Luis Rubio
La decisión presidencial de terminar con el conflicto que su propia administración inició contra Andrés Manuel López Obrador siguió una lógica impecable: el conflicto, que hacía tiempo había rebasado al gobierno, comenzaba a desbordarse, lo que entrañaba un serio riesgo a la estabilidad política y económica del país. Por desgracia, la solución encontrada por el presidente no resuelve el problema de fondo y representa un incentivo más, por si éstos faltaran, para el abandono total, hasta de la pretensión de un Estado de derecho. El riesgo es por ello monumental.
Vale la pena recapitular los ingredientes que dan forma a este auténtico cóctel Molotov. En el conflictivo asunto del desafuero se reunieron al menos cuatro componentes. Primero, está el hecho mismo de la ilegalidad, la violación de la ley y, sobre todo, su irrelevancia, a ojo de los políticos en su actuar cotidiano. Segundo, se encuentra el absurdo precepto legal que inhabilita a cualquier político sujeto a proceso penal de participar en procesos electorales, toda vez que sus derechos políticos se cancelan aun cuando no haya sido declarado culpable. Este precepto permite que cualquier contrincante demande a un competidor, como ocurrió en esta ocasión, no por violar la ley, sino para debilitarlo o eliminarlo de la contienda (aunque aquí haya tenido el efecto contrario). El tercer ingrediente, quizá el más penoso, es el que caracterizó a este gobierno que, en sus casi cinco años, no ha podido definir una línea de acción, construir un consenso ni siquiera al interior del propio gobierno y llevarla a buen puerto. Atenco había sido sólo el más obvio y visible fracaso del proyecto gubernamental, pero hay otros, mucho peores y de enorme trascendencia en este momento, como el de su incapacidad para avanzar el Estado de derecho, quizá el proyecto más importante del sexenio. Finalmente, el cuarto componente fue el pragmatismo de todos los actores en este teatro del absurdo, donde lo importante siempre fue el cálculo político y nunca el cumplimiento de la ley, aunque todos, sin excepción, emplearon tal concepto como justificación para su proceder.
El movimiento de defensa que exitosamente había organizado el jefe del gobierno del Distrito Federal se apuntaló en todos los defectos del gobierno federal. La estrategia privilegió el contraste con el gobierno federal, enfatizando las debilidades, carencias e incapacidades de este último. Es así como se explica el contraste entre dos gobiernos, uno que hace cosas y otro que no tiene capacidad de cristalizar promesas, uno que avanza su agenda frente a otro que se queda paralizado. La estrategia es visible en todos los frentes: desde los segundos pisos hasta la relación con la prensa extranjera. El gobierno federal nunca midió sus fuerzas ni comprendió la naturaleza de reto que estaba asumiendo. El resultado está a la vista.
El movimiento organizado por el jefe del DF abrió puertas insospechadas. No sólo radicalizó el discurso del propio AMLO, sino que también evidenció los profundos rencores que existen en la sociedad mexicana en todos niveles. En un primer tiempo, antes de que se votara el desafuero, el movimiento ya mostraba su capacidad de crecimiento y amenazaba en convertir la de AMLO en una candidatura de facto, es decir, independientemente de que fuese legal. Además, mostró la cara de ese México dispuesto al conflicto para avanzar su causa. En ese momento, cuando todavía era posible parar el proceso, así fuera con una iniciativa de modificación constitucional que permitiera la preservación de los derechos políticos de cualquier ciudadano hasta que no hubiera una declaración de culpabilidad (ahora, ahogado el niño, como dice el dicho, el presidente la promueve), el gobierno y sus aliados en el PRI se envalentonaron sin jamás medir las consecuencias.
Las cosas cambiaron con el desafuero. Ya para entonces, las circunstancias eran otras: ya no se trataba de la posibilidad de cancelar los derechos políticos (factor que había nutrido el movimiento), sino la certidumbre de que eso ocurriría. Ese cambio de condiciones fue evidencia para muchos ciudadanos de que se estaba jugando sucio, de que se estaba cerrando el paso a un candidato porque no se le quería y no porque hubiera violado la ley. Independientemente de la veracidad de esa percepción, no cabe la menor duda basta leer las encuestas–, que la mayoría de la población así lo creía. El gobierno federal jamás dio razones ni convenció a nadie de la bondad de sus objetivos. Peor, dada su propia incapacidad de operación política y la consecuencia del desafuero en términos de inhabilitación para la contienda política, el gobierno iba directo al paredón.
No es difícil explicar la actuación gubernamental, aunque ésta fuese tan obtusa y tan falta de sentido político. Pero cada acción tiene consecuencias y éstas van a ser costosísimas para el futuro del país, independientemente de quien gane la contienda que se avecina.
