Lo que viene

Luis Rubio

El comienzo de este año es también el inicio del proceso electoral del 2006. A diferencia de los procesos sucesorios del pasado, incluido el del 2000, esta será la primera vez en que un proceso electoral tendrá lugar después de la muerte del viejo presidencialismo mexicano. Las implicaciones de este cambio son trascendentales, como ya hemos podido observar en el comportamiento de los políticos en los últimos meses. La pregunta es si esta nueva etapa vendrá acompañada de una mejor oportunidad de desarrollo para el país.

Las sucesiones de antaño eran procesos complejos y prolongados, pero extraordinariamente controlados. En la era priísta, cada uno de los presidentes se preocupaba por arreglar el proceso de sucesión prácticamente desde el inicio de su sexenio. Entre las reglas de oro del juego de la sucesión, el presidente decidía y los aspirantes tenían que ser miembros del gabinete o, como se les denominaba coloquialmente, tenían que ser cardenales. La carrera comenzaba con una relativa igualdad entre los aspirantes y, aunque todos los presidentes, como cualquier otro ser humano, tenían preferencias naturales desde el arranque, no todas las designaciones acabaron como el presidente las tenía contempladas al inicio. El curso del sexenio fortalecía a algunos y deterioraba las posibilidades de otros; algunos acababan teniendo que ser reemplazados porque resultaban insostenibles; otros acabaron siendo producto de una transacción explícita o implícita entre grupos de poder que operaban en torno al presidente. Lo que no cambió ni un ápice hasta el 2000, fue la conducción, organización y control que el presidente tenía del proceso.

La presidencia actual ya no goza de los poderes del viejo presidencialismo posrevolucionario, y el presidente Fox no ha mostrado ni la menor propensión a conducir un proceso de esta naturaleza. Este hecho constituye un hito político para el sistema político mexicano. El proceso sucesorio en el que ya estamos inmersos, tiene características singulares dada nuestra historia. Hoy la característica principal del sistema político reside en la fragmentación, en lugar de la centralización, y en la aparición de nuevos actores, jugadores que nunca antes habían tenido capacidad de participar en estos procesos. De particular importancia son los gobernadores, políticos que en muchos casos han heredado las características del viejo sistema centralista, pero a nivel de su propia circunscripción geográfica. Algo similar ocurre con los líderes de los partidos políticos, antiguos enclenques de la política que ahora han adquirido una relevancia fundamental.

Pero el cambio principal no reside en la multiplicación de actores y en que ya no exista un conductor privilegiado, sino en que no existen reglas, formales o informales, para el desarrollo del proceso. Aunque en el pasado cada presidente trataba de organizar su sucesión para lograr determinados objetivos personales o nacionales, su principal función era la de asegurar que este proceso llegara a buen puerto. Desde esta perspectiva, los antiguos presidentes eran conductores y fuente de disciplina para el proceso político. Hoy no existe un conductor, ni reglas del juego, ni disciplina, ni capacidad para exigir al menos respeto para la ciudadanía y los demás contendientes. Estamos viviendo una era de competencia ciega por el poder donde lo único que parece importar es el triunfo. Todo el resto, incluido el devenir del país, ha pasado a ser secundario.

Si todo sale bien, llegaremos al 2006 para asistir a una contienda debidamente organizada por el IFE, junto con la Suprema Corte y el Tribunal Electoral, las únicas instituciones serias y relevantes con que cuenta la nueva era de la política mexicana. Si llegamos sin contratiempos a ese momento, la probabilidad de éxito es elevada, como han probado los comicios federales del 2000 y del 2003, así como prácticamente todos los equivalentes a nivel estatal y municipal en los últimos años. El verdadero problema es cómo resolver el paso anterior, el proceso en el que cada partido decidirá quién será su candidato presidencial.

Cada uno de los partidos cuenta con un proceso de nominación, pero la mayoría enfrenta agrias discusiones internas sobre la mecánica que deberá guiarlo. Aunque todos los partidos experimentan complejidades propias, las del PRI son excepcionalmente grandes. A final de cuentas, el PRI es el único partido que enfrenta una situación inédita y sus aspirantes, que se multiplican como los panes, pero a mayor velocidad, parecen percibir ésta como la única oportunidad de su vida. Aunque existe el precedente de una elección primaria para la nominación de su candidato, aquella ocurrió todavía en la era priísta y en un proceso en el que sin duda intervino la mano del entonces presidente Ernesto Zedillo.

Las cosas quizá sean menos complejas dentro del PAN, pero ese partido también tiene que decidir si la nominación será responsabilidad de su asamblea o si abrirá el proceso a toda su membresía. La diferencia es absoluta, ya que los potenciales contendientes cambiarían de naturaleza: mientras que en una contienda cerrada el triunfador sería un panista de abolengo, un proceso abierto le abriría la puerta a personajes no tradicionales del partido. El PRD, por su parte, no cuenta con un proceso de nominación formalizado y su reto no es menos grande dada la competencia entre su fundador, y hasta ahora candidato permanente, con el perredista más popular del país.

Aunque las nominaciones formales tendrán lugar hasta el 2006, los procesos de disputa política ya están en marcha. Los diferendos y conflictos que se evidenciaron en el proceso legislativo pasado tenían un obvio referente en la disputa por el poder, particularmente dentro del PRI, y todo el actuar público de los aspirantes se inscribió en esa lógica. La lógica del proceso ha sido tan poco institucional y tan destructiva que no ha habido decisión relevante que no se haya contaminado con la lucha por la candidatura. Esto ha provocado que los procesos legislativos se caractericen por un sesgo permanente que, en la mayoría de los casos, ha impedido que se avancen los intereses del país cuando cualquiera de los contendientes percibe que su interés particular puede verse comprometido en el proceso. Puesto en otros términos, no es casualidad que la economía del país se encuentre estancada, pues ello refleja la incapacidad e indisposición de los precandidatos para anteponer los intereses del país a los propios.

La disputa política se complica por dos razones adicionales, que serán manifiestas a lo largo del año que ahora comienza. La primera es que en este año se disputarán diez gubernaturas; como los gobernadores son piezas centrales en la movilización (y manipulación) del voto en los procesos internos de nominación de los candidatos, cada uno de los aspirantes a la candidatura presidencial hará todo lo posible (y más) para intentar sesgar cada uno de los procesos de nominación de candidatos a gobernador a favor de sus cuates o aliados políticos. No es imposible que la sangre que corrió en el congreso a finales del año pasado, sea juego de niños comparado a lo que viene en algunos estados.

Otro factor que complica los procesos políticos es el desorden que caracteriza al país en general. El presidente ha estado ausente de la política nacional y, cuando se presenta, muestra una preocupante tendencia a referirse a un país que ningún mexicano reconoce. El optimismo de su retórica choca con la violencia del lenguaje del resto de los políticos y las preocupaciones crecientes del ciudadano común y corriente. En lugar de asumir el costo político por las reformas que su propio gobierno ha presentado, el presidente ha dejado que los partidos de oposición (incluido el suyo que, con la mayor de las frecuencias, actúa como de oposición) paguen los costos o, más comúnmente, evadan los temas por no estar dispuestos a asumir las consecuencias. Con lo anterior, el presidente ha hecho posible el crecimiento de movimientos de oposición sobre todo por su indisposición a hacer lo que hizo con excelencia durante su campaña, es decir, identificarse con las preocupaciones más fundamentales de la población.

Los mexicanos experimentan los miedos naturales de una era de cambios incontenibles, quizá semejantes a los que en su momento vivieron quienes experimentaron la Revolución Industrial en el siglo XIX. La incertidumbre y el cambio, pero sobre todo la ausencia de referentes y de un liderazgo sólido y confortante, han convertido las oportunidades en desesperanza y las expectativas de un futuro mejor en añoranzas por un pasado inexistente. La ausencia de un liderazgo honesto y preclaro como el que caracterizó al candidato Vicente Fox, ha permitido que los viejos depredadores del sistema político y del gobierno capitalicen esos miedos y conviertan la fuente natural de apoyo al desarrollo del país, la población en su conjunto, en una fuente de obstáculos, miedos y contrarreformas. A menos de que esto cambie pronto, en la medida en que avance el sexenio y se agudicen los conflictos vinculados con la sucesión, esos miedos seguramente tenderán a acrecentarse y, con ello, la parálisis legislativa.

El país vive una etapa de extraordinaria debilidad institucional. A esto se ha venido a agregar la volatilidad social y la disposición de diversos políticos a aprovechar ambas circunstancias para lanzar un frente de oposición o, al menos, de contención, a los cambios y ajustes que requiere el país para retornar a la senda del crecimiento económico. La complejidad de los procesos de sucesión presidencial no hará sino agudizar esa oposición y, por lo tanto, a hacer más difícil la recuperación de la economía. Los políticos están preocupados por lo que los anima, la búsqueda del poder; esa dedicación es no sólo lógica, sino legítima. Pero no puede tener lugar a costa del desarrollo del país o, peor, en contra de su progreso. En la medida en que una cosa choque con la otra, como ha venido ocurriendo en los años pasados y amenaza con continuar este año, se habrá demostrado que tenemos elecciones limpias, pero para el desarrollo y la civilización nos falta un buen rato.

 

Un nuevo paradigma político

Luis Rubio

México no puede confundirse con una democracia en la actualidad. A pesar de que se han venido adoptando algunas de las formas de la democracia, sobre todo en el plano electoral, subsiste un sinnúmero de prácticas políticas que se acercan más a esquemas autoritarios y oligárquicos que a los democráticos. Lo anterior no pretende negar los enormes avances que el país ha logrado a lo largo de los últimos años, pero sí ponerlos en perspectiva. Los avances son enormes, pero los retos hacia adelante son tan grandes, tanto más complejos que los ya superados, que es imposible pretender que se ha arribado al puerto anhelado. En nuestras circunstancias, tan importante es arribar a un nuevo estadio de desarrollo político, como avanzar en esa dirección. La experiencia de los últimos años, sobre todo a partir de 1997  en que, por primera vez, el PRI perdió la mayoría en la Cámara de Diputados y el gobierno ha tenido que coexistir con un congreso cada vez más fragmentado, es poco promisoria. Los consensos han sido pocos y los avances todavía menores. Lo peor es que se sigue pretendiendo un consenso sobre objetivos, cuando lo único posible, y deseable, es un acuerdo sobre los medios, los procedimientos, para avanzar hacia adelante.

La complejidad de los procesos de cambio político es enorme, y también inevitable. Una vez que una nación decide transformarse para avanzar hacia la democracia, todas sus  estructuras comienzan a experimentar diversos grados de convulsión. El paso de un sistema en el que existen mecanismos verticales de control hacia uno en el que el ciudadano es el principio y fin de los procesos de decisión, entraña no sólo la conformación de un sistema electoral transparente y creíble, sino también de toda una gama de instituciones que lo hagan viable: desde una prensa moderna, analítica y crítica hasta un sistema judicial consolidado que permita dirimir conflictos dentro de un marco institucional en el que la violencia no tenga lugar. En contraste con un sistema político semiautoritario, para funcionar, la democracia exige una gran riqueza institucional, algo que pocas veces se aprecia al momento de dar el primer paso en lo que sin duda es un largo camino de desarrollo político. México dio el primer paso, el de la democracia electoral, con gran éxito. El problema ahora es cómo mantener el paso y seguir adelante.

