Reelección, ¿para qué?, ¿para quién?

Luis Rubio

En el corazón de la confusión en que se ha convertido la política mexicana, los intereses más obscuros, parasitarios y depredadores han encontrado a su mejor aliado. Mientras que la idea de la democracia sigue siendo tema de debate y convocatoria en los círculos académicos e intelectuales, diversas personas y grupos en la política y la economía han aprovechado este galimatías para avanzar el beneficio personal, así como para dañar los intereses y derechos políticos y económicos del resto de los mexicanos. Dos denominadores comunes están presentes en todos estos grupos: uno, todos sus integrantes se envuelven en la bandera nacional para presentarse como salvadores de la patria; el otro es que todos invariablemente se dedican a avanzar sus intereses particulares, así sea de manera inconsciente. La reelección es una de esas ideas y estrategias de desarrollo democrático importantes, que han sido secuestradas por intereses particulares.

Sin duda, la reelección de diputados, senadores y legisladores locales es  una necesidad para el desarrollo político del país. No obstante, mientras subsistan legisladores por representación proporcional (o plurinominales, como se les llama en la jerga electoral), la reelección acabaría convirtiéndose en una perversión democrática y en otro más de los instrumentos a través de los cuales los partidos y un sinnúmero de políticos en lo individual, pretenden secuestrar al sistema político.

Como todo en la política, la reelección es, o debería ser, un instrumento para desarrollar pesos y contrapesos en las instituciones públicas. En la medida en que la reelección sirva para crear incentivos que obliguen a los legisladores -es decir, a los representantes populares- a acercarse a los electores y, de esta manera ser más responsivos y mejores representantes de sus intereses, dicho instrumento habrá avanzado los derechos políticos de los mexicanos y  habrá sedimentado una capa más de soportes para la construcción de una democracia viable.

Pero lo contrario también es cierto: si la reelección sirve para preservar a un grupo de políticos que nunca fueron electos de manera directa en el poder legislativo y que por esa razón no son próximos a la población, la democracia mexicana sufriría un golpe más y la capacidad de desarrollar un sistema político funcional, ya de por sí golpeado a más no poder, continuaría su deterioro. El tema es por ello fundamental: aunque la reelección es una condición necesaria (y central)  para lograr un desarrollo político equilibrado, adoptarla constituiría un verdadero peligro en tanto no se modifique la naturaleza híbrida que es particular a nuestro sistema electoral.

El tema de la reelección tiene dos grandes componentes. El primero consiste en su papel como medio para promover la profesionalización de los legisladores. La teoría señala que en la medida en que los legisladores adquieren mayor experiencia, su capacidad para legislar mejora; pero quizá lo más importante es que un legislador que puede mantenerse en su puesto, poco interés tendrá en buscar otros empleos, invertirá su tiempo en los temas legislativos y, sobre todo, se preocupará por los temas sobre los que está legislando. Es decir, se dedicará al empleo que tiene en lugar de ocupar la totalidad de su tiempo en buscar un empleo futuro, como ocurre en la actualidad.

El otro componente clave de la reelección es la cercanía de los legisladores con los votantes. Una vez más, la teoría dice que un diputado o senador que tiene que reelegirse en tres o seis años, respectivamente, va a dedicar una parte importante de su tiempo, pero sobre todo de su actividad legislativa, a promover iniciativas de ley que tendrán el objeto de mejorar la vida y situación económica de sus representados. Algunas de esas iniciativas serán precisamente las que sus electores reclaman en tanto que otras, quizá menos apreciadas de entrada, serán benéficas para esos mismos electores en el curso del tiempo. Pero todos sabemos que nada de eso es posible en el contexto del peculiar sistema electoral que nos caracteriza en este momento.

En la actualidad, los legisladores desprecian a los votantes. Una tercera parte de ellos ni siquiera  fue elegida de manera directa y los ciudadanos ni sus nombres conocen. Pero las decisiones que toman esos legisladores electos por representación proporcional afectan a todos los mexicanos de una manera desproporcionada. Esto podría parecer exagerado, pero es absolutamente cierto. La abrumadora mayoría de los líderes legislativos y de las cabezas de las comisiones encargadas de dictaminar las iniciativas de ley, no llegaron ahí por el voto directo de los electores, sino que fueron elegidos por los líderes de sus propios partidos. Esto significa que muchos de los responsables de tomar decisiones fundamentales para el país, no guardan relación alguna con los votantes, nunca se acercaron a ellos ni tienen la menor preocupación por su desarrollo. Si esto no es una perversión de la democracia, ¿entonces qué lo es?

Todavía peor que el sistema político electoral vigente sería la reelección de esos legisladores que jamás tuvieron contacto con los votantes. En la actualidad, el Congreso de la Unión y las legislaturas estatales se integran por una extraña combinación de legisladores electos por voto directo y aquellos que fueron seleccionados por las burocracias partidistas y electos por la figura de la representación proporcional. Los primeros tienen que ganarse la elección, en tanto que los segundos se encargan de liderar las respectivas bancadas. Así es la democracia mexicana.

Ahora que la reelección de legisladores es materia de una iniciativa de ley, es crucial considerar el tema en todas sus dimensiones. La reelección, debidamente concebida, podría ser uno de los instrumentos fundamentales para minar la brutal partidización que caracteriza a la política mexicana. En lugar de democracia, los mexicanos hemos acabado con una burocracia partidista que todo lo decide y todo lo determina. La reelección podría contribuir a reducir esa distorsión, pero sólo en la medida en que venga acompañada de un cambio en la estructura del poder legislativo.

El congreso se integra por 500 diputados, trescientos de los cuales fueron electos de manera directa por los votantes y representan a los 300 distritos electorales que hay en el país. Los otros doscientos son producto del sistema de representación proporcional que existe en la actualidad. Lo mismo ocurre en el Senado, pero ahí es todavía peor: 64 son senadores electos por los votantes, dos por cada estado, 32 son los perdedores (la “primera minoría) y los otros 32 son electos por representación proporcional. El hecho es que la mitad del Senado y poco más de una tercera parte de la Cámara de Diputados no son electos de manera directa y, por ello, no le responden (ni en teoría) al ciudadano. Si uno de los propósitos centrales de la reelección es crear incentivos para acercar el legislador al votante y hacer posible la rendición de cuentas por parte de estos representantes, entonces la reelección sólo es una buena idea si desaparece la representación proporcional.

La representación proporcional constituyó un avance necesario e inexorable en la política mexicana cuando se instituyó. Pero esa institución ha cumplido sus objetivos y ha excedido los beneficios que le podría dar al sistema político y a la ciudadanía. Preservarla en estas circunstancias sólo contribuiría a sostener la burocracia partidista que ha hecho imposible el avance de la democracia.

El propósito de instituir la representación proporcional en la década de los setenta fue por demás encomiable. Se pretendió dar acceso al poder legislativo a partidos que representaban segmentos importantes de la población, en términos políticos o ideológicos, pero que no sumaban la fuerza suficiente para ganar distritos por representación directa. Esto se debía a que, por un lado, muchos de esos partidos simplemente no tenían la fuerza, la representatividad o el tamaño para ganar un distrito. Pero quizá más importante en la determinación de este resultado fue la manipulación que llevaron a cabo diversos gobiernos priístas para asegurar la dilución de la oposición en los diversos distritos electorales del país. El distrito prototípico, sobre todo en las zonas urbanas, se diseñó para dividir a las colonias que pudiesen votar por la izquierda o la derecha para así asegurar una victoria del PRI. En ese contexto, la representación proporcional era la única manera de asegurar que todas las fuerzas políticas estuvieran representadas en el poder legislativo y, con ello, se evitara que procuraran otros métodos para hacerse presentes en los procesos de toma de decisiones.

Veinte años después, la realidad es otra. Los tres partidos políticos grandes tienen suficiente representación directa como para necesitar de la representación proporcional. Esto implica que la representación proporcional ha satisfecho su propósito original y, por lo tanto, debe ser desmantelada. En todo caso, de haber una actitud honesta por parte de los legisladores y partidos políticos, habría que iniciar un proceso de redistritación a fin de eliminar los entuertos que el PRI nos legó. Con ello, la representación proporcional dejaría de tener sentido y se podría apreciar el gasto excesivo y la duplicidad que representa. Sobre todo, sería posible reconocer la perversión que entraña para el desarrollo de la política y de la democracia en el país.

La reelección es necesaria y urgente. Pero establecerla en el contexto actual, sin eliminar la representación proporcional y sin crear mecanismos de equilibrio del lado del poder ejecutivo, constituiría una nueva afronta contra la democracia y la ciudadanía. Quizá eso sea grato para los políticos y burócratas que, para todo fin práctico, han tomado el control de la política mexicana. Mas no es satisfactorio para la ciudadanía. Sobre todo, no es satisfactorio para el desarrollo del país: de no cambiar sus formas, los legisladores y burócratas que hoy dominan el proceso de toma de decisiones van a llevar a una nueva crisis política. La reelección debe ser un mecanismo que asegure los intereses de la ciudadanía, no de los políticos. Por eso la reelección y la reforma electoral van de la mano o no podrán avanzar.

Cidac

Viñetas y paradojas

Luis Rubio

La sociedad mexicana lleva años sin ver las suyas. Sin embargo, el paso del tiempo y el devenir de otras sociedades demuestran que la historia no se construye en un solo día. Por el contrario, en la trayectoria de una sociedad muchas veces se dan dos pasos para adelante y uno para atrás; esos son los bemoles inevitables, y hasta necesarios, del progreso y la modernidad. Son inevitables porque muchos de los problemas que hoy enfrentamos eran impredecibles o, en todo caso, por las características de nuestra historia, irresolubles bajo un gobierno priísta. Y quizá sean necesarios porque sólo enfrentando los problemas es posible darle forma a las estructuras e instituciones políticas que permitan el surgimiento de un sistema de gobierno efectivo. Alrededor del mundo existen múltiples ejemplos de los que podemos aprender, para bien y para mal. Lo que sigue son algunas apreciaciones de situaciones internas y externas que conforman una película de contrastes.

Este tour tiene, como resulta obvio, su punto de partida en nuestro propio país. Los mexicanos estamos en medio de un fuego cruzado a cargo de dos instituciones disfuncionales: el legislativo y el ejecutivo. El poder legislativo no parece encontrar su camino; aunque hay mucho de loable en la interacción entre los partidos al interior de las cámaras, es claro que falta todavía un cuerpo colegiado funcional que reciba o emita iniciativas de ley, las analice, procese y discuta hasta dejar y aprobar un texto idóneo, capaz de ser instrumentado en la realidad cotidiana. La combinación de los remanentes del viejo presidencialismo, la ausencia de mecanismos de rendición de cuentas y la ingente influencia de intereses especiales y partidistas sobre los legisladores, ha llevado a la parálisis y a la disfuncionalidad permanentes. Muchos legisladores apelan, de manera razonable, a sus circunstancias particulares para destacarse del conjunto, pero eso no quita que el poder legislativo, como cuerpo, nos tenga  anclados en la época del presidencialismo más recalcitrante, con la diferencia que ese modelo resulta inconsecuente con la era de la globalización (económica y de la información) y tras la desaparición del presidencialismo de antaño.

El ejecutivo enfrenta problemas distintos. Por la parte institucional, la presidencia mexicana no fue diseñada para un sistema de equilibrio de poderes, sino, simple y llanamente, para mandar. Al no existir los mecanismos de antaño que hacían posible esa manera de funcionar, la presidencia mexicana fue arrojada a la orfandad y despojada de los instrumentos con que habitualmente operaba. En lo individual, el presidente Fox no se ha distinguido por su ánimo o capacidad para conducir los destinos del país en este nuevo entorno de pesos y contrapesos. Claro está que el concepto de “conducir” en un sistema de equilibrio de poderes o, al menos, de contrapesos, no guarda relación con el poder y libertades de que gozaban sus antecesores priístas, pero en la actualidad no ha habido ni siquiera el intento. A lo anterior se suma la falta de una política de comunicación y un utopianismo que sólo impide avanzar hacia una dirección que pudiese ser aceptable por la mayoría de los mexicanos, comenzando por sus políticos.

