Norteamérica, seguridad y libre comercio

Luis Rubio

La región norteamericana ha ido cobrando forma institucional a partir de la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio (TLC) hace poco más de una década. A diferencia de la Unión Europea, el TLC no se planteaba ir más allá de lo que estaba escrito en el papel: una integración comercial con amplias garantías a la inversión. El objetivo era estimular el crecimiento de la economía mexicana a través de la creación de un amplio mercado regional, con todas las garantías políticas e institucionales que eso requería. Ese esquema ha avanzado de manera sistemática, pero ciertamente no ha resuelto todos los problemas del país. Además, la nueva realidad política estadounidense, que antepone la seguridad a otras consideraciones, ha creado una situación tanto de oportunidad como de complejidad para el desarrollo económico de la región en general y de la economía mexicana en lo particular. Esta realidad amenaza con dejarnos nuevamente a la deriva.

La historia es importante: el TLC fue la respuesta del gobierno mexicano a los excesos de la polarización política que ha caracterizado al país desde, por lo menos, el final de los sesenta. La idea medular consistía en crear una “isla de certidumbre” en un entorno de conflicto: certidumbre para la inversión a fin de que la economía pudiese crecer. El TLC obligaba al país a adoptar una serie de medidas que sin duda incidían en nuestra realidad política, pero no la cambiaba de manera radical. En cierta forma, el TLC permitía que la política mexicana siguiera  sus propios cauces sin afectar el desarrollo de la economía. Los últimos años han puesto en evidencia dos debilidades de esa concepción: por un lado, resultó que, para poder lograr un crecimiento elevado y estable, se requería mucho más que el TLC. El crecimiento económico en México reclama  soluciones a problemas fundamentales, como pueden ser, a nivel de ejemplo, los precios y suministro de la energía, la competitividad de los servicios (como comunicaciones y banca) y la capacidad y eficiencia de la regulación del Estado. Temas que no han sido debidamente atendidos.

La otra debilidad se deriva de los ataques terroristas contra Estados Unidos en 2001. Súbitamente, en aquel septiembre, el TLC mostró una vulnerabilidad que nadie había anticipado. A partir de ese momento, la preocupación estadounidense por la seguridad cobró una relevancia inusitada, opacando el resto de los temas. La eficiencia de los procesos productivos y la facilidad de los cruces fronterizos pasaron a un segundo plano, la idea de un acuerdo migratorio desapareció del mapa y la vecindad dejó de ser una ventaja automática para el crecimiento económico. Lo interesante es observar lo contrastante que fue la reacción canadiense y la mexicana ante el mismo fenómeno. Para los canadienses, el cierre temporal de los cruces fronterizos se convirtió en una amenaza nacional, lo que generó una serie de respuestas casi consensuales sobre cómo actuar. Para los mexicanos, las mismas circunstancias crearon una sensación de ambivalencia donde se renovaron todas las dudas previamente existentes sobre las virtudes de la vecindad y del propio TLC.

Mientras que por una década tanto Canadá como México avanzaron por una senda común, los contrastes difícilmente podrían ser mayores a partir de 2001. Ciertamente, Canadá es un país desarrollado que se precia tanto de su independencia y soberanía como de la calidad de vida de su población. Esos rasgos no han impedido que respondan a los retos que les presenta la vecindad con EUA, sobre todo en el ámbito de la seguridad. Su respuesta pragmática a los ataques terroristas fue la de proponer nuevos esquemas de integración económica que enfrentaran, de manera simultánea, tanto los retos de la integración comercial como los de la seguridad regional.

Entre las propuestas formuladas por los canadienses destacan la eliminación de las leyes nacionales en materia comercial (para acabar con las disputas sobre temas de dumping y de impuestos compensatorios), la integración de los sistemas aduanales y migratorios (para asegurar que un país no se convierta en  la puerta de acceso al otro, así como impedir que se introduzcan componentes de bombas disfrazadas de mercancías) y avanzar hacia la adopción de un arancel común con el resto del mundo. Aunque los dos países vecinos de Estados Unidos avanzábamos por una pista común hasta 2001, hoy en día los temas que los canadienses proponen, clave en términos de nuestro desarrollo económico futuro, son tan complejos y ambiciosos que difícilmente parecen digeribles dada la situación política interna.

La nueva situación exige un debate serio y maduro en el país, como esos que se nos dan de manera tan natural, sobre el tema específico de la región norteamericana, el TLC y la seguridad del país y de la región. Estos temas están íntimamente vinculados y, si los encaramos de frente, podrían transformarse en una ventaja competitiva para el desarrollo económico del país. De la misma forma, si los ignoramos o abandonamos, la principal virtud del TLC (el haber aislado a la inversión y al comercio de las disputas políticas), podría acabar en un descalabro mayúsculo. Por eso vale la pena ir por pasos.

Algunos ven la construcción de instituciones para la región norteamericana, comenzando por el TLC, como nuestro boleto al desarrollo en un sentido integral: crecimiento económico, modernización política, transformación social. O sea, como España. Otros han tenido una visión más modesta y limitada, concibiendo a la región como una palanca para lograr un crecimiento económico elevado por medio de la atracción de inversión productiva y el desarrollo de una planta de exportación. Otros más, quizá con un buen dejo de fatalismo y desgano por transformar al país, han concebido a la región como un gran mercado de trabajo para resolver el desempleo que aquí simplemente no encuentra salida. Mientras que la integración comercial avanza y el mercado de trabajo, así sea por la vía ilegal, se desarrolla, las tasas de crecimiento siguen siendo patéticas.

Estas tres visiones no son incompatibles entre sí, pero entrañan dinámicas y consecuencias muy distintas. Para comenzar, aunque las tres conciben a la vecindad como un factor esencial para la solución de nuestros problemas, cada una entraña un nivel distinto de compromiso interno con las soluciones. Específicamente, mientras que una visión de integración económica cabal, como la que proponen, casi de manera unánime, los canadienses, requiere de cambios sensibles en las estructuras económicas, políticas y de seguridad de cada país, la integración comercial entraña esencialmente lo que ya tenemos, independientemente de que cambios estructurales internos pudieran rendir mucho mayores frutos de los que hasta hoy han sido asequibles. Por otro lado, para quienes la migración de mexicanos hacia Estados Unidos constituye una solución a nuestros problemas, piensan erróneamente que el problema no es nuestro, sino de los estadounidenses, quienes son los que deben ajustarse a nuestras debilidades mediante la legalización de los migrantes indocumentados.

Las tres perspectivas nos hablan de distintos niveles de confianza y desconfianza tanto en nosotros mismos, y nuestra capacidad de encarar nuestros problemas, como en la vecindad norteamericana como palanca para el desarrollo. De igual forma, reflejan distintas maneras de pensar respecto a la posición de México en el continente y en el mundo, comenzando por la seguridad o inseguridad de tomar el destino en nuestras manos, sobre todo en cuanto a las fuerzas que nos jalan y rechazan en ambos lados del hemisferio. La sensación de indecisión que se presenta frente a un compromiso de mayor integración hacia el norte es absolutamente lógica y explicable, pues refleja, al menos en parte, conflictos de pertenencia y lealtad que no necesariamente son irreconciliables, pero que, en ausencia de una claridad de rumbo, se tornan contradictorios.

Para muchos mexicanos, la oportunidad de un empleo determina la prioridad de sus decisiones; para otros, el origen histórico y la identidad cultural es el factor determinante y conlleva una orientación inexorable hacia el sur. Algunos otros conciben nuestra realidad geográfica como un punto de quiebre que entraña la necesidad imperiosa de optar entre el norte y el sur. Una visión alternativa, más en línea con las percepciones de la abrumadora mayoría de la población (http://www.consejomexicano.org/download.php?id=965785,185,2) y con el pragmatismo que caracteriza a lo que sí funciona en la economía mexicana, sostiene que no hay contradicción alguna. México es claramente parte de Norteamérica y puede y debe explotar el potencial que eso entraña, lo cual no excluye toda la cercanía, igualmente posible y deseable, con Sudamérica. España es parte integral de la Unión Europea, donde ejerce un liderazgo cada vez mayor, lo cual no ha limitado su extraordinario, e impactante, despliegue en toda América Latina. La percepción de contradicción está en nuestra mente, no en la realidad.

Todo lo anterior sugiere que el país tiene que lograr ciertas definiciones en estas materias. Para EUA el tema de la seguridad se ha tornado en central y tiene profundas consecuencias para México, obligándonos a adoptar definiciones específicas sobre la relación con EUA y Norteamérica, y sobre el futuro de la integración económica. Dada la lógica de la seguridad, el éxito en la economía dependerá en buena medida de que convirtamos este tema en nuestra propia prioridad, pues sólo en esa medida se puede convertir en una ventaja comparativa. Es decir, sólo si lo hacemos porque lo vemos como parte de nuestro interés, obtendremos los resultados esperados. Y sólo de esa manera será posible contemplar en el curso de las próximas décadas, un esquema de cruce libre de personas, bienes y servicios en toda la región, tal y como ocurre en Europa. Pero nada de esto es gratuito: si queremos ventajas tipo europeo, tenemos que llevar a cabo una transformación interna, en lo económico y en lo político, de la misma dimensión.

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A la mexicana

Luis Rubio

Los mexicanos tenemos una acusada propensión a dejar todo a medias. Se hacen planteamientos grandilocuentes, pero no se llevan a término; se promete la redención, pero no se crean las condiciones para alcanzarla. En una palabra, se promete el Nirvana, pero se nos deja colgados de la brocha en San Juan de Letrán. Lo peor de todo es que, con frecuencia, los políticos mexicanos leen correctamente las demandas y expectativas de la población, pero sus respuestas acaban siendo tan modestas, limitadas y llenas de prejuicios que terminan por no satisfacer a nadie. Nadie asume responsabilidad alguna. En suma, oscilamos entre ciclos de exhuberancia y de depresión que ya son parte inherente de nuestro ser. Esa manera de proceder nunca ha sido muy productiva, pero es insostenible en el contexto del mundo en que vivimos en la actualidad.

Por donde uno le busque, nuestra vocación legendaria parece ser la de “cortar esquinas”, es decir, la de prometer soluciones pero no crear condiciones para   que éstas puedan prosperar. Las últimas dos décadas ofrecen muchos ejemplos que sirven para ilustrar el fenómeno: se adoptan regulaciones, leyes, privatizaciones o cualquier otra medida, pero nunca se ataca de frente el problema que en el discurso se propone resolver. Se nos dice que tal o cual legislación es la más avanzada del mundo, pero nuestros dilectos legisladores se olvidan que el avance se mide no por la norma jurídica, sino por los resultados. La legislación es sólo un instrumento para el desarrollo de una sociedad; si la legislación es no más que un factor aislado en el entorno social, frecuentemente incongruente con el resto del marco normativo, su impacto seguramente será distinto del anticipado.

