Las dos caras del poder judicial

Luis Rubio

El poder judicial en México tiene dos caras: la de un tribunal profesional, impoluto y funcional que cobra forma en la Suprema Corte de Justicia (SCJ), y la de un sistema corrupto, no profesional y disfuncional, con el que tiene que lidiar el ciudadano común y corriente todos los días, sobre todo a nivel estatal y local. Se trata de dos componentes igualmente reales de la vida pública mexicana. La ironía es que la vertiente funcional de este poder, la que ha demostrado ser un pilar institucional insustituible en esta era de conflicto e incertidumbre, está bajo el fuego irredento de políticos que no aparentemente pueden tolerar la división de poderes ni los pesos y contrapesos, esencia de cualquier sistema político democrático y moderno.

En la última década, la SCJ se ha transformado de manera integral. En el pasado constituía la cima de un poder judicial disfuncional y subdesarrollado. Pero a partir de las reformas de 1994, que modificaron de raíz su estructura y naturaleza, la Corte ha ido adquiriendo los poderes de un tribunal moderno, potencialmente capaz de cumplir la función medular de dirimir conflictos políticos. Aunque como toda institución pública está integrada por seres humanos falibles, su transformación fue integral y los resultados están a la vista en la forma de resoluciones y fallos sobre temas difíciles en los cuales ha mostrado entereza. La trascendencia de la corte no puede ser minimizada e invita a pensar que la modernidad es factible en el país, independientemente de que todavía haya camino por recorrer. Se podría afirmar que se trata de la primera institución moderna de la nueva era política del país.

En su primera década de existencia, la nueva SCJ ha logrado afianzar no sólo su relevancia, sino también su credibilidad. Quizá lo más importante es que su aparición en escena tuvo lugar casi de manera simultánea con el nacimiento de disputas políticas que antes se resolvían dentro del marco de un presidencialismo exacerbado y que ahora sólo encontraron cauce no violento a través de la Corte. Contra muchos pronósticos, la Corte rápidamente se convirtió en el punto de referencia para gobernadores que estaban en desacuerdo con el proceder del ejecutivo federal (nada nuevo, pero impensable en el pasado), pero también para el Congreso en sus diferencias con el gobierno federal y así sucesivamente. Quizá todavía más sorprendente es el hecho que las partes hubiesen acatado sus fallos sin discusión (aunque esto no esté pasando, al menos en las formas, con el reciente conflicto en torno al presupuesto). Gracias a la existencia de la Corte, el país se ha ahorrado muchos momentos de potencial violencia política.

Pero el poder judicial no comienza y termina en la SCJ. Aunque la Corte tenga mayor visibilidad por la naturaleza de las disputas con que lidia, la mayor parte de los conflictos y problemas que aquejan a la ciudadanía y que competen al poder judicial desde riñas hasta el incumplimiento de contratos- tienen lugar en los juzgados locales, no en el poder judicial federal. Y ahí los claroscuros son la norma, no la excepción. Algunos de los casos que se disputan en esos tribunales acaban llegando a la SCJ, pero la mayoría languidece en un medio que es sucio, corrupto y nunca expedito. Cuando no se dirimen en estos ámbitos y llegan a la SCJ, éstos irremediablemente llevan los vicios de origen. Tal es el caso de disputas como la del Paraje de San Juan, la del sobrino de Francisco Franco o la demanda de la señora Celia Reyes viuda de Lujano.

Todos estos casos son sugerentes de la problemática que aqueja al poder judicial del país. Los miles o cientos de miles de casos que pasan por el poder judicial usualmente inician en los tribunales locales. Con gran frecuencia, esos tribunales carecen de gente profesional, padecen una fuerte dependencia respecto a sus respectivos gobernadores o procuradores y la inexistencia de cultura jurídica, todo ello un caldo cultivo natural para que sea imposible la consecución del objetivo expreso del poder judicial: la justicia pronta y expedita. Los tribunales proceden con un tortuguismo legendario, pero su mayor defecto reside en otra parte: en el hecho de que las investigaciones en que fundamentan sus decisiones son, con la mayor de las frecuencias, inadecuadas. La ausencia de expertos y profesionales, la falta de cuidado en el manejo de las pruebas y la propensión a que las conclusiones a que se llega sean predeterminadas por desidia o por la presión de terceros constituyen una combinación explosiva.

Son los juzgados a nivel local los que típicamente establecen la base de lo que eventualmente constituye la decisión en esa instancia y en todas las demás. Es decir, en ese primer contacto se determinan los hechos sobre los cuales se juzgará el caso en lo sucesivo, igual si se termina la disputa en esa instancia o si procede por los vericuetos del sistema hasta llegar incluso a la SCJ. Lo relevante aquí es que la SCJ (o cualquier otra instancia) acaba teniendo que emitir un fallo en función de hechos que bien pueden no tener relación con la realidad ya sea por la pésima calidad de la investigación inicial (a cargo del ministerio público) o por la corrupción que haya influido en el proceso posterior.