Basta con echar un vistazo a los cambios ocurridos en Rusia para contrastar nuestra penosa situación. A poco más de una década del fin de la Unión Soviética, Rusia ha retornado a un sistema de gobierno semiautoritario. Luego de una década en que el entonces presidente Yeltsin dejó que las fichas cayeran por donde fuera y la economía experimentara una de las tradicionales “montañas rusas” que nosotros sufrimos en los ochenta (lujuria económica seguida de crisis cambiaria), el ascenso de Putin a la presidencia constituyó un gran alivio para la mayoría de los rusos. Por el lado positivo, el nuevo mandatario acabó con los excesos, introdujo un sentido de orden y creó condiciones propicias para que la economía se recuperara de una manera extraordinaria. Por el lado negativo, Putin sometió a la prensa, renacionalizó (muchas veces en forma virtual) diversas empresas, todo ello violando garantías y derechos elementales en cualquier sociedad que se precia de democrática. Y, sin embargo, el presidente Putin no sólo tuvo una votación aplastante para reelegirse sin problemas, sino que goza aún hoy de una extraordinaria popularidad. Desde una perspectiva democrática, la evolución reciente de Rusia constituye un retroceso, pero a la vez constituye un recordatorio de que la población de cualquier país requiere certidumbre y claridad de rumbo y eso es precisamente lo que Putin le ha dado. La pregunta es si Rusia logrará consolidar su proceso de modernización económica, aprovechar las ventajas de su creciente presencia en los mercados internacionales y su inminente incorporación en la Organización Mundial de Comercio. Como México, Rusia optó en los noventa por la apertura y la modernización; a diferencia nuestra, parece haber encontrado un camino más certero para lograrla.

India es otra historia de contrastes. Por años, India vivió una era de estancamiento aparentemente sin fin. País de enormes dimensiones y una población que acaba de rebasar los mil millones, ha conseguido mantener un régimen democrático por más de medio siglo, lo que no se tradujo en progreso económico. Sin embargo, súbitamente, en los últimos años, comenzó una verdadera transformación económica. Al inicio de los noventa, luego de la derrota del Partido del Congreso (el equivalente al PRI), una coalición de partidos de oposición, encabezada por el BJP, un partido nacionalista, lanzó una iniciativa de reforma económica que, en buena medida, rompía con todo lo que ese partido había sostenido por décadas. Al emprender un proceso de desregulación, disminuir el gasto público, liberalizar las importaciones,  comienza a surgir en India una pujante economía que había sido artificialmente obstaculizada por años y años. Contra toda expectativa, el BJP, que esperaba ganar su reelección hace unos cuantos meses, fue derrotado por un electorado esencialmente rural que reclama una mejoría equivalente a la experimentada por los habitantes urbanos. El partido del Congreso retorna al gobierno y, para sorpresa de todos, elige al arquitecto de las reformas económicas al inicio de los noventa para encabezar al nuevo gobierno. Cambió el partido en el gobierno pero las reformas económicas continúan. El nuevo primer ministro, Manmohan Singh, ha ofrecido atender los reclamos del electorado a través de una intensificación de las reformas económicas. Es decir, la solución para los perdedores hindúes es hacerlos ganadores, no asegurar que toda la población del país pierda, como se pretende en otras latitudes.

Europa se encuentra también en disputa por su futuro. Como resultado natural de su proceso de integración que comenzó hace ya más de cincuenta años y que ahora incluye a ocho naciones que por décadas vivieron bajo el yugo soviético, le llegó el momento de definir el tipo de estructura soberana que quieren construir. Algunos quieren avanzar hacia la integración política, en tanto que otros prefieren una integración parcial que no constituya una afronta a su soberanía en lo elemental. Luego de años de debates, el euro entró en operación, creando con ello dos zonas muy claramente diferenciadas: la de quienes están adentro y quienes quedaron fuera.

En la agenda política europea hay debates que fluctúan entre lo relativamente trivial (como podría ser, por ejemplo, el que todas las exportaciones europeas consignen el “Made in Europe”, cosa que los alemanes rechazan de manera tajante, pues estiman que “Made in Germany” representa una ventaja comparativa excepcional) y lo fundamental (la firma de una nueva constitución). El proyecto de constitución que produjo la comisión encabezada por el ex presidente francés Valery Giscard d’Estaign, constituye una amalgama de todos los acuerdos y documentos que fueron adoptados por la Comunidad Europea a lo largo de los años. Los críticos del proyecto sostienen que si se pretende crear una nueva nación, el modelo a seguir debería ser el norteamericano, que en 1787 adoptó una constitución que partía de los derechos individuales. A propósito e inspirada por este modelo, la revista The Economist publicó un proyecto de constitución de tres o cuatro páginas, en contaste con las centenas que contiene el proyecto de Giscard. Quienes apoyan el proyecto afirman que no podía ser de otra forma, pues es imposible comenzar de cero y no construir sobre lo existente. La pregunta para Europa es si actualizará el pasado o construirá el futuro. Independientemente de cómo resuelvan su debate constitucional, la visión que triunfe determinará en buena medida el éxito no sólo de su economía, sino del proyecto continental.

En México estamos a la mitad del camino. En contraste con Rusia, hemos avanzado hacia el debilitamiento de las estructuras políticas tradicionales, pero sin construir un esquema institucional que permita el desarrollo de un gobierno efectivo y funcional para la toma de decisiones, en un entorno de rendición de cuentas que no se convierta en un obstáculo para el desarrollo. En contraste con India, hemos dejado que las disputas políticas paralicen a la economía e impidan que siga adelante en su desarrollo. No sólo las reformas que serían necesarias para transformar al país duermen el sueño de los justos y no terminan por enmendar los errores del pasado, sino que se deja que rencillas personales e intereses partidistas y sindicales socaven los derechos del conjunto de la población. A semejanza de Europa, hemos perdido el rumbo y no sabemos cuál es el mejor camino para salir del atolladero.

En lugar de procurar mecanismos pragmáticos –como podría ser compartir el poder y desarrollar instrumentos que faciliten negociaciones entre partidos para ceder en unas cosas y ganar en otras, todo ello como parte de la normalidad democrática que permite soluciones creativas-, el gobierno y los partidos se empeñan en obstaculizarse mutuamente. Sólo en México los políticos ven al mundo con los ojos de la suma cero, es decir, lo que uno gana lo pierde el otro, como si estuviéramos en un mundo distinto al del resto.

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La necedad de retornar al presidencialismo

Luis Rubio

No ha pasado ni una década desde el fin de la era del presidencialismo exacerbado y ya todo mundo parece nostálgico y decidido a recrear lo perdido, pero ahora por otros medios. Unos denostan el gobierno dividido que nos rige, en tanto que otros evocan la figura del mandamás, pero ahora en la forma de un primer ministro o coordinador del gabinete. Quienes proponen estas fórmulas, están (correctamente) preocupados por la parálisis que caracteriza a nuestro poder legislativo y por la incapacidad de plantear, y sacar adelante, una agenda de desarrollo para el país. Aunque pudiera parecer contra intuitivo, quisiera plantear que la solución a nuestro problema político-legislativo reside no en la recreación de una presidencia fuerte o de unidad, sino en la construcción de mecanismos institucionales que hagan funcional al gobierno dividido.

Comencemos por la definición del problema. El sistema político mexicano no fue diseñado para la competencia electoral; más bien fue concebido en la etapa post revolucionaria como un mecanismo para procurar la estabilidad política. Si uno se sitúa en la década de los veinte del siglo pasado, los problemas principales eran la violencia política, la ausencia de mecanismos para la toma de decisiones y la falta de un sentido de dirección para el país en general. Los revolucionarios que triunfaron en la gesta militar y que lograron la pacificación del país, no contaban con mecanismos políticos institucionales para organizar la lucha por el poder, lo que les llevaba a matarse en las calles. El sistema político ideado por Plutarco Elías Calles buscaba, como objetivo primordial, la institucionalización del poder político. Un nuevo partido, el abuelo del PRI, incorporaría en su seno a todos los grupos políticamente relevantes de la época a fin de asegurar que la competencia por el poder fuese pacífica y debidamente controlada. Años más tarde, en la era cardenista, el partido agregaría a su objetivo de estabilidad el del control político sobre la población a través de los llamados sectores (campesino, sindical, popular y militar). El vértice de todo el sistema era el presidente de la República, cuyos poderes eran vastos precisamente porque contaba con el partido como mecanismo para hacer cumplir sus prioridades.

Entre 1968 y 2000, el viejo presidencialismo se fue erosionando hasta que, con el triunfo del PAN, se desmoronó. La gran pregunta es si la parálisis posterior a la alternancia se debe a la ausencia de los viejos mecanismos de control o a la imposibilidad del actual gobierno de crear un espacio de interacción política que permita formar coaliciones susceptibles de avanzar una agenda legislativa. La pregunta no es ociosa y la respuesta que se le dé entraña definiciones fundamentales sobre cuál es el mal que hay que corregir.

Quienes proponen la creación de un mecanismo intermedio de decisión en el poder legislativo un primer ministro o equivalente- están preocupados primordialmente por la ausencia de mecanismos automáticos de generación de mayorías. Suponen que, a través de la elección de un jefe de gobierno en el Congreso podrán eliminar las consecuencias negativas de un sistema político como el actual, caracterizado por al menos tres partidos grandes en el poder legislativo sin que ninguno tenga mayoría absoluta. Es decir, el móvil de su respuesta tiene que ver con la inviabilidad del viejo sistema presidencialista.

Otra manera de entender el problema es observar lo que ocurrió del 2 de julio de 2000, cuando Vicente Fox derrotó al PRI, al 1° de diciembre en que asumió el poder, así como a lo largo de los primeros meses del gobierno actual. A partir de esta observación es al menos posible elaborar una hipótesis: la gestión del triunfador no estuvo a la altura de las circunstancias y eso provocó la parálisis actual. De ser correcta esta conjetura, nos enfrentaríamos al riesgo de proponer soluciones a un problema inexistente donde el remedio sería peor que la enfermedad. Veamos.

Todos sabemos que nada se hizo para preparar el terreno a un escenario político posterior a la derrota del PRI en una contienda presidencial. Podemos especular todo lo que queramos al respecto, pero el hecho tangible es que nunca se preparó un mecanismo de substitución al viejo sistema presidencial. Entre los miedos de los priístas a enviar una señal que sugiriera la posibilidad de su derrota y su disposición a entregar el poder en caso de perder en las urnas, y la total falta de responsabilidad de las administraciones que fomentaron el cambio económico siempre y cuando eso no implicara un cambio político (como si ambos fueran autónomos), los gobiernos anteriores al 2000 prefirieron el camino fácil de no decidir, confiando en lo mejor. A pesar de ello, tampoco es posible minimizar las circunstancias del momento; a final de cuentas, algunos de los sectores duros del PRI habían dejado claro que no estaban dispuestos a perder el poder por ningún motivo: en palabras de Fidel Velázquez, citando de memoria, llegamos al poder por las armas y sólo con las armas nos lo van a quitar. Sea como fuere, el hecho es que el país entró a la era de la alternancia sin instrumentos.

