El genio de la lámpara mágica

Luis Rubio

La realidad política nacional ha cambiado de una manera dramática a lo largo de los últimos años y de los últimos días. Por un lado está la apertura y democratización política del país en general y, por el otro, el desafuero del jefe de gobierno del DF. Ambos procesos han dejado su huella en la realidad nacional y son irreversibles. En términos metafóricos, es como si alguien se hubiera dedicado a frotar la lámpara del cuento de Aladino por mucho tiempo, hasta que se salió el genio todopoderoso. Una vez afuera, la realidad es otra y el genio ya no puede regresar a su alojamiento anterior. La pregunta ahora es cómo lidiar con las consecuencias.

Los cambios han sido de dos órdenes: los que han sido producto de años de apertura y cambio; y los que ha generado, y todavía podría generar, la serie de decisiones que culminaron con el desafuero. Ambos deben entenderse en su dimensión correcta.

La realidad política lleva años transformándose como resultado de estímulos propios y planeados. La sucesión de crisis económicas de los setenta a los noventa, dio paso a una sociedad cada vez más crítica y menos tolerante de los errores gubernamentales. Las iniciativas de reforma económica de los ochenta y noventa crearon nuevos espacios de organización y participación política, a la vez que alteraron el marco de referencia de la vida pública en el país. Las reformas electorales hicieron posible que todas esas presiones y tendencias se conjuntaran para arrojar la democratización gradual, pero real, de la vida política nacional.

El sistema político abierto y competitivo de la actualidad contrasta con las formas autoritarias y mecanismos de control del pasado. En su vertiente positiva y más atractiva, la población es hoy libre, se siente libre y actúa con libertad. Basta escuchar la apertura con que se expresan ciudadanos comunes y corrientes en entrevistas de radio y televisión para atestiguar el surgimiento de una sociedad que ya no se somete al gobierno o al reino de los políticos con facilidad. Ciertamente, sigue habiendo espacios premodernos en la política mexicana tanto por los controles que retienen algunos caciques y gobernadores, como por la manipulación a que muchos políticos todavía dedican tiempos interminables. También es cierto, y preocupante, que no se haya creado una sociedad civil pujante, sino una sociedad de demandantes de beneficios, que no reconoce responsabilidades y que evidencia una fuerte propensión a la  bronca. Sin embargo, a pesar de las deficiencias que todavía manifiesta el sistema político –y que son las que ahogan y mantienen paralizado al país, como ilustra la ausencia de reformas clave- nadie puede dudar que la vida política nacional guarda poca semejanza con el viejo sistema político, sobre todo por lo que toca a la población. Este es el punto crucial: los mexicanos han cambiado de una manera impresionante y ya no admiten los abusos a que por décadas estuvieron sometidos.

Son pocos los políticos que comprenden el cambio que ha sobrecogido a la sociedad mexicana. Muchos, los más tradicionales, siguen viviendo en su mundo, pretendiendo que Fox y su gobierno son una excepción a la regla y que todo retornará a la normalidad al terminar este sexenio. Es decir, suponen que es posible regresar al genio a su lámpara. Algunos otros, más realistas, reconocen que la competencia política ha llegado para quedarse y que el mundo idílico del pasado priísta (bajo la batuta de cualquier partido) ya no existe ni existirá. Muchos concluyen que la problemática actual se reduce a la falta de conducción política del actual gobierno y otros más culpan a la democracia de los males que aquejan al país. Casi ninguno reconoce que el cambio profundo trasciende al ejecutivo, al congreso y a las instituciones públicas y yace, en su manifestación más preclara y trascendente, en la sociedad, en la receptividad que ésta le confiere a posturas, ideas y opiniones diversas y en la capacidad crítica que ha desarrollado. El México de hoy poco se parece al del pasado y casi nadie comprende que esa nueva realidad no se puede entender o atender con reformas centradas en el mundito político, sino con una reconcepción radical de la ciudadanía como el corazón de la vida política nacional.

El desempate entre el mundo de los políticos –el del presidente, los partidos, los líderes de las cámaras y buena parte del establishment en general- y la realidad de la población es patente. Quizá su manifestación más impactante se puede apreciar en el largo proceso de desafuero que culminó en los últimos días. Aunque hay buenos argumentos, al menos en un plano conceptual, a favor del desafuero de un funcionario que no sólo ignoró una decisión judicial, sino que mostró un repetido desprecio por las formas legales y el reino de la ley, el proceso que llevó a las decisiones de los últimos días parece haber sido concebido en un planeta distinto al de la mayoría de la población. Para comenzar, excepción hecha de los usualmente débiles argumentos que presentaron miembros de la PGR sobre todo en los días previos a la reunión de la Comisión Instructora, el gobierno realmente nunca intentó siquiera explicar, y mucho menos convencer a la población de los méritos de su acción. En un proceso flagrantemente arrogante, el gobierno inició un proceso y nunca reparó sobre las posibles consecuencias políticas de largo plazo del mismo.