Al inicio de los noventa, Ralph Dahrendorff, el afamado profesor germano-británico, escribió una larga carta en forma de libro en la que trataba la complejidad política que enfrentaban los países de Europa oriental. Liberadas del yugo soviético, las “nuevas” naciones confrontaban la necesidad de construir instituciones que les permitiera gobernarse, adoptar estrategias de desarrollo económico y demás. Todas ellas optaron, al menos nominalmente, por sistemas democráticos de gobierno y pronto comenzaron a encontrar las dificultades inherentes al desarrollo de mecanismos de pesos y contrapesos, el enorme reto que implica crear y desarrollar medios de comunicación honestos, analíticos y críticos que sirvieran a la ciudadanía más que a sí mismos y, sobre todo, la necesidad de construir un orden legal que definiera derechos y obligaciones, procedimientos y medios para el desarrollo político, económico y social. Luego de observar lo intrincado de los procesos de cambio que caracterizaban a esos países, la conclusión de Dahrendorff resultó premonitoria: “se requieren seis meses para instrumentar la democracia electoral, seis años para construir los pininos de una economía de mercado y sesenta años para construir una sociedad civil sobre la que se ancle y consolide la democracia”.

Es imposible saltarse etapas en temas tan fundamentales como es el de la maduración política de una sociedad. Pero ciertamente es posible dar pasos certeros que, poco a poco, vayan sedimentando la consolidación de instituciones que son la esencia de la democracia. En la actualidad, el principal reto que enfrenta la democracia mexicana reside en la inexistencia de acuerdos de fondo, de esencia, sobre los mecanismos que hacen funcionar a un sistema político competitivo. Si bien las fuentes del cambio político que ha experimentado la sociedad mexicana a lo largo de las últimas décadas han sido múltiples –desde el cambio demográfico hasta las crisis económicas, pasando por la erosión de la legitimidad del PRI, el crecimiento de otras fuerzas políticas, etcétera- el paso más importante hacia la democracia no se dio en abstracto, sino por la disposición de los gobiernos de entonces a negociar el contenido de una reforma electoral con los partidos de oposición. Es decir, aunque nadie puede disminuir la importancia de las presiones que experimentaba el viejo sistema para liberalizar la política mexicana, el consenso electoral no surgió  en el aire, sino de una negociación política con un gobierno dispuesto a avanzar en la materia, con frecuencia a regañadientes y contraviniendo las preferencias de los miembros de su propio partido.

Ahora que es imperativo avanzar en otros ámbitos de la reforma política –todos ellos vinculados a la construcción de nuevas reglas de interacción entre partidos, poderes públicos y medios de comunicación, así como a la creación de mecanismos efectivos de rendición de cuentas- el gran problema es cómo articular los consensos que permitan arribar a decisiones concretas. Una cosa era negociar con un gobierno todopoderoso, como ocurrió con la reforma electoral, y otra muy distinta es que fuerzas políticas disímbolas se pongan de acuerdo y permitan que el país avance.

Parte del problema actual reside en que los partidos políticos están enfrascados en el problema equivocado y no pueden salir de los círculos viciosos que ellos mismos han creado. La mayor parte de los políticos mexicanos tiende a ver a la política y a muchos de sus instrumentos, incluyendo a la Constitución, como fines en sí mismos. En lugar de apreciar que la política constituye un medio para tomar decisiones, los políticos con frecuencia pretenden alcanzar acuerdos fundacionales sobre objetivos. Nuestra Constitución es un ejemplo palpable de lo anterior: saturada de aspiraciones y objetivos precisos, que en ocasiones se contradicen entre sí, no establece los medios para dirimir diferencias o principios y derechos inalienables que constituyan guías de acción permanentes. En una etapa en la que lo obvio es la ausencia de acuerdos sobre objetivos, la pretensión de alcanzarlos por medio de la ley no puede más que fracasar. Lo que el país requiere son acuerdos sobre procedimientos: sobre los medios legítimos para tomar decisiones y no sobre las decisiones mismas.

La virtud de las reformas electorales de los últimos años reside en que no se acordaron objetivos: nunca se dijo que tal o cual partido tenía que ganar, ni se determinó el tipo de iniciativas o políticas que habría de emprender una vez que llegara al poder. La reforma electoral se limitó a crear los vehículos para la elección de nuestros gobernantes y punto. En tanto que un gobierno electo se apegue a la legalidad, tiene el pleno derecho de emprender las iniciativas que considere pertinentes. Lo que falta en la actualidad son acuerdos semejantes en otros ámbitos: desde la organización interna del congreso hasta los mecanismos de rendición de cuentas, el acceso a la información y las relaciones entre los poderes públicos. Los consensos no pueden ser sobre objetivos, sino sobre los medios para decidir. Ningún político puede, ni debe, anticipar las preferencias ciudadanas sobre tal o cual tema; su responsabilidad debe limitarse a crear los medios para que esa voluntad ciudadana se exprese y se refleje en las decisiones gubernamentales. Para ello es imperativo que el gobierno, entendido éste en un sentido que incluye al ejecutivo y legislativo, cuente con un sistema de toma de decisiones funcional y eficiente que garantice tanto los pesos y contrapesos debidos, como el avance en temas sustantivos. En la actualidad contamos con contrapesos pero no con decisiones eficaces y oportunas.

La democracia mexicana ha llegado a un punto de parálisis. La diversidad del país es enorme y creciente y los intereses que se expresan a lo largo y ancho del territorio son extraordinariamente contrastantes. Nada ejemplifica lo anterior de mejor manera que las campañas y disputas –algunas de ellas verdaderas batallas campales- que en la actualidad existen al interior de los propios partidos políticos. Todo esto ha hecho que la capacidad de arribar a acuerdos políticos disminuya. A su vez, la ausencia de instituciones funcionales ha creado un fenómeno sugerente: en ausencia de acuerdos sobre medios de decisión, la capacidad de chantaje de unos partidos (y grupos) sobre otros es literalmente infinita, como ilustra la inmensa capacidad que ha tenido el PRD de imponer su agenda en temas que van del Fobaproa a la reforma fiscal. Un poder legislativo mejor estructurado y más responsivo a la población jamás habría permitido que un partido con el 10% de las curules le impusiera sus preferencias a los partidos que, en conjunto, detentan más del 80% de la cámara, como ocurrió en la pasada legislatura. La democracia mexicana abandonó una ribera del Rubicón y se encuentra a la deriva a la mitad del río.

La característica central del viejo sistema político era la disciplina. Esta permitía la articulación de consensos, en ocasiones más voluntarios que en otras, sobre la agenda pública. Esos consensos han desaparecido y todo indica que no van a reaparecer en el futuro mediato. Por ello es imperativo articular consensos sobre los medios para tomar decisiones. En su nivel más básico esto no es otra cosa que el respeto a un Estado de derecho que establece las reglas de la convivencia pública. Pero para que lo anterior pueda tener asidero se requiere el consenso en por lo menos un punto: en que ésta es la mejor forma de convivencia política y  que se está dispuesto a ceñirse a sus dictados. El primer paso hacia lo anterior debe consistir en la aceptación absoluta de la legitimidad de todos los actores políticos, siempre y cuando éstos de atengan a la ley y actúen dentro de los cánones que ésta dicte. No se trata de reconstruir lo que existió, sino de substituirlo con algo que le vuelva a dar viabilidad al país. Para no acabar naufragando en el Rubicón.

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Para atrás o para adelante

Luis Rubio

Luego de décadas de un régimen brutalmente centralizado y con frecuencia muy represivo, la población y sus políticos aprovecharon la primera oportunidad para romper las amarras y descentralizarlo todo. El fin de una era histórica fue el antecedente de cambios reactivos en todos los órdenes. Algunos ejemplos. El gasto público, antes totalmente discrecional y centralizado, fue transferido directamente a las provincias sin que mediara evaluación alguna del costo y beneficio de los proyectos en los que éste iba a ser empleado; el partido, antes una organización vertical, relajó todos los controles que antes lo caracterizaron y dejó que cada una de las organizaciones y regiones cobrara vida propia; y los gobernadores ascendieron como la nueva fuerza política del país. Después de algunos años de experimentar la descentralización política y fiscal, el resultado del ejercicio fue el caos. La economía se estancó, las reformas no avanzaron, los bancos quebraron y resurgió la inflación. El desorden era de tal magnitud que un nuevo gobierno acabó con el experimento y puso freno a la desintegración del país: se reinstauraron diversos mecanismos de control y, sin retornar al esquema represivo de antaño, se fortalecieron de nuevo los poderes del gobierno central, dando lugar a una acelerada recuperación económica y a una nueva era de estabilidad. ¿Prognosis del futuro de México? No, simplemente la historia de Rusia en la última década.

La historia rusa en el siglo XX tiene muchos paralelos con la nuestra. Ambas naciones experimentaron revoluciones tempranas en el siglo e instauraron un sistema de partido único. Aunque infinitamente menos represivo que el soviético, el sistema político mexicano fue en muchos sentidos comparable con el de aquella nación. Esos paralelos persisten en estos años de reformas y cambios.

El fin de la Unión Soviética (URSS) en 1991 vino seguido de una revolución económica que intentó abrir mercados, desarrollar un sector empresarial luego de haberlo erradicado ochenta años atrás y democratizar la toma de decisiones. Como en México, el experimento avanzó de manera espectacular en algunos ámbitos, pero sufrió una aguda crisis económica en 1998 y, particularmente, una crisis de enfoque. A la centralización se le respondió con descentralización; a la imposición desde la capital con la transferencia de poder a los gobiernos regionales; al dispendio del gobierno central con el derroche de recursos de los gobernadores regionales. Para el fin de los noventa, las estructuras institucionales que habían caracterizado a la URSS se habían evaporado, pero el país no funcionaba. La crisis de 1998 les obligó a replantear todo este esquema y comenzar a redefinir una nueva estrategia de desarrollo.

La historia es simple y directa. A mitad de los ochenta la URSS se encontraba estancada: la economía no crecía, el mundo cambiaba a pasos agigantados y la otrora potencia se comenzaba a rezagar en ámbitos clave como el de la tecnología, la industria y los servicios. Gorbachov intentó avanzar diversas reformas, pero se encontró frente a un sistema político infranqueable. Los beneficiarios del sistema se rehusaban a llevar a cabo cualquier cambio. Ante esto, Gorbachov emprendió la llamada glasnost, cuyo objetivo ulterior era   generar apoyo popular a las reformas que el país requería. Como resultado de la glasnost se abrieron los archivos históricos, se eliminaron todos los controles a la expresión y se facilitó la discusión sobre el pasado, como los crímenes stalinistas y la represión en general. La estrategia de apertura política venía acompañada de la llamada perestroika, una política de reforma económica en un principio modesta, pero crecientemente ambiciosa en sus alcances y objetivos. La idea era que la libertad política haría factible la transformación económica sin mayores exabruptos. Claramente, Gorbachov no sabía en lo que se estaba metiendo.

Como en el México de los ochenta, el objetivo de las reformas no era el trastocar el poder o desmantelar a la Unión Soviética, sino elevar la eficiencia de la economía y la legitimidad del sistema político. En contraste con la estrategia seguida por los gobiernos mexicanos de entonces, los soviéticos abrieron primero el debate político, para luego intentar la reforma económica. Sin embargo, cuando llegó el momento del cambio económico, el poder de coacción del régimen se había desvanecido y, en consecuencia, la reforma rodó por el piso. En 1991, la URSS se colapsó. Con el fin de la Unión Soviética renació una Rusia con una extensión territorial disminuida, pero con una economía cada vez más privada y parcialmente liberalizada aunque, como en México, sin una transformación de fondo del entorno institucional, legal o político, en el que habría de operar un nuevo sistema político democrático y una economía capitalista. Las decisiones se descentralizaron, el gasto público se transfirió en montos enormes a los gobiernos regionales, los gobernadores adquirieron un enorme poder y el país comenzó a desintegrarse. Los efectos fueron catastróficos: unos cuantos individuos terminaron acaparando fuentes inmensas de riqueza, la delincuencia hizo explosión, la corrupción alcanzó niveles antes inimaginables, la relación entre el parlamento y el ejecutivo dejó de funcionar y el país acabó en una severa crisis económica a fines de los noventa. El modelo de descentralización política y fiscal, aunado con la transferencia de poder real a un pequeño grupo de billonarios, acabó llevando a la antigua URSS a la bancarrota en lo político y en lo financiero.