La responsabilidad del cambio político recayó, lo quisiera o no, sobre la espalda de Vicente Fox. El día del triunfo, el día del no nos falles, el país contaba con toda la herencia del viejo sistema político y sólo dos instituciones transformadas e idóneas para la nueva realidad política: el IFE/TRIFE y la Suprema Corte. Todo el resto permanecía casi inamovible, mucho más parecido a la realidad de los años veinte y treinta del siglo pasado que a las necesidades de un país moderno y con cien millones de habitantes a cuestas, muchos de ellos en condiciones sociales y económicas intolerables. Lo urgente en ese momento era negociar un pacto que permitiera la adopción de una ambiciosa agenda de reforma política y económica que, congruente con ese momento excepcional, transformara al país de una vez por todas.

Aunque el equipo de transición del entonces presidente electo intentó negociar un acuerdo de esa naturaleza con el PRD, sus principales preocupaciones se centraron en frivolidades como las de los head hunters, viajes a Sudamérica, Canadá y Estados Unidos, visitas que enviaban señales muy específicas, pero que también evidenciaban una profunda ignorancia del entorno interno o de los límites de lo posible en el exterior. En lugar de concentrarse en la tarea interna, donde el reto era, como hoy sabemos, mayúsculo, el presidente electo desperdició la oportunidad de su historia.

La oportunidad era única no porque existieran los mecanismos idóneos para enfrentar la nueva realidad, sino porque el contexto, la coyuntura, difícilmente podía ser más propicia. En aquel momento, los priístas, el partido más numeroso tanto en el Congreso como en el Senado, se encontraban a la defensiva. Algunos de sus miembros, los más recalcitrantes, se les veía de verdad temerosos. Pensaban que el nuevo gobierno, a la vieja usanza priísta, atacaría a su partido, giraría órdenes de aprehensión al por mayor y, así, entronizaría al nuevo presidente a costa de ellos. Tan inseguros se encontraban que veían el fin acercarse. Ese era el momento de fincar los cimientos del nuevo sistema político. Tras el rechazo del PRD para construir un acuerdo de largo alcance, el gobierno de Fox tuvo en sus manos la oportunidad de llegar a un acuerdo con el PRI para crear lo que ahora se busca hacer por otros medios: una coalición gobernante. En ese momento, lo conveniente era pintar una raya respecto al pasado, jugando con la posibilidad de pintarla más tarde o más temprano, según se comportaran los priístas.

A pesar de los problemas estructurales que sin duda enfrenta el país, mucha de las soluciones que se proponen son, con frecuencia, un tanto forzadas. Pretenden reparar el daño causado por la falta de astucia y visión en el momento crucial. Las soluciones que se proponen tienden a orientarse hacia la reconstrucción del viejo presidencialismo en lugar de a hacer funcional un sistema de alternancia de poderes que es lo que, insistentemente y en una elección tras otra, los electores demuestran preferir. En vez de escuchar ese llamado, los políticos invocan el viejo presidencialismo pero ahora sin presidente.

Mejor sería visualizar las ventajas de la división de poderes. Un gobierno donde el presidente y el congreso son de partidos distintos entraña ventajas que no se han aprovechado, comenzando por la más elemental: un gobierno dividido con mecanismos apropiados obliga a los participantes a negociar entre sí para definir una agenda común. Es decir, orienta a los partidos hacia el centro. Cuando el presidente y la mayoría del congreso son del mismo partido, como en la era del PRI, la oposición tiende a polarizarse. Desde el 2000 padecemos la recreación absurda de esa polarización, tanto por la manera de operar del presidente como por la falta de unos cuantos mecanismos, simples pero efectivos, para facilitar la cooperación entre las facciones partidistas. En presencia de esos mecanismos, el partido que se rehúsa a cooperar queda marginado; lo contrario a lo que ocurre hoy, donde todo premia la polarización. Un gobierno unificado produce lo que hoy tenemos: un sistema político disfuncional que genera polarización y enojo entre los políticos y los votantes. Ninguna de las soluciones propuestas resuelve este problema porque ignoran que era el poder de imposición del viejo presidencialismo, y no su legitimidad o poder de convencimiento de la oposición, el que hacía que las cosas funcionaran.

El verdadero problema es que estamos atorados y ninguna idea, por brillante que sea, va a resolver ese problema. Joaquín Villalobos, ex guerrillero salvadoreño, escribe algo digno de pensarse para poner en contexto nuestra parálisis actual: El mejor final en un conflicto no es alcanzar la victoria total. La guerra de El Salvador no terminó porque derrumbaron el Muro de Berlín, ni porque EUA quitó la ayuda al ejército salvadoreño; terminó porque después de veinte años y 80,000 muertos, los que combatíamos en ambos lados nos dimos cuenta de que, aunque el país era pequeño, todos cabíamos en él. México es mucho más grande que la pequeña nación centroamericana. En el 2000 hubo la oportunidad pero se desperdició. Urge recrearla.

 

Gobierno, ¿para qué?

Luis Rubio

El país vive días que no por divertidos dejan de ser aciagos. Nadie parece tener claridad sobre el lugar que ocupa en la vida política nacional, ni la función que le corresponde desempeñar. El congreso, la “más alta tribuna de la nación”, por aludir a la vieja jerga oficial, es denigrado por sus miembros, quienes no entienden el papel de un poder legislativo ni le confieren el menor valor a su propia investidura. El gobierno federal, por su lado, da muestras de abandonar sus responsabilidades. Los precandidatos de todos colores y sabores se desviven por llegar a la presidencia, pero ninguno ofrece un programa sensato y viable para el desarrollo del país; nadie se perfila con propuestas que trasciendan los lugares comunes, pero sí dan muestras ostensibles de recuperar estrategias y medios que ya probaron no ser adecuados, por más que puedan ser populares. Nadie se revela con deseos de ejercer el liderazgo que el momento reclama y enfrentar el toro por los cuernos. A la mitad de todo este vendaval, es inevitable preguntarse quién está a cargo del changarro.

El país está estancado. Aunque la economía experimenta un ritmo de crecimiento nada despreciable, el país parece estar a la expectativa; como si un acontecimiento mayúsculo tuviera que ocurrir para que todo mundo concentre sus capacidades y se ponga a trabajar. El empresariado clama por soluciones, sólo para encontrarse con el sólido muro, eso sí, unificado, de los políticos que se rehúsan a comprender que su función es precisamente la de producir soluciones a los grandes (y pequeños) entuertos nacionales. La responsabilidad medular de la política, comenzando por el Estado (es decir, todos los poderes públicos), es la de hacer posible la vida en sociedad, y eso incluye en forma prioritaria a la economía, cuyo fracaso estentóreo resume los problemas del sistema político actual. Ese, y no otro, es el verdadero reto de cualquier “reforma del Estado” que se pretenda llevar a la práctica.

Si el país pudiera renacer y todos los mexicanos tuviésemos los conocimientos y la experiencia adquiridos hoy, sería posible diseñar un sistema político apropiado a nuestra realidad, compatible con nuestra historia y responsivo ante los retos y complejidades del momento. Es decir, si pudiéramos inventar un nuevo sistema político que resolviera los problemas que hoy percibimos como infranqueables, que creara incentivos para la cooperación y la sana competencia electoral y política y que desarrollara lo mejor de las instituciones políticas que en otras regiones han probado su eficacia, entonces el mundo sería perfecto y no habría de qué preocuparse. Pero ese es un sueño guajiro y todos los políticos mexicanos tienen que comprenderlo así. Por más que se juntaran los mejores diseñadores y arquitectos políticos del mundo, el punto de partida tiene que ser lo existente y no lo que sería deseable. En consecuencia, es imperativo dejar a un lado el mundo ideal para tratar de darle funcionalidad al sistema político actual. Una vez que se resolviera lo fundamental, quizá sería posible intentar un vuelo más ambicioso.

Son pocos los momentos en la historia de las naciones en que es posible llevar a cabo una transformación radical. Lo típico es que países e instituciones se renueven de manera parcial y paulatina, en el marco de pequeñas coyunturas, no de grandes rompimientos. Es fácil, y sin duda envidiable, observar los grandes replanteamientos que se dieron en sociedades como la española y la sudafricana, la chilena  y muchas de las del este de Europa. Pero se trata de circunstancias excepcionales, muchas de ellas en un contexto autoritario. Cada uno de esos casos ofrece una explicación particular para entender qué hizo posible una reconstrucción integral. El punto es que se puede soñar con una reconfiguración total de la estructura e instituciones de la política mexicana, pero es poco factible que, en las circunstancias actuales de polarización y conflicto, tal empresa sea concebible o, incluso, deseable. A final de cuentas, un celo excesivo en intentarlo puede acabar desatando fuerzas incontroladas de cambio, cuyo efecto podría acabar siendo mucho peor de aquello que se perseguía reparar.

La visión maximalista de la reforma del Estado ha sido brillantemente articulada por Porfirio Muñoz Ledo. Su propuesta incluye una reorganización completa del sistema político, la creación de nuevas instituciones, la adopción de un sistema parlamentario o semi parlamentario, entre otros puntos. Constituye, sin duda, un esfuerzo integral por responder a las deficiencias que el sistema político mexicano ha evidenciado en estos años. Su proyecto, como el de otros que han explotado una veta similar, se da en un contexto por demás precario. Los ánimos restauradores dentro del PRI son poderosos y hay más de un priísta que ha hecho suya una sola tesis: el problema de México reside no en las deficiencias institucionales del sistema ni en la falta de pericia política del presidente Fox, sino en la ausencia de un gobierno duro, capaz de imponer el orden y un sentido de dirección. Inspirados tal vez en el estilo del presidente ruso Vladimir Putin, muchos priístas, y no pocos personajes de otros partidos, creen que la solución radica en restaurar lo que indebidamente se perdió. Ese es el entorno dentro del cual tiene que concebirse la reforma del Estado posible.

Antes de comenzar a reformar las instituciones existentes, es imperativo definir el problema que se pretende resolver. Si uno adopta una visión de lo mínimo que es imperativo reformar para que el país pueda retornar a un cauce de normalidad, los problemas adquieren una perspectiva más manejable. En función de lo anterior, los problemas que me parecen centrales son los siguientes: a) el sistema político premia la parálisis legislativa y la confrontación política; b) la estructura institucional es proclive a la irresponsabilidad fiscal; y c) el sistema electoral no es representativo, hace imposible la rendición de cuentas y concentra demasiado poder en los partidos políticos. El lector puede coincidir o diferir respecto a la importancia de los temas aquí expuestos, pero lo crucial es precisar temas para los que pudiera haber soluciones específicas. Un cambio radical quizá sea deslumbrante en el papel, pero su instrumentación sin duda sería conflictiva y sumamente disruptiva. En cualquier caso, vale la pena explorar el tipo de medidas necesarias para atacar el problema como aquí ha sido definido.

La parálisis legislativa se puede atacar de diversas maneras, algunas más ambiciosas que otras. La reelección de legisladores ayudaría de manera decidida a modificar los incentivos que en la actualidad someten a los legisladores a sus líderes partidistas y los alejan de sus electores, cuando no del propio ejecutivo. La reelección sería un instrumento esencial de la democratización del sistema político mexicano, pero es imposible instrumentarla mientras se mantenga el sistema híbrido de representación directa y proporcional que caracteriza a nuestro poder legislativo. Así, aunque deseable, la reelección tendrá que esperar el soplo de vientos menos polarizantes.

Pero la parálisis legislativa puede erradicarse y la distancia que hoy priva entre ejecutivo y legislativo puede cerrarse a través de la llamada ley guillotina, un mecanismo parlamentario inventado en Francia que concede al poder legislativo un número de días perentorio para discutir una iniciativa del ejecutivo. En este marco, los legisladores pueden aprobar, modificar o rechazar la iniciativa, pero si no lo hacen dentro del periodo establecido en la iniciativa, ésta se aprueba automáticamente. Se trata de un medio para obligar a los legisladores a actuar frente al ejecutivo.

