El elector y los candidatos

Luis Rubio

¿Sabe el elector promedio lo que quiere? La respuesta a esta interrogante refleja, en buena medida, la visión que cada cual tiene de la política mexicana en la actualidad. A juzgar por las estrategias mediáticas de los partidos y precandidatos, la respuesta a esta pregunta varía según el partido, en primer lugar, y el aspirante a una candidatura, en una segunda y distante instancia. Pero independientemente de cómo cada candidato responda a la pregunta y desarrolle su estrategia en consecuencia, una cosa que parece cierta es que la mayoría de los contendientes parte de la premisa de que el elector es tonto, ignorante e incapaz de discernir. El 2006 será un buen momento para poner a prueba esta percepción.

Una pregunta clave de la política mexicana se reduce a dos planteamientos muy obvios: primero, ¿hizo diferencia la elección del 2000 en el sentido de liberar al electorado de la vieja política de manipulación (por parte de cualquier político) o nada cambió en el panorama electoral, excepto que algunos ciudadanos se sientan más libres de cambiar de partido? Segundo, ¿es correcta la percepción de los partidos y candidatos en el sentido de que el elector es manipulable y no ha crecido (para muchos, nunca crecerá) como actor crítico de la política nacional? Vale la pena ver los dos lados de la moneda.

La estrategia del PRI ha sido, fiel a su historia, ignorar al elector. Lo que importa son los candidatos y sus conflictos; el votante está ahí para legitimar lo que las cúpulas partidistas ya decidieron de antemano. De esta manera, lo importante en el resultado de la elección de Guerrero no fue el hartazgo de la población, asediada por un caudal de malos gobiernos, a lo que se sumaba la oferta de un candidato que había sido efectivo y exitoso en el puerto de Acapulco, sino los abusos electorales del PRD. De igual forma, en la nominación del candidato para el Estado de México, lo relevante eran las pugnas cupulares más que la nominación de un candidato que pudiera ganarse la confianza de los electores. En una palabra, el elector no existe en los planes del PRI.

Con miras hacia el 2006, el PRI está inmerso en un proceso por demás conflictivo para elegir a su candidato a la presidencia. En cierta forma, la única novedad real del proceso que hoy atestiguamos es que tiene lugar a plena luz del día. Para empezar, el PRI se creó precisamente para institucionalizar el conflicto político, comenzando por la sucesión presidencial, siempre el componente más conflictivo de cualquier sistema político. La evidencia anecdótica y los escasos datos duros respecto al funcionamiento del proceso de sucesión bajo el régimen priísta de antaño, sugieren que siempre hubo retos al favorito del presidente en turno y que el proceso de nominación consistía, precisamente, en negociar las posiciones entre todos los involucrados e interesados. Lo interesante del momento actual es que, en ausencia de un jefe máximo, esa negociación es perfectamente visible y podría, en un caso extremo, pero improbable, llevar a alguna fractura. Pero a ninguno de los involucrados parece interesarle el punto de vista del elector.

Algo semejante, aunque en sentido inverso, ocurre en el PRD. Ahí la filosofía no es la de una camarilla que sabe gobernar y va a imponer su modo de entender el mundo, sino la avanzada del pueblo amorfo que ya eligió de antemano, sin que mediara un proceso electoral formal. Para los perredistas, lo relevante no es atender las necesidades del electorado, explicar un proyecto de gobierno de manera cabal y detallada, sino reprobar al gobierno en turno y plantear una serie de vaguedades que no comprometan a quien resulte candidato y potencial presidente. Lo que cuenta es la organización de las bases, la manipulación del electorado y la construcción de una mitología a la que el votante se pueda asociar. De manera semejante al PRI, los perredistas viven sus propias luchas cupulares (aunque disminuidas por el sentido de asedio que viven), pero a ninguno parece importarle el elector: su función es la de votar y aceptar el mandato del partido y no al revés.

En la medida en que avanza el proceso político interno, el PRD adquiere una relevancia inusitada, gracias al activo que representa para el partido el jefe del gobierno del DF. Andrés Manuel López Obrador no ha cejado en emplear todos los recursos a su alcance, discursivos y económicos, para avanzar su causa. Con enorme habilidad, ha convertido todo el asunto del desafuero en una plataforma de lanzamiento para su candidatura: a estas alturas, el desafuero se ha convertido en una mera excusa para promover su causa. Por su parte, Cuauhtémoc Cárdenas ha ido construyendo su alternativa de una manera inteligente y sagaz: por un lado, ofreciendo garantías de estabilidad y continuidad, presumiblemente diseñadas para contrastar con los temores que instiga el activismo de AMLO. Por el otro, ensamblando una plataforma que pudiera capitalizar el potencial desafuero de AMLO. A ninguno parecen inquietarle las preferencias del electorado.