Con su llegada al gobierno como primer ministro y luego como presidente, Vladimir Putin comenzó a reorganizar la administración e intentó imponer un nuevo orden en diversos ámbitos. Comenzó por encarcelar a algunas de las cabezas de las nuevas mafias privadas, negoció con el parlamento una modificación constitucional para establecer un nuevo equilibrio entre el gobierno federal y los provinciales y creó un nuevo mecanismo para hacer posible una relación funcional entre el ejecutivo y el parlamento. Muchos critican las acciones del nuevo presidente ruso, sobre todo porque perciben que ha retornado la arbitrariedad burocrática. No obstante, la gestión de Putin constituye un intento por recalibrar las estructuras de gobierno, tras descalabros tan radicales como no intencionados que provocaron una crisis parecida a la que vivimos nosotros en 1995. Ahora Rusia ha recuperado una semblanza de orden, la economía ha vuelto a crecer y varios de los indicadores de desarrollo económico y humano, como la expectativa de vida al nacer, han recobrado sus niveles anteriores luego de colapsarse a mediados de los noventa. Aunque la democracia rusa es al menos tan imperfecta como la nuestra, el país recupera la brújula que extravió en los tiempos de Yeltsin.

Los problemas de la Rusia de hoy evocan mucho a los nuestros. Aunque la relación entre el poder ejecutivo y el legislativo, la Duma, se estabilizó luego de años de confrontaciones, reflejando nítidamente la diversidad y pluralidad que caracteriza a la sociedad rusa, el nuevo parlamento constituye una vuelta hacia el unipartidismo; lo que muchos estimaban como la mejor garantía de que el viejo sistema totalitario no podrá reinstaurarse ha vuelto a quedar en entredicho. Recién fortalecido, el presidente Putin enfrenta ahora el que podría ser el mayor de sus desafíos: por más que logró el control del parlamento, la burocracia se ha convertido en el principal obstáculo para el buen desempeño del gobierno. Empeñada en preservar sus fueros, la burocracia rusa hace hasta lo indecible por crear incertidumbre, imponer su voluntad en la forma de subsidios discriminatorios y laudos administrativos arbitrarios, y beneficiar a sus favoritos, como ocurrió por años con los subsidios a la energía, circunstancia que favoreció la consolidación de un grupo de intermediarios que pasaron de la mediocridad a la riqueza en un plazo brevísimo. Cualquier semejanza con nuestra realidad es pura coincidencia.

En el pasado, los gobiernos rusos (y antes los soviéticos) determinaban el poder del país en función del número de misiles a su disposición. La llegada de Putin al gobierno ha introducido una saludable dosis de pragmatismo a la administración pública; al presidente actual le resulta evidente que la fuerza de un país se encuentra en la solidez de su economía y ya no en sus armamentos. Esta importante redefinición le ha permitido un gran acercamiento con los países occidentales, y muy particularmente con Estados Unidos. Incluso, ahora se encuentra negociando su ingreso a la Organización Mundial de Comercio. Aunque reconocer el hecho inexorable de tener que abandonar su status de superpotencia no debió haber sido nada fácil, lo que parece evidente es que los rusos han encontrado un nuevo equilibrio interno que promete ser funcional.

Rusia parece haber recuperado un esquema de interacción política que sin duda está lejos de ser perfecto y adolece de muchos problemas en términos de representatividad o rendición de cuentas. Sin embargo, el nuevo equilibrio no es autoritario como el del pasado, ni caótico como el de la década de los noventa. En el caso ruso, estos avances se deben a la recreación de un equilibrio entre las regiones y el gobierno central y entre el ejecutivo y el parlamento, donde el antiguo partido comunista ya no es el elemento principal de cohesión. Esto no quiere decir que la nueva realidad sea perfecta o que los ciudadanos rusos se vanaglorien de éxitos que no están a su alcance, pero sí que al menos aprovecharon la crisis económica de 1998 y el colapso del gobierno de Yeltsin para comenzar a ver hacia adelante. Tal vez sea tiempo de que nosotros comencemos, al menos, a aprender la misma lección.

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Una encrucijada más

Luis Rubio

Una vez más, el país se encuentra hoy ante una verdadera encrucijada. Domina la sensación de que nada camina, que los males se apilan y que las salidas que antes parecían seguras dejaron de serlo. Se trata, por supuesto, de una quimera. Las salidas para el país existen y son evidentes, no así la capacidad política para hacerlas nuestras y salir adelante. Urge hacer de la mexicana una economía productiva y competitiva; ninguna otra cosa nos sacará del hoyo en que nos hemos metido, en ocasiones parece que con toda alevosía. Es tiempo de dejar de discutir y pasar a las decisiones.

Esta no es, por supuesto, la primera vez que el país se encuentra ante una tesitura semejante, pero hay una diferencia fundamental con el pasado. Antes, las opciones potenciales para salir adelante eran de diversa índole; hoy las alternativas son tajantes. Antes había la posibilidad, al menos en teoría, de intentar avanzar hacia el desarrollo a través de esquemas ortodoxos como los seguidos por naciones como Suiza o Hong Kong, o bien, mediante proyectos heterodoxos como los de algunas otras naciones del sudeste asiático. Aunque por distintos caminos, ambas avenidas parecían prometedoras. Con los cambios que el mundo ha sufrido en las últimas dos décadas, el presente no ofrece más que una alternativa y la dicotomía es muy clara: o comenzamos a desarrollar las bases para que el país pueda triunfar en el mundo globalizado que nos ha tocado vivir o nos quedaremos condenados a depender de los vaivenes y altibajos de los mercados, los cambiantes gobiernos de la república y, no menos importante, los humores de nuestros políticos.

Si uno ve para atrás, impresiona repasar lo que el país ha cambiado a lo largo de las dos últimas décadas. De tener una economía cerrada y protegida, México se ha abierto y, en lo fundamental, ha logrado salir adelante frente a una cada vez más intensa competencia mundial. Aunque en ocasiones las dificultades para seguir adelante parecen inconmensurables, todo mundo reconoce que, a pesar de la complejidad, no hay punto de retorno. El pasado hace mucho que se perdió en el horizonte, pero eso no implica que el presente sea sostenible o que el futuro sea certero. Lo único certero es que se avecinan más cambios. De hecho, nos encontramos en una situación de equilibrio precario que hace pensar, lo mismo, en el gran paso adelante hacia el desarrollo que en el regreso a la pobreza e inestabilidad.

Indudablemente, el país no está hoy en condiciones adecuadas para enfrentar la creciente competencia que caracteriza al mundo y que parece incrementarse día a día. A pesar de que la economía mexicana arroja cifras positivas en diversos rubros, algunos de ellos críticos para la estabilidad, su realidad se asemeja cada vez más a aquel famoso comunicado de la Guerra Civil española en donde se anunciaba que “el avance continuó todo el día sin que se hubiera perdido territorio”. En efecto, la competencia es una lucha sin cuartel en un entorno de cambio permanentemente. Cualquiera que no se adecue con celeridad pierde terreno. Hemos llegado al punto en que nos medimos más por lo que no avanzamos.

Luego de décadas de disputas sobre la función de las empresas y los empresarios en el desarrollo económico del país, hoy prácticamente nadie duda del papel central que juegan en el desarrollo. Más allá de las diferencias normales sobre la política económica, al empresario se le reconoce hoy como el creador de riqueza y generador de fuentes de empleo que es. De hecho, en un país como el nuestro, con la juventud de su fuerza de trabajo, hay un consenso tácito: sin empleadores no hay empleos. Sin embargo, estamos aún a la espera del siguiente paso: el de crear las condiciones para que las empresas –nuevas y viejas- prosperen y, sobre todo, para que el país experimente un rápido incremento de su productividad que es, en última instancia, el factor que determina la riqueza de un país y el ingreso de sus habitantes. Todos hablan de las empresas, pero nadie facilita su desarrollo.

Del consenso sobre la importancia del empresario en el desarrollo de empleos no se deriva un acuerdo similar sobre la urgencia de generar las condiciones para que haya más empresarios, más empresas, mejores oportunidades y, por lo tanto, más crecimiento y más empleos. El mundo de la política y los debates abandonó su desprecio por el empresario pero, como ilustran los últimos días, no ha asumido las implicaciones y necesidades de una economía moderna que funciona en un entorno no solamente competitivo, sino con un dinamismo tan intenso que el único patrón de comportamiento que admite es el del cambio mismo.

A diferencia de lo ocurrido en los países del sudeste asiático, por citar el caso más obvio, donde los esfuerzos se concentraron en optimizar las condiciones en que operan las empresas, en México el empresario tiene que competir con una mano amarrada tras las espalda y la otra distraída en burocratismos, corruptelas e insuficiencias de la infraestructura. Si bien es cierto que las empresas son la base del desarrollo económico, no todas ni las mismas empresas pueden cumplir con ese cometido: se trata de un dinamismo permanente que es precisamente lo que hace exitosa y rica a una economía. Lo imperativo es hacer posible (y fácil) que se creen, desarrollen, prosperen  y, de ser necesario, mueran las empresas. Aquí reside la base del desarrollo y la creación de riqueza.

Cualquiera que haya vivido en el mundo de la industria y los servicios en el país, conoce la historia. La creación de una empresa toma meses; los bancos ven con suspicacia a quien requiere crédito para emprender un negocio; las líneas telefónicas con frecuencia no están disponibles y su costo es mucho mayor al de sus competidores en Asia o en Estados Unidos; la energía eléctrica es cara y se caracteriza por cambios en su voltaje que afectan la maquinaria; las regulaciones en materia laboral y fiscal son complejas, contradictorias, costosas y difíciles de cumplir; los trabajadores suelen estar muy bien dispuestos y son capaces de inventar y mejorar procesos de producción, pero sus fundamentos educativos son pobres y no les ayudan a agregar valor en el proceso de producción. La agenda económica es por demás obvia, pero no así la existencia de un gobierno y poder legislativo capaces y dispuestos de llevarla hacia adelante. Aunque patético, no es casual que el precio de la mano de obra (y, al mismo tiempo, el tipo de cambio) siga siendo determinante de nuestra competitividad. Con todos estos handicaps, el empresario que sobresale en nuestro país es un verdadero héroe.

Cuando la economía mexicana se encontraba cerrada y protegida, estos temas parecían poco importantes. Claro que, aunque aparentemente intrascendentes, esas deficiencias tenían costos elevados que se podían observar en la mala calidad de los productos y servicios o directamente en su precio, pero era posible al menos sobrevivir. Con la transformación del mundo a raíz de la llamada globalización, proceso que es ineludible y no sujeto a voluntades, todo el esquema anterior se alteró. Ahora ya no es posible competir con precios altos o mala calidad. Las empresas tienen que ofrecer mejores productos y servicios y competir con sus pares en el resto del mundo. Es un giro radical que no fue creado por el gobierno y con el cual todos los mexicanos tenemos que vivir y aprender a ajustarnos.

Este ajuste, sin embargo, ha sido sumamente difícil y costoso. Muchos empresarios han encontrado maneras de competir en el exterior y defenderse con éxito de las importaciones, pero muchos más han sido incapaces de hacerlo. Algunos podrían ser muy exitosos, pero operan en un entorno tan hostil que les resulta difícil, cuando no imposible, vencer los obstáculos. El mundo de los viejos empresarios era tan sencillo que simplemente no se pueden adaptar a las nuevas realidades mundiales. Pero lo que es cierto es que no existen condiciones idóneas que favorezcan el desarrollo de empresas y empresarios en el país. Esa es la gran tarea que tenemos hacia adelante.