El problema de fondo es que en las últimas décadas no se ha mostrado la menor capacidad para tomar al toro por los cuernos. Aunque la mayoría de los políticos reconoce las transformaciones mundiales y entiende perfectamente que México debe adecuarse a las nuevas realidades, su naturaleza y escuela les impide responder. Cuando el agua comienza a llegar a la nariz, reaccionan con algún paliativo que está lejos de resolver el problema, pero que compra tiempo, o al menos eso creen: a veces no hacen sino abrir la llave del agua. De esta manera, en lugar de emprender un proceso de transformación cabal, acabamos con un conjunto de medidas dispersas, incoherentes y frecuentemente contradictorias que sólo posponen el conflicto. El tiempo para los políticos mexicanos no existe porque siempre habrá alguien más que tenga que lidiar con los problemas.

Esta forma de ser nos coloca en el corazón de las soluciones mágicas. En lugar de estrategias integrales, se emprenden acciones milagrosas que van a salvar al país de la noche a la mañana. Las medidas específicas son de la más diversa índole, pero todas acaban siendo iguales, como ilustran dos ejemplos obvios: las privatizaciones de los noventa, nos decían, transformarían a la economía mexicana y crearían una nueva clase empresarial, en tanto que la reforma electoral consolidaría la democracia mexicana. ¿De verdad uno puede creer que la transferencia de un monopolio público a uno privado resolvería los problemas de la comunicación, generaría una nueva clase empresarial y favorecería el desarrollo de la economía mexicana? De la misma forma, ¿alguien puede creer que la adopción de reglas electorales por sí misma crearía una democracia?

Escogí estos dos ejemplos de entre muchos por una razón muy clara: se trata de dos casos extraordinariamente exitosos, ambos trascendentales para la economía y política mexicanas que, sin embargo, se quedaron muy cortos en relación a los objetivos explícitamente planteados. Nadie puede dudar que la calidad de los servicios de telefonía y comunicación en el país sean radicalmente superiores a los que existían al inicio de los noventa. Asimismo, nadie pone en duda el extraordinario logro que constituyó la reforma electoral de 1996 con la que se consolidó el IFE y el Tribunal Electoral pero, como hemos podido atestiguar en estos últimos años de conflicto político, eso no representa necesariamente la consolidación de una democracia.  Se trata de dos ejemplos relevantes precisamente porque son exitosos, pero su éxito es menor al que pudo o debió haber sido.

En buena medida, ambos ejemplos ilustran nuestra afición a dejar las cosas a medias. La economía mexicana requería (y requiere) de las privatizaciones como un medio para elevar la productividad general de la actividad económica y para no distraer recursos gubernamentales que son clave en temas como los de la educación o la pobreza. Por desgracia, las privatizaciones tuvieron lugar en un vacío institucional en el que no se desarrolló una estructura de regulación moderna ni se pensó en el consumidor como eje del diseño del proceso. De esta manera, los resultados, aunque muy buenos en muchos de los casos en términos de la transformación de la empresa privatizada en sí misma, fueron mucho menos favorables para la economía en su conjunto. Algo similar se puede decir de las entidades clave para la administración de los procesos electorales: se logró una transformación absoluta de esos procesos y se creó un ambiente real y efectivo de competencia entre los partidos, confiriéndole legitimidad a los procesos y credibilidad a los resultados. Todo lo anterior constituyó un logro fenomenal a la luz de la historia anterior, pero eso no obsta para que se analicen las carencias y limitaciones de esas mismas entidades y de la democracia en general.

Por el lado de la democracia, esa propensión a dejar las cosas a medias nos internó en un proceso de cambio político fundamental, sin que las instituciones responsables de administrar el poder en la sociedad mexicana se transformaran, comenzando por el ejecutivo y el legislativo y la relación entre ambos. Por el lado de las entidades electorales, la falta de previsión y la urgencia inherente a todo lo que se legisla al vapor, condujeron a la creación de dos entidades llenas de vicios e incentivos encontrados para su funcionamiento, además de a la constitución de consejos cuyos miembros cambian el mismo día, dejando en el camino un vacío institucional por demás riesgoso. Si alguien duda de la afirmación anterior, valdría la pena que considere el hecho de que todos los magistrados del Tribunal de lo Contencioso Electoral concluirán su encomienda en el mes de septiembre de 2006, apenas dos meses después de que tengan lugar quizá los comicios más complejos y potencialmente disputados de la historia del país.

El problema de hacer todo a medias es que nunca se logran los objetivos buscados, se eleva el costo de la actividad económica y se nutre el fatalismo permanente de la población. La falta de previsión sobre las consecuencias de las acciones que se emprenden, tarde o temprano rebota en formas que nadie imaginó (incluyendo, como ejemplo obvio, la economía informal). Pero el mayor de los costos es que el país no avanza porque esa propensión a dejar todo a medias refleja una indisposición a afrontar los problemas y transformar al país de una vez por todas.

Muchas de las políticas y estrategias de desarrollo que se adoptaron en los ochenta y noventa forzaron al país y a cada uno de sus componentes, sobre todo en el ámbito de la economía, a enfocar sus baterías hacia la productividad, las exportaciones y la competencia. Sin embargo, la falta de seguimiento de las grandes medidas, la ausencia de una estrategia cabal de desarrollo y de la construcción de las instituciones y medidas complementarias para hacer exitoso el proceso, no sólo dejó desamparado al sector productivo sino que hizo sumamente difícil y costosa su transformación. En lugar de que la economía se ajustara en el curso de una década, llevamos veinte años saturados de dificultades, quiebras y problemas, de los que apenas ahora comienza a haber una aparente resolución favorable.

En el fondo de esta situación se encuentran dos explicaciones. Una tiene que ver con la naturaleza histórica de la tradición política mexicana que premiaba el inmovilismo a la vez que castigaba la iniciativa individual, sobre todo la de los políticos. Adaptando una de las frases más reveladoras del viejo sistema, aquella de que el que se mueve no sale en la fotografía, se podría decir que ningún político mexicano se atrevió a moverse para no cometer un error político, lo que los hizo renuentes a asumir responsabilidad alguna, característica que ciertamente no es privativa de los políticos. Aunque el entorno político ha cambiado, esa tradición sigue firme, como podemos atestiguar cotidianamente en el poder legislativo: aunque muchos legisladores saben que lo que están haciendo es riesgoso, inadecuado o insuficiente, su lógica política les lleva a seguir avanzando porque así son las reglas del sistema.

La otra explicación de esta situación es que no existe consenso alguno sobre el camino a seguir y eso ha llevado a que cada tema que se discute dé lugar a una disputa sobre el conjunto. De esta manera, incluso discusiones relativamente menores sobre temas de procedimiento adquieren dimensiones titánicas porque reflejan disputas y enconos de primera magnitud. Esa misma lógica lleva a que sea imposible discutir con seriedad los méritos de las famosas reformas que el país requiere en temas como el fiscal y energético, pues concentran toda la controversia que generalmente no tiene que ver con esos temas en particular, sino con la dirección general del país.

El problema de todo esto es que el país no es una isla. Vivimos un tiempo de grandes transformaciones históricas que determinan los límites de nuestro actuar, a la vez que establecen los trade offs que definen las oportunidades. Mientras sigamos rechazando los cambios que la realidad requiere o adoptando medidas incompletas muy a la mexicana, acabaremos desperdiciando oportunidades pero, sobre todo, condenando al país a la pobreza y al estancamiento. Basta observar la velocidad del cambio que caracteriza a nuestros competidores en Asia para alarmar a cualquiera. El país requiere definiciones concretas en temas centrales para nuestro desarrollo, pero sobre todo demanda una visión de conjunto que permita encarar el futuro de frente. La modernidad y los países que son modernos no van a cambiar para que nosotros seamos modernos; más bien, es el país el que debe crear las condiciones para ser moderno.

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En sus marcas…

Luis Rubio

No hay peor lucha que la que no se hace, reza el dicho popular, y muchos políticos mexicanos lo han convertido en acto de fe. A partir de ahora comienza la carrera por la presidencia de la república, que arranca con los procesos de nominación interna de cada uno de los partidos. Aspirantes hay muchos, cada uno con sus activos y pasivos. Pero hay dos grandes incógnitas que hacen valioso el proceso e incierto el resultado, ambos componentes esenciales de la democracia.

La esencia del llamado juego democrático (aunque a veces parezca batalla) reside en que existe incertidumbre sobre el resultado, es decir, no es obvio quién resultará ganador de una contienda electoral. Aunque hay muchas diferencias con el sistema político priísta, lo que distingue el pasado del presente es justamente eso, nadie está seguro de quién ganará el primer domingo de julio de 2006. Ese hecho contrasta con el viejo sistema político. En aquella era, la elección importante no ocurría en las urnas, sino en el momento en que el presidente nominaba, a través del dedazo, a su sucesor. Haber trascendido esos tiempos y esas formas constituye una muestra fehaciente de la transformación fundamental en la realidad política mexicana, misma que se puede resumir en una frase: el presidente ya no puede decidir su sucesión y, por lo tanto, muchas otras cosas más.

La complejidad política del momento las luchas en el congreso, la falta de reformas estructurales, los pleitos entre los poderes- ha mostrado una cara poco amable y, con frecuencia, poco encomiable de la democracia. Se trata, a final de cuentas, de un proceso lento donde es más importante desaprender (los viejos modos y las viejas costumbres) que aprender. Y quienes deben hacerlo son los actores clave de este drama que no son sólo los precandidatos, sino toda la red de actores que participa, de manera directa o indirecta, en el proceso. Así, el espacio clave de la política incluye a los políticos y sus partidos, a los medios y a la burocracia, a los sindicatos que influyen en política y a los organismos públicos y privados con presencia permanente y sistemática en la política nacional. El ajuste a la democracia es un imperativo para todo el sistema político y eso requiere aprender nuevas formas, reconocer cuáles de éstas son hijas del viejo autoritarismo y, por lo tanto, inaceptables en la nueva realidad.

Aunque es bien sabido el viejo dicho atribuido a Kruschev, a la sazón secretario general del partido comunista de la URSS, quien decía que no le gustaba la democracia porque no sabía de antemano cuál sería el resultado de una elección, no toda la incertidumbre que vive el país en la actualidad es tan saludable. Más allá de las elecciones mismas, existen dos fuentes de incertidumbre, una positiva y otra negativa, que son clave para seguir el proceso que, de manera formal, se iniciará en estos meses. La primera, la positiva, tiene que ver con la forma y circunstancias en que concluirá su mandato la actual administración. La segunda, la negativa, se refiere a la potencial propensión de algunos candidatos a asumir, en caso de resultar victoriosos, formas duras de gobierno, ignorando o desconociendo la incipiente institucionalización que caracteriza al sistema político actual.

Los expertos electorales estadounidenses atribuyen la victoria electoral de Ronald Reagan sobre Jimmy Carter en 1982 a una pregunta que el primero lanzó en un debate televisado. Reagan articuló en un solo planteamiento todos los elementos que requerían los votantes indecisos para definirse. La pregunta fue tan simple como ¿está usted mejor ahora de lo que estaba hace cuatro años? Una mayoría de los votantes indecisos decidió que la respuesta a esa pregunta era no, lo que inclinó la balanza a favor de Reagan. En términos generales, las encuestas en el país no han hecho un planteamiento de esa naturaleza, por lo que es imposible determinar cómo piensa la población, máxime si todavía no hay candidatos formales a la presidencia. Pero quizá lo importante, y una fuente esencial de incertidumbre, es que no es obvio cómo irán a pensar los votantes mexicanos en 2006 o, puesto en otros términos, cómo responderían a una interrogante similar a la que llevó a Reagan a la victoria.

