Luis Rubio
1989 fue un momento de espectacular cambio. Sin embargo, como en tantas otras ocasiones previas, los líderes mundiales no tuvieron la visión para construir una nueva estructura política internacional. Aunque se hablaba de un nuevo orden, poco o nada se hizo para edificarlo. Muchas de las peores amenazas a la estabilidad y paz internacionales que hoy enfrenta la humanidad, surgieron precisamente de las fallas de entonces. Y las consecuencias no se limitan a las naciones más poderosas del orbe. La caída del Muro de Berlín cambió la dinámica internacional, pero también la lógica y modo de actuar de innumerables países. Ambos procesos se retroalimentan.
La caída del Muro de Berlín tuvo impactos muy diversos, la mayoría de ellos en dos ámbitos muy concretos y específicos: en el comportamiento individual de cada país y en la dinámica del concierto o, más propiamente, del desconcierto internacional. Libradas de la perversa lógica de las disputas Este-Oeste, muchos países alrededor del mundo, y no sólo en Europa, súbitamente se encontraron con que la lógica de su actuar había cambiado.
Algunos países, como Finlandia y Austria, se incorporaron a la Unión Europea, algo que parecería obvio, pero que resultaba imposible desde la lógica anterior. China, que ya comenzaba a mostrar su potencial, comenzó a aprovechar y hacer sentir su presencia en el nuevo espacio geopolítico que había quedado liberado. Naciones que habían sido sostenidas por los intereses de las superpotencias, desde Afganistán hasta Haití, entraron en franca y rápida descomposición. Cuba experimentó de manera inmediata el fin de los subsidios que le habían dado viabilidad económica y, luego de un periodo de incertidumbre e incredulidad, tuvo que reaccionar con intentos más o menos serios de inserción en la lógica del capitalismo mundial.
El caso de México no fue menos significativo. Justo en el momento de la caída del Muro comenzaron las negociaciones para firmar un tratado de libre comercio con Estados Unidos, esquema que, en el contexto de la guerra fría, hubiera sido aprobado por el congreso norteamericano sin mayor dilación. Para cuando el TLC se presentó ante el Congreso, cuatro años después, la dinámica estadounidense ya no era la de la guerra fría, sino la de una nación ensimismada y concentrada en temas de interés local. La disputa por la ratificación no fue menor y se constituyó en un nuevo paradigma del tipo de relaciones que, a partir de ese momento, Estados Unidos desarrollaría con el resto del mundo, al menos hasta el 11 de septiembre del 2001.
Pero no hay duda que el mayor impacto inmediato de la caída del Muro fue para las sociedades que había sufrido más del yugo soviético. En sus excepcionales Reflexiones sobre la Revolución en Europa, publicadas en 1990, Ralf Dahrendorf analiza el devenir de los países que habían sido secuestrados por la vieja URSS y los enormes desafíos que enfrentarían las nuevas-viejas naciones al construir su propio futuro. En la visión de Dahrendorf, el gran reto de las naciones del este de Europa que súbitamente habían recobrado su libertad, consistía en desarrollar instituciones fuertes, sociedades democráticas y sistemas de gobierno viables. Según Dahrendorf, el reto era muy simple: toma seis meses organizar una elección democrática, seis años organizar una economía viable y sesenta años darle forma a una sociedad civil pujante, organizada y equilibrada. Muchos otros países podríamos aprender de esa inteligentísima advertencia.
El fin de la guerra fría modificó el comportamiento y dinamismo de naciones y regiones enteras alrededor del mundo. Cada una de estas se ha adaptado como ha podido, arrojando resultados por demás diversos. En Europa del este, los países avanzaron a pasos acelerados, como ilustra el reciente ingreso de diez nuevos miembros a la Unión Europea. Los países bálticos, Polonia, Hungría, Eslovenia y la república Checa aprovecharon la primera oportunidad para transformarse, desarrollar sistemas democráticos, afianzar una sólida economía capitalista e incorporarse a instituciones que les dieran claridad de rumbo, certeza y seguridad. Otras, como la antigua Yugoslavia, se colapsaron, mientras el resto se rezagó y ahora intenta recuperar el terreno perdido.
Fuera de Europa el cambio ha sido menos inmediato, pero el impacto fue igualmente grande. A la descomposición de la URSS se debe en buena medida la oportunidad de democratización de regiones enteras, sobre todo en Asia y América Latina; el desarrollo de arreglos comerciales regionales y la globalización de los circuitos económicos y comerciales. No es que la caída de un muro provocara tantos cambios, como que los hizo factibles. Todo estaba listo para que, dada la oportunidad, éstos surgieran a tambor batiente.
Mas la caída del Muro no sólo provocó cambios al interior de diversas naciones, sino que transformó la arena de la política internacional en su totalidad; y ahí los resultados han sido menos halagüeños. No parece exagerado afirmar que muchas de las amenazas a la seguridad global que hoy enfrenta el mundo se remonten a la inacción, y hasta complacencia, que caracterizó a los noventa.