El dispendio fiscal es no sólo preocupante, sino potencialmente devastador. La mayor parte de los mexicanos no sabe que la deuda contingente relacionada con las pensiones de los empleados gubernamentales (ISSSTE), de las paraestatales y los Pidiregas se eleva de manera exponencial. Mientras eso sucede, el poder legislativo actúa como si el mundo se fuera a acabar mañana. Los gobernadores demandan recursos hoy y nadie se preocupa por lo que pudiera ocurrir después.

En la actualidad, el precio del petróleo está desbordado, lo que ofrece la oportunidad de ahorrar los ingresos excedentes y emplearlos cuando esos precios se caigan, como inevitablemente ocurrirá o, todavía mejor, para pagar la deuda existente. El problema es que no hay incentivos para actuar así: en lugar de maximizar el bienestar del país, los políticos sólo maximizan el propio, lo que les lleva a elevar el gasto al máximo posible. Sería mejor cambiar las reglas del juego: que cada gobierno estatal y municipal recaude impuestos en su propia localidad mientras el gobierno federal ofrece una enorme zanahoria para premiarlos. Por ejemplo, podría transferirle a cada gobierno subnacional dos pesos por cada uno que recauden y ese monto se podría elevar si la recaudación rebasa un determinado nivel.

Por último, es necesario modificar la legislación electoral. En esto, los partidos tendrán que confrontar sus intereses de corto plazo con el creciente abandono de la población, que se manifiesta en elevados niveles de abstención. Clave en esto será convertir al ciudadano en la razón de ser del sistema electoral a través de la reelección, aunque con la limitante antes mencionada, y entrarle de lleno, ahora sí, al tema del financiamiento electoral, que es cada vez más obsceno en montos y fuentes. Hay que reducir drásticamente el financiamiento público, imponer severos límites a donativos individuales y crear, dentro del IFE, una estructura de supervisión implacable.

Ninguna reforma resolverá todos los problemas, pero unas cuantas modificaciones bien articuladas podrían hacer una gran diferencia, quizá mucho mayor a las pretendidas con un cambio radical.  El chiste es no perder claridad en el objetivo. Lo prioritario es buscar un rápido y sostenido crecimiento de la economía. Ello requiere hacer todo lo posible por institucionalizar al sistema político, y no minar lo poco que existe.  Por encima de todo, es necesario dejar de buscar culpables para invertir los esfuerzos en  procurar soluciones.

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Países ricos y pobres

Luis Rubio

Pocos temas son tan polémicos como el del desarrollo económico de un país. No lo es, en cambio, reconocer que unos países son ricos y otros pobres. Algunos, muy pocos, han encontrado el camino a la riqueza; otros, la mayoría, persisten en afianzar y profundizar su pobreza. Parecería elemental que para lograr el desarrollo, todo lo que tiene que hacer una nación pobre es imitar a las ricas. Sin embargo, más de cien años de experimentos de esta naturaleza revelan que, por obvio que parezca, éste no es un camino evidente. Al menos una razón crucial para explicarlo es que los países pobres tienden a caracterizarse por su incapacidad para separar los mitos de las realidades. Y en la medida en que ambos se mezclan, el resultado es, porque no podría ser de otra manera, más subdesarrollo. México no es excepción en este proceso.

Todo mundo puede distinguir con nitidez a los países pobres de los países ricos. Aunque diferentes en sus características específicas, todas las naciones ricas comparten muchas semejanzas, mientras que las pobres son todas diferentes. Cada una de las naciones europeas tiene una trayectoria que la diferencia de las otras; muchas de ellas cuentan con una historia todavía más larga de conflictos, guerras e invasiones entre sí. Y, sin embargo, más allá de sus diferencias de lenguaje y tradición, preferencias y formas de gobierno, sus semejanzas en términos de calidad de vida y de desarrollo cultural y político son enormes. Los países pobres, por su parte, sólo tienen diferencias que mostrar: cada uno puede explicar con precisión por qué sigue siendo pobre, quién es culpable de ello y, sobre todo, por qué es imposible romper con los círculos viciosos de la pobreza. En Tanzania la explicación es drásticamente distinta a la de Brasil y ésta incompatible con la de los paquistanos, pero todos ellos son países pobres que no parecen tener la habilidad para romper con los fardos que los paralizan. El dicho lo dice todo: como México no hay dos. Es un poco como decía León Tolstoy de las familias felices: a diferencia de las infelices, donde cada cual tiene una historia que contar, las familias felices son todas, a pesar de sus diferencias, muy similares.

Mientras que hay un conjunto de naciones ricas, incluyendo a un pequeño grupo de naciones subdesarrolladas que avanza con celeridad en la misma dirección, hay otro, mucho mayor, que se mantiene en la pobreza. Cada una de las naciones ricas tiene características propias que responden a su historia. De esta manera, Francia cuenta con un sector paraestatal amplio (aunque declinante), en tanto que en Estados Unidos se rechaza de entrada la noción de que el gobierno juegue un papel directo en la actividad económica. En Alemania el gobierno dispensa subsidios de manera masiva (por ejemplo hacia la antigua Alemania oriental), en tanto que en el Reino Unido se favorecen los mecanismos de mercado para resolver problemas de inequidad regional. Las diferencias son evidentes, pero las semejanzas son patentes.

En el ámbito económico, por ejemplo, todas las naciones ricas, y todas las que aspiran a ser ricas y están haciendo algo al respecto, presentan algunos factores que son constantes y prácticamente indistinguibles. Para comenzar, las empresas son el centro de atención de la economía. No hay ningún país rico que ignore la trascendencia de las empresas para la creación de riqueza, la creación de empleos y, por lo tanto, para su desarrollo económico. La centralidad de las empresas no es un asunto de preferencia: existe un reconocimiento de que, más allá de las diferencias particulares entre cada país, como las mencionadas en el párrafo anterior, las empresas son la principal fuente de dinamismo de una sociedad. Esto contrasta fuertemente con las nociones imperantes en una nación pobre tras otra en el sentido de que es el gobierno el responsable de producir, distribuir, regular y controlar a las empresas privadas. Este mito comenzó a desecharse en los ochenta en México, pero comienza a restablecerse en las mentes de un creciente número de políticos en la actualidad.

La centralidad de las empresas es un concepto amplio que abarca un tratamiento fiscal competitivo, un sistema de regulaciones que permita crearlas y operarlas, además de morir cuando eso sea la respuesta idónea a las condiciones del mercado, y un sistema legal que hace posible el intercambio, la inversión y, en general, el funcionamiento de las empresas. Es decir, un entorno en el que las empresas gozan de una legitimidad amplia y la mayoría de los jóvenes piensan en emplearse en una de ellas o crear una nueva. Esto contrasta con nuestra realidad, en que la población, en parte gracias a la retórica asociada a la lucha de clases y en parte a abusos que se perciben por parte de algunos empresarios, tiende a ver al empresario con recelo. Muchos mexicanos son empresarios y actúan como tales, pero no osan llamarse así porque temen ser identificados con un concepto que se asocia a la maldad y el abuso.

Los países hoy ricos no siempre lo fueron. En los siglos XVIII y XIX, algunas naciones comenzaron a crear un entorno favorable para el desarrollo de sus economías, en tanto que otros tendieron a preservar sistemas económicos y políticos feudales o semifeudales. En términos generales, los países que comenzaron a propiciar el desarrollo de una economía dinámica y ahora son ricos, crearon un régimen fiscal tan benéfico para las empresas, que casi ninguna pagaba mayor cosa en impuestos; tampoco impusieron obstáculos a la creación y desarrollo de las empresas y todas, sin excepción, desarrollaron sistemas legales que conferían una amplia protección a la propiedad. La receta de su éxito no es esotérica ni difícil de duplicar; lo difícil es aceptar las premisas sobre las cuales se construyó toda esa riqueza.

Los países que hoy van camino al desarrollo, como ilustran varias naciones asiáticas, Chile e Irlanda, ha logrado romper con su pasado de pobreza porque han adoptado patrones similares a los que dieron lugar a la riqueza de las naciones que hoy son desarrolladas. Esas naciones han imitado las condiciones que hicieron ricos a sus predecesores en las épocas anteriores. Es decir, aunque todos ellos quisieran contar con los niveles de vida, así como los servicios e instituciones sociales similares a las de Suecia, Alemania o Francia de hoy, gran parte de su éxito se debe a que comprendieron que esos beneficios en realidad privilegios- son consecuencia de la creación de riqueza y no un factor que acompaña al proceso de progreso y enriquecimiento.

Los países que hace cien años se hicieron ricos no contaban con instituciones sociales como las que hoy ilustran la calidad de la civilización en diversos países desarrollados alrededor del mundo. Más bien al revés: se hicieron ricos porque sus empresarios no enfrentaron impedimentos y obstáculos diversos. En lugar de que los políticos de entonces vieran a las empresas como una vaca a ser ordeñada cada vez que las cuentas fiscales no cuadraban, como suele ocurrir al final de cada año en nuestro país, existía un sentido de dirección que jamás les llevaba a cuestionar la legitimidad de las empresas o su centralidad para el desarrollo.

La depresión que parece ser característica permanente de lo que hasta hace tres lustros fue la Alemania oriental lo que se ha dado por llamar el mezzogiorno alemán- es sugerente del problema. Aunque la Alemania occidental ha invertido una fortuna (y más) en la modernización de la infraestructura de la antigua Alemania oriental, parte del paquete incluyó la imposición de todas las normas e instituciones económicas y sociales que los alemanes occidentales habían desarrollado. En lugar de que todo esto se convirtiera en una fuente interminable de riqueza, toda la inflexibilidad de la economía de Alemania occidental fue transferida a la antigua zona de influencia soviética, con lo que se impidió el desarrollo de un nuevo empresariado. Las instituciones de Alemania occidental que incluyen el sistema fiscal, los mecanismos para la determinación de los salarios mínimos y todo un sistema de reglamentación para la operación de la economía (como horarios, pensiones y demás)- podrían ser lógicas y sostenibles en una economía rica, desarrollada y exitosa, pero constituyeron un fardo infranqueable para la nueva región que se incorporó al país. La lección alemana es imponente.

Mientras otras naciones se hacen ricas, nosotros nos empeñamos en preservar los factores que causan y hacen perdurar la pobreza. No sólo parece haber un emergente consenso político respecto a la necesidad de abandonar los pocos mecanismos de mercado que ya funcionan en la economía mexicana, sino que se doblan las campanas por retornar a la era de los setenta en que el gobierno decidía todo a costa de la estabilidad política, el crecimiento de la economía y la oportunidad de progreso que para los sesenta ya comenzaba a caracterizar a la población del país. En sus manifestaciones aparentemente más benignas, el ímpetu hacia el subdesarrollo se manifiesta en la adopción y defensa de regímenes de seguridad social, sindicalismo, propiedad paraestatal y control de recursos naturales que no sólo no son compatibles con el desarrollo económico, sino que asfixian a la economía y sociedad mexicanas. El punto de todo esto es que existe la oportunidad de imitar a los ricos para ser ricos. Pero lo opuesto es igualmente obvio: mientras sigamos copiando a los pobres seguiremos siendo pobres.

Casinos

Es una mala idea autorizar la instalación de casinos en México. La razón no es moral sino económica: los costos que los casinos le imponen a la sociedad son brutales, en tanto que los beneficios se limitan a sus dueños. Además de desplazar empleos y negocios previamente existentes, los casinos exigen una estructura policíaca y de supervisión que en México simplemente no existe. En ausencia de semejante estructura, los casinos abrirían la puerta a una nueva ola de criminalidad. Nadie tiene derecho de decidir cómo otros deben divertirse pero, por nuestra realidad objetiva, los casinos no se pueden evaluar como una fuente de diversión sino como una nueva fuente de incontenible criminalidad.

