Luis Rubio
Los mexicanos tenemos una acusada propensión a dejar todo a medias. Se hacen planteamientos grandilocuentes, pero no se llevan a término; se promete la redención, pero no se crean las condiciones para alcanzarla. En una palabra, se promete el Nirvana, pero se nos deja colgados de la brocha en San Juan de Letrán. Lo peor de todo es que, con frecuencia, los políticos mexicanos leen correctamente las demandas y expectativas de la población, pero sus respuestas acaban siendo tan modestas, limitadas y llenas de prejuicios que terminan por no satisfacer a nadie. Nadie asume responsabilidad alguna. En suma, oscilamos entre ciclos de exhuberancia y de depresión que ya son parte inherente de nuestro ser. Esa manera de proceder nunca ha sido muy productiva, pero es insostenible en el contexto del mundo en que vivimos en la actualidad.
Por donde uno le busque, nuestra vocación legendaria parece ser la de “cortar esquinas”, es decir, la de prometer soluciones pero no crear condiciones para que éstas puedan prosperar. Las últimas dos décadas ofrecen muchos ejemplos que sirven para ilustrar el fenómeno: se adoptan regulaciones, leyes, privatizaciones o cualquier otra medida, pero nunca se ataca de frente el problema que en el discurso se propone resolver. Se nos dice que tal o cual legislación es la más avanzada del mundo, pero nuestros dilectos legisladores se olvidan que el avance se mide no por la norma jurídica, sino por los resultados. La legislación es sólo un instrumento para el desarrollo de una sociedad; si la legislación es no más que un factor aislado en el entorno social, frecuentemente incongruente con el resto del marco normativo, su impacto seguramente será distinto del anticipado.
El problema de fondo es que en las últimas décadas no se ha mostrado la menor capacidad para tomar al toro por los cuernos. Aunque la mayoría de los políticos reconoce las transformaciones mundiales y entiende perfectamente que México debe adecuarse a las nuevas realidades, su naturaleza y escuela les impide responder. Cuando el agua comienza a llegar a la nariz, reaccionan con algún paliativo que está lejos de resolver el problema, pero que compra tiempo, o al menos eso creen: a veces no hacen sino abrir la llave del agua. De esta manera, en lugar de emprender un proceso de transformación cabal, acabamos con un conjunto de medidas dispersas, incoherentes y frecuentemente contradictorias que sólo posponen el conflicto. El tiempo para los políticos mexicanos no existe porque siempre habrá alguien más que tenga que lidiar con los problemas.
Esta forma de ser nos coloca en el corazón de las soluciones mágicas. En lugar de estrategias integrales, se emprenden acciones milagrosas que van a salvar al país de la noche a la mañana. Las medidas específicas son de la más diversa índole, pero todas acaban siendo iguales, como ilustran dos ejemplos obvios: las privatizaciones de los noventa, nos decían, transformarían a la economía mexicana y crearían una nueva clase empresarial, en tanto que la reforma electoral consolidaría la democracia mexicana. ¿De verdad uno puede creer que la transferencia de un monopolio público a uno privado resolvería los problemas de la comunicación, generaría una nueva clase empresarial y favorecería el desarrollo de la economía mexicana? De la misma forma, ¿alguien puede creer que la adopción de reglas electorales por sí misma crearía una democracia?
Escogí estos dos ejemplos de entre muchos por una razón muy clara: se trata de dos casos extraordinariamente exitosos, ambos trascendentales para la economía y política mexicanas que, sin embargo, se quedaron muy cortos en relación a los objetivos explícitamente planteados. Nadie puede dudar que la calidad de los servicios de telefonía y comunicación en el país sean radicalmente superiores a los que existían al inicio de los noventa. Asimismo, nadie pone en duda el extraordinario logro que constituyó la reforma electoral de 1996 con la que se consolidó el IFE y el Tribunal Electoral pero, como hemos podido atestiguar en estos últimos años de conflicto político, eso no representa necesariamente la consolidación de una democracia. Se trata de dos ejemplos relevantes precisamente porque son exitosos, pero su éxito es menor al que pudo o debió haber sido.
En buena medida, ambos ejemplos ilustran nuestra afición a dejar las cosas a medias. La economía mexicana requería (y requiere) de las privatizaciones como un medio para elevar la productividad general de la actividad económica y para no distraer recursos gubernamentales que son clave en temas como los de la educación o la pobreza. Por desgracia, las privatizaciones tuvieron lugar en un vacío institucional en el que no se desarrolló una estructura de regulación moderna ni se pensó en el consumidor como eje del diseño del proceso. De esta manera, los resultados, aunque muy buenos en muchos de los casos en términos de la transformación de la empresa privatizada en sí misma, fueron mucho menos favorables para la economía en su conjunto. Algo similar se puede decir de las entidades clave para la administración de los procesos electorales: se logró una transformación absoluta de esos procesos y se creó un ambiente real y efectivo de competencia entre los partidos, confiriéndole legitimidad a los procesos y credibilidad a los resultados. Todo lo anterior constituyó un logro fenomenal a la luz de la historia anterior, pero eso no obsta para que se analicen las carencias y limitaciones de esas mismas entidades y de la democracia en general.