Lo que las encuestas sí dicen es que el presidente Fox es popular, pero como persona más que como gobernante. Sin embargo, lo que cuenta para una elección no es lo que la gente piense con dos años de antelación, sino al momento de votar. Si uno observa la evolución de la economía, es potencialmente significativo el hecho de que, aunque todavía modesto, ya nos encontramos en el segundo año de crecimiento económico. Más importante aún es el número de empresas que comienza, súbitamente, a transformarse y a mostrar resultados no sólo favorables sino, en muchos casos, espectaculares. De seguir esta tendencia, el entorno político nacional podría cambiar radicalmente de aquí a julio de 2006.

Lo anterior no es despreciable. Aunque las empresas han sufrido el embate de casi veinte años de competencia de las importaciones (a partir de que éstas comenzaron a liberalizarse en 1985) y muchas de ellas simplemente no pudieron sobrevivir, hay creciente evidencia de que la mezcla de aprendizaje, cambio generacional y tecnología está transformando a vastos grupos de empresas, regiones y sectores económicos. Aunque hay mucho grito sobre la situación que impera en el campo, es ahí quizá donde mayor y más trascendente ha sido la transformación. La actividad agropecuaria no sólo se ha revolucionado, sino que ha comenzado a despegar de una manera patente y notoria. Por supuesto que unas cuantas palomas no hacen verano, pero los indicios de una transformación económica seria bien podría estar comenzando a ser visibles.

Lo anterior no pretende sugerir que el gobierno actual sea responsable de estos éxitos o, incluso, que puedan ser capitalizados electoralmente por el gobierno o su partido. Pero, de confirmarse la tendencia, nadie puede albergar la menor duda de que cambiaría radicalmente el entorno en el cual se estaría dando la contienda electoral. En política electoral, cuentan más las percepciones del momento que la historia que yace detrás. En ese sentido, los factores que forjen esas percepciones serán mucho más importantes en los próximos dos años que todo el conjunto de debates y disputas que se reflejan cotidianamente en los medios. Y no cabe la menor duda de que la economía real es mucho más importante como factor forjador de percepciones que lo que los diputados, el ejecutivo o la Corte hagan con el presupuesto (por mencionar solo un ejemplo).

Más allá del mundito de los políticos, una recuperación de la economía, así sea gradual e incipiente, se convertiría en un hecho político indisputable y sus consecuencias serían amplias y poderosas. En primer lugar, se confirmaría que la estabilidad macroeconómica que se ha logrado y mantenido desde 1995 es una condición sine qua non para el crecimiento económico. No sólo eso: se haría evidente que no basta la estabilidad de las finanzas públicas, sino que se requieren años de consistencia en ese frente para convencer a los actores políticos de que la economía no es un juego de pelota que se puede patear al gusto del portero en turno. Si sólo se aprendiera esa lección, el país habría dado un paso hacia el desarrollo, entendiendo este término en un plano superior, más trascendente al meramente económico.

En segundo lugar, una recuperación económica desde la base, es decir, desde los agricultores y empresarios medianos y pequeños tendría el efecto de alterar toda la mitología que se ha construido a lo largo de los últimos lustros en torno a la liberalización comercial, al impacto del TLC sobre la economía popular y, en general, el famoso modelo económico. Aunque lenta, una recuperación así demostraría las virtudes no sólo del viraje en la política económica de los ochenta y noventa, sino también el potencial de desarrollo que tiene el país. Demostraría que el empresario mexicano, desde el más pequeño, es tan competente y capaz para producir y competir como los chinos o franceses. Al mismo tiempo, también evidenciaría la incompetencia de un gobierno tras otro para acelerar el proceso de ajuste y el enorme fracaso de la política gubernamental de los últimos lustros para crear condiciones propicias para la transformación de la economía mexicana. De consumarse la recuperación aquí apuntada, este hecho debería ser suficiente para moderar cualquier expectativa de que el gobierno puede transformar al país y se desacreditarían las soluciones radicales, en lo político y en lo económico, que son tema atractivo para las mesas de café, pero peligroso para el desarrollo del país.

En política la historia no se escribe sino hasta que se escribe y los próximos dos años serán sin duda largos y conflictivos. Por mucho que mejoren las cosas, el premio de la presidencia es tan apetecible que ese solo hecho garantiza el incentivo al conflicto permanente. Lo que vivimos con el presupuesto hace unas cuantas semanas es un mero tiro de salva en un largo proceso de disputa, enfrentamiento y, sin duda, alienación de la población. Pero así es esto de la política electoral en la que los ciudadanos son meros espectadores.

El riesgo real, la fuente de incertidumbre negativa, es la posibilidad que el enorme desajuste (desbarajuste, mejor dicho) que vive el país, tanto en lo económico como en lo político, se convierta en explicación y justificación para un revire autoritario después de 2006. No pasa día alguno sin que se escuche la palabra desorden (o falta de orden) en boca de algún político de oposición. Es evidente que la situación actual no es compatible con un progreso acelerado de largo plazo, que es lo que demanda la ciudadanía y lo que exige un entorno internacional competitivo y complejo. Pero la solución no consiste en restaurar el viejo orden, tan inoperante como autoritario, sino en modernizar las estructuras políticas del país.

Sea como fuere, la carrera ya comenzó. Siguiendo sus propias reglas, para el final de este año cada partido habrá nominado a su candidato y estarán preparando la campaña presidencial. Confiemos en que esa sea la única fuente de incertidumbre que persista para entonces.

 

El Muro: quince años después

Luis Rubio

1989 fue un momento de espectacular cambio. Sin embargo, como en tantas otras ocasiones previas, los líderes mundiales no tuvieron la visión para construir una nueva estructura política internacional. Aunque se hablaba de un nuevo orden, poco o nada se hizo para edificarlo. Muchas de las peores amenazas a la estabilidad y paz internacionales que hoy enfrenta la humanidad, surgieron precisamente de las fallas de entonces. Y las consecuencias no se limitan a las naciones más poderosas del orbe. La caída del Muro de Berlín cambió la dinámica internacional, pero también la lógica y modo de actuar de innumerables países. Ambos procesos se retroalimentan.

La caída del Muro de Berlín tuvo impactos muy diversos, la mayoría de ellos en dos ámbitos muy concretos y específicos: en el comportamiento individual de cada país y en la dinámica del concierto o, más propiamente, del desconcierto internacional. Libradas de la perversa lógica de las disputas Este-Oeste, muchos países alrededor del mundo, y no sólo en Europa, súbitamente se encontraron con que la lógica de su actuar había cambiado.

Algunos países, como Finlandia y Austria, se incorporaron a la Unión Europea, algo que parecería obvio, pero que resultaba imposible desde la lógica anterior. China, que ya comenzaba a mostrar su potencial, comenzó a aprovechar y hacer sentir su presencia en el nuevo espacio geopolítico que había quedado liberado. Naciones que habían sido sostenidas por los intereses de las superpotencias, desde Afganistán hasta Haití, entraron en franca y rápida descomposición. Cuba experimentó de manera inmediata el fin de los subsidios que le habían dado viabilidad económica y, luego de un periodo de incertidumbre e incredulidad, tuvo que reaccionar con intentos más o menos serios de inserción en la lógica del capitalismo mundial.

El caso de México no fue menos significativo. Justo en el momento de la caída del Muro comenzaron las negociaciones para firmar un tratado de libre comercio con Estados Unidos, esquema que, en el contexto de la guerra fría, hubiera sido aprobado por el congreso norteamericano sin mayor dilación. Para cuando el TLC se presentó ante el Congreso, cuatro años después, la dinámica estadounidense ya no era la de la guerra fría, sino la de una nación ensimismada y concentrada en temas de interés local. La disputa por la ratificación no fue menor y se constituyó en un nuevo paradigma del tipo de relaciones que, a partir de ese momento, Estados Unidos desarrollaría con el resto del mundo, al menos hasta el 11 de septiembre del 2001.

Pero no hay duda que el mayor impacto inmediato de la caída del Muro fue para las sociedades que había sufrido más del yugo soviético. En sus excepcionales Reflexiones sobre la Revolución en Europa, publicadas en 1990, Ralf Dahrendorf analiza el devenir de los países que habían sido secuestrados por la vieja URSS y los enormes desafíos que enfrentarían las nuevas-viejas naciones al construir su propio futuro. En la visión de Dahrendorf, el gran reto de las naciones del este de Europa que súbitamente habían recobrado su libertad, consistía en desarrollar instituciones fuertes, sociedades democráticas y sistemas de gobierno viables. Según Dahrendorf, el reto era muy simple: toma seis meses organizar una elección democrática, seis años organizar una economía viable y sesenta años darle forma a una sociedad civil pujante, organizada y equilibrada. Muchos otros países podríamos aprender de esa inteligentísima advertencia.

El fin de la guerra fría modificó el comportamiento y dinamismo de naciones y regiones enteras alrededor del mundo. Cada una de estas se ha adaptado como ha podido, arrojando resultados por demás diversos. En Europa del este, los países avanzaron a pasos acelerados, como ilustra el reciente ingreso de diez nuevos miembros a la Unión Europea. Los países bálticos, Polonia, Hungría, Eslovenia y la república Checa aprovecharon la primera oportunidad para transformarse, desarrollar sistemas democráticos, afianzar una sólida economía capitalista e incorporarse a instituciones que les dieran claridad de rumbo, certeza y seguridad. Otras, como la antigua Yugoslavia, se colapsaron, mientras el resto se rezagó y ahora intenta recuperar el terreno perdido.

Fuera de Europa el cambio ha sido menos inmediato, pero el impacto fue igualmente grande. A la descomposición de la URSS se debe en buena medida la oportunidad de democratización de regiones enteras, sobre todo en Asia y América Latina; el desarrollo de arreglos comerciales regionales y la globalización de los circuitos económicos y comerciales. No es que la caída de un muro provocara tantos cambios, como que los hizo factibles. Todo estaba listo para que, dada la oportunidad, éstos surgieran a tambor batiente.

Mas la caída del Muro no sólo provocó cambios al interior de diversas naciones, sino que transformó la arena de la política internacional en su totalidad; y ahí los resultados han sido menos halagüeños. No parece exagerado afirmar que muchas de las amenazas a la seguridad global que hoy enfrenta el mundo se remonten a la inacción, y hasta complacencia, que caracterizó a los noventa.