 

El dilema de la integración

Luis Rubio

México lleva décadas experimentando una integración silenciosa, pero segura, con la economía norteamericana. El cruce de mexicanos, legales e ilegales, al territorio norteamericano, es una circunstancia cotidiana que lleva décadas de funcionar. La zona fronteriza es una región casi totalmente integrada que, no hay duda, delimita, pero une más de lo que separa. El TLC fue una manera de reconocer esta realidad y darle forma legal, además de certeza jurídica al comercio bilateral y a la inversión productiva. Lo que el TLC no hizo (no podía hacer dadas las circunstancias) fue resolver el problema de la migración, ni establecer una plataforma lógica, sólida y estable para nuestra política exterior. La incongruencia resultante luego de diez años de TLC es patente: la integración económica prosigue de manera razonablemente ordenada, pero la migración se ha convertido en una fuente de tensión permanente, generando tensiones en el marco político interno. Es tiempo de reconocer la incongruencia y construir una plataforma viable y sostenible para nuestra de desarrollo.

El planteamiento inicial de política exterior del presidente Fox partía del reconocimiento de esa flagrante incongruencia: no podíamos seguir avanzando en una integración económica y comercial, sin la transformación de la política exterior en su conjunto. El planteamiento incluía una redefinición cabal de la relación bilateral, así como de la estrategia política hacia el resto del mundo. Independientemente del atractivo político que semejante redefinición pudiera guardar para distintos actores y sectores de la política nacional, las circunstancias del momento, sobre todo los ataques terroristas del año 2001, hicieron inoperante el esquema que se había diseñado en 2000. Nuestra respuesta, como siempre, fue la del bandazo: del acercamiento pasamos a la distancia, sin que ninguna respondiera a un planteamiento estratégico ni a la brutal incongruencia entre la realidad de nuestra economía y la política exterior.

Las incongruencias e insuficiencias del proceso de integración que caracterizan a la relación bilateral son pasmosas, pero quizá no sorprendentes. No cabe la menor duda que las dos economías experimentan un proceso de integración, como sugieren no sólo las estadísticas comerciales, sino incluso el ciclo económico. Pero también es cierto que las correlaciones estadísticas, indicativas de esa mayor integración, no se han traducido en una mejor infraestructura, en un sistema educativo idóneo para los requerimientos de la economía o en la transformación de la sociedad mexicana en su conjunto. Quizá más relevante que lo anterior sea el que llevemos casi diez años inmersos en un proceso formal de integración comercial y que los cruces ilegales en la frontera sigan siendo la característica más sobresaliente de la relación. La distancia entre el propósito integrador y las lagunas y deficiencias del esquema de integración no podría ser mayor.

Como complemento del proyecto de política exterior del actual gobierno, se planteó un arreglo migratorio que no sólo resolviera la situación de millones de mexicanos que residen ilegalmente en el vecino país, sino la de los que siguen demandando acceso a ese mercado de trabajo. Pronto, el tema migratorio cobró vida propia, convirtiéndose en una espada de Damocles para ambos gobiernos. El asunto migratorio es complejo y por demás sensitivo en ambos lados de la frontera, aunque por razones muy distintas. Al plantearse el tema en público, el asunto migratorio se convirtió en uno de vida o muerte para la política mexicana, mientras que fortaleció a los grupos más recalcitrantes en Estados Unidos. Lo peor es que todavía no queda claro en qué términos tendría que plantearse el acuerdo para que pueda adquirir visos de factibilidad política.

Aunque el tema migratorio se discutió en todos los foros, no es evidente lo que el gobierno mexicano pretendía negociar. Por ejemplo, mientras que en México se hablaba de una liberalización de los flujos migratorios (o sea, de libertad de tránsito), en Estados Unidos se hablaba de un número determinado de visas de trabajo. Más significativo es que todavía hoy, a casi cuatro años de que se planteara el asunto por primera vez, no es claro si el gobierno mexicano perseguía un tratado bilateral (que impusiera condiciones a cada una de las partes) o la aprobación de una legislación interna en Estados Unidos. La diferencia es trascendental.

Para México el tema migratorio se ha planteado como uno de derechos humanos, es decir, como el derecho inalienable de cualquier individuo de transitar de un lugar a otro y emplearse donde existan oportunidades. Para los estadounidenses, el cruce de la frontera convierte a un migrante en una persona ilegal o, en términos políticamente correctos, en un indocumentado. Millones de mexicanos se encuentran en esa situación, lo que es indicativo de que las realidades económicas han impuesto su voluntad sobre el control fronterizo.

Sea como fuere, lo que en México se percibe como un derecho humano (y, por lo tanto, no sujeto a negociación), en Estados Unidos se percibe como una violación de la legalidad que tiene que ser combatido. Como todos hemos podido ver, en la práctica, los norteamericanos han buscado o avanzado soluciones parciales (legales o de facto) al problema, pero han sido reticentes a aceptar el problema en los términos en que se debate en México. De esta forma, la “cédula de identidad” que emiten los consulados mexicanos ha ganado aceptación y el número de visas de trabajo ha ido en ascenso. Pero nada de esto implica la aceptación de la libertad de tránsito.

Aunque México era la parte demandante en el asunto migratorio, muy pocos mexicanos aceptarían una negociación al respecto. El día en que un congresista norteamericano sugirió la idea de liberalizar el mercado petrolero a cambio de liberalizar el de los flujos migratorios, la mayor parte de los columnistas y políticos en el país lo rechazó de manera tajante: ¡cómo se atrevían a plantear semejante sacrilegio! A pesar de todo, el tema migratorio se ha convertido una de las prioridades nacionales, independientemente de que nunca se haya planteado,  adentro del país, un esquema que reconozca la necesidad de dar algo a cambio y, hacia afuera, una plataforma de negociación que parta de la comprensión de los grupos de interés y factores reales de poder en aquel país. Y mientras eso no suceda, el gobierno seguirá a la defensiva frente al congreso, que ahora le reclama al presidente Fox lo que los norteamericanos no pueden satisfacer.

Desafortunadamente, el tema migratorio ha obscurecido otro mucho más grande, el de las incongruencias entre la realidad económica y la política gubernamental. La economía del país se encuentra estancada porque hemos perdido competitividad y porque nos rehusamos a llevar a cabo los cambios necesarios para recuperarla, es decir, por inacción nos desenganchamos de la locomotora norteamericana. Algunos de esos cambios son materia cotidiana de la política nacional, pero otros tienen que ver con los propios norteamericanos. Persiste un número enorme de obstáculos para una relación comercial y de inversión enteramente fluida y cuya resolución requeriría acciones bilaterales en temas como el aduanal, fitosanitario, tecnológico y demás. Mucho de esto es obvio para los especialistas desde que se firmó el TLC, pero otros temas han surgido como producto de la experiencia de diez años y, sobre todo, como resultado de la pérdida de competitividad. Además, la inseguridad pública, la impunidad en que opera la delincuencia y demás deficiencias de nuestro inexistente Estado de derecho, alejan todo nuevo proyecto de inversión extranjera. La competitividad del país era tanto mayor hace algunos años, que la existencia de obstáculos no restaba mucho; ahora que la competitividad es un problema grave, cada impedimento se torna enorme y con frecuencia infranqueable.

Cada uno de estos temas, desde el migratorio hasta el aduanero, tiene una dinámica propia y canales funcionales bilaterales a través de los cuales podría avanzarse; sin embargo, en la práctica, con frecuencia nos enfrascamos en arduos intercambios y nulos avances. Además, la nueva dinámica de la política norteamericana, sobre todo a partir del 11 de septiembre del 2001, hace difícil pensar en soluciones parciales. Es decir, tantas cosas cambiaron a partir de ese momento dentro de Estados Unidos, que los problemas y obstáculos se multiplican en lugar de disminuir. Lo que antes eran unos cuantos impedimentos fitosanitarios, ahora son nuevas reglas para el comercio de alimentos y productos que pudiesen ser empleados como armas o instrumentos en el contexto del terrorismo. Por más que se avance en algunos temas, el número total de asuntos crece como la espuma. Sin una visión integral, la integración de facto va a continuar, pero sin que se le saque todo el jugo y beneficios que podrían esperarse.

México tiene que hacer congruente su visión del desarrollo económico con la relación con nuestro vecino norteamericano. Muchos confían que con el relevo en la actual administración norteamericana todo cambiará, pero esta visión es por demás dudosa. Ciertamente, un presidente nuevo, en el 2004 o en el 2008, cambiaría la tónica y, concebiblemente abriría nuevos canales de comunicación; pero ningún cambio de administración o de partido en el poder significará que renuncien a las prioridades y criterios emanados de los ataques terroristas del 2001. Es decir, suponer que una administración distinta a la actual va a resolver nuestros problemas es no entenderlos a ellos ni ser capaces de comprender nuestros propias carencias internas.

Nuestra relación con Estados Unidos siempre ha combinado el pragmatismo con el rechazo histórico. En ocasiones, como sucede en la actualidad, la población es la pragmática (como lo ilustra la migración), en tanto que el sistema político juega al dogmatismo, echándole a otros nuestros propios problemas. La solución bien podría estar por otro lado: el día en que logremos conciliar la realidad interna del país con nuestra autoimagen será posible articular una política de desarrollo exitosa que sea compatible con nuestra realidad geográfica.  Mientras eso no suceda, seguiremos viviendo en un mundo de permanente fantasía.

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Chávez en la política mexicana

Luis Rubio

Hugo Chávez se ha tornado en un personaje central de la política mexicana. Más allá de los reportajes de prensa y los artículos de opinión en torno a su abrumador triunfo en el referéndum revocatorio en agosto pasado, el nombre de Chávez recorre los círculos de poder y la discusión intelectual, política y empresarial en México. Un poco como la célebre frase de Marx al inicio del Manifiesto del Partido Comunista, un fantasma recorre México, porque la estrategia política de Andrés Manuel López Obrador en su búsqueda por la presidencia de la República, se asemeja en muchos puntos al método de confrontación y ridiculización que Chávez empleó con tanto éxito en Venezuela.

Hasta la fecha, la asociación de Chávez con López Obrador sugiere tan sólo una preocupación: que más allá del estilo y discurso, el jefe del DF pudiera adoptar los modos dictatoriales y el populismo del sudamericano. Esta preocupación revela con nitidez la naturaleza de nuestro sistema político actual. El verdadero problema político de México no reside en que López Obrador o cualquier otro candidato a la presidencia pudieran ejercer poderes dictatoriales, sino que las instituciones políticas no son lo suficientemente sólidas como para limitar el abuso del poder por parte de cualquier presidente. Parafraseando a Karl Popper, no importa quién sea el gobernante, sino evitar que éste pueda abusar de su poder. El desarrollo institucional debería ser la preocupación central del presidente de la República quien, como personaje medular de la extraviada transición política, todavía tiene la oportunidad de emplear su capital político en lo único neurálgico: la construcción y consolidación de la democracia mexicana.

La preocupación sobre el futuro del país que, como fantasma, está presente en todos los ámbitos de discusión, decisión y pensamiento en el país y fuera de él, no debería sorprendernos. A final de cuentas, los bandazos políticos han sido  la característica central de la política mexicana desde los años veinte del siglo pasado. Aunque la creación del PRI logró que los bandazos tuvieran un límite temporal, éstos persistieron a lo largo de su reino. El riesgo es que nuestro sistema político siga caracterizándose todavía hoy como una monarquía sexenal no hereditaria, según expresión de Cosío Villegas, y siga siendo real la posibilidad del ejercicio dictatorial y arbitrario de las facultades presidenciales.