Por el lado de la democracia, esa propensión a dejar las cosas a medias nos internó en un proceso de cambio político fundamental, sin que las instituciones responsables de administrar el poder en la sociedad mexicana se transformaran, comenzando por el ejecutivo y el legislativo y la relación entre ambos. Por el lado de las entidades electorales, la falta de previsión y la urgencia inherente a todo lo que se legisla al vapor, condujeron a la creación de dos entidades llenas de vicios e incentivos encontrados para su funcionamiento, además de a la constitución de consejos cuyos miembros cambian el mismo día, dejando en el camino un vacío institucional por demás riesgoso. Si alguien duda de la afirmación anterior, valdría la pena que considere el hecho de que todos los magistrados del Tribunal de lo Contencioso Electoral concluirán su encomienda en el mes de septiembre de 2006, apenas dos meses después de que tengan lugar quizá los comicios más complejos y potencialmente disputados de la historia del país.
El problema de hacer todo a medias es que nunca se logran los objetivos buscados, se eleva el costo de la actividad económica y se nutre el fatalismo permanente de la población. La falta de previsión sobre las consecuencias de las acciones que se emprenden, tarde o temprano rebota en formas que nadie imaginó (incluyendo, como ejemplo obvio, la economía informal). Pero el mayor de los costos es que el país no avanza porque esa propensión a dejar todo a medias refleja una indisposición a afrontar los problemas y transformar al país de una vez por todas.
Muchas de las políticas y estrategias de desarrollo que se adoptaron en los ochenta y noventa forzaron al país y a cada uno de sus componentes, sobre todo en el ámbito de la economía, a enfocar sus baterías hacia la productividad, las exportaciones y la competencia. Sin embargo, la falta de seguimiento de las grandes medidas, la ausencia de una estrategia cabal de desarrollo y de la construcción de las instituciones y medidas complementarias para hacer exitoso el proceso, no sólo dejó desamparado al sector productivo sino que hizo sumamente difícil y costosa su transformación. En lugar de que la economía se ajustara en el curso de una década, llevamos veinte años saturados de dificultades, quiebras y problemas, de los que apenas ahora comienza a haber una aparente resolución favorable.
En el fondo de esta situación se encuentran dos explicaciones. Una tiene que ver con la naturaleza histórica de la tradición política mexicana que premiaba el inmovilismo a la vez que castigaba la iniciativa individual, sobre todo la de los políticos. Adaptando una de las frases más reveladoras del viejo sistema, aquella de que el que se mueve no sale en la fotografía, se podría decir que ningún político mexicano se atrevió a moverse para no cometer un error político, lo que los hizo renuentes a asumir responsabilidad alguna, característica que ciertamente no es privativa de los políticos. Aunque el entorno político ha cambiado, esa tradición sigue firme, como podemos atestiguar cotidianamente en el poder legislativo: aunque muchos legisladores saben que lo que están haciendo es riesgoso, inadecuado o insuficiente, su lógica política les lleva a seguir avanzando porque así son las reglas del sistema.
La otra explicación de esta situación es que no existe consenso alguno sobre el camino a seguir y eso ha llevado a que cada tema que se discute dé lugar a una disputa sobre el conjunto. De esta manera, incluso discusiones relativamente menores sobre temas de procedimiento adquieren dimensiones titánicas porque reflejan disputas y enconos de primera magnitud. Esa misma lógica lleva a que sea imposible discutir con seriedad los méritos de las famosas reformas que el país requiere en temas como el fiscal y energético, pues concentran toda la controversia que generalmente no tiene que ver con esos temas en particular, sino con la dirección general del país.
El problema de todo esto es que el país no es una isla. Vivimos un tiempo de grandes transformaciones históricas que determinan los límites de nuestro actuar, a la vez que establecen los trade offs que definen las oportunidades. Mientras sigamos rechazando los cambios que la realidad requiere o adoptando medidas incompletas muy a la mexicana, acabaremos desperdiciando oportunidades pero, sobre todo, condenando al país a la pobreza y al estancamiento. Basta observar la velocidad del cambio que caracteriza a nuestros competidores en Asia para alarmar a cualquiera. El país requiere definiciones concretas en temas centrales para nuestro desarrollo, pero sobre todo demanda una visión de conjunto que permita encarar el futuro de frente. La modernidad y los países que son modernos no van a cambiar para que nosotros seamos modernos; más bien, es el país el que debe crear las condiciones para ser moderno.