El caso del PAN es quizá un poco menos extremo, pero no más convincente. Aunque se trata de un partido con mayor cercanía histórica a la ciudadanía, sus procesos de nominación de candidatos han sido tan cupulares como los de los demás. El gobierno actual, menos poderoso que sus predecesores, ha sido casi tan impermeable a la ciudadanía como cualquiera otro en la historia. Aunque sus precandidatos no se asumen como salvadores de la patria (en franco contraste con los otros dos partidos), su dinámica y lógica sigue siendo la que se deriva de los grupos partidistas al interior de su organización. El electorado poco tiene que ver con sus planes.

La dinámica de la elección interna del PAN sigue una lógica un tanto peculiar. Para comenzar, la vieja propensión a que el presidente elija a su sucesor está tan presente como siempre. Por otro lado, los panistas no reparan en el hecho de que el presidente será un factor en el proceso interno de nominación, incluso de manera negativa, como pudiera estar ocurriendo con su inexplicable estrategia (¿?) declarativa respecto a AMLO. Actuando como en los viejos tiempos, los panistas se consideran ajenos al gobierno y asumen que la población así los percibe. Esta situación lleva a escenas no sólo equívocas, sino risibles, toda vez que con frecuencia las peores críticas, sobre todo las más agrias que reciben el gobierno y Santiago Creel, el precandidato más prominente, vienen precisamente del PAN. Felipe Calderón, el segundo precandidato más popular, ha organizado su campaña en torno a una crítica sistemática al presidente emanado de su propio partido. Pero lo más notable es que el elector no existe en los planes del partido o de sus precandidatos: su chamba se limita a votar.

Como si el tiempo se hubiera congelado, los partidos siguen viviendo en un espacio que parecía ya superado por el 2000. Con el rompimiento del monopolio del PRI en la presidencia, el país entró en una nueva etapa de su historia. Todavía está por dilucidarse si ese rompimiento consolidará una democracia fructífera, pero de lo que no hay duda es que las relaciones de poder cambiaron. El ambiente de libertad en que se conduce la población, expresado de muchas formas, pero de manera notable en el modo en que miles de ciudadanos se expresan a través de la radio y la televisión, muestra que el cambio fue profundo. Sin embargo, la estrategia implícita que han adoptado los partidos y sus candidatos hace evidente que la mayoría de ellos no lo ve así. Mucho de lo que pase en las elecciones federales del próximo año dependerá de esta diferencia de percepciones.

La posición de los partidos es muy clara: el votante importa, pero sólo el día de la elección; todo el resto es irrelevante. Mejor que no dé lata: que deje de protestar y se percate, de acuerdo a los spots publicitarios que se han vuelto cotidianos, de las maravillas que están realizando los legisladores y el gobierno, independientemente de que resuelvan los problemas que aquejan a la ciudadanía. Según la visión de la política implícita en esos comerciales, el político cumple su cometido cuando aprueba una pieza de legislación o cuando el gobierno diseña un programa de trabajo, y no cuando se resuelve un determinado problema. O sea, se trata de la perspectiva del funcionario o político que se siente dueño, en lugar de agente del ciudadano. Para esa persona resulta irrelevante el que esos planes, leyes o programas mejoren las condiciones de la población, induzcan un acelerado crecimiento de la economía, disminuyan la inseguridad pública o incentiven el desarrollo del país. La política no es para mejorar la calidad de vida de la población sino para que el político sea dueño del balón.

Quizá la mayor interrogante de la política mexicana actual es si esta manera de proceder de los candidatos y sus partidos empata la naturaleza del electorado o si, por el contrario, los votantes tienen su propia lógica y están siendo olímpicamente ignorados por el proceder de los políticos. De ser lo primero, la mexicana seguiría siendo una democracia no sólo inmadura, sino decepcionante. En esa perspectiva, nuestro sistema político habría hecho avances estructurales significativos, aunque todavía insuficientes, pero no habría rebasado el umbral del chantaje implícito en el intercambio del voto por beneficios, del que los priístas eran unos maestros. La alternativa, la posibilidad de que los votantes no sean unos entes meramente pasivos a la espera de ser pastoreados y manipulados por los políticos, entrañaría una perspectiva ciudadana muy atractiva y potencialmente devastadora para todos aquellos candidatos y partidos que esperan que sus rituales logren, en el más puro estilo priísta, un nuevo milagro.

La evidencia indica que los políticos están apostando por la ignorancia e incapacidad, además de inmadurez, de los electores. Diversas elecciones regionales y la mayor libertad que muestra un gran número de ciudadanos sugieren que lo contrario es cierto. Las elecciones del 2006 van a ser relevantes precisamente por eso: porque ahí se podrá medir si los electores tienen claridad de objetivos y disposición a asumir los costos y las consecuencias de sus decisiones o si, por el contrario, la apuesta de los partidos prueba ser correcta: que los electores son manipulables, ignorantes y siempre expectantes de un salvador.