El fin de la presión de las superpotencias, de la necesidad de definirse en términos del conflicto Este-Oeste, llevó a un sinnúmero de naciones a actuar y tomar las riendas de su destino en sus propias manos. En la mayoría de los casos todo el impulso nacional se encaminó hacia la construcción de un futuro exitoso. Sin embargo, la liberación supuso también, para otros países (Pakistán e India, pero también Irán y Corea del Norte), el desarrollo autónomo de armamentos nucleares. Sadam Hussein aprovechó la coyuntura para invadir Kuwait y nunca se apegó a los términos de su capitulación tras la primera guerra del Golfo Pérsico. El abandono de Afganistán hizo posible el florecimiento del Talibán y de Al Qaeda. El rompimiento de la antigua Yugoslavia creó un caos que sólo fue atendido por las potencias occidentales cuando literalmente les resultó inevitable, lo que no ocurrió con el genocidio en Ruanda o ante la creciente inestabilidad en el Medio Oriente. Europa y Estados Unidos se replegaron hacia sus propios temas, cada uno por razones distintas, y ninguno reconoció lo que hoy resulta evidente: que la derrota de la Unión Soviética no garantizaba el triunfo de la democracia liberal.
Los ataques del 11 de septiembre cayeron como un balde de agua fría sobre la cruda que se había enconchado en Occidente luego de la caída del Muro de Berlín. Además de cambiar la dinámica de las relaciones internacionales, y de la exigencia de que cada nación se definiera en términos de su relación con Estados Unidos, los ataques exhibieron un punto de quiebre de enorme trascendencia entre las antiguas potencias aliadas. Mientras que 1945 había sido la fecha sacrosanta que había dado vida y razón de ser a la alianza atlántica, los referentes cambiaron luego del fin del viejo adversario. Dada la dinámica que cobró el devenir del mundo en los noventa, es evidente que la relevancia de aquella fecha perdió importancia tanto para los europeos como para los norteamericanos, a la vez que otras fechas se tornaron en los nuevos puntos de referencia, y éstos ya no eran compartidos en los dos lados del Atlántico.
Para los europeos, 1989 se convirtió en el nuevo punto de partida. Olvidándose de la segunda guerra mundial, los europeos se concentraron en asegurar una transición exitosa en Europa, utilizaron el dividendo de la paz a plenitud y se dedicaron a temas ambientales, de derechos humanos y a enarbolar causas que no podían ser más distantes de los viejos temas (como el de la seguridad) dominantes en el panorama por cuatro largas décadas. 1989 también fue un punto clave para Estados Unidos, toda vez que el fin de la Unión Soviética favoreció una era de introspección y complacencia que atenuó el distanciamiento que de hecho estaba teniendo lugar por debajo de las apariencias entre Estados Unidos y Europa. El 11 de septiembre del 2001 acabaría con esa era y se convertiría en el nuevo punto de referencia para los norteamericanos.
Lo que no se ha definido es cómo funcionará el sistema de seguridad internacional en esta nueva era. El antiguo balance del terror que caracterizó a la guerra fría se transformó en un sistema fundamentado en las reglas del derecho internacional. Los norteamericanos pretendieron avanzar hacia el desarme mundial como una forma de convertirse en los garantes del orden, en tanto que los europeos colocaron el énfasis en los mecanismos multilaterales para la prevención y solución de controversias (a través de la llamada soft power o influencia por medios no militares). Pero el nuevo desorden mundial ha hecho imposible la consolidación de ambos enfoques, mientras que los estados fracasados exportan su caos a través de redes criminales, una incesante migración, drogas y, ahora, el terrorismo. Las opciones hacia adelante no son particularmente atractivas.
Está por verse si la estrategia estadounidense para combatir al terrorismo logra su cometido. Pero lo que estos tres lustros sugieren es que ningún país podrá establecer un nuevo orden mundial de manera unilateral. Además, en la medida en que muchos de los principales retos a la estabilidad, seguridad y desarrollo del mundo dependen del fortalecimiento de naciones antes fracasadas, es necesario buscar soluciones que contribuyan a construir y no sólo a vencer.
Quizá la principal lección para el mundo es que los estadounidenses tienen que aprender que existen límites al uso de la fuerza militar y los europeos reconocer que, en ocasiones, no hay otra manera de resolver un conflicto. Pero lo más importante es encontrar formas de recrear el concepto del oeste, ese conjunto de valores liberales compartidos que orientó y animó toda una era de desarrollo del mundo en la segunda mitad del siglo XX y que siguen siendo la esencia del actuar en ambos lados del Atlántico. Mientras eso sucede, el resto del planeta tendrá que encontrar una manera de hacerse un espacio, progresar y aprender a resolver sus propios problemas de una manera constructiva. La guerra fría fue una gran excusa para hacer y para no hacer: la lógica misma de la confrontación creaba una dinámica de la que era difícil abstraerse. En ausencia de esa dinámica, lo que cuenta ahora es la responsabilidad de cada individuo y actor polític