El fin de la presión de las superpotencias, de la necesidad de definirse en términos del conflicto Este-Oeste, llevó a un sinnúmero de naciones a actuar y tomar las riendas de su destino en sus propias manos. En la mayoría de los casos todo el impulso nacional se encaminó hacia la construcción de un futuro exitoso. Sin embargo, la liberación supuso también, para otros países (Pakistán e India, pero también Irán y Corea del Norte), el desarrollo autónomo de armamentos nucleares. Sadam Hussein aprovechó la coyuntura para invadir Kuwait y nunca se apegó a los términos de su capitulación tras la primera guerra del Golfo Pérsico. El abandono de Afganistán hizo posible el florecimiento del Talibán y de Al Qaeda. El rompimiento de la antigua Yugoslavia creó un caos que sólo fue atendido por las potencias occidentales cuando literalmente les resultó inevitable, lo que no ocurrió con el genocidio en Ruanda o ante la creciente inestabilidad en el Medio Oriente. Europa y Estados Unidos se replegaron hacia sus propios temas, cada uno por razones distintas, y ninguno reconoció lo que hoy resulta evidente: que la derrota de la Unión Soviética no garantizaba el triunfo de la democracia liberal.

Los ataques del 11 de septiembre cayeron como un balde de agua fría sobre la cruda que se había enconchado en Occidente luego de la caída del Muro de Berlín. Además de cambiar la dinámica de las relaciones internacionales, y de la exigencia de que cada nación se definiera en términos de su relación con Estados Unidos, los ataques exhibieron un punto de quiebre de enorme trascendencia entre las antiguas potencias aliadas. Mientras que 1945 había sido la fecha sacrosanta que había dado vida y razón de ser a la alianza atlántica, los referentes cambiaron luego del fin del viejo adversario. Dada la dinámica que cobró el devenir del mundo en los noventa, es evidente que la relevancia de aquella fecha perdió importancia tanto para los europeos como para los norteamericanos, a la vez que otras fechas se tornaron en los nuevos puntos de referencia, y éstos ya no eran compartidos en los dos lados del Atlántico.

Para los europeos, 1989 se convirtió en el nuevo punto de partida. Olvidándose de la segunda guerra mundial, los europeos se concentraron en asegurar una transición exitosa en Europa, utilizaron el dividendo de la paz a plenitud y se dedicaron a temas ambientales, de derechos humanos y a enarbolar causas que no podían ser más distantes de los viejos temas (como el de la seguridad) dominantes en el panorama por cuatro largas décadas. 1989 también fue un punto clave para Estados Unidos, toda vez que el fin de la Unión Soviética favoreció una era de introspección y complacencia que atenuó el distanciamiento que de hecho estaba teniendo lugar por debajo de las apariencias entre Estados Unidos y Europa. El 11 de septiembre del 2001 acabaría con esa era y se convertiría en el nuevo punto de referencia para los norteamericanos.

Lo que no se ha definido es cómo funcionará el sistema de seguridad internacional en esta nueva era. El antiguo balance del terror que caracterizó a la guerra fría se transformó en un sistema fundamentado en las reglas del derecho internacional. Los norteamericanos pretendieron avanzar hacia el desarme mundial como una forma de convertirse en los garantes del orden, en tanto que los europeos colocaron el énfasis en los mecanismos multilaterales para la prevención y solución de controversias (a través de la llamada soft power o influencia por medios no militares). Pero el nuevo desorden mundial ha hecho imposible la consolidación de ambos enfoques, mientras que los estados fracasados exportan su caos a través de redes criminales, una incesante migración, drogas y, ahora, el terrorismo. Las opciones hacia adelante no son particularmente atractivas.

Está por verse si la estrategia estadounidense para combatir al terrorismo logra su cometido. Pero lo que estos tres lustros sugieren es que ningún país podrá establecer un nuevo orden mundial de manera unilateral. Además, en la medida en que muchos de los principales retos a la estabilidad, seguridad y desarrollo del mundo dependen del fortalecimiento de naciones antes fracasadas, es necesario buscar soluciones que contribuyan a construir y no sólo a vencer.

Quizá la principal lección para el mundo es que los estadounidenses tienen que aprender que existen límites al uso de la fuerza militar y los europeos reconocer que, en ocasiones, no hay otra manera de resolver un conflicto. Pero lo más importante es encontrar formas de recrear el concepto del oeste, ese conjunto de valores liberales compartidos que orientó y animó toda una era de desarrollo del mundo en la segunda mitad del siglo XX y que siguen siendo la esencia del actuar en ambos lados del Atlántico. Mientras eso sucede, el resto del planeta tendrá que encontrar una manera de hacerse un espacio, progresar y aprender a resolver sus propios problemas de una manera constructiva. La guerra fría fue una gran excusa para hacer y para no hacer: la lógica misma de la confrontación creaba una dinámica de la que era difícil abstraerse. En ausencia de esa dinámica, lo que cuenta ahora es la responsabilidad de cada individuo y actor polític

Y la educación, ¿cuándo?

Luis Rubio

Pocos temas son tan fundamentales para el desarrollo de un país como la educación; sin embargo, pocos son tan ignorados. Por supuesto que los políticos hablan de la educación y le echan porras, mientras los legisladores destinan enormes montos de gasto (absurdamente inflados) para atender el problema, pero nadie actúa para transformar al sistema educativo y convertirlo en el corazón del desarrollo del país. Se hace gala del tema, pero sin comprender las verdaderas dimensiones y trascendencia del rezago que existe, como ilustró recientemente el estudio de la OCDE.

No se requiere ser un experto para advertir los fracasos del sistema educativo. Es cierto que algunos índices muestran avances, pero el panorama general arroja la visión de una película dramática. Una porción enorme de la población mexicana, equivalente a varias decenas de millones de personas, no cuenta ni con las habilidades más elementales que un sistema educativo debe aportar. La mayoría sabe sólo escribir su nombre, pues esa es una condición sine qua non para satisfacer diversos requisitos burocráticos, pero más allá de eso, un porcentaje abrumador y vergonzoso de los mexicanos es de analfabetas funcionales. Se trata de un fenómeno injustificable y, por lo tanto, un asunto impostergable en la agenda nacional.

El sistema educativo nacional, particularmente el público, aunque también parte del privado, está anclado en una era prehistórica. No es sólo que los recursos que finalmente le llegan a cada escuela en lo individual sean pocos o muchos, sino que toda la concepción educativa es ajena a la realidad nacional e internacional en que nos ha tocado vivir. La escuela prototípica no le aporta conocimientos útiles a los niños; al conocimiento se le concibe como un cuerpo de hechos que los estudiantes deben memorizar para luego repetir en los exámenes periódicos sin razonamiento alguno. No se hacen esfuerzos por desarrollar la creatividad o el raciocinio de los educandos. Una porción enorme de los egresados de ese sistema educativo carece de las habilidades o instrumentos verbales, matemáticos o, en general, de raciocinio, que les permita integrarse de una manera eficaz a los mercados de trabajo.

Es evidente que la educación, sobre todo la más básica, no debe concentrarse en la formación de personal para el aparato productivo; su principal objetivo debiera ser el desarrollo de seres humanos capaces e independientes, competentes para valerse por sí mismos en la vida. Y para ello no hay nada más importante que las habilidades que trae consigo el raciocinio (sobre todo a través de las matemáticas) y el lenguaje. La educación prototípica en el país no conduce en esa dirección; lo que es más, cualquier evaluación que parta del rasero de que se trata de formar seres capaces de valerse en la vida se encontrará con que lo único que logra aportar el sistema educativo actual –obviamente hablando en los grandes números- es personal poco compatible con la demanda del sector productivo. Es decir, no sólo no se contribuye a una formación humanista como con frecuencia se pretende, sino que tampoco se desarrolla una formación compatible con la demanda del mercado de trabajo.

Uno de los principales costos de la industria nacional es la capacitación inicial de su personal, que se concentra generalmente en temas elementales que debieron aprenderse en los años de formación básica. De esta forma, mientras que los empleados y obreros de otras naciones con las que compite el trabajador y el empresario mexicanos cuentan con niveles educativos muy superiores, los mexicanos empiezan con un enorme handicap. Si todo esto fuese producto de la ausencia de recursos, el problema podría atenderse; pero lo grave es que no es éste el inconveniente, sino la concepción, el enfoque y la instrumentación.

Al reconocer el problema, por lo menos en un sentido abstracto, nuestros dilectos representantes en la legislatura pasada optaron por la solución político burocrática: echarle una barbaridad de dinero inexistente a la educación, al margen de la necesaria definición del problema. En lugar de forzar al gobierno a elaborar un diagnóstico serio que permitiera comprender la naturaleza del reto, los diputados estudiaron los montos (respecto al PIB) que supuestamente aportan otras naciones a sus respectivos sistemas educativos y decretaron la urgencia de realizar un gasto semejante, sin reparar en que ese porcentaje incluye gasto público y privado. Suponer que el sector resolverá sus dificultades con la friolera de 8% del PIB es una fantasía. Además, ni siquiera se analizó cómo es que se integran esas cifras en otras naciones, es decir, si incluyen el gasto integral en el rubro o sólo el público. En otras palabras, se actuó muy a la mexicana: con la rapidez de alguien que no quiere enfrentar un problema pero que no tiene escrúpulos para manifestarse al respecto. Lo peor del caso es que lo único que se logró fue elevar las expectativas de que habrá más dinero para la educación, sin que exista siquiera una definición de la naturaleza del problema.

El asunto contrasta brutalmente con algunos de nuestros más feroces competidores en otras latitudes. Al inicio de los sesenta, por ejemplo, el gobierno coreano se abocó a analizar las fuerzas y debilidades de su país. El estudio reveló que la mayor fortaleza potencial de esa nación residía en su población, razón por la cual había que dedicar todos los esfuerzos posibles para conferirle los medios y el instrumental idóneos para poder convertir esa fortaleza potencial en una realidad. El resto, como dicen los reporteros, es historia.

Corea convirtió a la educación en el medio para transformar a la población, enriquecerla y darle oportunidades de desarrollo antes inimaginables. El éxito de Corea en materia de desarrollo económico, político y social habla por sí mismo. No menos importante es el hecho de que la mayoría de las naciones del sudeste asiático imitaran a Corea y su decisión de hacer de la educación el factor medular de su desarrollo. Su éxito en el terreno económico no ha sido producto de la casualidad. China aprendió e instrumentó la lección a cabalidad.

Cuando estalló la crisis financiera asiática en 1997, todas las naciones reconocieron en la educación su principal fortaleza. Eso quizá explique por qué en la actualidad una nueva ola de reformas educativas esté sobrecogiendo a la región. Nadie desea quedarse afuera. El recientemente retirado primer ministro malayo, Mohathir Mohamad, hizo de la educación su principal objetivo en los últimos años de su mandato; Tailandia ha dedicado ingentes recursos a la educación y el actual gobierno ha realizado tres cambios de ministro de esta cartera para tratar de encontrar el camino hacia una reforma efectiva de la enseñanza básica; el gobierno de Singapur, siempre proactivo y promotor, no parece ser capaz de presentar argumento alguno sin referirse a la “sociedad del conocimiento”. Por donde uno le busque, los asiáticos, que ya de por sí se encuentran entre las naciones con menor analfabetismo en el mundo, procuran convertir a la educación, una vez más, en su ventaja comparativa.

