Luis Rubio
Las reformas estructurales a la economía mexicana comenzaron en los ochenta y prácticamente desaparecieron a mitad de los noventa. Aunque sustanciales, dichas reformas fueron insuficientes para transformar a la economía mexicana en su integridad. De hecho, aunque presuntamente las reformas tenían el propósito de convertir a la mexicana en una economía de mercado, muchas de éstas tuvieron el perverso efecto de fortalecer el corporativismo tradicional. Lo cierto es que la transformación de la economía se quedó trunca y, para cuando llegó la crisis del 94, los intereses que se habían visto afectados tomaron la iniciativa de recobrar sus posiciones. En consecuencia, el país se encuentra hoy en el peor de los mundos: ya no es una economía controlada por el gobierno, pero ciertamente tampoco es una economía de mercado. Lo peor de todo es que el equilibrio inestable en que hemos terminado es un mundo ideal para los viejos intereses corporativistas políticos, sindicales y empresariales- pues les permite depredar de la población en su conjunto, todo ello de una manera legítima.
El problema de cualquier reforma estructural es que afecta mucho a unos pocos y beneficia poco a muchos. La lógica de cualquier reforma estructural es, por definición, la de transformar un determinado mercado, empresa o regulación, con el objeto de propiciar una mayor competencia, menores obstáculos al acceso de nuevos productores o proveedores de servicios y mejorar el bienestar del consumidor. Aunque cada reforma represente pocos beneficios para muchos, la acumulación de esos beneficios y, sobre todo, la eliminación de obstáculos, se traduce en una enorme mejoría en el curso del tiempo.
El problema en México es doble. Por un lado, como consecuencia de reformas que se dejaron a medias, la acumulación de beneficios ha sido mucho menor a la esperada. Sirva un ejemplo para ilustrar lo anterior. El crecimiento que la economía mexicana registró en la segunda mitad de los noventa se debió en gran medida a la inversión que se materializó al inicio de la década, en anticipación a que se instrumentaran más reformas. Al no darse esa segunda etapa de reformas, la inversión en nueva planta productiva se estancó, lo que ha redundado en menores tasas de crecimiento en estos últimos años. Junto con lo anterior, se erigieron nuevas barreras a la competencia (pero ahora no arancelarias, como el padrón de importadores) y se preservaron ingentes cotos de poder, sobre todo para los sindicatos de entidades gubernamentales. En lugar de que estos privilegios sean denunciados como ilegítimos e inaceptables, tanto por los políticos como por la población en general, la sociedad mexicana ha dado un vuelco tal que parece no sólo condonar su existencia, sino que otorga una mayor legitimidad a esos privilegiados que a quienes trabajan para vivir.
Por otro lado, la crisis del 94 tuvo el perverso resultado de fortalecer a quienes se habían visto perjudicados por las reformas o, más precisamente, a quienes se oponían a ellas desde un principio. La falta de destreza política del gobierno de Zedillo llevó a que los ataques a su predecesor se convirtieran también en ataques al proyecto de reforma económica, logrando con ello que ambos acabaran siendo percibidos como ilegítimos por igual. En este sentido, las reformas económicas no sólo se detuvieron a partir de 1994, sino que su oposición comenzó a crecer, hasta convertirse en el bloque que hoy lo paraliza todo en el congreso.
El punto es que el país está atorado por el choque entre reformas inconclusas e insuficientes y los intereses corporativos dedicados a hacerlas imposibles. En este contexto, no es casualidad que las reformas gocen de poca credibilidad y de que tanto el gobierno como los partidos y empresarios sean vistos como beneficiarios de un orden político y económico de carácter corporativista que tiene atorado al país.
Con todo, las condiciones actuales son insostenibles. Peor, todos los referentes históricos son inadecuados. En la retórica política se discuten dos fechas críticas como si fueran mágicas: 1970 y 1982. Algunos atacan, correctamente, la desastrosa estrategia de política económica de los sexenios de 1970 a 1982. Otros enaltecen los logros alcanzados antes de 1970. La verdad es que ambos están errados. Nadie puede dudar que la economía mexicana acabó virtualmente en bancarrota en 1982 no sólo por lo obvio (los desequilibrios fiscales y el excesivo endeudamiento externo), sino también por las onerosas regulaciones que se instrumentaron y que tuvieron el efecto de destruir y/o expropiar empresas, eliminar toda flexibilidad, impedir la inversión privada y, en una palabra, obstaculizar el desarrollo del país, además de posponer su reencauzamiento por décadas. Pero tampoco es posible ignorar que la economía mexicana ya enfrentaba círculos viciosos antes de 1970, pues todo el esquema industrial del desarrollo estabilizador había alcanzado sus límites. Lamentablemente, en lugar de proceder a una liberalización comercial gradual a partir de ese momento, que era la prescripción apropiada, los dos gobiernos posteriores a 1970 hicieron exactamente lo contrario, iniciando el círculo vicioso de crisis que duró décadas.