Algunos presidentes priístas emplearon sus enormes poderes con sabiduría y parsimonia, otros con arrogancia, descuido y arbitrariedad. Algunos emplearon el poder para destruir, otros para construir. Unos más sentaron las bases de una nueva era, otros destruyeron todo lo que existía antes de su llegada. Más de uno se comportó como Luis XIV, importándole un comino lo que ocurriera después de su mandato. Cada quien puede escoger a su héroe o villano favorito, pero dos cosas son destacables: una, en la política mexicana no hay acuerdo sobre quiénes fueron héroes y quiénes villanos, hecho que muestra la profundidad del conflicto actual en la sociedad mexicana. Dos, los poderes de la presidencia, al menos la presidencia histórica, eran tan vastos que hacían imposible el desarrollo del país en el largo plazo. El tema relevante es si esos poderes de facto siguen siendo igualmente amplios.

No cabe la menor duda que algunos de los cambios en las últimas dos décadas han acotado el poder de la presidencia y al menos sentaron los pininos de lo que eventualmente podría ser un sistema político funcional, con pesos y contrapesos efectivos. La impotencia de la administración del presidente Fox frente al congreso, sugiere que existen esos pesos y contrapesos, pero en ocasiones es imposible distinguir entre la falta de pericia política del individuo y la vigencia de mecanismos debidamente institucionalizados.

El drama que distinguió la redacción, dictaminación y aprobación de la ley de pensiones del IMSS sugiere que esos contrapesos son mucho menos sólidos de lo aparente: sin duda hubo un liderazgo más efectivo del proceso de negociación entre el ejecutivo y el legislativo, lo que debería aplaudirse, pero la celeridad, improvisación y falta de cuidado de la iniciativa misma, muestra que la antigua arrogancia que se le atribuía a los tecnócratas ahora reside en el legislativo. Ni hablar del espectáculo del pasado primero de septiembre. Hay algún avance, pero mucho menor de lo aparente.

Más al punto, las preocupaciones en torno a un posible gobierno de López Obrador se centran en el férreo control que ha ejercido sobre la Asamblea Legislativa del DF, la forma berrinchuda en que ha publicado presupuestos y legislaciones aprobados de manera indistinta por el legislativo local y, sobre todo, su propensión a hacer caso omiso de la ley, del poder judicial y de toda estructura o institución de la que depende la convivencia pacífica en el país. Pero lo que está mal no es el personaje del momento, sino el hecho de que alguien, quien sea, pueda ejercer el poder sin contrapesos.

En su famoso texto del Federalista número 51, James Madison argumentaba que las instituciones y los contrapesos son necesarios para evitar las veleidades de los individuos. Según Madison, si los hombres fuesen ángeles, no se requeriría un gobierno, y si los ángeles fueran a gobernar, no serían necesarios controles internos o externos sobre el gobierno. Pero como los hombres no son ángeles, decía Madison, requieren de mecanismos institucionales que limiten su poder y lo sometan a un proceso de revisión y contrapeso, precisamente para que nadie pueda abusar de la ciudadanía. El planteamiento de Madison forma parte de la columna vertebral de la concepción liberal de la sociedad según la cual la democracia se funda en el pluralismo, la discusión pública y abierta de las ideas, el respeto del contrincante, la igualdad de acceso, la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley y los pesos y contrapesos.

Hugo Chávez ha trastocado la esencia de la democracia liberal. En lugar de pluralismo, igualdad de acceso y respeto al contrincante, ha optado por la confrontación, el vasallaje partidista y el clientelismo; ha concentrado el poder en su persona y ha minado todo vestigio de institucionalidad en su gobierno. Cuando se expresan temores de la posibilidad de que alguien de la escuela de Chávez pudiera llegar al poder, lo que realmente se teme es que nuestras estructuras políticas no estén a la altura de las circunstancias, que los límites al abuso no sean tan sólidos como muchos creen y que la división de poderes, tan invocada como freno al presidente Fox, en realidad refleje sus propias incapacidades más que la solidez del sistema de instituciones vigente. La pregunta es qué se puede y debe hacer al respecto.

Sin duda, la situación política mexicana es muy distinta  a la venezolana, pero muchas de las circunstancias específicas no son del todo diferentes, al menos en concepto. Hugo Chávez ha abusado del poder por dos razones muy simples, ambas aplicables a México en mayor o menor medida. En primer lugar, ha logrado explotar las inmensas desigualdades que existen en su país para beneficio político propio. Sin el menor pudor, ha empleado los recursos petroleros para beneficio personal; ha utilizado todo el aparato gubernamental para atender a su base política y construir clientelas por encima de partidos, instituciones gubernamentales y organizaciones civiles; y ha creado un culto a su personalidad por parte de la población pobre, mayoritaria allá como lo es aquí. Lo peor de todo es que, a pesar de su retórica, no sólo no ha creado programas efectivos de combate a la pobreza, sino que la ha alentado para consolidarse en el poder. Chávez  abusa del poder sin pudor alguno y no existe nada que se lo pueda impedir. Eso es lo que no debemos permitir en México.

Chávez explotó la pobreza de su país en beneficio propio. Este es el tema de fondo: la posibilidad de que un demagogo pudiera, como en Venezuela, hacer florecer los instintos revanchistas de la población pobre y culpar de todos los males al resto de la sociedad. El problema no reside en que esa manipulación (o liderazgo, según se prefiera) sea posible, sino que exista una población pobre tan grande y resentida.

Aunque cualquiera que me haya hecho el favor de leer esta columna sabe bien que tengo una acentuada preferencia por las soluciones de mercado a los problemas económicos del país, estoy convencido de que se requiere una nueva agenda y estrategia para enfrentar el problema de la pobreza en el país. Esa agenda debería incluir elementos como los siguientes: reformas de fondo que rompan con los feudos que mantienen a los pobres en un círculo vicioso en el que todo, desde la educación hasta las remesas, para no hablar de subsidios indirectos, contribuye a arraigar un sistema ancestral de dominación; otorgar títulos de propiedad de la tierra a fin de que cada familia campesina tome control de su patrimonio; crear un mecanismo de otorgamiento de créditos a microempresas con garantía gubernamental, pero bajo el riesgo del operador bancario (mercado que se fortalecería con la titulación de la tierra); profundizar el combate a la evasión fiscal; eliminar las regulaciones que hacen florecer a la economía informal (en lugar de ampliarla a través de absurdos programas como el de changarros); y transformar la educación básica para convertirla en un instrumento de creación de capital humano y liberación personal, en lugar de la dependencia que hoy preservan. En suma, urge un programa que haga posible la movilidad social para que, en una generación, se rompa el círculo vicioso de la pobreza. Cuando los pobres perciban que hay un futuro dentro del statu quo lo harán suyo y ningún demagogo podrá hacer diferencia alguna.

El país tiene futuro no en la medida en que se impida la competencia política por medios que, aunque presumiblemente legales, no dejan de ser frívolos en un país en el que la legalidad deja mucho que desear. Lo que el país necesita es avanzar su transición política para completarla, consolidar la democracia, crear un Estado de derecho, reducir drásticamente la pobreza y, con ello, sentar las bases de una sociedad democrática y moderna. Esa es la manera en que se evitan las dictaduras. Todo el resto es mera demagogia.

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¿Persistir en el subdesarrollo?

Luis Rubio

Los monólogos y las confrontaciones están a la orden del día. El nivel del púlpito desde donde se lanzan los ataques se eleva día a día sin que se contribuya en algo al desarrollo o a la legalidad. La presidencia habla de un país que vive una época de gloria y transformación sin paralelo en nuestra historia. El discurso es rico en ejemplos y llamados a comprender la gran obra que está en ciernes; sin embargo, los logros percibidos por la población son magros. El discurso debiera servir para orientar, liderar y encauzar los ánimos y esfuerzos de la población, no para vender una noción del mundo que choca con percepciones profundamente arraigadas y que, por lo tanto, constituyen una realidad para quienes así las viven. Ciertamente, las percepciones dominantes pueden estar equivocadas, chocar con la realidad; sin embargo, no por ello dejan de constituir una visión del mundo y, por lo tanto, una realidad política con la que hay que lidiar. Pero eso no es lo que está ocurriendo.

Dos dinámicas chocan de manera sistemática en la realidad política actual. Una es el intento del gobierno federal por restablecer la legalidad a través de un juicio de desacato; y la otra tiene que ver con la creciente polarización de la sociedad mexicana. Una retroalimenta a la otra, creando un caldo de cultivo por demás riesgoso para la estabilidad política y el desarrollo económico. Ningún discurso que ignore esta situación podrá ser convincente e idóneo para encauzar la vida política nacional.

No hay nada más encomiable para un país subdesarrollado y paralizado en su vida política que su gobierno se ostente como el guardián de la legalidad y el paladín de la civilidad. La función del gobierno es, precisamente, cumplir y hacer cumplir la ley. Antes que cualquier otra cosa, un gobierno que entiende su responsabilidad y función en el desarrollo debería estar dedicado al cumplimiento de lo establecido por la ley, salvaguardando con ello los derechos de la población y la esencia de una convivencia pacífica en la sociedad. En la medida en que un gobierno avanza en esa dirección, el país consolida un sistema político fundamentado en reglas, del todo contrario a nuestra realidad histórica de caudillaje y corrupción.

Lo peculiar de la forma en que el gobierno del presidente Fox optó por abrazar la causa de la legalidad es que, primero, lo hace después de cuatro años de ignorarla, como ilustra el patético caso del aeropuerto en Atenco. Pero, más importante, la forma y momento en que decidió emprender el juicio de desacato no sólo no avanza la causa de la legalidad, sino que contribuye indirectamente a afianzar nuestras peores tradiciones y legados de caudillaje y corrupción. En la medida en que la aplicación de la ley se torna en algo voluntario, su legitimidad desaparece y, con ello, cualquier pretensión de vivir en un Estado de derecho. Tenga o no razón el presidente Fox en su querella con el jefe del Distrito Federal, el hecho de que el asunto sea producto de su voluntad y no del ejercicio estricto, sistemático e imparcial de la ley retrasa, en lugar de avanzar, el desarrollo político y democrático del país.

El juicio de desacato y, tratándose de lo que está de por medio, su inevitable politización, no ha hecho sino elevar el nivel de conflicto en la sociedad y el riesgo de inestabilidad, además de acentuar la polarización que ya de por sí es un rasgo preocupante de nuestro tiempo. Difícil imaginar un panorama más complejo para una administración surgida de la oposición a un sistema que estructuralmente fue incapaz de afianzar un Estado de derecho. Peor aún cuando el propio presidente se ha tornado en una fuente de polarización lo que, además de fortalecer a sus enemigos, envilece sus propios logros, que no han sido pocos a pesar de las apariencias y percepciones negativas.

La polarización de la sociedad mexicana es una realidad política y económica con la que nadie está lidiando. El gobierno federal cierra los ojos ante ella y la oposición aprovecha para explotarla y acentuarla con fines políticos y partidistas evidentes y para deleite de los grupos de presión que siguen viviendo de privilegios excepcionales. La pregunta es hacia dónde lleva y a quién beneficia la polarización.

La polarización es un hecho innegable y no particularmente nuevo en la sociedad mexicana. Los contrastes entre pobreza y riqueza son ancestrales y constituyen una fuente de permanente contradicción en el discurso político y en las políticas públicas emanadas de decenas de gobiernos a lo largo del tiempo. Lo que ha cambiado es el contenido político de esa realidad económica. Hasta hace no muchos años, la desigualdad económica no se manifestaba políticamente. Por supuesto, existían choques y polémicas en torno a la mejor manera de entender y enfrentar el problema (controversias que persistirán mientras la realidad objetiva no se altere), pero la lucha de clases no era una característica predominante de la política mexicana. De hecho, toda la estructura del corporativismo priísta fue concebida y construida precisamente para evitar que la desigualdad se tradujera en una fuente de conflicto político.