¿Y nosotros dónde estamos en todo esto? La urgencia de atacar la problemática educativa es vieja y con frecuencia reconocida por tirios y troyanos. Sin menoscabo de los esfuerzos serios y honestos que se han emprendido en la última década, es evidente que el problema rebasa las soluciones propuestas. Por más que se realicen esfuerzos, algunos de ellos por demás encomiables, sigue concibiéndose a la educación como en el pasado, por lo que no es razonable esperar que los resultados futuros sean distintos a los que hoy observamos. Sin ir muy lejos, una mera oteada al sector revela que innumerables profesores son funcionalmente analfabetas. ¿Qué se puede esperar de un proceso educativo con una concepción caduca y añeja, además de carecer de los recursos humanos idóneos para llevar a cabo su cometido? El problema es evidentemente estructural y requiere de una transformación cabal, no de meros ajustes en el margen.

Debe de empezarse por reconocer la naturaleza del mercado laboral. Quienes egresaban del sistema educativo hace cincuenta años competían con sus vecinos de colonia y, cuando más, de pueblo o ciudad. La abrumadora mayoría de los empleos disponibles se encontraban cerca del hogar del egresado, por lo que las oportunidades y la competencia por el empleo se reducían a personas con una formación más o menos similar. Es decir, el sistema educativo podía ser bueno o malo, pero todos los que egresaban contaban con una formación más o menos igual y competían por los mismos empleos. La productividad resultante podía ser baja o alta, pero eso no afectaba mucho al proceso educativo. Se trataba de un mundo extraordinariamente simple.

Quien egresa ahora del sistema educativo compite con el resto del mundo. Independientemente de su nacionalidad, las empresas se instalan en los lugares más recónditos: igual México que China, India o Brasil. El egresado mexicano no compite ya con sus pares de las colonias aledañas, sino con la aldea global en pleno. La calidad educativa se ha convertido en un criterio central en el proceso de decisión dentro de las empresas para la localización de sus plantas. Las empresas reconocen una relación directa entre la naturaleza y calidad de la educación con la productividad y la calidad de sus productos. Cuando una empresa decide instalar su planta en China o India, antes que en México, lo hace con plena conciencia de que las ventajas comparativas que ofrecen los sistemas educativos de aquellas naciones son superiores a las de México. Los gobiernos chino e hindú, para seguir en el mismo ejemplo, no pelean por la soberanía en lo abstracto, como hacen nuestros políticos, sino que transforman sus sistemas educativos para asegurar la integración exitosa de sus poblaciones en los mercados productivos y, con ello, fortalecer la soberanía. Su lógica es exactamente opuesta a la nuestra.

La educación tiene que formar seres humanos en forma integral, habilitándolos con la capacidad de razonar y decidir por sí mismos. Nuestro sistema educativo ni los capacita para la vida productiva ni les confiere herramientas para su desarrollo como personas. Es tiempo de iniciar una cruzada de verdad; el futuro depende de ello.

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Consecuencias económicas de la política

Luis Rubio

El espectáculo ofrecido por nuestros supuestos representantes a partir del pasado primero de septiembre y hasta el fin de este periodo de sesiones, puede quedar en el anecdotario de una transición inexplicablemente prolongada, compleja y ambigua o bien puede medirse en función de sus consecuencias directas. Si nos remitimos al anecdotario, quedarán registradas las caras burlonas de múltiples diputados, al parecer, inconscientes de las miradas del auditorio que los veía a través de la televisión. Sus estridencias evidenciaron las causas que los movían: retórica pura y el objetivo de echar relajo a costa del presidente. Pero si en lugar de quedarnos en el comentario de café evaluamos las consecuencias directas generadas por la inacción del poder legislativo, así como de su sistemática capacidad de bloqueo durante los últimos siete años, el balance se puede hacer en términos de tasa de crecimiento, niveles de ingreso per cápita y creación de empleo. Nunca en la historia moderna del país, quizá con la excepción de los setenta, se había registrado tal destrucción de valor potencial como en los últimos años. La toma de la tribuna por las huestes perredistas no hace sino decantar el problema. El desempeño político tiene consecuencias.

La transición política sabíamos que sería inexorablemente compleja, pero su duración debería ser motivo de extrema preocupación. Aunque las expectativas que se generaron de la alternancia de partidos en el poder ejecutivo fueron siempre excesivas, ningún agente económico realista ni actor político responsable albergaba la esperanza de que nuestros problemas políticos se resolverían de la noche a la mañana. Todos sabemos bien que, en el entorno de conflicto y disputas interminables como fue el previo a las elecciones de 1997 y las de 2000,  lo único que había sido resuelto era el mecanismo a través del cual se elegiría a nuestros gobernantes. El IFE y el Tribunal Electoral, en adición a la Suprema Corte de Justicia, se convirtieron en pilares de un proceso de cambio político que requería una transformación cabal y no meramente parcial, como  ocurrió. La fortuna es que dichas instituciones han tenido la capacidad para dirimir conflictos, al menos aquellos derivados del acceso al poder y, parcialmente, los relativos a su ejercicio.

El gran fracaso de la transición es que no ha habido los medios, la inteligencia, la capacidad de persuasión y la altura de miras en todo el aparato político para reconocer la existencia de un problema medular y actuar en consecuencia. Las instituciones son producto del quehacer humano y, en nuestro caso, ese quehacer ha sido magro o negativo. Y aunque innumerables grupos políticos, económicos y de presión gozan de criticar, demandar y exigir satisfactores particulares, el costo de la ausencia de nuevas estructuras políticas y, por lo tanto, de capacidad de acción en materia económica, lo paga el mexicano común y corriente, ése que no consigue empleo, aquél cuya productividad es bajísima y todos los que no logran satisfacer las necesidades de sus familias.

Tanto la acción como la inacción de los políticos tienen consecuencias. Si bien es lógico que tome tiempo articular mecanismos de interacción entre los poderes públicos, lo experimentado en México los últimos años es la expresión más vívida de un reino donde privan los intereses especiales, los defensores a ultranza de ideologías caducas e incompatibles con el mundo real y, sobre todo, el renacimiento de una mitología que clama por una conducción económica que  ha probado ser un manual para el empobrecimiento de cualquier país. Se trata de un fenómeno generalizado que atraviesa a los distintos partidos políticos. Y los riesgos de perseverar por ese camino son ominosos para todos, comenzando por los propios guardianes de las virtudes revolucionarias.

La conclusión casi generalizada de los comentarios y análisis emanados del espectáculo que nos han brindado los señores legisladores en las últimas semanas, es que el sistema político mexicano está atrapado y que no es probable que se encuentren salidas fáciles en el futuro mediato. Algunos culpan al presidente por su falta de iniciativa y capacidad de interlocución, pero la mayoría atribuye el problema a la inexistencia de condiciones para interactuar, así como a la indisposición de los legisladores y los líderes de sus partidos por considerar los costos del impasse en que hemos acabado. Algunos observadores y analistas se muestran escépticos de que los beneficiarios (o quienes creen que se benefician) de la parálisis política se muestren dispuestos a transformar al sistema político, cuando esto podría implicar sacrificios en términos de su poder o influencia. No es un asunto menor.

Lo cierto es que no contamos con un arreglo político compatible con las necesidades y demandas de una población creciente, especialmente en cuanto a oportunidades de desarrollo y empleo. La parálisis legislativa y el secuestro de las instituciones (el poder legislativo en primer lugar) por parte de algunos grupos políticos, impide que fluya la inversión e impone costos tan altos al empresario mexicano (por ejemplo, en el caso del gas y la energía) que le obliga a pensar en alternativas de inversión en otros países, y, en consecuencia, cancela oportunidades de desarrollo para el país y la población en general.

La inacción política y legislativa, incluyendo la incapacidad del ejecutivo por desregular amplios sectores de la economía así como por llevar a buen puerto proyectos esenciales y urgentes de inversión, como el aeropuerto de Atenco, no son sino ejemplos del desperdicio y la incompetencia que enfrenta el mexicano en su actuar cotidiano. Lo anterior se puede decir también de muchas de las acciones que sí emprenden nuestros políticos, como el absurdo programa de los changarros (orientados a facilitar la economía informal en lugar de a desincentivarla) y otras tantas legislaciones no cuidadas o mal concebidas. El país atraviesa por una etapa de estancamiento que nada tiene que ver con el mundo exterior o con los mercados internacionales, sino con la propensión a impedir el desarrollo de nuestro nuevo sistema político. El problema es grave y los costos se endosan a la población en su conjunto.

Ahora que todo en la política mexicana tiene por referencia y destino el 2006, como si ahí fuera a concluir la historia del país, los costos de la inacción pueden acabar siendo intolerables. Los legisladores que tanto disfrutaron el pasado Informe y se congratularon de sus propias travesuras ante las cámaras de televisión, no mostraron la menor capacidad de reconocer que todo el sistema corre el riesgo de colapsarse. Cualquiera que observe las tendencias en la participación y afluencia de votantes a lo largo de los últimos diez años, puede percatarse que el abstencionismo crece de manera peligrosa. Es decir, ante la ausencia de mecanismos para exigir la rendición de cuentas, premiar o castigar a sus representantes –desconocidos para la mayoría de la población-, un número creciente de ciudadanos ha optado por no votar. Lo paradójico es que esto ocurra justo cuando el mexicano consiguió hacer efectivo su voto. Se trata de una luz ámbar tendiendo a rojo.

El punto de fondo es que la política tiene consecuencias económicas. Por poco más de una década, la economía había venido operando bajo dos premisas centrales. Una: a pesar de las diferencias políticas, en la política mexicana existía un consenso tácito en torno a un conjunto de vectores clave para el funcionamiento de la economía; por ejemplo, que un déficit fiscal es pernicioso (sobre todo dados los pasivos contingentes y no reconocidos que enfrenta el gobierno) y  que el TLC es intocable por el riesgo de abrir la caja de Pandora. La otra premisa que mantuvo a la economía funcionando y a la inversión fluyendo, con todas sus limitaciones, fue la expectativa de que los políticos avanzarían en la resolución de sus disputas y que, poco a poco, construirían las estructuras institucionales que permitiesen afianzar y garantizar la estabilidad política, creando con ello un entorno propicio para un crecimiento económico acelerado de largo plazo.

Es evidente que esas dos premisas no se han cumplido a cabalidad –lo cual explica la ausencia de nuevas inversiones en el país, así como la creciente propensión del empresariado mexicano por buscar diversificación hacia el exterior. Pero es importante diferenciar lo que ha funcionado de lo que no ha avanzado. En términos generales, la primera premisa se ha cumplido casi al pie de la letra. A pesar de los múltiples llamados a revivir el proteccionismo, multiplicar subsidios y promover otros mecanismos que favorecen sólo a intereses particulares a costa del resto de los productores y consumidores, la desviación respecto al esquema que existía cuando entró en operación el TLC, aunque creciente, ha sido relativamente menor. Por su parte, es evidente que no se puede decir lo mismo respecto a la institucionalización de sistema político.