En lugar de comenzar un proceso gradual y perfectamente administrable de reformas a partir de 1970, el país entró en el reino de los intereses particulares y en el afianzamiento del corporativismo. Por ejemplo, la mayor parte de los contratos laborales que hoy paralizan al país se consolidaron en esos años. Los poderes fuertemente encumbrados que se instalaron a partir de ese momento siguen depredando y expoliando, todo ello en detrimento de la población en general y del desarrollo económico en particular. Esos mismos poderes, principal fuente de oposición a las reformas de los ochenta y noventa, reencontraron su espacio a partir de 1994 y se han venido afianzando una vez más. Por supuesto, es lógico que los beneficiaros del viejo orden, ahora reagrupados y con amplia representación legislativa, traten de recobrar lo perdido, pero igual de lógico debería ser el desarrollo de una fuente de oposición a ese mundo de privilegios. A final de cuentas, esa es la lógica de la democracia.
Si uno se pone en los zapatos del mexicano promedio, es lógico que su instinto sea el de rechazar las reformas. A final de cuentas, luego de casi dos décadas de intentos fallidos, es poco razonable esperar que una persona a la que se le ha prometido el cielo y las estrellas acepte que un poco más de lo mismo va a resolver sus problemas por arte de magia. En este tenor, es más lógico que la abrumadora mayoría de la población perciba a las reformas como la causa de sus males que a la infranqueable estructura corporativista como la beneficiaria de su pobreza. Por más retórica que se emplee, no hay manera de darle la vuelta a la sabiduría popular que lleva siglos formándose.
Esta situación lleva a una conclusión evidente: aunque hay mucho que el gobierno, el congreso y los políticos podrían y deberían hacer para poder encauzar el desarrollo del país, la situación política hace cualquier avance sumamente difícil. Peor, la división casi en tercios que caracteriza a la política electoral a nivel federal introduce un elemento de permanente incertidumbre y tiende a generar gobiernos de minoría que, aunque fuesen más diestros que el actual, siempre encontrarían grandes obstáculos para romper con las estructuras corporativas que han acabado por atorarlo todo.
Nuestro dilema es grave porque no parece haber muchas opciones. Ciertamente, un liderazgo efectivo que construyera un andamiaje de apoyos podría comenzar a romper los estancos que hoy hacen imposible la prosperidad. Sin embargo, es igual de cierto que la mayor parte de los intereses que deberían ser sumados para poder desarrollar una estrategia de esa naturaleza tienen un interés creado en que nada cambie. Si bien es posible articular alianzas que incluyan a algunos de esos grupos para neutralizar el poder de otros, eso requeriría de una enorme destreza. Pero el resultado podría ser espectacular. Baste recordar el enorme apoyo popular que logró el entonces presidente Salinas cuando actuó de manera decidida contra la Quina, cabeza del grupo corporativo más evidente y brutal de la política mexicana en ese momento.
Más allá de la estrategia política que decida, o pueda, emplear el próximo gobierno, el problema del desarrollo del país es el tema fundamental de hoy y nada, incluyendo la discusión sobre el desafuero y anexas, va a cambiar ese hecho medular. Nada se está haciendo para romper con los obstáculos al desarrollo ni para hacer posible la construcción de un país moderno a través de los tres temas centrales para lograrlo: el Estado de derecho y la eficacia de la gestión gubernamental (incluyendo la seguridad pública), la infraestructura y la educación. Lo patético es que el gobierno actual ni siquiera ha logrado incidir sobre los dos últimos que, presumiblemente, requerían menos astucia política y más sentido de dirección y oportunidad.
La respuesta a nuestro dilema sobre el futuro del desarrollo no se encuentra atrás, ni en un pasado idílico, sino en romper con los impedimentos que hoy obstaculizan la construcción de un país moderno, de un capitalismo en el que toda la población tenga oportunidad de prosperar (como ilustran los paisanos que, dejando todo en el país, se van a Estados Unidos y que, en miles de casos, triunfan siendo prósperos empresarios). Es necesario mirar hacia adelante, pues lo que va a cambiar al país no son los malos ejemplos históricos del pasado, sino la eliminación del interminable número de obstáculos a la creación y desarrollo de empresas, que es el vehículo más eficiente que haya desarrollado la humanidad para avanzar su prosperidad. En esto no hay soluciones mágicas, pero tampoco son soluciones imposibles o impensables. En México todo parece estar diseñado para que lo que funciona en otras partes no sea posible aquí. Nuestro país, como todos, es único; pero lo que funciona en otras latitudes funcionará aquí, si existe la capacidad de adoptarlo. Ya es tiempo de comenzar a romper los dilemas en lugar de dedicarnos a preservarlos.