Luis Rubio
Nación excepcionalmente dotada de recursos, dueña de una naturaleza que invita a considerar el valor de la vida y una estrategia de desarrollo que le ha permitido pasar de ser el hermano pobre de la Unión Europea a uno de los más ricos en menos de una generación, Irlanda ilustra lo que es posible cuando se alinean las fuerzas políticas para tomar decisiones que abren oportunidades y transforman a un país. Para los mexicanos, Irlanda es un país envidiable pero menos por lo que ha hecho que por la súbita explosión de su energía productiva, luego de décadas de somnolencia. Como diría el anuncio, se pusieron las pilas y el resultado es impactante.
Irlanda tuvo dos etapas muy distintas y contrastantes antes de iniciar el espectacular boom de las últimas dos décadas. Primero se pasó más de un siglo expulsando a su población, la mayor parte de la cual acabó sirviendo de mano de obra barata, particularmente en la industria de la construcción, en el noreste estadounidense. La mayor parte de esos irlandeses salieron de su país con la esperanza de hacer dinero y, eventualmente, regresar a la isla. Como tantos mexicanos que se han ido al otro lado, los irlandeses pronto se arraigaron y, conscientes de la falta de trabajo y oportunidades en su país, acabaron instalándose definitivamente en Estados Unidos. Algunos, los menos, retornaron ya para retirarse, creando la irónica situación de un país que nunca se benefició de las capacidades productivas de esa población, pero que ahora tenía que lidiar con los costos de su vejez.
Con la creación de la Comunidad Europea, a los irlandeses, como a tantas otras poblaciones del continente, se les iluminaron los ojos. Ya para entonces, al inicio de los setenta, los forjadores de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, el primer antecedente de la Unión Europea, llevaban más de veinte años dándole forma a una estructura supranacional que le diera un nuevo rumbo económico y político a la región occidental del continente. Los primeros integrantes del grupo, Alemania, Francia, Italia y el Benelux (Bélgica, Holanda y Luxemburgo), habían encontrado en la Comunidad la oportunidad de estrechar vínculos comerciales y económicos, además de concentrarse en lo importante, el desarrollo económico, en lugar de seguir ahondando diferencias que habían llevado al continente a transitar de guerra en guerra a lo largo de los siglos. Para cuando Irlanda se incorpora (junto con el Reino Unido y Dinamarca), la idea central ya no era formar un nuevo mundo, sino sumarse a un esquema de oportunidades para el desarrollo económico.
Mientras que todas las naciones que a esa fecha formaban parte de la entonces llamada Comunidad Económica Europea habían realizado ajustes a sus economías para poder elevar su nivel de desarrollo, los irlandeses percibieron la oportunidad, negociaron su entrada y luego, en un estilo que recuerda mucho a México después de finalizar la negociación y aprobación del TLC norteamericano, se echaron a dormir. En lugar de dedicarse a transformar su economía, adecuar sus estructuras e instituciones legales y económicas, además de establecer un plan de desarrollo compatible con la nueva realidad europea, Irlanda mal utilizó los fondos estructurales que recibió de la Comunidad (subsidios que los otros europeos han aportado a cada nuevo integrante para elevar su nivel de vida con celeridad y así ampliar el mercado para todos). Tampoco se construyó la infraestructura que se requería ni se preparó a la población para la competencia. Por quince años, entre 1973 y 1988, los irlandeses perdieron el tiempo. Al final de ese periodo, el ingreso per cápita de los irlandeses seguía siendo cercano al 75% del promedio europeo. Sólo para comparar, en sus primeros quince años como miembro de la Comunidad, España elevó su ingreso por habitante en casi diez puntos respecto al promedio europeo. Por donde uno le busque, Irlanda no había sabido aprovechar su pertenencia a la Comunidad.
De pronto, en 1988, los irlandeses se vieron en el espejo y se percataron de lo obvio: su país se estaba rezagando no por causa de una conspiración del resto o porque el pasado fuera sagrado, ni porque las importaciones desplazaran a sus productores locales o porque faltara capital u oportunidades de inversión o exportación, sino simple y llanamente porque ellos mismos estaban inertes. Súbitamente, en parte por la existencia de un liderazgo político efectivo, pero en mucho por el reconocimiento generalizado de que no era posible seguir sin hacer nada, los irlandeses se organizaron, transformaron sus estructuras institucionales y, en el curso de unos meses, construyeron los cimientos de lo que acabaría siendo la economía europea de más rápido crecimiento. Hoy en día, dieciséis años después, Irlanda tiene un ingreso per cápita superior al promedio europeo y, de sostener su tasa de crecimiento, va a convertirse en uno de los hermanos más ricos de la Unión Europea, como se denomina hoy la agrupación.