El país requiere cambios profundos que no están teniendo lugar. Alrededor de ellos se ha suscitado una enorme confusión que surge, precisamente, de intereses que se verían afectados por los cambios y de la ignorancia que caracteriza a muchos políticos y a la población en general sobre las condiciones que generan riqueza en una sociedad. Lo que el país requiere es un entorno conducente a la competitividad de las empresas.

Nada ni nadie puede garantizar el éxito de una empresa o de un empresario, pero en México todo parece edificado para dificultarle el camino. Se requiere, urge, crear las condiciones que hagan posible el nacimiento, desarrollo y consolidación de empresas competitivas, capaces de generar riqueza, satisfacer al consumidor nacional, exportar y crear empleos. Al mismo tiempo, es imperativo facilitar la transformación, y desaparición en su caso, de empresas que no funcionan o no pueden competir exitosamente, de una manera tal que permita aprovechar sus activos, es decir, su maquinaria, sus edificios, los conocimientos de sus empleados, etcétera. Ese es el gran reto del México de hoy y todos los mexicanos (incluidos, en primer lugar, los empresarios); un objetivo singular al que todos deberíamos sumarnos.

Parte del éxito depende exclusivamente de los propios empresarios. Son ellos quienes tienen que adoptar una estrategia, organizar sus procesos de producción, elevar su eficiencia y desarrollar nuevos mercados. Pero su capacidad de competir depende en buena medida del entorno en que operan y a ese entorno le da forma el gobierno y el legislativo. El tema clave es la productividad: todo lo que contribuye a elevarla debe ser privilegiado y todo lo que la disminuye o impide debe ser desechado. Así de fácil y así de difícil. El marco legal y regulatorio, la calidad de la educación, la existencia de mecanismos para hacer cumplir los contratos a un costo bajo, la calidad de la infraestructura y la confiabilidad de los servicios (banca, comunicaciones, energía eléctrica, etc.) son todos factores cruciales para el crecimiento de la productividad. La pregunta es si podremos organizarnos para ser una sociedad próspera y rica. La alternativa ya la conocemos.

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Cuentas pendientes

Luis Rubio

El experimento democrático mexicano tiene un gran activo y un sinnúmero de carencias. El gran activo, algo nada despreciable dada nuestra historia, reside en haber remontado la era del fraude electoral. Pero, mientras que los beneficios de la competencia electoral se pueden apreciar de manera cotidiana, las carencias de la democracia siguen siendo tan amplias y diversas que lo abarcan todo: lo económico, lo político y social. Cada uno de éstos requiere y justifica un análisis serio, así como acciones concretas por parte del gobierno y del legislativo. Un buen lugar para comenzar el análisis podría ser el conjunto de entidades creadas para suplir carencias en nuestra vida institucional, es decir, los organismos independientes o autónomos que han proliferado en los últimos años y que, en muchos casos, han inaugurado un nuevo género de vicios.

Las carencias democráticas del país son muchas y de diverso orden. El espectáculo que ofrecen los partidos y los políticos de manera cotidiana es revelador de dos características particularmente nocivas de la democracia mexicana actual: la ausencia de ciudadanos en la ecuación de la política y la inexistencia de mecanismos de rendición de cuentas. Los políticos actúan como si vivieran en un vacío político, como si la ciudadanía no existiera. Sus conflictos tienen como referente su historia y los intereses de sus líderes partidistas, pero la ciudadanía es la gran ausente.

En la perversa lógica de la política mexicana, la de antes y la de ahora, pues en esto no ha habido cambio alguno, los ciudadanos están para servir a los políticos y no a la inversa. Es evidente que los políticos ya no pueden abusar de la ciudadanía de la manera en que lo hacían en el pasado, pero la esencia de esa relación no se ha alterado. Un viejo chiste decía que la diferencia entre una dictadura y una democracia reside en un factor central: en las dictaduras los políticos se burlan de los ciudadanos, en tanto que en las democracias, son los ciudadanos los que se ríen de los políticos. En México, hace décadas, o siglos, que los ciudadanos se burlan de sus políticos, como ilustran las olas de chistes y pifias que caracterizan diversos episodios de nuestra historia. Pero la crítica implícita no repercute más allá.

Las carencias democráticas son tan patentes que basta con observar los pleitos callejeros entre políticos, por no hablar de la violencia de su lenguaje, para alertarnos sobre la posibilidad de que nuestro reciente ingreso a la vida democrática acabe naufragando por la inexistencia de políticos capaces de pensar más allá de sus intereses primarios. En lugar de desarrollar un marco institucional que permita a la sociedad ser representada, los políticos se concentran en la protección de sus fuentes de privilegios, en la destrucción de sus adversarios y en el empleo de un lenguaje tan pueril que hiere el corazón de lo que debería ser un debate serio y civilizado. Sólo para ilustrar el punto, vale la pena imaginar qué estaría pensando don Jesús Reyes Heroles quien, entre otras muchas virtudes, acuñó la frase aquella de que en política la forma es fondo, al ver a muchos distinguidos priístas compitiendo con los boleros por el mejor uso del lenguaje.

Ninguna de las carencias democráticas en el país es nueva; lo que es nuevo es la complejidad y dificultad del proceso político, ahora que han desaparecido las anclas institucionales de antaño o los mecanismos de disciplina del viejo sistema. Un sistema democrático de gobierno implica, por definición, la inexistencia de mecanismos de disciplina autoritarios, pero no la ausencia de disciplina. Se trata de dos mundos contrapuestos.

En el pasado, el presidente tomaba decisiones para después organizar procesos de negociación, usualmente dentro de su propio partido, que hacían posible su instrumentación. Esos mecanismos permitían la toma de decisiones dentro del gobierno, así como un cierto grado de participación de diversos intereses políticos en el proceso, pero ignoraban al resto de la sociedad. Un sistema democrático de gobierno implica la existencia de pesos y contrapesos, de frenos a los excesos del gobierno y de la discusión seria y meditada de los temas que exigen decisiones por parte del gobierno, pero también de mecanismos de presión sobre el poder legislativo, para que este actúe y no se paralice. El país transitó de una era caracterizada por decisiones frecuentemente unipersonales a otra en que nadie está dispuesto a decidir o a asumir responsabilidad alguna, como bien ilustra el paso al populismo en materia fiscal que dio el congreso esta semana.

En la actualidad hay al menos tres causas de parálisis, todas ellas vinculadas con una transición política incompleta, no planeada y, tanto peor, no pensada. En primer lugar, los funcionarios gubernamentales evaden tomar decisiones por temor a sanciones futuras, revanchas políticas o por el riesgo de incurrir en faltas administrativas absurdas. La reglamentación creada con el supuesto propósito de erradicar la corrupción, dieron lugar a un tipo de Frankenstein que no tenía otro objetivo que perseguir a un funcionario por razones políticas. Si pretendemos que el país cuente con un gobierno eficaz, se tendrán que eliminar esas regulaciones absurdas y perversas y substituirlas por un mecanismo moderno que haga posible el funcionamiento eficaz, además de impoluto, del gobierno.

En segundo lugar, el poder legislativo vive una era de lujuria. Liberados del yugo presidencial, los supuestos representantes populares no hacen sino representarse a sí mismos. Ante la inexistencia de mecanismos de expresión y presión por parte del ejecutivo y de la población, los legisladores sólo tienen tiempo para sus disputas intestinas. La estructura del poder legislativo, con una mezcla de legisladores por representación directa y representación proporcional, impide la rendición de cuentas, inhibe el desarrollo de mecanismos e incentivos que sirvan para que exista disciplina en el mundo de la política y abre reductos para una parálisis permanente. En lugar de encabezar la transformación institucional del país y llevar a cabo las tareas a las que las últimas administraciones priístas se opusieron (porque temían de la posible percepción de que estaban dispuestas a perder el poder), el poder legislativo ha perdido todas las oportunidades que desde 1997 ha tenido para sentar las bases de un país moderno. Los avatares fiscales de la última semana son muestra fehaciente del primitivismo político y de la ausencia de reconocimiento de la precariedad de la economía del país.

Finalmente, en tercer lugar, la transición política ha sido por demás pedregosa y se ha acompañado de la creación de instituciones pensadas de manera táctica y para el corto plazo, pero cuya existencia plantea riesgos serios de largo plazo. En un extremo, éstas podrían convertirse, irónicamente, en un obstáculo para la consolidación democrática del país. En los últimos años del reino del PRI y en lo que va de la presente administración, se ha intentado capotear los problemas de credibilidad y legitimidad del sistema político mediante la creación de entidades autónomas e independientes. La idea era compensar la debilidad institucional que aqueja al país con la credibilidad que le pudieran aportar personas en lo individual a la cabeza de dichas entidades. Es así como se crean instituciones tan distintas como el IFE y el IPAB, las comisiones de derechos humanos y el Instituto Federal de Acceso a la Información. Con una lógica similar se reformó la Suprema Corte de Justicia y se transformó la entidad encargada de fiscalizar las cuentas públicas (la Auditoría Superior de la Federación).

Cada una de estas instituciones ha contribuido al proceso de cambio político y ha servido para mantener la estabilidad política, así como para abrir fuentes de oxigenación al viejo sistema. Muchas de estas entidades han logrado forzar al gobierno federal, así como a los estatales y municipales, a rendir cuentas sobre algunas de sus actividades. A pesar de su éxito relativo, se trata de mecanismos imperfectos para el desarrollo político de un país. Las comisiones de derechos humanos pueden hacer recomendaciones, pero no substituyen la necesidad de un sistema judicial funcional; la Suprema Corte de Justicia ha transformado la vida política en el país, pero no ha llegado al ciudadano común; el IFE se ha ganado el respeto de la sociedad, pero no ha resuelto los problemas relativos a las disputas por el poder más allá de los electorales. Se trata de entidades diseñadas para tapar agujeros en la estructura institucional. Sin el menor afán de restarles mérito, su mera existencia revela los rasgos de un sistema de gobierno deficiente y de una democracia disfuncional. Peor, dada la propensión muy nuestra de conferirle características casi mitológicas a cada nueva institución, no advertimos que muchas de estas instituciones son también fuente de problemas.

El poder judicial, por ejemplo, ha visto crecer su presupuesto en doce veces entre 1995 y 2003. Obviamente, si una de nuestras grandes carencias democráticas tiene que ver con el estado de derecho, es lógico y necesario que se eleve su presupuesto; pero ¿a quién le rinde cuentas el poder judicial por su gasto?, ¿cómo podemos saber que ese dinero, contra toda evidencia, se está empleando para el desarrollo de la legalidad en el país y no para la construcción de nuevos mausoleos físicos o políticos? Algo similar se puede decir del IPAB: si uno ve la recuperación de la cartera mala de los bancos en los últimos años y la compara con la del IPAB, los resultados son reveladores. Mientras que los cuatro bancos, tan criticados, a pesar de haber sobrevivido gracias a que hicieron bien las cosas, recuperaron el 40% de esa cartera, el IPAB sólo recuperó el 9%. ¿Quién le exige cuentas al IPAB por su desastroso desempeño?

Dadas las circunstancias, nadie podía esperar una transición de terciopelo para la democracia mexicana. Pero los mexicanos esperábamos que políticos de otra altura encabezaran el proceso de construcción de esa democracia; vaya, que pensaran en el país y en el futuro más que en ellos mismos y en el pasado. Sin un proyecto orientado a elevar la eficiencia política, desarrollar la representación ciudadana y afianzar la rendición de cuentas, el riesgo de colapso resulta ser ingente.

