Luis Rubio
Nadie puede dejar de estar preocupado ante los acontecimientos que sobrecogen al país. Los narcos le han declarado la guerra al gobierno, guerra que podría ser sangrienta y sin cuartel. Por su parte, la lógica de la sucesión presidencial crea incentivos entre los aspirantes y sus partidos para ahondar las diferencias, exacerbar los conflictos y suponer que el caos resultante será benéfico para su causa. Lo mismo para los gobernadores, que minimizan el problema como si no fuera suyo. En adición a ello, en lugar de una estrategia clara, respuestas contundentes y actos de Estado, el gobierno responde con una caravana de patrullas en tanto que los medios festinan a los narcos y les dan una prominencia inusitada. Los políticos del viejo estilo celebran los problemas del presidente Fox. Alguien debiera recordarles que un país destruido y derrotado no resuelve ningún problema a nadie.
Decir que el control del país ha dejado de estar en manos del gobierno, parece una verdad de Perogrullo a estas alturas. Entre la falta de control y coordinación dentro del propio gobierno y la ausencia de una estrategia, ya no digo de desarrollo sino al menos de seguridad pública, el país comienza a hacer agua. Además de la falta de control, cada una de las entidades gubernamentales responsables, directa o indirectamente, de la seguridad, ha seguido una lógica distinta y contrastante con las otras, frecuentemente en abierto conflicto. Más allá de las intenciones, la evidencia demuestra que cada entidad tiene su propia agenda y objetivos. Nadie las coordina. El embate del narco ha sido tan fuerte como no anticipado. Si se acepta la definición del Estado de Max Weber como aquél que tiene el monopolio del uso de la violencia, nuestra realidad muestra a un Estado que ha perdido su carácter de tal, al ceder el monopolio de la violencia a grupos de criminales.
Todo esto ocurre en un entorno de extrema fragilidad institucional. Aunque el discurso revolucionario siempre privilegió la noción de que el país contaba con instituciones fuertes e inamovibles, lo cierto es que antes que instituciones, lo que teníamos era un sistema de control y disciplina muy articulado que permitía mantener el orden público y la paz social. En el momento en el que se retiró el perno que constituía el vértice de todo el sistema, el presidencialismo, se vino abajo la estructura de control y, con ello, el orden público y la paz social. En la medida en que el poder ejecutivo fue perdiendo instrumentos y facultades (mucho de ello de manera consciente y voluntaria), la sociedad adquirió nuevas libertades, pero la ausencia de una estructura institucional acorde a esa nueva realidad generó la situación de desorden y caos potencial que hoy nos ha tocado vivir.
La responsabilidad de la situación actual recae en la falta de visión de los presidentes y gobiernos que, a conciencia o no, dieron pasos e hicieron posible, un cambio en el régimen político, sin construir, en forma paralela, nuevas instituciones y formas de hacer política que fuesen compatibles con una democracia emergente. Muchos políticos observan nuestra realidad actual y usualmente de manera burlona afirman que el error estuvo en liberalizar la economía, “ceder” el control de las elecciones a instituciones como el IFE y el TRIFE y, en general, abandonar la política de control que por tantas décadas mantuvo la estabilidad. Se equivocan esos políticos y quienes coinciden con ellos. La liberalización económica y política que ha experimentado el país (insuficiente y, en muchos sentidos, incoherente) fue menos producto de una estrategia de cambio que una reacción (sin estrategia o plan) ante el estancamiento económico y el creciente conflicto político de los setenta y ochenta. La realidad es que el país ha transitado de un mundo de aislamiento y control hacia una situación de desorden porque los sectores duros de gobiernos anteriores impidieron que se desarrollara una estrategia comprensiva de cambio, además de que esos gobiernos fueron incapaces de ver más allá de sus intereses inmediatos y de las circunstancias del momento.
Sea como fuere, el país se enfrenta hoy ante una tesitura por demás grave. Instituciones débiles, discurso político radicalizado, ataques a las instituciones que sí funcionan, autoridades incompetentes y grupos no institucionales deseosos de aprovechar el río revuelto, se han combinado para crear un caldo de cultivo particularmente fértil para el conflicto político y, potencialmente, la erosión de la incipiente democracia. La fragilidad institucional se manifiesta de manera particular en la extraordinaria relevancia que han cobrado personas en lo individual dentro del aparato gubernamental y de las instituciones del Estado: lo importante en este momento de crisis son las personas, no las instituciones. De seguir los golpes ni eso funcionará.
