por las cifras crudas, parecería evidente que no tenemos un problema con la inversión extranjera y que, en todo caso, cualquier dificultad se explica sobre todo por la recesión internacional. Desafortunadamente, esa conclusión no es la única posible y sólo sirve para tranquilizar a los burócratas, pero no  al resto de los mexicanos.

Si uno analiza la evolución de la inversión extranjera en el país, lo que resulta impactante es el que en la actualidad la abrumadora mayoría de ella se dirige a la adquisición de empresas ya existentes, siendo que en el pasado ésta se orientaba a la creación de nuevas fuentes de riqueza y empleo. Esto no es malo en sí mismo, pues las empresas adquiridas tienden a modernizarse y elevar su productividad con gran velocidad, lo que se traduce en más producción, exportaciones, empleos, etcétera. Pero la nueva tendencia sí refleja claramente un cambio en la importancia que tiene el mercado mexicano para esas empresas.

Antes, las multinacionales veían a México como una base de operaciones para exportar al mercado norteamericano y como un espacio de producción para el mercado mexicano. Esa estrategia requería grandes inversiones, con una escala suficiente para poder ser competitivas a nivel global. Así nacieron muchas de las grandes plantas automotrices asentadas en estados como Jalisco, Guanajuato, Coahuila y Sonora, entre otros; lo mismo fue el caso para las industrias química y petroquímica en la zona del Golfo de México.

Aunque muchos desprecian a las maquiladoras como si fueran algo inmoral, muchas de las plantas industriales más grandes, complejas y modernas que existen en el país se crearon bajo ese régimen legal, independientemente de que ahora son indistinguibles del resto, excepto porque tienden a ser mucho más eficientes y productivas que las demás. Toda esa inversión del exterior es responsable de por lo menos la mitad de las exportaciones manufactureras de los últimos años, exportaciones que constituyeron el principal motor de crecimiento de la economía en general. Nada que pueda despreciarse.

Pero la realidad actual es sensiblemente distinta. Hoy la mayoría de las nuevas inversiones se orienta a la adquisición de empresas existentes con el objeto de participar en el mercado mexicano o aprovechar oportunidades más limitadas de exportación. La suma de una menor competitividad de la economía mexicana con la falta de nuevas oportunidades de inversión, ha hecho que los inversionistas del exterior se contenten con permanecer en un mercado que, por su tamaño y localización, no pueden ignorar, pero al que no le ven un particular atractivo para establecer una base de operaciones dirigida al mercado norteamericano. Otras naciones, particularmente China, han comprendido esa lógica y se han convertido en un formidable competidor por esa inversión.

Lo cierto es que lo que observan los inversionistas del exterior no es distinto a lo que perciben los empresarios mexicanos. La diferencia reside en que para estos últimos el país es una prioridad fundamental en sus preferencias de inversión, pero no cabe la menor duda de que ambos están conscientes de los mismos problemas, como hace poco lo señaló el presidente de uno de los consorcios industriales más importantes de Monterrey. El país se ha estancado, la productividad ha disminuido, los costos se han elevado y el atractivo para invertir disminuye casi de manera inversa a la verborrea que producen los políticos y burócratas respecto al crecimiento de la economía. Todos hablan de crecimiento y de atraer la inversión, pero nadie hace nada para que ésta se haga realidad.

La economía mexicana se ha estancado no porque la economía norteamericana se encuentre en recesión ni por el manejo de la macroeconomía (sin el cual estaríamos sumidos en un caos económico como tantos otros en el pasado), sino por la ausencia de oportunidades de inversión y de regulaciones que alienten la inversión y la competencia en la economía. A ello se suman las enormes barreras que limitan la inversión en sectores como el de las comunicaciones, la energía, la electricidad, la petroquímica, entre otros. El país quiere crecimiento pero no alienta la inversión que lo podría hacer posible.

Los obstáculos que existen a la competitividad en el país son muchos y de muy variada naturaleza. Algunos responden estrictamente a nuestra legendaria mitología histórica, en tanto que otros reflejan aquellos intereses particulares que se verían perjudicados si se eliminaran esos obstáculos. Muchos de esos mitos protegen a esos intereses de una manera tan efectiva que los hace intocables. Por ejemplo, aunque hay buenas razones políticas e históricas para el régimen legal que gobierna a las industrias eléctrica y petrolera, la mitología que los circunda impide reconocer los cambios tecnológicos que han tenido lugar (y que hacen posibles y rentables inversiones relativamente pequeñas en generación y distribución de electricidad), mientras protegen los intereses de sindicatos que no hacen sino expoliar a costa del conjunto de la población. En muchas ocasiones, la soberanía se ha convertido en un mito y, por lo tanto, en un obstáculo al desarrollo del país. Como excusa para no realizar los cambios en el régimen legal, los arranques patrióticos son por demás pobres y, sin embargo, algunos partidos le han sacado un kilometraje de verdad impresionante en este terreno, para no hablar de los auténticos intereses que se esconden detrás.

Las quejas y preocupaciones de los empresarios y de las empresas multinacionales no hacen sino precisar la gravedad de nuestra situación. La economía mexicana ha logrado mantenerse estable, pero no ha crecido de manera significativa en varios años. Al inicio de los noventa, la inversión creció de manera sensible gracias a dos elementos: uno, la privatización de empresas paraestatales que de manera directa atrajo flujos de inversión a sectores tan variados como la banca, las comunicaciones, los fertilizantes, el acero y demás; y dos, la expectativa de que las reformas que se iniciaron al final de los ochenta se profundizarían y harían cada vez más competitiva a la economía mexicana. En los primeros años de los noventa, algunas empresas multinacionales enfilaron todas sus baterías hacia el país y crearon una base exportadora excepcionalmente productiva y exitosa; esas mismas empresas siguen manteniendo aquellas plantas en el país, pero buena parte de sus nuevas inversiones se está localizando en China.

Parte de la explicación de este cambio tiene que ver con la propia economía china y con el dinamismo de la región asiática. Pero muchas de las inversiones que hoy se localizan en China, sobre todo de empresas estadounidenses orientadas al mercado norteamericano, igual podrían haberse localizado en México. Que no ocurra así debería ser materia de enorme preocupación, pues constituye una evidencia contundente de que algo en el país no está funcionando.

Si de verdad queremos resolver el problema de crecimiento de la economía mexicana tenemos que comenzar por ser honestos sobre nuestras propias condiciones. El problema no reside en la competencia china pues, al igual que en México hace unos años, su principal atractivo consiste en el bajo costo de su mano de obra y la promesa de acceso al mercado más poblado del mundo, sino en el hecho de que seguimos compitiendo en función del bajo costo de la mano de obra y de una promesa al futuro. Para impulsar el desarrollo del país, debemos comenzar por concentrarnos en los temas de fondo, que también son, con la mayor de las frecuencias, los temas y sectores de la economía copados  por intereses protegidos y mitos que les acompañan, como la educación, la infraestructura, la energía eléctrica, la fortaleza fiscal del gobierno y la competitividad en general. El país progresará sólo en la medida en que enfrente sus problemas de manera directa y no con pura y vetusta retórica; de lo contrario, renunciemos de una vez por todas a la búsqueda de un pretendido desarrollo que nunca llega.

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