La polarización que hoy es la característica más prominente de la vida política nacional surge de una combinación de factores, entre los que destacan al menos tres: las crisis económicas; la muerte gradual del corporativismo priísta y el nacimiento de un sindicalismo paraestatal cuasi independiente; y, finalmente, la aparición en la escena política del PRD como un partido de confrontación. Estos tres factores se retroalimentan, creando un espacio propicio para la gestación de disputas irresolubles, máxime cuando todo esto ha coincidido, sobre todo en los últimos diez años, con la ausencia de presidentes capaces de comprender la naturaleza del fenómeno o los riesgos asociados a éste. Vayamos por partes.

Las crisis económicas alteraron todos los patrones de comportamiento en la sociedad mexicana. Aunque la desigualdad económica y social ha estado presente desde tiempos coloniales, el crecimiento económico conseguido por los sucesivos gobiernos postrevolucionarios creó una dinámica de progreso impulsora de movilidad social y de un orden de prioridades a escala nacional, personal y familiar que contribuían al desarrollo normal de la sociedad. Uno puede criticar la lógica política y la corrupción que acompañaron a la administración económica durante la era priísta, pero nadie puede negar la transformación que tuvo lugar en el país entre los años veinte y sesenta del siglo pasado. Al fin de los sesenta, el país contaba con una clase media pujante, las familias de cualquier nivel socioeconómico- asociaban la educación con el progreso y ahorraban para comprar una primera casa y así sucesivamente. La sucesión de crisis que comienza en 1976 vino a dar al traste a todo ese marco de transformación gradual.

A partir de 1976, la sociedad mexicana comienza un periodo de desgaste y erosión que culminaría en 1995, cuando las deudas bancarias ahogan a miles de familias urbanas, sumiéndolas en la pobreza. En contraste con la pobreza rural de antaño, la pobreza urbana no deja muchas alternativas. Una familia en el campo puede valerse de sus propios medios para sobrevivir; una familia urbana acosada por la inflación, el desempleo y la falta de oportunidades, no tiene para donde hacerse. De su propia realidad objetiva y de la aparición de liderazgos manipuladores se crea un ambiente por demás propicio para culpar a alguien de la situación. En lugar de que el entorno conduzca al trabajo y a la superación, como había ocurrido por décadas, las crisis crean un entorno de desesperación en el que otros son culpables y uno ya no tiene que ser responsable de sí mismo.

La creciente competencia internacional no ayuda al proceso. Peor, la competencia de las importaciones dentro del país y la urgencia de generar exportaciones a como dé lugar, erosiona las estructuras corporativistas del PRI, deja sin claridad de dirección a millones de empresarios pequeños que no entienden la nueva realidad económica ni tienen capacidad para enfrentarla por sí mismos. Al mismo tiempo, separa nítidamente a los sindicatos de empresas que están sujetas a la competencia de aquellos, fundamentalmente de empresas paraestatales u otros monopolios, que aprovechan el río revuelto para independizarse, pretendiendo que nada ha cambiado y que sus privilegios son no sólo intocables, sino, como Luis XIV en Francia, producto de un designio divino. Esos sindicatos arremeten contra todo y jamás reconocen que sus propios privilegios, como ilustra el caso reciente, pero no excepcional, del IMSS, son, en parte, causa de la parálisis que vive el país. Otra fuente interminable de confrontación y polarización.

El PRD nació precisamente en el corazón de está vorágine de crisis y cambio político y económico. Desde su nacimiento, primero como Frente Democrático Nacional, el PRD empleó la confrontación como medio para transformarse en un partido y realidad de referencia obligatoria. La polarización se convirtió en un instrumento de acción al servicio de la trasformación que ese partido le ha querido recetar al país. Es evidente que el PRD no es la causa de la realidad objetiva que propicia la polarización, pero tampoco es posible negar que su estrategia a lo largo del tiempo igual frente a la política económica de liberalización comercial que las privatizaciones, el Fobaproa y la corrupción- ha sido más de confrontación y polarización y menos de construcción o desarrollo. El PRD convirtió a la polarización en una realidad política nacional, misma que se refleja en la violencia verbal y física extendida en el país en la actualidad. Cuando le toque gobernar tendrá que lidiar con las consecuencias de su propio actuar.

Más allá del discurso político, cada vez más irrelevante en este ambiente de confrontación, el gran ausente es la política. En ausencia de concordia social y de un Estado de derecho, sólo la política puede conducir a acuerdos, consensos y decisiones que permitirían salir del marasmo en el que los políticos unos por bondadosos y otros por audaces- nos han dejado. No es un panorama atractivo el que nos han legado, pero tampoco uno carente de soluciones y posibilidades. Nada, sin embargo, sugiere que se estén creando las condiciones para hacerlas posibles.

 

Modelo económico agotado

Luis Rubio

La mayoría de los mexicanos percibe que el modelo económico está agotado y que es tiempo de cambiarlo. El hecho de que la economía mexicana haya comenzado a crecer de nuevo este año no ha cambiado esa percepción. Si algo, lo contrario está ocurriendo: hay una sensación generalizada de que el modelo de desarrollo económico que se adoptó hace dos décadas ha beneficiado sólo a unos cuantos. Más allá de las posturas retóricas que dominan el debate público, lo cierto es que el problema económico de México reside en que el modelo económico no ha sido incluyente y ha dejado afuera a una gran parte de la población. La respuesta correcta a este problema no es la de abandonar el modelo en un sentido genérico, sino crear formas que permitan a toda la población subirse al carro de la globalización y gozar de sus beneficios de una manera mucho más efectiva y acelerada.

El problema no es exclusivamente mexicano. Hace poco, los votantes hindúes rechazaron en las urnas al gobierno que les había dado diez años de crecimientos superiores al 6% en promedio, cifra sin precedentes en aquel país. Las reformas que se iniciaron al inicio de los ochenta en esa nación asiática y que fueron calando poco a poco, llevaron a una verdadera revolución tecnológica e industrial que ha transformado a vastas regiones de India. India no sólo compite con China en varios sectores manufactureros, sino que ha desarrollado servicios de alto valor agregado (sobre todo software) que han alterado patrones de vida, la percepción de oportunidades y creado una nueva plataforma para el desarrollo de ese país. Esta revolución ha creado empleos bien pagados para más de cien millones de hindúes (o sea, el equivalente al total de la población mexicana), que han pasado a formar parte del mundo moderno. Desde cualquier perspectiva, las reformas económicas de ese país han sido un éxito contundente y, sin embargo, el partido que las promovió perdió las elecciones.

El caso de India no es muy distinto al nuestro, aunque sus manifestaciones sean distintas. Encuestas de salida el día de la elección mostraron un patrón muy claro con dos vertientes: por un lado, regiones y segmentos de la población beneficiados con las reformas votaron abrumadoramente a favor del partido y gobierno que las enarboló; el triunfo de la oposición (el partido del Congreso) se debió esencialmente al resentimiento de quienes no han percibido beneficio alguno. Por otro lado, y esto es lo interesante, el mensaje que arrojan esas encuestas no es “olvidémonos de las reformas y busquemos un nuevo camino”, sino “yo también quiero ser parte de esa economía exitosa”. Este mensaje fue tan claro y contundente que la líder del partido ganador, Sonia Gandhi, decidió no postularse a sí misma como primer ministro (lo que dictaba la tradición y costumbre), sino que nombró como primer ministro nada más y nada menos que a Manmohan Singh, el ministro de finanzas que, hace quince años, diseñó las reformas que insertaron a la India en el marco de la globalización. Para apreciar la relevancia de este nombramiento se podría decir que es como si Andrés Manuel López Obrador nombrara al dúo Aspe-Serra para conducir la economía a partir del 2006, pero con el mandato de extender los beneficios a toda la población.

La situación de la economía política de México en la actualidad no es muy distinta a la de India. Ambas naciones han transitado por dos décadas de cambios significativos con resultados muy encomiables, aunque no generalizados. En ambos casos, una parte importante de la población ha visto su vida transformarse para bien y ha encontrado nuevas oportunidades de desarrollo personal y familiar. Pero igualmente evidente es el hecho de que, en ambas naciones, millones de personas se han quedado al margen de los beneficios y no han tenido acceso, ni los medios, habilidades o capacidades, para razonablemente aspirar a insertarse en los circuitos económicos ganadores. Tanto India como México, dos naciones complejas, milenarias, llenas de historia y tradición, han experimentado una fractura en sus sociedades debido a los cambios económicos. En ambos casos, una porción amplia de la población no sólo se ha quedado rezagada, sino que se percibe como perdedora, castigada, literalmente desahuciada.

La gran pregunta sobre la política económica mexicana es si ésta debe cambiar de rumbo. No es necesario más que ver la televisión o revisar cualquier diario para percibir el conjunto de monólogos, frecuentemente viscerales, que sostienen posturas dogmáticas al respecto. Unos claman por mantener el rumbo a cualquier precio porque sólo así se garantiza el acceso al Nirvana, en tanto que otros culpan al “modelo” (el neoliberalismo, la globalización, el capitalismo) de todos los males terrenales, si no es que también los infernales. La realidad, todos lo sabemos, tiene tres componentes muy claros: primero, no hay hacia donde retornar, porque el pasado no era tan benigno como suelen afirman quienes critican el viraje de política económica de las últimas décadas; segundo, la globalización es una realidad que no podemos evitar ni negar y sobre la cual, en todo caso, hay que aprender a aprovechar, como lo han hecho con éxito tantas otras naciones del mundo; y, no menos importante, el “modelo económico” que tanto se aprecia y desprecia no está funcionando para lograr esa inserción exitosa e incluyente hacia la globalización. En suma, no hay que abandonar el modelo de desarrollo, sino reconocer sus limitaciones  y proceder a corregirlas, así como profundizar sus fortalezas para que efectivamente cumpla su cometido.

El modelo económico que se ha seguido a lo largo de las últimas dos décadas tiene un sentido estratégico claro y totalmente compatible con la realidad del mundo que nos ha tocado vivir. Pero ese modelo no ha sido incluyente ni ha ofrecido los instrumentos idóneos y necesarios para que la población se pueda subir al carro y ser parte de una economía exitosa. Independientemente de las culpas que se pudieran atribuir por estas carencias, es claro es la política económica de modernización se desarrolló de manera paralela a un sistema político totalmente incompatible con el objetivo y espíritu del modelo económico. Dos ejemplos ilustran esta afirmación: por un lado, mientras que la política económica promovía la competencia, el desarrollo individual y la elección libre del consumidor, el sistema político (estamos hablando de los ochenta) promovía controles verticales, la verdad oficial y la presencia de monopolios absolutos y anti-competitivos. Por otro lado, la política económica requería (y requiere) de flexibilidad, iniciativa individual, capacidad de reacción, pero la realidad sindical es una de privilegios corporativistas, imposición de grupos y control de la educación, factores que impiden la adaptación y el desarrollo exitoso de las personas, al tiempo que impone costos prohibitivos para el desarrollo de las empresas. Es como si se le pide a Maradona que meta goles con una pierna enyesada.