Pero esta transición del mundo autoritario del pasado al desorden del presente ha venido saturada de paradojas. Entre los priístas está de moda emplear el término “orden“ o “desorden” para caracterizar al gobierno federal y a la situación política del país en general, sin jamás reparar en el hecho de que las libertades de que gozan son producto de esa misma realidad. El poder legislativo, un contrapeso del poder ejecutivo en el presente, se recrea en el uso de esas libertades y facultades que antes eran inconcebibles hasta en la retórica. Pero quizá la peor de las paradojas tiene menos que ver con las nuevas (y bienvenidas) libertades (producto del desmantelamiento del viejo orden más que de las acciones del gobierno actual) que con la dinámica de la sucesión presidencial.
La lucha por la sucesión que ahora comienza de manera formal entraña incentivos por demás perturbadores. En su afán por lograr la nominación y, eventualmente, la presidencia, los precandidatos (declarados o no) tienen todos los incentivos para ser absolutamente irresponsables. Festinar los errores y torpezas del gobierno en turno es algo no sólo natural en cualquier juego democrático, sino que constituye un factor esencial para la democracia, pues cumple la función de informar a la ciudadanía sobre la realidad del país a la vez que obliga a proponer opciones. La combinación de quejas, críticas y posturas desde distintos puntos de vista sirve al ciudadano para normar un criterio sobre los partidos y candidatos que tiene frente a sí. Aunque la democracia mexicana es incipiente, no hay razón para pensar que, en una situación normal, el ciudadano es incompetente para decidir con certeza y claridad de propósito.
Pero la realidad actual del país dista mucho de caer en ese supuesto. El gobierno mexicano se encuentra acosado y, fuera de unas cuantas respuestas más o menos certeras, ha sido incapaz de contener el embate del narco. En la lógica de vencidas que ha sostenido con el poder legislativo, el gobierno ha sido incapaz de avanzar su agenda y, en el contexto de la sucesión, su capacidad de acción e influencia desaparece minuto a minuto. Sin embargo, lo impactante de esto es que ninguno de los precandidatos haya cobrado conciencia de la fragilidad del momento actual. Lo de menos es que se critique al gobierno: el verdadero problema, el riesgo de fondo reside en que, de seguir por donde vamos, el país que exista al final de 2006 sea muy distinto al de hoy, es decir, un país sumido en el caos y la violencia.
El radicalismo discursivo parece ser lo de hoy. Los priístas celebran las dificultades del gobierno, suponiendo que la percepción de desorden que se asocia al gobierno del presidente Fox eleva sus bonos y probabilidad de triunfo en las próximas elecciones presidenciales. Los perredistas, sobre todo el jefe del gobierno del Distrito Federal, radicalizan su postura y emplean un discurso de polarización social y lucha de clases para avanzar su posición relativa. Todas estas posturas son razonables bajo una lógica de competencia abierta en un entorno de estabilidad política y social. Sin embargo, dadas las circunstancias del país en la actualidad, ya no es posible dar por segura la estabilidad social o política, razón por la cual las estrategias de los candidatos tienen el efecto de contribuir a minar la estabilidad y agudizar la polarización social que a nadie conviene.
La gran pregunta es si el país tiene salidas al entuerto en que se encuentra. La solución que parece preferir un creciente núcleo de políticos, muchos de ellos precandidatos y gente cercana a ellos, es la de restaurar el viejo sistema o, al menos, los mecanismos de control autoritario. Independientemente de las dificultades inherentes a la instrumentación de semejante estrategia en el entorno nacional e internacional actual, es improbable que rindiera frutos más allá de lograr un control temporal de ciertas instituciones y regiones del país. Baste ver las enormes y crecientes dificultades que enfrenta el gobierno del presidente Putin luego de instrumentar una estrategia semejante para disuadir a cualquiera. En un principio, la idea de re-centralizar el poder e introducir nuevos mecanismos de control parecía promisoria y así fue acogida por buena parte de la clase política y la población rusa; a final de cuentas, años de desorden político y económico habían creado un espacio natural para una alternativa “dura”. Pero, meses después, resulta que el gobierno ha sido incapaz de resolver los problemas fundamentales, lograr un triunfo frente a las guerrillas islámicas o atraer la inversión que será necesaria para el crecimiento económico futuro.
Lo que México necesita es una estrategia de reconstrucción política que goce del apoyo decisivo y generalizado de los precandidatos y los partidos políticos, además de la sociedad en general. El país entero enfrenta un verdadero reto a su estabilidad, situación que debería preocupar a los partidos y políticos por igual. Aunque sería deseable una reforma del Estado y otras transformaciones sectoriales (muchas de las cuales contribuirían a disminuir las tensiones políticas al elevar el ritmo de crecimiento de la economía y avanzar el Estado de derecho), lo imperativo hoy es evitar que el país se destruya en el camino y eso exige una estrategia, primero, de contención y, luego, de reconstrucción. A final de cuentas, todo de nada es nada. Y eso es cierto para todos los partidos y sus potenciales candidatos por igual.