Mucho más importante, a pesar de que no ha habido cambios significativos en política económica ni desviaciones respecto a la primera premisa, sí hay dos circunstancias, ambas ominosas, que ponen en entredicho todo el esquema fraguado al inicio de los noventa  y que amenaza, una vez más, la estabilidad económica. Lo primero, y con mucho lo más importante a la fecha, es que no se han llevado a cabo los cambios, las reformas y los programas que permitirían que la política de desarrollo adoptada hace tres lustros –y la única que, en sus líneas generales, nos podría sacar de la pobreza en un periodo razonable-, sea exitosa. En términos llanos, nuestros políticos han sido un fracaso en crear condiciones idóneas para hacer posible la recuperación de la economía (sobre todo en frentes como el de la energía, la infraestructura y la educación).

Pero lo crítico en este momento es que la validez de esas premisas se encuentre bajo ataque, no sólo porque ningún político prominente las defienda y trabaje en la construcción y consolidación de una economía moderna y competitiva, sino que los conceptos que le dan sustento son cada vez más disputados. Algún día, nuestros políticos tendrán que reconocer que sus acciones y su inacción tienen consecuencias. Ojalá que no sea demasiado tarde para la población a la que desgobiernan.

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Negados para la regulación

Luis Rubio

La contradicción es flagrante. Por un lado, el funcionamiento de una economía moderna y compleja requiere de entidades gubernamentales independientes que supervisen el funcionamiento de los mercados, aseguren la equidad en la aplicación de las normas y regulaciones, diriman diferencias y conflictos entre agentes económicos y, en una palabra, den continuidad a la operación económica cotidiana sin depender de los vaivenes políticos que afectan a cualquier país. No hay país desarrollado que no cuente con una estructura de entidades autónomas e independientes dedicadas a la regulación económica en estos términos. Pero, por otro lado, el panorama de regulación en el país es todo menos encomiable. Si bien existen numerosas instituciones y entidades dedicadas a la regulación de distintos sectores, prácticamente ninguna es independiente ni autónoma. Parecemos negados para ello. Pero hay algunos ejemplos que sugieren que esto no tiene porque ser así.

El problema es muy simple: la economía tiene que funcionar independientemente de si el gobierno es de izquierda o de derecha, si el presidente es bueno o malo. En un país grande, con una economía diversificada y compleja como la nuestra, tienen que existir mecanismos que permitan que los procesos económicos funcionen al margen del perfil ideológico o capacidades del gobierno en turno. Por supuesto, cada gobierno le imprime sus prioridades a la administración política y económica; pero para que una economía se desarrolle, se requiere de un blindaje que le permita al empresario e inversionista contar con un horizonte certidumbre de largo plazo. El empresario que quiere desarrollar un proyecto cuya maduración tiene un horizonte de años o lustros, requiere de certidumbre en las reglas del juego y de mecanismos independientes que permitan resolver conflictos de una manera predecible.

Mientras más compleja es la economía, más importante es la existencia de entidades independientes y autónomas dedicadas a la regulación. En ausencia de este tipo de entidades todo acaba dependiendo de la voluntad, competencia o preferencias de un presidente o secretario de Estado. En temas sensibles y por demás delicados (como la operación del sector financiero), la existencia de una entidad regulatoria profesional e independiente es vital; lo mismo puede decirse de los sectores que son políticamente sensibles, como el agua, la electricidad o la energía.

No cabe la menor duda de que cada gobierno le imprime su sello a la administración de la economía. Pero eso no implica que toda la economía deba sujetarse a los vaivenes que un cambio político entraña. Por ello, lo que típicamente ocurre en los países desarrollados es que las entidades reguladoras guardan una gran autonomía respecto a los cambios de gobierno. Aun cuando el director o presidente de una entidad de esta naturaleza pudiera cambiar, la estructura mantiene su independencia, a fin de que no se alteren sus funciones. Con el cambio de cabeza de una entidad, los criterios generales pueden modificarse, pero no así el funcionamiento o los criterios de aplicación de la norma.

Un ejemplo dice más que mil palabras: en Europa y Estados Unidos, la cabeza de las entidades responsables de temas clave como la competencia económica o los monopolios típicamente cambia con el relevo del gobierno (como ocurrió recientemente en la Unión Europea). Los gobiernos de izquierda tienden a ser muy severos en materia de monopolios (pensemos en el caso Microsoft), en tanto que los de derecha o pro empresariales son típicamente más permisivos en estas materias. Sin embargo, aunque el criterio político varíe, la operación de la entidad es absolutamente profesional y su personal no sólo cuenta con garantías de permanencia, sino sobre todo de independencia.

La pregunta es qué es lo que hace posible que una entidad sea independiente y autónoma. Si uno observa el funcionamiento de las entidades que hoy existen para regular las diversas actividades o sectores de la economía mexicana, el panorama es desalentador. La Comisión Nacional Bancaria demostró sus extraordinarias debilidades a lo largo del rescate del ahorro bancario en los noventa. Otro caso, aunque con rasgos distintos: la Comisión Reguladora de Energía, aunque dependiente del Secretario de Energía, es una entidad seria, pero en un sector donde la naturaleza de las dos empresas dominantes bloquea toda capacidad de regulación. Pensemos simplemente cómo la SENER ignoró la regulación que emitió en materia del gas natural. La Comisión Federal de Competencia, bien constituida y concebida, pasó buena parte de su primera década subordinada a las preferencias presidenciales y sólo en los últimos años desplegó una relativa independencia. La Comisión Nacional de Derechos Humanos, aunque en otra rama de la vida pública nacional, es un ejemplo perfecto de la intromisión política, remoción temprana de los consejeros, comenzando por su presidente, e infinita tolerancia a los malos manejos siempre y cuando se esté del lado correcto de la política. El caso más elocuente es quizá el de la Comisión Federal de Telecomunicaciones (COFETEL), donde ya ni siquiera existe la pretensión de autonomía e independencia respecto al ministerio o al factotum de las telecomunicaciones en el país, como ilustran sus resoluciones en materia de tarifas telefónicas.

El dilema es por demás claro. Nuestra historia, cultura y tradición tiene enormes atributos, pero no conduce fácilmente a la formación de personas y actitudes de independencia. El estilo autoritario y patrimonialista de nuestra cultura política tiende a generar relaciones de dependencia, más que lo contrario. El funcionamiento de las entidades dedicadas a la regulación económica depende más de la voluntad de quien los nombra que de la fortaleza intrínseca de la comisión o entidad. Todo esto sirvió bien al afianzamiento de un sistema político y de una economía que giraban en torno al presidente, pero son incompatibles con el desarrollo de una economía moderna. Peor, lo que es cierto para la economía es igualmente cierto para la política y la sociedad. Las desventuras en el nombramiento de los integrantes del nuevo consejo del IFE, son muestra fehaciente de la propensión de los políticos a persistir en las relaciones de dependencia, antes que en fortalecer la viabilidad de largo plazo del país.

A pesar de lo anterior, hay tres entidades que ilustran la posibilidad de crear fundamentos razonablemente sólidos para la construcción de entidades autónomas e independientes. La más obvia de éstas es sin duda la Suprema Corte de Justicia, entidad que ha logrado una credibilidad propia y que ha minimizado, aunque sin duda no eliminado, las presiones e intromisiones políticas. Aunque menos certera y atinada en los temas económicos, la Corte tiene bien ganado el respeto que (casi) toda la sociedad le tiene.

En el reino de la economía hay dos entidades que han probado independencia, continuidad y claridad de funciones: el Banco de México y la CONSAR (Comisión Nacional del Sistema de Ahorro para el Retiro), esta última creada para supervisar el funcionamiento de las Afores. El Banco de México tiene el diseño institucional autónomo y firme que le ha dado la credibilidad y funcionalidad de que goza. Curiosamente, el éxito de la CONSAR (quizá el supervisor más eficiente y eficaz con que cuenta el sistema financiero) se explica menos por su estructura de autonomía e independencia que por su regulación moderna, con dientes, y la claridad con que la SHCP ha elegido a sus presidentes. A la vez, su relativa autonomía de gestión está garantizada por la peculiar integración de su consejo. Lamentablemente, CONSAR es una excepción a la regla en el gobierno federal. La lección que arrojan estas entidades es la urgencia de desarrollar una carrera dentro del servicio civil para la regulación y fortalecer a las entidades reguladoras a través de órganos de gobierno fuertes e independientes, con autonomía presupuestal. En el caso de la regulación financiera y bancaria, se avanzaría mucho si se transfiriese el control de las entidades respectivas como órganos desconcentrados del Banco de México.

La independencia y autonomía son dos características esenciales de una economía moderna, junto con una protección jurídica adecuada para los funcionarios responsables. Sin ello, es imposible que prosperen las empresas, que funcionen los procesos políticos y se consolide una sociedad moderna. A primera vista, la independencia y autonomía parecen ser meros adjetivos, pero en realidad se trata de condiciones esenciales.  En contraste con la lógica política de antaño, el propósito de alentar el surgimiento de entidades independientes es precisamente para aislar las decisiones económicas de los ciclos políticos, a fin de asegurar un crecimiento sostenido de la economía. Ese es el punto de un Estado de derecho.

Muchos políticos rechazarán de entrada la premisa de la necesidad de autonomía e independencia en estos órganos del gobierno. Hijos del viejo sistema, esas personas piensan en términos de control y clientelismo. Su visión  es la de un país cerrado y protegido en el que el gobierno es la autoridad suprema. Un mundo como el de los sesenta, cuando las relaciones de subordinación eran claras y todo parecía funcionar sin problemas. Independientemente de la validez de esas concepciones (porque, a final de cuentas, ese mundo se vino abajo), vivimos una nueva era que funciona por equilibrios más que por imposición; por equidad en el ejercicio de las funciones gubernamentales (y regulatorias), más que a través de subsidios y protección; por una aplicación desinteresada de los reglamentos, más que por favoritismo. Es decir, al revés que en el pasado.

El verdadero dilema es si queremos seguir aferrados a un pasado que ya no puede ser, o si rompemos con la inercia y generamos las condiciones necesarias para que el país prospere. La preservación de las formas y costumbres del pasado en el ejercicio de la función pública no rendirán fruto alguno. El país debe optar entre el mundo idílico del pasado (que nunca existió) y la oportunidad de desarrollar un país moderno y pujante. Si es lo segundo, tendremos que cambiar más que unas cuantas legislaciones o relaciones de propiedad.

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Corrupción consuetudinaria

Luis Rubio

Todo en el país parece diseñado para que prospere la corrupción. La obra  pública -los aeropuertos, por ejemplo- se construye para favorecer posibles negocios chuecos, hasta en su diseño físico. Las reglas institucionales se definen de una manera tan ambigua, o tan discrecional, que siempre es posible interpretarlas de tal manera que permitan y faciliten la corrupción o, de igual manera, castigar sin misericordia una acción perfectamente lícita y adecuada cuando así conviene al político en turno. En pocas palabras, la corrupción no es producto de la casualidad, sino de un diseño implícito que la hace posible y perdurable. Si de verdad se quiere acabar con la corrupción, hay que modificar las reglas que la reproducen.

En el tema de la corrupción la pregunta relevante no es de carácter moral, sino práctico. Si uno parte del principio de que por igual hay gente honesta que deshonesta, la clave entonces no son las personas, sino el entorno y las instituciones que delimitan su conducta. Si no fuese así, tendríamos que aceptar que la moral de una persona determina el potencial de corrupción de una actividad o puesto público y caeríamos de inmediato en la indefinición que animaba a muchos priístas cuando decían “no me des; sólo ponme donde hay”. Es obvio que el tema no es de moralidad, sino de oportunidad. La pregunta es qué es lo que crea la oportunidad de la corrupción.