Todo indica que ésta es la situación en casos como el del Paraje de San Juan, el de Francisco Bahamonde Franco o la señora Reyes. Los tres casos ejemplifican la propensión del poder judicial a distorsionarlo todo. En el caso del Paraje San Juan, la última resolución de la Corte sugiere que, como afirmaba el gobierno del DF, efectivamente los demandantes nunca habían demostrado propiedad del predio que diputaban, algo que, uno supondría, tuvo que haber quedado determinado desde el momento en que se inició la demanda respectiva. De esta manera, la Corte resolvió no sobre los méritos del caso, sino sobre hechos que, en un proceso judicial normal, nunca debieron haber trascendido la primera instancia.

El caso de la señora Reyes contra Atlántico, al igual que el del señor Franco contra Santander, es elocuente porque sugiere que el potencial de corrupción es enorme. Esta persona demandó a un banco argumentando que había realizado un depósito en los años ochenta que debió haberse reinvertido por un plazo indefinido a la tasa pactada, una tasa elevadísima por las inflaciones de la época. Según la demandante, el monto que el banco ahora le debe ahora es estrafalario, superior al PIB del país, por los intereses compuestos a lo largo de más de dos décadas. Asumiendo que los hechos establecidos en el caso eran válidos, el poder judicial, a lo largo de varias instancias, falló a favor de la demandante. Ahora que el caso está en manos de la SCJ, resulta evidente que el expediente está plagado de errores, potencialmente producto de corrupción. Como en muchos casos similares, todo indica que hay un sinnúmero de errores factuales en la documentación que le llegó a la SCJ, misma que se vino acumulando a lo largo de varios juicios en las diversas instancias y tribunales del poder judicial. Es posible que la documentación del depósito no hubiera estado errada como sostiene la demandante pero, más importante, también es posible que el depósito hubiera sido retirado del banco desde hace años, aunque el banco no lo pueda comprobar, en cuyo caso podría tratarse de un fraude de la señora contra el banco.

El punto de todo esto es que el potencial de corrupción en el poder judicial es virtualmente infinito en la actualidad porque en él conviven dos mundos incompatibles: el de un tribunal excepcional por su seriedad y profesionalismo (sobre todo en el contexto mexicano) y el de un sistema de (in)justicia institucionalizada, propenso a la corrupción y a la presión política. La Suprema Corte de Justicia puede acabar recibiendo casos de dudosa veracidad que impiden, en lugar de hacer posible, la justicia. Es decir, en lugar de que se le presenten casos sólidos y transparentes para que la SCJ resuelva sobre el fondo de los asuntos, con frecuencia se topa con errores, potencialmente engañosos o fraudulentos, en la información original, en los hechos mismos. De ser correcta esta situación, se confirmaría una preocupante presunción: que todo, o al menos mucho, de lo que ocurre en las instancias inferiores del poder judicial está corrompido o, en el mejor de los casos, carece de la pulcritud y profesionalismo que un país moderno requiere y que son la característica esencial de la propia Suprema Corte en la actualidad.

Todo esto lleva a dos conclusiones obvias. En primer lugar, el poder judicial no es una unidad, sino una combinación de entidades federales y locales que no tienen nada en común. En términos generales (aunque con excepciones notables) la evidencia muestra que mientras más abajo transita uno en la escala de los tribunales y juzgados locales, peor es la situación por la falta de personal profesional y por la influencia de factores externos, desde el control ejercido por autoridades locales hasta la corrupción abierta. Es decir, tenemos un poder judicial a nivel local que no cumple su función en términos de la vida cotidiana de la ciudadanía, las empresas y los contratos. La paradoja es que nadie en el mundo político ataca esa realidad, presumiblemente porque quienes podrían cambiarlo se benefician del statu quo. Para los gobernadores es muy conveniente mantener esa fuente de poder, control y corrupción. Que la justicia sea responsabilidad de otro.

La otra conclusión es que contamos con una Suprema Corte profesional y consolidada, pero que padece el ataque inmisericorde de quienes deberían someterse a sus fallos. Además, el hecho de que muchos de los juicios que le llegan a la Corte estén apuntalados en información dudosa en su origen y veracidad, revela una seria debilidad institucional en el sistema judicial del país. También revela cuan riesgosos son los intentos de varios diputados por desacreditarla, pues constituyen una afronta no sólo a la integridad de los ministros mismos, sino a una de las pocas instituciones modernas con que cuenta el país en la actualidad. Todos los que creemos en la necesidad de transformar al país para construir una democracia moderna y funcional debemos reprobar estos ilegítimos e intolerables ejercicios de intimidación.