En este sentido, la política mexicana acaba de dar una vuelta hacia lo desconocido. Hay quienes justifican el proceso de desafuero de Andrés Manuel López Obrador y quienes lo fustigan, pero muy pocos de los actores clave en este proceso han reparado en las consecuencias de proceder de esta manera. Quienes apoyan la medida confían en que las aguas retornarán a su cauce en un futuro cercano. Quienes se oponen y se sienten traicionados por lo que perciben como una medida injusta y arbitraria, afirman que el mundo está a punto de colapsarse. Lo irónico de todo esto es que la mayoría de la población -obviamente incluyendo a uno y otro bando de esta controvertida acción- percibe que la culpa de todo esto es la democracia mexicana: unos porque ha excedido sus atribuciones y otros porque ha abierto las puertas al caos.

Como bien explicaron varios diputados en estos días, el desafuero no constituye, por sí mismo, una declaración de culpabilidad. Sin embargo, esa sutileza escapa la comprensión e interés de la mayoría de la población, cuyo instinto, para bien o para mal, le dice que se trata de un abuso. Ya de por sí el mexicano se inclina tradicionalmente a favor del débil y desprotegido, como ilustra el apoyo implícito a Irak cuando la invasión estadounidense, o las manifestaciones de solidaridad con Cuba. La habilidad del jefe de gobierno del DF para presentarse como la víctima de un proceso autoritario ha sido una hábil y astuta maniobra que construye sobre esa característica. En una palabra, visto en un plano abstracto, el jefe del gobierno tuvo una extraordinaria habilidad para definir el tema en sus términos y para deslegitimar la acción gubernamental tiempo antes de que ésta hubiera tenido lugar.

Pero las consecuencias de los procesos políticos que hoy vivimos no tienen nada de abstracto. La suma de un agudo proceso de cambio político de largo plazo y del desafuero, y lo que eso entrañe en términos de legitimidad para el sistema y las instituciones en su conjunto, constituyen realidades nuevas con las que hay que lidiar. El cálculo político que animó la decisión de avanzar hacia el desafuero, si es que hubo cálculo alguno, se centró en el objetivo (inhabilitar al jefe del gobierno de la ciudad para la contienda electoral), sin jamás reparar en las posibles consecuencias de semejante acción.  Los políticos que con enorme aplomo apostaron al desafuero partían del supuesto de que la mexicana sigue siendo una sociedad resignada, aplacada y dispuesta a tolerar cualquier acción. La pregunta hoy, cuya respuesta puede acabar determinando la estabilidad de largo plazo del país, es precisamente si esa apreciación es correcta. La evidencia parece decir exactamente lo contrario.

Lo que tenemos hoy es una sociedad cada vez más crítica y demandante; una clase política que se quedó varada en el espacio (y en una realidad política, institucional y estructural de los setenta); y un proceso político lleno de incertidumbre, desatado por el desafuero y por la falta de comprensión del momento en que vivimos, que igual puede llevarnos a un nuevo plano democrático que a una destrucción sistemática de las pocas instituciones que aún quedan en el país. Es posible, al menos en concepto, que la sociedad acabe mostrando una mayor capacidad de ajuste y adaptación a la cambiante realidad que sus gobernantes y que, por ende, utilice los pocos instrumentos con que cuenta de una manera inteligente para darle una salida pacífica e institucional a la deteriorada situación política en que nos encontramos.

Pero igualmente posible es que la sociedad pruebe ser menos madura, en un sentido democrático, de lo que un reto de esta magnitud requeriría, o que sus instrumentos (como el voto o la crítica) sean simplemente demasiado débiles para hacer la diferencia. A final de cuentas, los políticos han sido mucho más diestros para ignorar y evadir el reto de darle forma y cauce a una sociedad democrática a través de la trasformación y reforma de las instituciones políticas (desde la reelección hasta la constitución de un gobierno eficaz), que para correr extraordinarios riesgos a la estabilidad como los que entraña el desafuero para un sistema gobierno tan débil e incompetente como el que hoy existe.

El desafuero puede constituir una respuesta honesta y legal a la forma de actuar de un determinado funcionario. Lo que no es obvio es que haya sido una respuesta inteligente y, sobre todo, sabia, ante una realidad política tan frágil como la que hoy vivimos. El genio ya no está en la lámpara y tal vez nadie pueda pararlo ya. El gobierno, y el Congreso, se han jugado el todo por el todo. Independientemente de los méritos del desafuero, éste ha modificado la realidad política del país. Ahora falta lidiar con las consecuencias.

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