La economía mexicana no avanza porque persisten los remanentes de un sistema político corporativista que la ahoga y reduce el potencial de desarrollo a las personas y empresas que, no obstante, tienen la capacidad de darle la vuelta a los obstáculos burocráticos, económicos, institucionales y políticos que la realidad le impone. Nadie quiere ser perdedor en este mundo, pero muchos mexicanos han sido condenados a ello al no contar con las habilidades e instrumentos para poder tener la oportunidad de ser ganadores. Por más que la retórica política incite a la rebelión contra el famoso modelo económico, los miles o millones de mexicanos que se sienten marginados entienden bien que lo importante no es cambiar por cambiar, sino ser parte del equipo ganador. Y eso requiere cambios fundamentales.

Si uno se deja llevar por la retórica, los defensores de la economía popular serían los sindicatos de sectores monopólicos, como el IMSS, Pemex, el magisterio, etc., los burócratas vividores que añoran la era de los subsidios y los permisos, y los políticos que enarbolan un discurso que, por sonar bonito, llaman “progresista”. Cada uno de esos grupos privilegiados de la sociedad mexicana le impone enormes costos al mexicano común y corriente. Baste pensar en el sindicato magisterial y su control sobre aparato educativo del país para medir las consecuencias. El diseño educativo que éste representa fue concebido para mantener controlada y disciplinada a la población, no para conferirle habilidades, capacidad de adaptación y creatividad que son la esencia del éxito de una economía moderna.

De la misma forma, el sector paraestatal y sus sindicatos le imponen un costo desmesurado al desarrollo de las empresas y, por lo tanto, a la creación de empleos. Gracias a las estructuras corporativistas, sindicales y paraestatales que siguen dominado la vida político-económica del país, las empresas tienen que pagar mucho más por la energía que consumen, por la seguridad social y por los servicios que requieren que sus competidores en el resto del mundo. La burocracia que sigue controlando a buena parte de la economía mexicana, impide que se creen nuevas empresas y, por lo tanto, que el mexicano común y corriente cuente con la oportunidad de desarrollarse y ser parte de una economía pujante y exitosa.

En este contexto resulta obvio que el problema económico de México no reside en la política económica, sino en todos los factores institucionales y políticos que ahogan a la economía y al sector productivo, cerrando oportunidades de desarrollo al conjunto de la población. Es ahí donde hay que atacar y de manera decisiva. La realidad política imperante le impone costos tan elevados a la población mexicana que hace imposible el desarrollo de su potencial. Basta observar el enorme número de mexicanos exitosos en Estados Unidos para apreciar que el problema no es la política económica, sino la política a secas. Es tiempo de que un Singh mexicano encabece la política de desarrollo.

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Mirando hacia atrás

Luis Rubio

El país parece obsesionado con ir para atrás. Unos se sienten más seguros al amparo del pasado, en tanto que otros se empeñan en hacer viable un mundo que quizá ya no puede ser pero que, en todo caso, no es particularmente atractivo. Muy elocuente es la forma  como se observa y debate la evolución de la economía mexicana: la obsesión con la que se quiere recrear un mundo industrial que, a estas alturas, ya no es particularmente rentable. En lugar de ver hacia adelante en aras de construir una economía fundada en el valor agregado, la tecnología y los servicios, todo el discurso público parece obstinado en fabricar productos industriales que ya no generan empleos (ni ingresos elevados) y que, para colmo, actualmente acaparan economías con costos de mano de obra mucho menores.

La gran pregunta es si pretendemos desarrollar al país elevando los niveles de ingreso de la población y construyendo una economía sólida y próspera con una sociedad más equitativa o, por el contrario, si queremos competir con los salarios más bajos en las industrias más competidas y con menos futuro. Es decir, queremos volver a 1975 o avanzar hacia el 2025. La respuesta parecería obvia, pero eso no es evidente en el debate público actual, las posturas de los políticos, algunos empresarios o el ánimo de la población.

Si uno observa con distancia los temas que apasionan y obsesionan a los políticos y que proliferan en los medios de comunicación, resalta el hecho de que éstos suelen ser los menos importantes. El país se consume en debates estériles y disputas sobre nimiedades cuando uno los contrasta con los temas que de verdad importan. Al discutir el presupuesto, los legisladores se concentran en cómo van a limitar la deuda de tal o cual estado o cuántas subsecretarías se deben recortar, cuando lo verdaderamente importante es preguntarse por qué tenemos un sistema educativo tan pobre y malo, no obstante los billones de pesos que se destinan al sector. Las líneas ágata que se le dedican al precio del petróleo sugieren ese afán por no cambiar nada (o, en todo caso, qué tanto hay que apretarse el cinturón de disminuir su precio), en lugar de concentrarse en planteamientos sobre cómo transformar a esa industria para convertirla en puntero de nuestro desarrollo. Los empresarios viven quejándose de los precios de la energía en lugar de pensar en nuevas industrias o, más bien, servicios, cuyo potencial es descomunalmente superior (cierto, el precio de la energía y de otros servicios públicos es clave, pero lo es porque seguimos viviendo en un mundo industrial que se consume por la creciente competencia mundial). Los temas de fondo, los temas del futuro, están ausentes. Todo mundo parece concentrado en preservar el pasado.

En lo que a la economía respecta, el país está ensimismado. El gran tema que domina y abruma las mentes, así como discurso de la mayoría de empresarios y políticos, es cómo sostener la economía del pasado, es decir, la industria basada en la producción de bienes que hoy se han convertido en meras mercancías. Las economías que hoy son maduras se hicieron ricas porque, además de contar con una estructura legal, una infraestructura física y un sistema educativo de verdad, invirtieron en las llamadas industrias básicas como la electricidad, el acero, la petroquímica y los fertilizantes. Con el paso de los años, otras industrias, además de las básicas, se sumaron a ese mismo concepto, incluyendo la farmacéutica, automotriz, química y más recientemente las computadoras. El problema es que virtualmente todas esas industrias se han globalizado y cualquiera puede competir en ellas, lo que ha tenido el efecto de deprimir los precios internacionales y disminuir su rentabilidad. Mucho de la competencia que hoy representan productores chinos e hindúes, taiwaneses y brasileños se debe a que fabrican estas mercancías industriales (commodities) con estructuras de costos menores a las nuestras.

El principal cambio que ha experimentado la economía mundial en las últimas décadas responde al tránsito de la producción basada en la fuerza física a la fundamentada en el uso del cerebro. El cambio es dramático. Quienes hoy producen bienes como lo hacían sus ancestros décadas o siglos atrás, viven en un mundo donde lo que importa es la administración de las líneas de producción y el uso de la mano de obra por su capacidad física. Seguro que la eficiencia de esas empresas se ha elevado con el tiempo, pero la empresa sigue produciendo lo mismo de una manera muy similar.

En contraste, las empresas cuya característica medular descansa en el uso de la capacidad de raciocinio de su personal, están en otro mundo. Pueden producir los mismos bienes que las empresas que fabrican vidrio o acero a la manera antigua, pero su manera de producir, diseñar, comercializar es del todo distinta. Son compañías de servicios que fabrican algo, no empresas industriales dedicadas a la fabricación de una mercancía. Las primeras utilizan la tecnología para producir mejor, invierten en ingeniería y diseño, administran sus marcas y comercializan sus productos como si fueran empresas de servicios. Algunas elaboran programas de computación, pero muchas otras siguen en productos industriales, aunque se apartan del todo de los fabricantes tradicionales. La clave de su rentabilidad está en los servicios, no en la fabricación.

La combinación de tecnologías de comunicaciones, diseño, fabricación y comercialización en todo, desde la producción de bienes tradicionales como papel, zapatos o computadoras, pero también software, energía o crédito bancario, ha transformado al mundo. La rentabilidad de las empresas que se encuentran en estos campos no se deriva de la producción misma de los bienes, sino del valor agregado que la empresa genera a lo largo de su proceso. Emplean la tecnología para elevar su productividad más allá de lo que puede imaginar cualquier empresa tradicional. En lugar de competir con fabricantes chinos cuya rentabilidad con frecuencia emana de costos básicos como energía o mano de obra, compiten por los servicios adicionales que ofrecen, la innovación, la administración de sus marcas, la comercialización y logística y el desarrollo de propiedad intelectual. La empresa tradicional invierte en máquinas; la empresa de servicios invierte en conceptos o en los medios para desarrollarlos. Dos empresas pueden vivir una junto a la otra, vender productos similares y, sin embargo, ser muy diferentes.

La realidad del país, con muchas y muy encomiables excepciones, es una  dedicada a sostener, proteger y subsidiar a las empresas que no tienen futuro como creadoras de riqueza o empleos. Basta asomarse al tipo de debate que se presenta en la prensa, por el propio gobierno, el congreso y las convenciones empresariales para advertir un virtual consenso que parece clamar por un retorno forzado hacia el pasado. Se estima que el proteger lo que existe es la mejor manera de avanzar hacia el futuro, aun y cuando todos reconozcamos la falacia del concepto. De esta manera, se inventan impuestos para proteger a la industria del azúcar en vez de transformarla; se crean salvaguardas para proteger industrias viejas en lugar de revolucionar todo el aparato educativo. El futuro está en otro lugar.

En lugar de lamentar la pérdida de empleos, la égida de empresas maquiladoras o la falta de nuevas inversiones, el país debería estar transformándose para hacer posible el nacimiento de una nueva plataforma de desarrollo económico. Si la economía moderna depende de las habilidades mentales, lo que se requiere es un sistema educativo volcado hacia el desarrollo de la capacidad de raciocinio, para lo cual el modelo educativo actual no sirve. La propia formación de los maestros choca con lo que demanda la economía del futuro. No es un asunto de dinero, sino de prioridades, énfasis y  liderazgo. La única manera de generar empleos hoy y en el futuro es desarrollando las habilidades que el trabajo requiere. Por ello, cualquier estrategia de desarrollo que tenga posibilidad de ser exitosa tiene que partir del entrenamiento y la educación en temas como matemáticas y computación, ingeniería y tecnología. En todo caso, los esfuerzos podrían concentrarse en impulsar una sólida educación primaria y secundaria en matemáticas, lenguaje y capacidades analíticas. ¿Cuántos de los egresados de la escuela ni siquiera saben leer o escribir, para no hablar del uso  de algún tipo de software? India, nación de más de un billón de personas, ha logrado educar, con estos criterios y enfoques, a más de cien millones de individuos, o sea, varias veces más que la totalidad de nuestra fuerza de trabajo. A la luz de esto, no es difícil explicar el impacto que está teniendo en toda clase de industrias de servicios en el mundo.

Nosotros tenemos dos opciones. Una es seguir peleándonos por volver al pasado. La otra es inventar y hacer posible el futuro. Por más que los políticos se rasguen las vestiduras por los empleos perdidos o las empresas que se encuentran en problemas, lo urgente es concentrarnos en la creación de nuevas oportunidades. Parte de ello tiene que ver con el desarrollo de tecnologías, pero mucho más con todo lo que se dice pero no se hace, como las reglas del juego (seguridad pública, Estado de derecho, propiedad intelectual, respeto a los contratos, etc.), la estabilidad macroeconómica y la educación. Un papel crucial lo juega también la reorientación del debate y del discurso político. Lo imperativo es pensar hacia adelante, buscar nuevas oportunidades y concentrar todos los esfuerzos, públicos y privados, hacia ese objetivo.

El país tiene dos posibilidades. Una es seguir perdiendo el tiempo en reconstruir lo que no tiene o en lo que no se puede fincar un futuro. Por supuesto, muchas empresas viejas van a seguir existiendo, empleando y funcionando. Pero es obvio que ahí no hay futuro porque, fuera de lo que logremos capturar de  inversiones de este tipo que emigran de la economía estadounidense (y que cada vez son menores porque China resulta un destino más atractivo), ya no hay más opciones. La alternativa es concentrarnos en construir el futuro, debatir qué es posible y abandonar la inútil discusión sobre la historia o lo que pudo haber sido, pues nada de eso da de comer.

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