 

De un ciudadano a un manifestante

Luis Rubio

Memorandum

A: manifestantes consuetudinarios

De: un ciudadano

 

Estimados manifestantes:

Hace unos días ustedes tuvieron la oportunidad de marchar por las calles de la ciudad de México sin contratiempos y sin que nadie los interrumpiera. Todos los que vivimos y trabajamos en la ciudad, abandonamos nuestras tareas cotidianas para que tuvieran la ciudad entera para ustedes.

 

Todos los mexicanos cargamos con agravios de muy distinta naturaleza. Los servicios públicos son una porquería, los asaltos nos tienen atosigados y la situación económica es desastrosa. Sobran razones para el enojo y la frustración. Lo que no entiendo es por qué desaprovechan la oportunidad de contribuir de una manera positiva a que todos esos agravios se resuelvan y podamos vivir en una sociedad próspera que a todos beneficie.

La impresión que ustedes dejan cuando secuestran un camión de transporte público, pintan bardas o destruyen escaparates es que lo único que les interesa es hacer bola y armar escándalo, sin quedar claro el para qué. Todos los ciudadanos entendemos que hay momentos en que es necesario protestar, pero lo que yo oí en el radio y vi en la televisión en la noche después de la llamada “megamarcha”, es que unos cuantos políticos caducos se juntaron con los líderes de algunos sindicatos para manipularlos a ustedes y a la opinión pública en general, al pretender hacernos creer que están defendiendo los intereses del país y de los más necesitados, cuando todo lo que están haciendo es proteger sus intereses y privilegios, o bien,  perseguir un fin muy particular.

Los manifestantes que fueron entrevistados en la radio y en la televisión hablaban de muchos temas, por cierto, distintos a los que enarbolaban quienes convocaron y encabezaron la marcha. Algunos de los entrevistados manifestaban su molestia por la expropiación de unas tierras, otros mencionaban el problema de PubliXIII; otros más esbozaban las consignas zapatistas. Algunos hablaron específicamente de la privatización eléctrica, aunque desconocían los detalles. Lo que más me sorprendió fue la distancia entre lo que la mayoría de ustedes apuntaban como problemas concretos, entre sus enojos acumulados y su profunda preocupación y hasta miedo por la incertidumbre respecto al futuro, y lo que los organizadores enarbolaban: los únicos que hablaron del tema eléctrico fueron los miembros del Sindicato Mexicano de Electricistas (SME).

Los miembros del SME sí sabían qué buscaban con la manifestación. Para ellos lo que está de por medio en una reforma eléctrica es fundamental, pues se trata  de la defensa de una serie de privilegios de los que ni en sueños goza el resto de trabajadores mexicanos. Ellos pueden retirarse con su sueldo completo después de tan sólo unos años de trabajo. Saben que los sueldos que ganan y las prestaciones que reciben son tan grandes que un cambio en la estructura de la industria les resultaría muy costosa. Generar electricidad más barata o que la población y la industria puedan ser más competitivas como resultado de una reforma en este sector, constituye una amenaza a sus propios intereses.

A ninguno de ellos les oí siquiera mencionar aquellas cuestiones que aquejan  a la mayoría de mexicanos y a muchos otros que lograron movilizar tras su  propia causa. Para ellos lo importante es que sus circunstancias no cambien y han logrado que políticos, sindicatos y otras organizaciones se les sumen, aun cuando ninguno de ellos se beneficie de un “no” a la reforma eléctrica. O sea, para ellos todos ustedes son bola y un buen instrumento para que no se resuelvan los problemas que a todos aquejan.

Esa es la paradoja de la manifestación. Unos cuantos manipulan a otros tantos para proteger sus intereses. A ninguno de los organizadores de la marcha les importa si tú tienes empleo o si la economía mejora o empeora. Para ellos lo importante es que sus privilegios sean preservados.

Los organizadores de la marcha tienen una agenda muy concreta: quieren demostrar que cuentan con el apoyo de muchas personas, grupos y sindicatos para ponerse al tú por tú con el gobierno. Creen que jugando a las vencidas con el gobierno y los legisladores van a poder imponer su agenda de parálisis al resto de la sociedad mexicana.

Por eso me sorprende que ustedes participen en un juego que no les beneficia y del que sólo se puede derivar más bronca. Mientras que yo tengo que encontrar la forma de sobrevivir en esta situación económica tan complicada y difícil, encontrar una chamba adicional y todavía darme tiempo de cuidar de los chavos, ustedes se la pasan de lo lindo en las calles sin siquiera entender que le engordan el caldo a otros para su beneficio personal.

La situación económica es mala porque el gobierno sigue protegiendo a burocracias y empresas a través de regulaciones y criterios diversos que crean cotos de caza para grupos e intereses particulares, incluyendo los de muchos que participaron con ustedes en la manifestación. Mientras que para ustedes la marcha constituyó una manera de protestar, de hacerse presentes y tratar de que alguien los oiga, para esos grupos fue un medio para proteger lo que ya tienen. Es decir, ustedes les están haciendo la chamba a esos otros.

Lo que el país necesita es lo contrario a lo que demandan los grupos que convocaron a la marcha la semana pasada. Ellos organización manifestaciones multitudinarias porque quieren hacernos creer que son millones de personas quienes los apoyan. Pero la verdad es que son unos cuantos los que mantienen al país paralizado. Ustedes no tienen empleos o no tienen los empleos que quisieran porque esos grupos impiden que haya inversión en el país, obligan a que se mantengan regulaciones que hacen costosa la energía eléctrica para las casas y la industria y, con todo ello, aniquilan cualquier posibilidad de que ustedes tengan empleos productivos y bien pagados y que el país se desarrolle.

Ustedes participan en las manifestaciones porque están enojados, porque tienen miedo o porque ven que no existen oportunidades para su desarrollo. Yo les digo que todo lo anterior no se revierte armando bronca, ni obstaculizando las medidas que generarían las dos cosas que pueden hacer que el país prospere; éstas son la inversión y la productividad.

La inversión es necesaria para desarrollar la infraestructura carretera y de comunicaciones, para instalar fábricas y comercios, escuelas y servicio de energía eléctrica. Todo esto cuesta dinero, requiere inversión, en ocasiones fuertes sumas de recursos que deben generar rentabilidad para hacer atractiva una mayor inversión. Lo importante es que se invierta y que esa inversión se traduzca en oportunidades de desarrollo para las personas y, por lo tanto, para el país. Si seguimos con niveles tan bajos de inversión como los actuales, la economía no podrá crecer y eso implica menos empleos y oportunidades para ti y para mí. Todos perdemos cuando ésta no se realiza.

En el caso de la reforma eléctrica, lo que el gobierno propone es que se permita a inversionistas privados invertir en la generación de energía eléctrica. Que ellos compren los terrenos, adquieran la maquinaria y generen electricidad con la tecnología más moderna. Esa tecnología es más barata que la que emplea la CFE en la actualidad, utiliza gas, en lugar de combustóleo, lo que la hace menos contaminante y más barata. En realidad, lo que está proponiendo el gobierno es sumamente modesto. No está planteando la privatización de nada ni está sugiriendo que se abra la distribución o la transmisión del fluido eléctrico a la inversión privada. Con esa nueva inversión, el costo de la energía disminuiría, pero el resto del servicio seguiría siendo exactamente el mismo, con apagones y todo lo demás.

Como no tienen argumentos contra estas obviedades, los organizadores de la marcha se envuelven en la bandera nacional, como si ellos fueran más mexicanos que ustedes o yo. Su verdadero argumento es “friégate tú y no me quites mis privilegios”. ¿De verdad quieres avanzar sus intereses con tu participación?

Además de la inversión, el país necesita elevar su productividad de una manera constante. La productividad no es otra cosa que producir más con menos recursos, esto es, gastar menos dinero, energía o materias primas en la elaboración de un producto. En la medida en que se eleva la productividad, la población se hace más rica y el país gana. Se crean mejores empleos, se pagan mejores salarios, se consumen más bienes y todo mundo acaba mejor. Pero para elevar la productividad es necesario que se invierta en maquinaria y equipos nuevos, que haya operadores, ingenieros y técnicos capaces de operarlas y una infraestructura moderna y competitiva. O sea, es necesario que exista un buen sistema educativo, que la infraestructura sea tan buena como la mejor del mundo y que haya empresarios dispuestos a invertir y capaces de organizar la producción.

Los organizadores de la manifestación en la que participaste no aceptan ese concepto tan elemental porque implicaría la desaparición de sus privilegios, no les importa que eso atente en contra del desarrollo de oportunidades para ti y para el resto de los mexicanos.

Diviértete en las manifestaciones, pero date cuenta que cada marcha en la que participas reduce la posibilidad de que tus condiciones mejoren o que el país progrese. ¿De verdad quieres eso?

Reglas de etiqueta de la Unión Europea

+   En temas de importancia para ti, asegúrate que todos los demás sepan exactamente y con mucha anticipación qué es lo que estás buscando.

+   Si prometes algo, cumple.

+   En reuniones, habla solo cuando el tema es de gran importancia para tu país, o si crees que tu propuesta puede formar la base para un acuerdo de consenso.

+   No cambies la política pública salvo que tengas una buena razón.

+   Siempre debes tener un plan B por si el plan A deja de ser viable.

Fuente: Seminario de la Unión Europea en Septiembre 5, The Economist, Noviembre 22, 2003

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Nuestra peculiar irrealidad

Luis Rubio

Uno podría pensar que la reforma fiscal, más que una propuesta de modernización, simplificación y racionalización del sistema de recaudación de impuestos, es una fórmula para fabricar drogas psicodélicas. En lugar de una propuesta técnica para sentar las bases para la estabilidad financiera del gobierno y para el crecimiento económico del país en el largo plazo, el tema fiscal parece crear urticaria entre los políticos y genera reacciones por demás interesantes que, de no ser por su gravedad, serían risibles. En lugar de análisis y debates serios, produce reacciones alucinantes entre los legisladores. En lugar de un proyecto serio de reforma, todo lo que los legisladores han podido producir, en el mejor de los casos, es una serie de nuevos parches, que seguro usarán después para decir que el crecimiento no se logra porque otros no saben lo que hacen.

Las reacciones son de caricatura. Primero el PRI logra un acuerdo, que luego desautoriza su líder; se anuncia un nuevo impuesto y se explica que éste no impactará el consumo, mientras que otro miembro del mismo partido se deleita en afirmar que se trata de un IVA disfrazado. Es un híbrido, declara otro diputado, un híbrido que no es un régimen de exentos, tampoco de tasa cero, es una conjugación de ambas propuestas. Mientras todo eso sucede, el gobierno desautoriza su propia propuesta fiscal, justo cuando el Secretario de Hacienda está explicándola ante el pleno de la Cámara. La confusión y la irresponsabilidad en pleno.

Tres cosas quedan claras. Una, si los señores diputados no son capaces de explicar con palabras simples sus propias creaciones, es que produjeron otro mazacote que, no por creativo, deja de ser contrario a la demanda de simplificación en que toda la población coincide. Dos, también es claro que los priístas, porque suya fue la propuesta, entienden que hay un problema fiscal serio, pero no están dispuestos a tomar el toro por los cuernos. Finalmente, el gobierno vive una confusión al menos equiparable a la del PRI.

Al final del día, todo lo que los priístas lograron hacer con sus contradictorios anuncios fue mostrar su incapacidad para remontar la lógica del menor esfuerzo, además de minar su credibilidad como partido capaz de gobernar. En el tema fiscal, como en prácticamente todos los temas cruciales para el desarrollo del país, los políticos de todos los partidos ostentan su incompetencia y se regocijan cuando derrotan, en aras de una causa popular que nunca se define ni explica, las pocas salidas que tiene el país para retomar la senda del crecimiento. Cada una de las victorias recientes reclamadas por los partidos, comenzando por el PRI que, por ser el más grande también tiene la mayor responsabilidad, constituye un retroceso en la posibilidad de ganar en la lucha por el crecimiento, las exportaciones y, sobre todo, el desarrollo del mercado interno.