La corrupción florece bajo dos condiciones evidentes: la obscuridad y la discrecionalidad. Cuando no existe transparencia y claridad sobre los procesos y decisiones que tienen lugar en una determinada empresa o entidad, los funcionarios de la misma tienen amplias oportunidades para hacer de las suyas. Es decir, el que existan espacios de decisión que no están sujetos al escrutinio público se convierte en una oportunidad para que un funcionario deshonesto aproveche la circunstancia para su beneficio personal o el de terceros. Algo parecido ocurre cuando la legislación o regulaciones que norman el funcionamiento de una empresa pública o entidad gubernamental  otorga a sus funcionarios facultades discrecionales tan amplias que permiten cualquier interpretación al momento de tomar una decisión. De esta manera, cuando la autoridad cuenta con la facultad de aprobar o rechazar una petición, permiso o adquisición sin que medie un análisis y un procedimiento escrupuloso y sin tener que dar explicación alguna, entonces el potencial de incurrir en situaciones de corrupción es infinito. Además, ese potencial se multiplica cuando no existen sanciones por violar las regulaciones (incluida, por ejemplo, la falta de transparencia, así la ordene la ley).

El punto es que la corrupción no surge en un vacío. Más bien, son las reglas que gobiernan el proceso de toma de decisiones las que crean o impiden la existencia de oportunidades de corrupción. Si esto es tan obvio, entonces la manera de terminar con la corrupción es con reglas del juego (ya sea en el propio marco jurídico o en la forma de decidir) que obliguen a la transparencia tanto como a la reducción al mínimo indispensable de la discrecionalidad con que cuenta el tomador de decisiones. Además sería indispensable dar facultades a la población para que demande a quien no cumpla con esas reglas del juego. Es evidente que los niveles de discrecionalidad que son necesarios para el buen ejercicio de la función pública varían de una entidad a otra y de un tipo de decisión a otro. Esto también debe quedar contemplado en cualquier esfuerzo encaminado a eliminar la corrupción, pues de otra manera no se haría más que paralizar a la entidad o garantizar la corrupción en cualquier y todas las decisiones que ahí se tomen (como ocurre en la actualidad).

Quizá la pregunta pertinente es cómo se puede y debe incorporar la transparencia en los procesos de decisión de una manera tal que no se entorpezca la toma de decisiones, a la vez que se reduce el potencial de corrupción. Hay dos ejemplos que sugieren formas en que esto se podría instrumentar, ejemplos que también muestran la trascendencia de una decisión gubernamental comprometida con extinguir la corrupción. Ambos ejemplos tienen que ver con Pemex.

Pemex es una de las entidades nacionales que más participación y vinculación tiene en los mercados financieros, tanto nacionales como internacionales. Por años, la empresa ha emitido diversos tipos de bonos para financiar su operación cotidiana y, hace no mucho, la empresa anunció la posibilidad de emitir algún tipo de acciones que permitan a los inversionistas privados tener una participación en el financiamiento de riesgo de la empresa a través de un fideicomiso. Tanto los bonos como las acciones son mecanismos a los que empresas de la más diversa índole y nacionalidad recurren para financiar sus operaciones. Sin embargo, cuando Pemex emite un bono o una acción, no tiene que adecuarse a las reglas de transparencia que caracterizan a todas las demás empresas del mundo, dado que goza de una garantía –implícita o explícita- del gobierno federal.

Lo anterior podría sonar lógico, dado que se trata de una empresa propiedad del gobierno. Sin embargo, de estar el gobierno realmente comprometido con la transparencia y decidido a acabar con la corrupción atávica de la entidad, no tendría más que someterla a las mismas reglas aplicables a cualquier empresa en el mundo que acude a los mercados internacionales. Es decir, bastaría con que el gobierno retirara la garantía a las operaciones de la empresa. Acto seguido, los operadores de los mercados se verían obligados a exigir que Pemex se sometiera a los requerimientos de transparencia exigibles a cualquier otra empresa. A partir de ese momento, no habría funcionario de la entidad que estuviera dispuesto a correr el menor riesgo, so pena de ser demandado no sólo ante nuestro caprichudo y corrupto ministerio público, sino ante tribunales en cualquier lugar del mundo en que se encuentre domiciliado el inversionista afectado.

El segundo ejemplo sería mucho más revolucionario, pero no menos trascendente. Mucha de la corrupción en el país se deriva no sólo de la falta de transparencia, sino de la vasta discrecionalidad que caracteriza a la administración pública. En el caso de Pemex, la corrupción lo permea todo porque las reglas del juego (o su inexistencia) así lo permiten. A ello se debe  que las adquisiciones que realiza la empresa, por citar un ejemplo, sean una fuente inagotable de oportunidades de corrupción. Pero lo mismo es cierto en el caso del contrato colectivo de trabajo, diseñado para que todo en la empresa acabe beneficiando al sindicato, sobre todo a su liderazgo. Quizá valdría  la pena preguntarse por qué no se le da la oportunidad a los dueños de la empresa a revisar el contrato colectivo y, a través de una consulta pública, votar para que éste sea aprobado o rechazado. Aunque la retórica de los defensores del statu quo se fundamenta en la noción de que Pemex es del pueblo de México, todos sabemos que, en la práctica, la empresa es propiedad de su burocracia y sindicato. ¿Por qué no someter a consulta de los supuestos dueños, el pueblo de México, los términos del contrato colectivo de trabajo y otros contratos igualmente centrales al funcionamiento de la empresa?

La mejor, realmente la única, forma de acabar con la corrupción es haciendo pública la información sobre las decisiones que pueden hacerla posible. La ley de transparencia es un instrumento clave en este proceso, pero no es el único, ni siempre el más adecuado para lograr el objetivo. La razón de lo anterior es doble. Por un lado, la ley de transparencia ve en retrospectiva. Es decir, permite observar las decisiones que se tomaron con anterioridad. Desde luego, en la medida en que los funcionarios públicos saben que sus decisiones podrán ser revisadas en el futuro, su propensión a delinquir es infinitamente menor y eso tiene un valor en sí mismo.

Pero la otra razón por la que la ley de transparencia no es siempre el mejor vehículo para impedir la corrupción reside en que las reglas escritas y no escritas del juego en la administración pública mexicana con frecuencia hacen imposible que se actúe con probidad. Las reglas en la administración pública se diseñaron para hacer posible tanto la corrupción de los amigos, como la persecución judicial de los enemigos. Las leyes y reglamentos que norman la función pública son asfixiantes para un funcionario honesto, pues le impiden tomar decisiones racionales, a sabiendas de que todo puede ser mal interpretado en el futuro. En no pocas ocasiones, los funcionarios acaban tomando decisiones erradas, pero indisputables bajo la normatividad existente. El gobierno del presidente Fox ha hablado mucho sobre la corrupción, pero no ha cambiado nada de la normatividad que la hace posible.

La ley de transparencia es un instrumento valiosísimo para disminuir la corrupción, pero es imperativo ir más lejos. Es evidente que la normatividad, tanto legal como reglamentaria, que existe en la actualidad es inadecuada para el funcionamiento eficiente de un gobierno. Pero también es cierto que en el país existe un enorme número de “poderes reales”, o “fácticos” como les llaman algunos, que nada tienen que ver con las reglas que rigen al común de los ciudadanos. Por ejemplo, los sindicatos operan bajo un esquema de chantajes políticos que nunca pasa por la criba del poder judicial. Innumerables intereses expolian al erario a través del robo de gasolinas o de la economía informal. El contrabando no sería posible sin el contubernio de autoridades aduanales y policiacas. La obscuridad y la discrecionalidad hacen posible la corrupción en todos los recovecos de la realidad nacional.

No hay como la apertura y la transparencia para exhibir esas realidades. A diferencia de los procedimientos judiciales, que además de costosos son igualmente propensos a la corrupción, la apertura informativa cierra espacios a la corrupción de manera automática. Como ilustran los ejemplos citados, la apertura permitiría enfrentar hasta al mayor de los dinosaurios. Lo mismo se podría lograr de hacerse pública la información sobre aduanas y procesos judiciales. El país aspiraba a un cambio. Hay muchos lugares por donde se podría comenzar.

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Impunidad y legalidad

Luis Rubio

México inició su transición política sin que mediara mucho análisis, pensamiento o cálculo. Las circunstancias crearon el momentum y arrojaron un proceso complejo, sinuoso y, sobre todo, obscuro en cuanto a las características del puerto de arribo. A diferencia de naciones como España o Alemania, que gozaron de una definición precisa al momento de zarpar en su proceso de transición, además de tener la visión y la capacidad política para planear cada paso en el camino, en México se debate incluso cuándo comenzó la transición (que si en 1968, en 1988 o en el 2000) y nadie sabe qué características debería mostrar la sociedad mexicana cuando la transición haya concluido. Quizá no avanzaremos nada si antes no definimos un factor central de cualquier transición: el problema de cómo adoptar la legalidad y lidiar con la impunidad (y el pasado). Nuestra experiencia reciente no es nada encomiable.

Cada proceso de transición arroja lecciones interesantes. En muchos sentidos, la transición de la Alemania del Este a partir de 1989 es como ninguna otra, pues en realidad se trató de una adquisición o una absorción por parte de su vecino mayor. Mientras que los españoles, polacos, chilenos y otros pueblos que han experimentado un cambio radical de régimen tuvieron que rascarse con sus propias uñas, como dice el dicho, los alemanes del este se encontraron con que, de la noche a la mañana (y de acuerdo a un plan, a la alemana, tan detallado que no dejaba nada al azar) todo había sido predeterminado: la inversión y transferencia de riqueza que ha tenido lugar en lo que antes fue Alemania oriental, no tiene precedente en la historia (así hasta vale la pena dirían algunos), pero no sólo eso. Para cuando los alemanes orientales se levantaron luego de la borrachera de la caída del Muro, las instituciones de Alemania occidental habían tomado control de todo: el marco legal, el sistema bancario, la seguridad pública y, por supuesto, la infraestructura. Así, mientras que otras transiciones han sido organizadas y dirigidas por burócratas improvisados que no aprenden rápido, los alemanes llegaron con la mesa puesta.

A pesar del enorme privilegio, los resultados a tres lustros de ese dramático momento no son tan favorables como uno podría suponer. Muchos alemanes del este preferirían restaurar el viejo régimen: las encuestas sugieren que muy pocos consideran la transición exitosa y muchos más se sienten profundamente infelices. Parte de la explicación es generacional, pero los expertos concluyen con una evaluación que parece ser perfectamente aplicable a México: aun si se acierta en la organización de todos los ingredientes -tanto los económicos como los políticos- de la transición hacia una democracia liberal, y aun si se logra evitar brotes violentos (o algo peor), toma años, quizá una o hasta dos generaciones, sedimentar el cambio que entraña romper con un sistema autoritario o semi autoritario y con una economía fundamentada en decisiones burocráticas. Muy poca gente tiene los arrestos para ajustarse a los cambios, en especial quienes son o fueron responsables de administrar los procesos del viejo régimen o quienes tuvieron que aprender a sobrevivir en él. Hay incluso una interpretación bíblica sobre este punto: los cuarenta años que le tomó a los israelitas llegar de Egipto a la tierra prometida no fueron producto de la casualidad, sino de un diseño: para poder entrar a su nuevo entorno era necesario desprenderse de los hábitos mentales que se derivaban de la esclavitud.