Quizá no sea exagerado afirmar que la promesa más importante del gobierno del presidente Fox fue la de apegarse a la legalidad. Los priístas eran famosos por su respeto a las formas, pero todo mundo sabía que no existía el imperio de la ley. Cuando un presidente priísta quería algo, era suficiente con modificar la ley para que ésta se adecuara a sus necesidades y luego proceder, apegándose enteramente a las formas. Sin duda, una parte esencial de la legalidad consiste en apegarse a las formas, pero siempre y cuando el gobierno, o cualquier otro actor, no las pueda cambiar a su antojo. Cuando un gobierno tiene que cumplir la ley porque no tiene remedio, se puede decir que existe al menos la base de un Estado de derecho. Los últimos meses demuestran que no es el caso.
Desde 1997 ha habido un ligero avance hacia una menor discrecionalidad presidencial. Aunque los sucesivos congresos de oposición han identificado legalidad con bloqueo de las iniciativas presidenciales, no cabe la menor duda de que el poder judicial se ha convertido en un freno efectivo al abuso gubernamental. El caso del desafuero y todos sus vericuetos legales muestran un avance en términos de límites al ejecutivo. Pero ese freno no existe en todos los niveles (por ejemplo los estados), ni es consistente. Un gobernador de naturaleza caciquil todavía se sale con las suya cuando le da la gana. Esto es sin duda un principio, pero no más.
En este contexto, no es casual que el disparador del movimiento que en su momento se denominó neopanista fue la expropiación de los bancos en 1982 y la decisión inmediata del presidente de modificar la constitución para adecuar una decisión previamente tomada. Si algo corre en la sangre de los herederos políticos de Manuel Clouthier es la urgencia de construir un Estado de derecho. Lamentablemente, el gobierno del presidente Fox nunca logró construir esa posibilidad. Paralizado por indecisión y conflictos internos sobre cómo relacionarse con el PRI y qué hacer respecto al pasado, el gobierno desperdició la oportunidad de oro que tuvo al iniciar el sexenio tanto por la enorme legitimidad de que gozaba como por el desprestigio del PRI y los temores de sus principales integrantes.
Cinco años después, el gobierno que promovería el Estado de derecho termina con un récord atroz en este rubro. El ejecutivo no sólo cedió ante los machetes en Atenco, sino que ahora opta, otra vez, por una salida política, que no hace sino legitimar la ilegalidad como práctica cotidiana. El asunto central no son los macheteros o el jefe de gobierno del DF, sino los perversos incentivos que deja el gobierno federal como práctica de gobierno y norma de comportamiento. En cualquier sociedad, la población lee al gobierno desde el día en que toma posesión y se adecua a su forma de funcionar. Cuando un gobierno dobla las manos a la primera de cambios, la población, y todos los intereses particulares, aprenden el camino y actúan en consecuencia. Cuando un gobierno se apega estrictamente a la legalidad y cumple fehacientemente sus compromisos, la población también actúa en consecuencia. Es evidente que muchos actores clave en la sociedad mexicana le tomaron la medida a este gobierno desde su inicio. Su actuar era predecible y esa expectativa fue confirmada una vez más.
La acumulación de pruebas deja poca capacidad de maniobra al gobierno actual. Pero las consecuencias de su actuar tomarán años o lustros en curarse, y eso si los próximos gobiernos tienen claridad de la trascendencia de la legalidad como medio de interacción entre los diversos actores y participantes en una sociedad. Este punto es medular. Joseph Schumpeter, quizá el pensador más agudo sobre la democracia en el siglo XX, afirmaba que la democracia no era una cosa abstracta y teórica, sino más bien un método para la toma de decisiones en una sociedad. Según Schumpeter, la democracia consiste en un conjunto de prácticas y mecanismos que permiten que una sociedad tome decisiones con la participación activa, tanto directa como indirecta, de la sociedad. Ese método no es de derecha ni de izquierda; más bien, como todo procedimiento, permite que los ciudadanos y los partidos en contienda, al apegarse a un conjunto de reglas, generen un entorno de certidumbre para el bienestar colectivo.
Esas reglas propuestas por Schumpeter son las leyes, los procedimientos y los acuerdos que existen en la sociedad para tomar decisiones y gobernarse. En consecuencia, sin el reino de la legalidad, la democracia es imposible y nada permite distinguir a un gobierno que se dice democrático de uno dictatorial. De ahí la importancia de progresar hacia la instauración del Estado de derecho y la gravedad del interminable cúmulo de precedentes en sentido contrario que ha establecido el gobierno actual.
Nuestro futuro va a depender de la capacidad y disposición de los próximos gobiernos para asentarse en el imperio de la ley. En la medida en que el pragmatismo prevalezca, el país seguirá estancado, pues en una democracia no hay razón por la cual la gobernabilidad y la legalidad vayan en sentido contrario. En la medida en que la ley siga siendo negociable, por control del ejecutivo sobre el legislativo o por decisiones unilaterales del gobierno, el futuro seguirá sujeto a la voluntad de una persona y eso de democrático no tiene nada. Mucho menos de legal.