Vivimos un mundo de irrealidad. No sabemos hacia dónde vamos, ni siquiera hacia dónde quisiéramos encaminarnos. Hay una enorme claridad en el complejo político sobre lo que se percibe como malo y/o contrario a las causas populares, sin que nadie se pare a reflexionar si toda la mitología que impregna los monólogos políticos tiene una fuente de certidumbre y verdad. Lo mismo ocurre del lado contrario: existe un sinnúmero de verdades absolutas que se dan por obvias sin que nadie las cuestione: el déficit fiscal es fuente de crecimiento, los gringos son malos, las exenciones de impuestos reducen la pobreza, la energía es nuestra, etcétera. Nuestros mitos son infinitos.

Pero la realidad lacerante es perceptible y, con la inacción de nuestros políticos, cada vez más aguda. Mucho del crecimiento que han experimentado las exportaciones de China en los últimos años, y que han sido motor del impresionante crecimiento de su economía (los chinos no se hacen bolas al respecto), ha sido a costa de nuestras propias exportaciones. No sólo han perdido participación nuestras exportaciones en el marcado estadounidense, sino también estamos perdiendo en la competencia por el pastel de la inversión extranjera global. Según cálculos del banco de inversión Goldman Sachs, el impacto del crecimiento de China sobre la balanza de pagos mexicana en 2002 fue del equivalente al 4% del PIB. O sea, una brutalidad. México es el gran perdedor del crecimiento chino y no estamos haciendo nada al respecto.

La explicación más fácil, muy de moda en el sector industrial y entre muchos políticos, es culpar a China y solicitar nuevas restricciones al comercio, exigir subsidios y suponer que todo mejorará aunque no se emprendan los cambios internos que constituyen la única oportunidad de elevar la productividad de nuestra propia economía de una manera perdurable. Esta óptica (de por sí mediocre) es ciega al impacto del vendaval chino no sólo dentro del país, sino en todo el mundo, comenzando por nuestros mercados de exportación. Si no actuamos, las cosas sólo pueden ponerse peor.

Es en este contexto que tiene que evaluarse el devenir de las discusiones legislativas en materia de reformas económicas, en particular en los temas fiscales y energéticos. Es fácil comprender la reticencia de los legisladores a considerar temas que, de entrada, suenan disonantes. Luego de décadas de retórica nacionalista, sobre todo en materia energética, la población cree a pie juntillas ese discurso y supone que cualquier cambio al statu quo significa una virtual traición a la patria. En materia fiscal es persistente el mito de que una reducción de impuestos atenúa la pobreza (o, al contrario, que la uniformidad en las tasas de impuestos constituye una medida regresiva y, por lo tanto, antipopular). Los políticos, sobre todo los priístas, temerosos tanto de la retórica que han alimentado por décadas como de la enorme habilidad del PRD de exhibir sus contradicciones, han optado por las salidas fáciles y, peor, las han contaminado con sus propias luchas intestinas. El problema es que las salidas fáciles no resuelven los problemas del país, como ilustra el estancamiento de la economía en los últimos años.

La verdad es que ninguna de las reformas propuestas constituye una solución a los problemas que enfrenta el país. Por supuesto que se requiere una política fiscal que tenga coherencia, distorsione la actividad productiva lo menos posible y que no afecte la economía familiar más que en lo mínimo inevitable. De igual forma, son necesarios mecanismos legales e institucionales que garanticen no sólo el abasto del fluido eléctrico en las cantidades que demanda la economía, sino a un costo que le permita a las empresas mexicanas competir con sus similares en el resto del mundo. No hay duda que se requieren reformas en estos rubros, pero el problema central del país no se reduce a dos reformas particulares. Lo que el país ha perdido es su sentido de dirección. La ausencia de esa brújula es en buena medida responsable de las enormes dificultades que caracterizan al proceso legislativo, de la desazón generalizada y las pérdidas cotidianas que sufre la economía en su conjunto.

Frente a esta realidad, tenemos dos opciones. Una sería la de tratar de avanzar hacia la definición de los objetivos de desarrollo del país y, paso seguido, de las estrategias que harían posible su consecución. La alternativa, que parece ser la favorita de los políticos, es la de seguir dormidos y confiar en que los problemas del país se resolverán, como por arte de magia, de la noche a la mañana (o sea, a tiempo para el 2006).

En la etapa pospresidencialista de nuestra vida política, ya ningún individuo puede definir los objetivos y estrategias para el país e imprimirlos en el actuar cotidiano. Al mismo tiempo, la evidencia que emerge de los procesos políticos actuales es la de una estructura institucional inadecuada para promover la definición de objetivos específicos. Todo esto ha provocado que la presidencia no decida nada, que los panistas sigan actuando como un partido de oposición y que el PRI no pueda acabar de entender su papel en el nuevo contexto. Nada de eso, sin embargo, le ayuda al país a salir del atolladero.

En lo que va de este sexenio ha habido innumerables esfuerzos por avanzar una agenda de reforma política que permita crear condiciones para un mejor funcionamiento del gobierno. Sin embargo, como en los temas económicos, ni siquiera se ha logrado definir el objetivo de lo que se pretende lograr, es decir, el para qué de llevar a cabo cambios significativos en la política electoral o en la composición del congreso, en la legislación en materia presupuestal o en las atribuciones de cada uno de los poderes públicos. Cada partido quiere llevar a cabo algunos cambios, pero, más allá de objetivos tácticos de corto plazo (que parece ser el horizonte de nuestra vida política en la actualidad), no existe una definición cabal de lo que se pretende lograr.

Quizá en lugar de grandes acuerdos y decisiones sobre temas que, no por obvios dejan de ser poco apetecibles para muchos políticos formados en otro mundo, se podría comenzar por tópicos más tangibles, menos disputables como concepto y, por ello, quizá más viables en términos políticos. Obviamente, tarde o temprano, el manejo de esos temas llevaría a diferencias sobre lo específico, pero al menos permitirían partir de puntos de coincidencia en lugar de intentar crearlos cuando ya no es posible. Uno de esos temas podría ser el de la competitividad o el de la productividad. El país enfrenta la feroz competencia de los productos chinos en todos los mercados y tiene pocas armas para atraer a los inversionistas, nacionales o extranjeros. Temas como el de la competitividad podrían permitir que los políticos y los sindicatos, los empresarios y el gobierno se unan en torno a unas cuantas definiciones sobre lo urgente de la agenda nacional, para de ahí echarla a andar a través de acciones y legislaciones específicas.

Lo que ya no es posible es seguir pretendiendo que avanzamos para que, en cada vuelta, resulte que acabamos peor. Los riesgos de pretender que no va a pasar nada son incrementales e igualmente graves para todos los partidos políticos y los aspirantes a la presidencia. Mejor comenzar por temas clave, pero manejables, que seguir intentando una utopía inasequible.

 

¿Hacia Norteamérica?

Luis Rubio

En el país hay una multiplicidad de visiones sobre el futuro en casi todo: en la economía, en la política, en la relación con Estados Unidos y, en general, en el conjunto del país. Cada mexicano tiene sus propias ideas sobre cada uno de estos temas, pero la ironía de nuestro momento político actual es que todas esas ideas se pierden en los espacios políticos. Partidos y políticos tienden a dividir las opiniones más que a construir puentes que permitan desarrollar una visión común del futuro. La ausencia de esa visión común daña al país todos los días y en todos los ámbitos. Pero quizá no haya tema con más costos que el de la relación con Estados Unidos y Canadá. En esa arena, las pérdidas son cotidianas.

La competencia entre ideas y posturas es una de las fuentes principales de riqueza en cualquier sociedad; son, de hecho, el componente medular de cualquier democracia que se respete. En este sentido, la competencia entre ideas y la diversidad de posturas es una muestra de salud política. Desafortunadamente, la diversidad de posturas que se expresan en la arena política no refleja la diversidad y aspiraciones de la sociedad mexicana. La mayor parte de los mexicanos son mucho más pragmáticos de lo que piensan los políticos que dicen representarlos. Hay múltiples temas sobre los que diferentes grupos de mexicanos tienen una opinión común y, sin embargo, los políticos se muestran incapaces de llevarlos a una feliz conclusión.

Si bien esta contradicción se manifiesta en un sinfín de temas, tal vez no haya otro en el que la praxis y la política sean tan opuestas como en el caso de la relación con nuestros vecinos norteamericanos. A diferencia de temas como el de la política energética del país, sobre el que ningún mexicano en lo individual puede actuar al margen de las decisiones políticas, al menos dentro de la ley, en la relación cotidiana entre México y Estados Unidos no existe tal limitación. Mientras que los políticos y los intelectuales se desgarran las vestiduras discutiendo la historia y los inconvenientes de la vecindad con Estados Unidos, millones de mexicanos cruzan la frontera de manera cotidiana. Muchos de ellos, miles de ellos cada día, votan con sus pies, como dice el dicho, manifestando lo que piensan de la política mexicana. En lugar de esperar a que el gobierno o los políticos tomen las decisiones que les permitirían mejorar sus niveles de vida, obtener una mejor educación o beneficiarse del tipo infraestructura que les serviría para salir del círculo vicioso de la pobreza, todos esos mexicanos se ahorran la discusión y marchan a donde sí hay oportunidades.

Dada la naturaleza de la competencia política en el país -y del discurso que de ahí emana- y de su desvinculación con la vida cotidiana de la mayoría de la población, no debería ser extraño para nadie que sea virtualmente imposible articular una postura común para el desarrollo de nuestra relación con Estados Unidos y, en general, con la región norteamericana. Existe, por supuesto, un fundamento muy sólido para la integración comercial de la región a través del TLC norteamericano. Sin embargo, ese es un instrumento que, aunque extraordinariamente efectivo, ha sido ya rebasado por la realidad.

El TLC norteamericano nació al principio de los noventa como una respuesta a la crisis económica que el país sufrió a lo largo de los ochenta. Aunque su propósito era facilitar el comercio y los flujos de inversión a través de las tres naciones norteamericanas, su principal objetivo fue el crear un mecanismo que impidiera revertir el proceso de liberalización económica experimentado por México en los años anteriores. Es decir, su principal propósito era de naturaleza política. El país se encontraba por demás dividido y la disputa sobre qué estrategia de desarrollo económico adoptar era de tal magnitud, que ya había causado varias crisis devaluatorias a lo largo de los setenta y ochenta. Una idea central del TLC era la de aislar a la política económica, al menos una parte central de ésta, de las disputas políticas. No es casual que muchos empresarios e inversionistas vieran al acuerdo comercial como una garantía de continuidad.

Lo que el TLC sin duda ha logrado es evitar que haya una regresión extendida en política económica, en general, y en política comercial, en particular. Aunque en muchas áreas la política de liberalización económica ha sufrido profundos reveses, algunos por demás graves, lo cierto es que no ha habido una regresión generalizada. Pero, al mismo tiempo, tampoco ha habido continuidad en el proceso de reforma y modernización: la última reforma significativa en materia económica tuvo lugar hace más de diez años y sólo ha habido dos reformas de similar magnitud en el ámbito político en ese mismo periodo. Así, aunque podría argumentarse, con muchos asegures, que no ha habido retrocesos demasiado grandes, es por demás evidente que tampoco ha habido avances significativos y esto, en un mundo en el que el avance de otros implica un rezago relativo para todos los demás, entraña un retroceso sistemático. Puesto en términos específicos, el estancamiento de la economía mexicana es producto de la ausencia de reformas, no del éxito de otras naciones: mientras que naciones como China se transforman y lo siguen haciendo, la única industria que ha crecido en la política mexicana es la de las quejas y las disputas.