Irlanda demuestra que las limitantes no son económicas, sino mentales y políticas. Una vez que estuvieron dispuestos a enfrentar sus carencias y a organizarse para aprovechar su potencial, las oportunidades económicas se abrieron casi por arte de magia. En lo fundamental, los irlandeses reconocieron que la mera membresía en la Comunidad no les garantizaba ni un mejor nivel de vida ni una tasa de crecimiento significativa. Es decir, que para progresar ellos mismos debían repensar todas sus instituciones y actuar en consecuencia.
Lo impresionante del éxito irlandés es lo fácil que resultó su resurgimiento. Lo primero que reconocieron fue que el desarrollo no se construye con cemento y varilla, sino con instituciones apropiadas y con una enorme inversión en capital humano. De hecho, fueron cuatro los componentes esenciales del programa que revitalizó la economía irlandesa y que tuvo el efecto no sólo de terminar con la expulsión sistemática de su población, sino de motivar el retorno de cientos de miles de compatriotas que ahora veían en su país las oportunidades que antes simplemente no existían. Los cuatro componentes fueron el marco legal, la ley laboral, el sistema impositivo y la educación.
Por lo que toca al marco legal, el tenor del cambio tuvo que ver con la eliminación de todos los obstáculos que impedían la instalación de empresas nuevas o que obstaculizaban a la inversión extranjera. Se crearon nuevos mecanismos legales para garantizar la propiedad, liberalizaron al sistema financiero y, en una palabra, convirtieron a Irlanda en el país más amigable para la inversión privada. Es decir, reconocieron lo elemental del desarrollo: que una persona ahorra e invierte si tiene certidumbre y la protección legal para hacerlo. Lo anterior les llevó a abandonar toda noción paternalista del desarrollo, dejando en manos de los individuos el liderazgo del desarrollo.
La ley laboral irlandesa había sido formulada bajo un esquema de protección ad hominem del trabajador, al grado de hacer imposible su contratación. Los costos de emplear a una persona eran tan altos que el efecto de una ley concebida para proteger al trabajador acabó con las oportunidades de empleo. ¿Para qué invertir en Irlanda si los costos laborales hacen imposible construir una empresa económicamente viable? Con el cambio en la ley laboral, los irlandeses apostaron a que la acelerada creación de empleos resolvería más problemas sociales y económicos que una ley laboral tan completa que de facto hacía imposible el crecimiento económico.
El cambio más radical que emprendió el gobierno irlandés tuvo que ver con la política de impuestos. Hasta 1988, Irlanda contaba con una legislación fiscal fundada en el principio de que los impuestos son para financiar el gasto del gobierno. Pronto invirtió la lógica de manera radical: los impuestos debían estar diseñados para promover la inversión, pues un monto mayor de inversión arrojaría ingresos muy superiores que un impuesto alto sobre poca inversión. Hoy en día, Irlanda tiene un impuesto corporativo de 12.5%, una de las tasas más bajas del mundo
Finalmente, el secreto último de la transformación irlandesa consistió en convertir a su población en el factor medular de competitividad. En lugar de invertir en puentes y carreteras, el gobierno reconoció que la esencia del desarrollo residía en la preparación de su gente, en lo que los economistas llaman el capital humano. Es decir, el gobierno comprendió que la inversión física, obviamente necesaria, es irrelevante si no existe una población capacitada que la pueda explotar. De esta manera, se dedicaron ingentes recursos a transformar al sistema educativo con el fin de que se elevara la calidad de la formación de la población y para ofrecerle las habilidades necesarias para competir en el mundo del siglo XXI. No por casualidad Irlanda se anuncia como el país de los bajos impuestos, una fuerza de trabajo capacitada y flexible y una de las poblaciones más jóvenes y mejor educadas de Europa. Ninguna de esas virtudes era cierta hace sólo quince años.
Irlanda ilustra lo mejor del desarrollo. En lugar de dormirse en sus laureles o de lamentarse de lo que no pasa, los irlandeses enfrentaron el reto y ahora, en sólo tres lustros, están gozando los dividendos de una estrategia que brilla por su sencillez. El ejemplo irlandés es tan obvio que bien haríamos en imitarlo. Pero, como siempre, seguramente lo mejor será ignorar un ejemplo exitoso como éste. A final de cuentas, es más importante ver para atrás y permitir que se siga expulsando a miles de mexicanos al mes, como hacían los irlandeses cuando eran pobres, que vernos en el espejo para reconocer que el mundo está saturado de oportunidades a nuestro alcance. Eso hicieron los irlandeses y hoy evidencian, de una manera excepcional, lo que se puede hacer con un poco de sentido común.