El TLC constituye un fundamento sólido para la construcción de una vecindad económica exitosa. Sin embargo, el TLC se ha venido erosionando por tres razonas principales: primero, porque otros acuerdos comerciales le han dado un acceso igual de privilegiado a la economía estadounidense a naciones que compiten con nosotros. Segundo, porque en lugar de acelerar el proceso de integración, lo que ha ocurrido es que se han interpuesto un sinnúmero de barreras: desde salvaguardas para productos específicos hasta incumplimientos en los compromisos de apertura. Es decir, aunque ha habido un proceso de profunda integración, ésta ha sido más limitada e incompleta de lo aparente y, por lo que nos toca a nosotros, hoy en día existen un sinnúmero de empresas y personas que han logrado erigir mecanismos de protección que los benefician en lo particular, pero con cargo al resto de la población.

Finalmente, la tercera razón por la que se han erosionado los beneficios reales y potenciales del TLC se explica porque el gobierno mexicano se olvidó del Tratado desde el día en que éste entró en operación. Todo mundo sabía que un instrumento como el TLC entrañaría cambios profundos en la estructura económica mexicana. Sin embargo, no ha habido un solo programa gubernamental, al menos a nivel federal, en todos estos años que se haya dedicado a ayudar a que las empresas y la sociedad mexicana en general se ajustaran a la competencia económica que el TLC entraña. La inacción (y extrema irresponsabilidad) ha redundado en enormes costos para muchos mexicanos que han perdido en el proceso de ajuste. Si uno ve lo extraordinariamente exitosos que son muchos de los mexicanos que emigran a Estados Unidos, es evidente que muchísimas de las personas y empresas que han perdido en el proceso de integración, habrían sido naturales ganadores. Como están las cosas, los únicos que han ganado son aquellos que tuvieron la ventaja del conocimiento y la información y, por lo tanto, la capacidad de comprender la naturaleza del desafío.

Más allá del TLC, los mexicanos no hemos avanzado en torno a la definición de lo que queremos que sea la región norteamericana en el futuro. Detrás de las disputas políticas que caracterizan a la política nacional en la actualidad, se esconden prejuicios muy claros y fuertemente arraigados que hacen sumamente difícil el arribo a una visión que tenga sentido práctico y político. Ese conjunto de prejuicios oscila entre extremos como el de quienes formaron sus opiniones a partir de la invasión norteamericana en 1847, hasta quienes creen que una integración energética nos lleva automáticamente al nirvana. Entre esos dos puntos existe una enorme dispersión de ideas y posturas que mezclan oportunidades con impedimentos, ceguera ideológica y repudio a la historia. Aunque todas las opiniones son respetables, las contradicciones que les son inherentes impiden definir una política respecto al futuro de la región y eso trae por consecuencia el que se pierdan oportunidades y, sobre todo, el que el país avance sin brújula.

Parece plausible pensar que hay tres grandes grupos de posturas respecto al futuro de la región norteamericana: una que aboga por la profundización de los procesos de integración económica, siempre y cuando se respeten las diferencias políticas y culturales que son la esencia de cada una de las tres naciones. Otra reconoce la inevitabildad de la globalización, pero prefiere que la integración no sea con Estados Unidos, sino con el sur del continente o Europa. Finalmente, una más preferiría regresar al pasado, negar la realidad de la globalización y recrear la era del aislacionismo y la autarquía. Independientemente de la viabilidad o de que tan deseables sean cada una de estas visiones, la ausencia de mecanismos que permitan adoptar una visión única y clara, como la que tiene Canadá -un país con características en muchos sentidos similares a las nuestras- respecto a Estados Unidos, tiene enormes costos para nuestro desarrollo.

El peor de todos los mundos es aquel en el que se deja que las cosas tomen su propio curso, sin que éste sea debidamente analizado y construido. La ausencia de definiciones no frena la realidad; al revés, la realidad arrolla con todo, todos los días. Pero en ausencia de una política de integración, ésta cobra formas que son siempre menos buenas de las que podrían resultar si se enmarcaran en un amplio consenso político. Siempre hay costos por la indefinición, pero esta manera, muy mexicana, de no decidir en los temas regionales repercute en una integración difícil, costosa, poco transparente, sin organizador ni brújula. Nadie se va a sentir orgulloso de lo que de ahí resulte.

El PRI y la reforma fiscal

La decisión del PRI de no entrarle a la reforma demuestra la ausencia de visión: cualquiera puede negarse a enfrentar los temas duros; pero son los difíciles los que hacen la diferencia. Podrá el PRI retornar a Los Pinos, pero seguirá siendo incapaz de gobernar.

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La lógica del IVA

Luis Rubio

Nadie quiere pagar impuestos y mucho menos cargárselos a quienes menos tienen. La lógica de quienes se oponen al IVA es impecable y perfectamente comprensible. Pero eso no les da la razón, ni justifica su ignorancia. Sobre el IVA se dicen tantas cosas que parecería que se trata de un impuesto tan virtuoso que no puede causar daño alguno, o tan vicioso que no hace otra cosa que destruir la economía familiar. El asunto del IVA no es sobre recaudación, sino sobre disminución de la evasión. Esa es su virtud y su trascendencia. En lugar de discutir sus costos, el debate relevante debería centrarse en cómo compensar a quienes se verían afectados por el impuesto. El resto es mera anécdota.

La discusión sobre el IVA ha adquirido un tono preocupante. No es sólo el hecho de que se confronten posturas ideológicas y el pragmatismo que es inherente al cálculo político y electoral, todo lo cual es normal y absolutamente legítimo, sino que, como en tantos otros temas de controversia en la política nacional, la discusión no parte de un conjunto de hechos objetivos e indisputables. En otras palabras, no se debate sobre hechos y datos (algo que parecería elemental en tópicos tan precisos como los impuestos), sino sobre situaciones imaginarias y posturas políticas. A nadie parecen preocupar los hechos cuando se le puede sacar raja política a la discusión.

El IVA es un impuesto con una naturaleza distinta a la del resto de los gravámenes existentes. La mayoría de éstos se cobran como el porcentaje de una venta o de un ingreso. El Impuesto Sobre la Renta (ISR), por ejemplo, se expresa como un porcentaje del ingreso y nada más. Lo mismo ocurría con el antiguo Impuesto Sobre Ingresos Mercantiles (ISIM), que también se expresaba como un porcentaje, en este caso sobre el precio de venta de un determinado producto. Con un ISIM del 4%, por ejemplo, si uno compraba algo por cien pesos, pagaba cuatro pesos de impuesto y punto. El consumidor pagaba cuatro pesos y el comerciante reconocía esos mismos cuatro pesos en su declaración correspondiente. El IVA cambió la lógica en el pago del impuesto.

El beneficio del ISIM, o de cualquier impuesto semejante, era su sencillez. La cantidad exacta que pagaba el consumidor al comerciante se le transfería al erario. Eso mismo ocurría en cada uno de los pasos en el proceso de producción: cada una de las operaciones de compraventa en la cadena productiva pagaba el mismo impuesto. El minero pagaba el 4% al fabricante de maquinaria para la extracción de carbón, mismo que reportaba y pagaba el vendedor de la maquinaria. Cuando el minero extraía el carbón y se lo vendía a una empresa comercializadora de materias primas, cobraba otro 4% y lo enteraba a Hacienda. Cada paso de la producción tenía el sello del ISIM y se formulaba como una operación independiente. Esto último fue la fuente del problema que el IVA buscó resolver. El problema de impuestos como el ISR o el ISIM es, precisamente, que cada operación en la producción de un bien es independiente de las otras. De esta manera, si en una operación de compraventa alguien evade el pago del impuesto no pasa nada. No hay manera de saber si alguien lo pagó o lo evadió, ni hay un incentivo real y efectivo para que se pague el impuesto.

El IVA fue diseñado para evitar la evasión. A diferencia de los impuestos tradicionales, el IVA es un impuesto que se causa “en cascada”. En lugar de que el impuesto se cause en cada paso del proceso como operación independiente, la genialidad del IVA es que cada uno de los que participan en la cadena productiva deduce el pago del impuesto anterior y declara solamente la diferencia entre lo cobrado y lo pagado. Si alguien interrumpe la cadena, acaba pagando la totalidad del impuesto, lo que le crea un fuerte incentivo para no sólo no evadir, sino para que no evadan ni los proveedores ni los consumidores. La existencia de la cadena es un mecanismo automático de fiscalización.

Si volvemos al ejemplo de la mina de carbón, el minero le paga el 15% de IVA (la tasa actual del impuesto) al proveedor de la maquinaria. Cuando le vende el carbón al comercializador de materias primas cobra otra vez el 15%, pero al enterarlo a Hacienda no paga la misma cantidad que recibió. A Hacienda le informa que pagó 15% por la maquinaria y por otros insumos y deduce esa cantidad de lo que le cobró a la comercializadora. El minero, al igual que la comercializadora, la empresa siderúrgica y los siguientes usuarios del carbón y sus derivados, sólo pagan (de impuesto sobre ventas) la diferencia entre lo que pagan por sus insumos y lo que le cobran al consumidor en la siguiente etapa del proceso. La mayor parte de los actores que intervienen en la cadena productiva acaba pagando no más que una fracción del 15% de impuesto que cobraron y a ninguno le conviene que alguien deje de pagar el impuesto, pues en ese momento acaban sufragando la totalidad del impuesto. La idea que anima a impuestos de esta naturaleza es que sólo el consumidor final paga el impuesto total para que no se paguen impuestos sobre impuestos.

Para que el IVA cumpla la proeza de eliminar la evasión y cree un poderoso incentivo en todos los participantes a lo largo de la cadena productiva, tienen que reunirse al menos dos condiciones. Primero, que en todas las operaciones de compraventa en la economía se cause el impuesto y, segundo, que la tasa del impuesto sea uniforme. La primera condición es elemental: cuando el impuesto se causa en todos los pasos del proceso productivo, el costo de evadirlo se torna prohibitivo. Supongamos que el comercializador del carbón decide darle la opción a la siderúrgica de pagar el impuesto o no pagarlo. De aceptar el trato para ahorrarse el pago, la siderúrgica no tendría nada que descontar de impuesto cuando vende su acero al fabricante de automóviles. Esta situación le crea un incentivo natural no sólo para pagar el impuesto, sino también para obligar tanto a su proveedor como a su cliente para que todos lo paguen. Unos se benefician del pago del otro.

La segunda condición es igualmente importante. La uniformidad de tasas incorpora un elemento de transparencia y certidumbre a toda la cadena productiva. Si todos los participantes pagan el mismo impuesto en el curso de la cadena productiva, nadie tiene incentivos para evadir la totalidad o, al menos, una parte de é. Cuando unos pagan el 15%, otros el 10%, unos más el 5% y otros el 0%, el potencial de evasión acaba siendo inmenso. Cada uno de los actores en el proceso tiene un poderoso incentivo para localizar su producto en una clasificación correspondiente a una tasa menor. Peor, cuando las tasas no son uniformes, o cuando hay excepciones, cada uno de los causantes del impuesto tiene incentivos para cobrar el máximo impuesto (15% en este ejemplo), pero declarar el mínimo (0% en el mismo ejemplo).

El punto neurálgico de la teoría del Impuesto al Valor Agregado es que encadena a todos los participantes en el proceso productivo y les obliga a pagar el impuesto y trasladarlo al siguiente paso. Esta es la razón por la que se le llama un impuesto “en cascada”. Cuando el impuesto se instrumenta de manera cabal, es decir, siguiendo las dos condiciones de los párrafos anteriores, la evasión desaparece y todos los pasos de la cadena productiva acaban siendo responsables de la recaudación.

Hasta aquí la teoría. Ahora veamos lo que ocurre en México. Para comenzar, en el país no se reúne ninguna de las dos condiciones arriba explicadas. Por un lado, tenemos bienes y servicios que causan el impuesto y otros que están exentos. Además, hay un sinnúmero de excepciones al pago del impuesto. Por otra parte, no existe una tasa uniforme, sino que pululan las tasas: entre el 15% y el 0%, además de los bienes exentos (donde el comerciante final tiene que absorber el impuesto o, que es lo mismo, repercutirlo en el precio en vez de llamarlo por su nombre). ¿Cuál es el resultado? El obvio: que cada vez que uno solicita los servicios de un pintor o un comerciante mediano o pequeño y se les paga, la pregunta obligada es: ¿con factura o sin factura? Si el impuesto fuese universal y a la misma tasa, nadie podría proponer la alternativa de no emitir una factura porque eso implicaría que el vendedor del bien o servicio tendría que absorberlo.

En el momento actual se está discutiendo la posibilidad de universalizar el pago del IVA. Es una buena idea. Para comenzar, eso obligaría a todos los que hoy no pagan a incorporarse de lleno en las cadenas productivas y no perjudicar con su evasión al conjunto de la sociedad. Por ejemplo, quienes hoy viven en la economía informal dejarían de tener la posibilidad de comprar productos sin pagar el IVA, lo que les obligaría a cobrarlo al venderlos. Es decir, al menos en todo lo que sea legal y no producto de robos o contrabando, la universalización del IVA implicaría un significativo incremento de la recaudación no por el impuesto mismo, sino por el hecho de que disminuiría drásticamente la posibilidad y atractivo de evadir su pago.

El problema para los políticos es obvio y nada despreciable. Desde su perspectiva, votar a favor de la universalización del pago del IVA implicaría cargarle la mano a quienes menos tienen. El problema es que han definido mal el problema que enfrentan. Con un IVA generalizado tendrían recursos adicionales para llevar a cabo programas que son de su interés (y con suerte, benéficos para el desarrollo). Lo que realmente deberían preguntarse no es si debe universalizarse el impuesto (idealmente a una tasa única y uniforme), sino cómo se compensaría a las familias que perderían en el proceso.

No cabe la menor duda de que la incorporación del IVA a los alimentos y medicinas implicaría un golpe para las familias cuya mayor proporción de gasto se concentra en esos dos rubros. El reto para el congreso no es cómo evadir, una vez más su responsabilidad, sino cómo resolver el problema de una manera creativa e inteligente, que permita no sólo universalizar el impuesto y uniformar las tasas, sino compensar de una manera focalizada a los más perjudicados. Para eso, el mejor vehículo es el gasto, no el impuesto. ¿Serán capaces de semejante obviedad?

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Las trabas del desarrollo

Luis Rubio

No cabe la menor duda de que el mayor impedimento al desarrollo del país radica en la falta de dirección. Cuando uno sabe a dónde va, el paso siguiente, el qué hacer, se vuelve mucho más simple. Sin embargo, en ausencia de objetivos claros y realistas para el contexto en que nos ha tocado vivir, adoptar una estrategia susceptible de lograr el desarrollo del país parece imposible. Por supuesto que no es difícil acordar objetivos definidos en términos de tasas de crecimiento o niveles de vida; lo que ha resultado virtualmente imposible en esta era de confusión y competencia política es asumir el hecho de que vivimos en una realidad nacional e internacional donde las opciones no son muchas y la necesidad de compromiso para la acción es inevitable. El país seguirá a la deriva en la medida en que no se resuelva este dilema de esencia.

El problema es muy evidente: el mundo ha cambiado mucho más rápido que la capacidad de adaptación a las nuevas realidades de nuestro aparato político y la población en general. Mientras que en las décadas de los cincuenta y sesenta, por mencionar una era de oro en términos de crecimiento económico, la economía se encontraba auto contenida y todo se movía en función de un conjunto de variables económicas que, en buena medida, se encontraban bajo el control gubernamental, en los albores del siglo XXI, las economías nacionales prácticamente han desaparecido. Este cambio de realidad ha sido fenomenal. Antes las cosas eran mucho más sencillas: en la medida en que un gobierno alcanzara equilibrios en las principales variables de la economía (sobre todo en las finanzas públicas y en las cuentas externas), el resto de la economía funcionaba con normalidad. Los empresarios invertían en donde encontraban oportunidades (muchas de ellas creadas por la inversión pública) y eso generaba riqueza, lo que a su vez se traducía en empleos, consumo y demanda para la instalación de más empresas y así sucesivamente. El mundo de hoy funciona de una manera similar, pero a escala global. Inevitablemente, las implicaciones para cualquier economía en lo individual acaban siendo monumentales.

Un ejemplo dice más que mil palabras: por algunas décadas a lo largo del siglo XX, la economía mexicana logró mantener equilibrios fundamentales en sus principales variables macroeconómicas, a la vez que el gobierno empleó con gran habilidad los recursos públicos para generar crecimiento de la inversión privada. La construcción del sistema carretero en la primera mitad del siglo XX se convirtió así en un enorme aliciente a la inversión privada, al igual que el desarrollo del sistema hidráulico que dio nacimiento a la agroindustria del noroeste del país y la inversión en el desarrollo de los mantos petroleros recién descubiertos en los años setenta.

La etapa exitosa de crecimiento económico del siglo pasado se disipó por dos razones: primero, el gobierno comenzó a desviarse de la fórmula que por décadas favoreció el crecimiento de la economía, sobre todo al abandonar los equilibrios macroeconómicos y al dejar de destinar los fondos públicos para el desarrollo de infraestructura. A partir de ese momento se volcó a la creación (o absorción) de industrias cuyo impacto económico era mucho menor. Estos cambios, ocurridos en los setenta, desquilibraron la economía mexicana y la condenaron a décadas de estancamiento posterior, pero su principal impacto fue impedir que el país se percatara de los cambios que súbitamente comenzaron a cobrar forma en el resto del mundo. De esta manera, la segunda razón por la que la capacidad de crecimiento se agotó en los ochenta del siglo pasado, y que sigue explicando el estancamiento económico actual, tiene que ver con el empecinamiento en ignorar, o dejar de reconocer, que la economía mexicana, como todas las del mundo, está inscrita en un entorno internacional que ya no permite un aislamiento como el que era típico hace cuatro o cinco décadas.

La economía mexicana se ha estancado en parte por la recesión norteamericana, pero sobre todo porque perdió competitividad frente al resto del mundo. En una era en la que la inversión privada se orienta hacia aquellos lugares donde los costos son menores y el valor agregado es mayor, la economía mexicana no es apta para contender en ese escenario. Se trata de un problema de costos relativos: México puede tener en su cercanía al mayor mercado de la Tierra una ventaja comparativa excepcional, pero si los costos del transporte marítimo desde Asia acaban siendo menores a los del tránsito de México a Estados Unidos, esa ventaja deja de ser relevante. Y esto es precisamente lo que ha ocurrido en los últimos años: mientras que la infraestructura nacional se deteriora, la infraestructura de varios de los países asiáticos, en particular China, se incrementa, al grado en que hoy en día un productor en esa región sabe que sus costos de operación allá son sensiblemente inferiores a los que puede encontrar en México, y eso sin considerar el costo de la mano de obra.

A lo largo de la década de los noventa, la economía mexicana creció gracias a las expectativas de empresarios mexicanos y extranjeros, quienes confiaban en que se llevarían a cabo reformas profundas en el ámbito no sólo comercial, sino también en el plano laboral, energético, fiscal, educativo, judicial, entre otros. Las reformas que sí se emprendieron en un primer momento (las privatizaciones, el TLC, la autonomía a la Suprema Corte, etcétera) favorecieron un rápido crecimiento de la productividad en la economía del país, propiciaron la modernización de millares de empresas y crearon ingentes oportunidades de inversión. Sin embargo, cuando las reformas se interrumpieron, la productividad dejó de crecer y, con ello, la capacidad de generar crecimiento económico. Peor, en la medida en que los alcances de la reforma mostraron ser mucho más limitados y modestos de lo que los inversionistas y empresarios habían anticipado al inicio de los noventa, la inversión comenzó a declinar. Puesto en otros términos, la economía del país comenzó a evidenciar dificultades aun antes de que la economía norteamericana entrara en recesión en el año 2000, lo cual pone en entredicho su capacidad de crecer aun cuando aquella economía se recupere plenamente.

Hay dos perspectivas que permiten entender la problemática económica por la que atraviesa el país en la actualidad. Una es observar los obstáculos que existen para el desarrollo; y la otra es comparar nuestra capacidad de crecimiento con la de otras naciones con las que competimos por la inversión. También es crucial comprender que, en un mundo económicamente integrado, todas las naciones compiten por la inversión y todos los inversionistas, sean mexicanos o extranjeros, analizan sus opciones de una manera objetiva. Lo anterior implica que los empresarios determinan la localización de una inversión en función de factores como la disponibilidad de mano de obra calificada; la cercanía a fuentes de materias primas, la proximidad a los mercados de consumo, la calidad de la infraestructura, los factores que determinan los costos de operación (como tráfico, costos de instalación, burocratismos, etc.), la calidad de los servicios públicos y costos potenciales en caso de incurrir en conflictos que requieran de la intervención del poder judicial. Hace sólo unos meses, una empresa canadiense decidió instalarse en el lado norteamericano de la frontera de Baja California en lugar de hacerlo en Tijuana, luego de analizar con detenimiento cada lugar y de evaluar los costos de cruzar la frontera continuamente para llevar sus productos ya manufacturados al mercado estadounidense. El punto medular de este ejemplo es que la empresa canadiense no estaba buscando costos de mano de obra comparables a los chinos; lo que fue determinante en su decisión fue que a pesar del mucho mayor costo de la mano de obra en Estados Unidos, los costos de operación en México era tan altos que resultaba más barato instalarse en ese país.

Nadie puede albergar la menor duda de que los costos de operación en México son por demás elevados. Todo es costoso en el país: desde las facultades arbitrarias con que cuentan funcionarios de diversos niveles (federal, estatal y municipal) y que con frecuencia se traducen en procedimientos prolongados, requisitos excesivos y mucha burocracia, hasta la mala calidad de las calles y servicios públicos, además de la delincuencia, cuyos riesgos hacen más costoso el funcionamiento de una empresa en el país.

Una manera rápida de evaluar las enormes dificultades que existen para la instalación de una empresa en México es reflexionando sobre los miles de empresarios mexicanos hay actualmente en Estados Unidos, la mayoría de ellos inmigrantes ilegales en un principio, quienes encontraron allá lo que aquí se les negaba. El entorno empresarial, legal y competitivo estadounidense bastó para darles oportunidades de desarrollo personal. Es casi un axioma decir que esas mismas personas no hubieran podido jamás rebasar las barreras burocráticas, de crédito y de desarrollo en general que existen en nuestro país. Es tiempo de reconocer que todo en México conspira contra el desarrollo económico.

Nuestro futuro económico está determinado por la capacidad de generar condiciones propicias para el desarrollo de la inversión y el crecimiento de la productividad. Esto implica que cada empresario tiene opciones y que sólo se instalará aquí si el país le ofrece (y mantiene) condiciones competitivas. La lucha es por la inversión y eso supone una modernización permanente, una disposición a transformar la planta laboral y productiva, un reconocimiento de que nada es permanente y que la inversión no vendrá por sí misma. Además, que sólo un mayor valor agregado permitirá compensar los costos de la mano de obra barata en otras latitudes. No hay otra alternativa, o trabajamos para adecuarnos al cambio o persistimos en el atraso, con todo lo que eso implica para una población pobre y creciente como la nuestra. El dilema es obvio y nuestra capacidad de enfrentarlo con éxito históricamente demostrada; lo que no es evidente es si estaremos dispuestos a asumir el reto para salir adelante.