El caso alemán es interesante porque demuestra que la economía no es el tema central o fundamental del proceso de transición, así sea clave. Quizá el punto medular de una transición tenga más que ver con la necesidad de llevar a cabo ajustes en la manera de ser, pensar y actuar de las personas, desde el ciudadano más modesto hasta el político, funcionario o empresario más encumbrado.

En esta línea de pensamiento, una de las cosas que la transición mexicana ha abandonado a su suerte y que quizá acabe siendo uno de los factores que impidan que ésta culmine con broche de oro, como ha ocurrido en otras latitudes, es el de la legalidad. Aunque la sociedad mexicana actual es sin duda más libre que la que le precedió, nada ha cambiado en términos de la precariedad de su existencia ni en la realidad de inseguridad jurídica que le caracteriza. Como ilustra la interminable serie de escándalos políticos, la transición ha sido muy buena para exhibir la corrupción, pero no para evitarla. No hay duda que la disponibilidad de información y la creciente transparencia de muchos procesos públicos contribuyen a inhibir el abuso y la corrupción, pero tampoco hay duda que la impunidad sigue a la orden del día.

La gran pregunta es cómo establecer el reino de la ley. Una revisión a nuestra realidad cotidiana ilustra la complejidad de semejante empresa. Para comenzar, siempre hay argumentos que justifican anteponer la razón política sobre la razón legal. En un país en el que la ley es la ley, nadie discute si es conveniente aplicarla o si esta debe usarse de manera diferenciada según sea el asunto en cuestión. En México, en cambio, este tipo de discusiones son el pan de todos los días y buena parte de ello lo explica la existencia de intereses poderosos que hacen todo lo posible por evitar que el país ingrese al mundo de legalidad y transparencia. Son intereses que viven y depredan de la inexistencia de un Estado de derecho en el país y que crean temas tabú y amenazan con inestabilidad para preservar sus cotos de caza.

La única manera de convertir a la ley en el corazón de los procesos políticos nacionales, la que ha funcionado en otros países que han seguido procesos de transición política exitosos, es marcando una línea de separación entre el pasado y el futuro. El gran problema de instaurar el reino de la ley es que quienes tienen deudas o cuentas pendientes con el pasado, no tienen incentivo alguno para adoptar la legalidad y, con ello, exponerse a que se les finquen responsabilidades por crímenes, delitos o faltas del pasado. Los países que han sido exitosos en romper con ese fardo de antaño son aquellos que pintaron una raya respecto al pasado, con el objeto de hacer posible la construcción de un futuro mejor.

Se trata, como se puede apreciar con toda claridad, de un dilema moral terriblemente difícil de encarar. Quien ha sufrido del abuso de las policías, los excesos de los sindicatos, los atropellos de la burocracia y la arrogancia del gobierno, ve con malos ojos que de un plumazo se exonere a todos aquellos que abusaron. Y eso que, en nuestro caso, fueron relativamente pocos los casos de abuso extremo (como tortura o muerte) semejantes a los ocurridos en Argentina y Chile. A final de cuentas, pintar una raya equivale a dejar en la impunidad a muchos posibles criminales, muchos de ellos intolerables en más de un sentido. Por otra parte, el argumento racional es igualmente obvio y no menos relevante: si no cerramos esos capítulos, nunca saldremos del círculo vicioso en el que nos encontramos. Algunos países se han quedado atorados en ese proceso, otros aceptaron este trade off, así fuera a la manera de un pacto con el diablo, porque ya estaban cansados de no ir a ningún lado. La alternativa era siempre peor.

En casi todos los países que aceptaron ese pacto con la impunidad se recurrió a otros medios para expiar culpas, resolver dilemas personales o, simplemente, lidiar con el pasado. En algunos, los menos, hubo acciones gubernamentales, sobre todo en la forma de comisiones de la verdad orientadas a transparentar el pasado y, con ello, tratar de dar sepultura a las atrocidades que se hubieran cometido. Pero en la mayoría han sido los novelistas e historiadores quienes hicieron suya la tarea de explicar el pasado, darle voz a los millones que sufrieron y, con ello, sentar las bases de un futuro diferente y más sólido. Mucha de la literatura e historia que ha surgido de Rusia y los países de Europa del centro y del este, así como del cono sur, comparte el mismo ánimo y sugiere lo que le hace falta a México.

No hay manera de pasar de la razón política a la razón legal, de la impunidad a la legalidad, sin delimitar la esfera del pasado y el futuro con claridad. Mientras eso no ocurra, el país seguirá pasmado y paralizado porque nadie quiere comprometerse con el futuro mientras no quede claro el pasado. Como se puede observar en la vida política nacional, ese pasado se sigue empleando en todos los niveles de gobierno y de la política como un medio para someter a intereses opuestos, controlar políticos y subyugar enemigos. Es ese y no otro el propósito, ya viejo pero no tan frecuente en el pasado, de judicializar a la política. Nada ha cambiado en ese reino y, mientras no cambie, el país no cambiará ni en lo económico ni en lo político.

Andrei Sakharov, el científico ruso que se convirtió en el líder espiritual de la disidencia en la era soviética, decía que un Estado que maltrata a sus propia población no puede ser confiable internamente o con sus vecinos. Para él, el totalitarismo soviético era el factor que creaba el entorno mundial de desconfianza característico de la guerra fría. Los mexicanos vivimos nuestra propia guerra fría interna y padecemos una pasmosa incapacidad de romper con ese pasado que nos atosiga. Urge el liderazgo y la visión que permita romper con ese fardo de una vez por todas.

Aviación

Aeroméxico y Mexicana llevan años de actuar como una sola empresa. Desde el punto de vista de sus dueños (esencialmente el gobierno y el IPAB), así como de cualquier inversionista potencial, lo obvio es fusionarlas para maximizar el precio de venta y sus rentas futuras. Fusionándolas se acaban las molestias que causa la competencia, se resuelve el problema de los altos costos laborales, las ineficiencias de las empresas y se puede ignorar el interés de los usuarios. Nadie puede acusar a las autoridades de Comunicaciones, los responsables por asegurar la competencia en la economía y los dueños, actuales y futuros, de la empresa de preocuparse por el desarrollo de la economía y el interés del consumidor. Sólo queda preguntar si no al consumidor, ¿a quién debe servir la economía?

 

La era de la responsabilidad

Luis Rubio

En ausencia de mecanismos naturales y automáticos para la construcción de acuerdos y consensos dentro de la sociedad mexicana, particularmente al interior de instituciones como el poder legislativo, la capacidad de desarrollo del país depende enteramente de la disposición de individuos a construir los andamios necesarios para salir adelante. En el pasado, la capacidad de imposición del presidente garantizó la toma de decisiones y, como bien sabemos, no todas las decisiones que emanaron de ese esquema acabaron siendo buenas. La democracia, cuando opera adecuadamente, tiene la virtud de promover la activa participación de las distintas fuerzas políticas y grupos de interés en el proceso de toma de decisiones. Pero para que ésta opere adecuadamente, deben existir mecanismos de contrapeso que impidan lo que hoy es la norma en la sociedad mexicana: el reino de los intereses particulares y la parálisis que de ahí emana. Es tiempo de que los legisladores asuman la responsabilidad histórica que les corresponde.

Pedir lo anterior, sin embargo, supone violar una constante de la realidad política de cualquier país: implica que quienes se benefician del statu quo acepten dejar de hacerlo. Lo anterior es, por principio, contradictorio. Por eso es común que no se avancen reformas que, aunque necesarias, no interesan o no benefician a quienes son responsables de aprobarlas (excepto cuando las circunstancias las hacen inexorables). En todos los países, las situaciones de crisis cambian los términos de la realidad. Así, por ejemplo, en 1995 se adoptaron cambios fiscales y al sistema de seguridad social que, en otro contexto político, hubiesen sido impensables. De la misma forma, el gobierno norteamericano actual logró que se aprobara un conjunto de legislaciones que rompían con una larga tradición liberal, situación que sólo pudo ser concebible en el contexto de los ataques terroristas del 2001. Lo que no es típico, pero tampoco excepcional, es que un partido o una coalición de ellos asuman como suyos los cambios que son necesarios no por el bien de la humanidad, sino por una visión de más largo plazo de su propio interés. Me explico.

Si partimos del principio de que un legislador o su partido van a impulsar los cambios convenientes a su propio interés, la pregunta es cuál de sus intereses concebirá como prioritario. En su expresión más elemental, más primitiva, la definición de interés se reduce a la defensa o avance de cuestiones muy particulares, como pueden ser las un sindicato (como ilustran los casos del IMSS y el de los electricistas). Pero también es posible articular la definición del interés de una manera distinta: un partido, por ejemplo, puede llegar a la conclusión de que su capacidad de ganar la próxima elección es mínima de no avanzar ciertos cambios fundamentales. En esta perspectiva, resulta de su interés el procurar esos cambios, así afecten a algunos de sus grupos cercanos. Esa fue, precisamente, la lógica de las reformas de los ochenta y noventa: afectaron intereses inmediatos, en aras de grandes beneficios más adelante. Redefinidos de esta forma, los intereses políticos y partidistas adquieren una dimensión distinta. La diferencia la hace la calidad del liderazgo que conduce el quehacer de un grupo político y legislativo.

En el país hemos llegado al punto en que, fuera de una mega crisis producto de la violencia política o de una nueva conflagración financiera y fiscal, lo único que podría conducir hacia la adopción de un conjunto de reformas mínimas sería el interés de un partido por impulsarlas. Pero, en virtud de la lógica antes descrita, esto sólo puede ocurrir de existir una gran claridad de visión (que permita discriminar entre intereses limitados de corto plazo, pero perniciosos para el interés del partido en el largo plazo, y los de largo plazo, así afecten a grupos particulares) y/o una capacidad efectiva de liderazgo que permita empujar esa visión. El caso del Partido Laborista inglés bajo el liderazgo de Tony Blair es paradigmático: bajo su batuta, el partido adoptó una visión que, por décadas, había sido anatema para sus correligionarios, pero fue esa visión la que les permitió recuperar el voto ciudadano.

Hay tres factores clave que confluyen con la indisposición a actuar mostrada por nuestros políticos en los últimos años. Primero que nada está el hecho de que el país está paralizado no por una plaga de cucarachas ni a causa de una catástrofe natural, sino por la falta de visión y acción por parte de gobiernos y legisladores que pensaron menos en cómo darle cauce a la transición política que en seguir a pie juntillas el famoso dicho de a río revuelto ganancia de pescadores. Segundo, y paradójico, la agenda que el país tiene que resolver no es una particularmente disputada. Aunque existen diferencias, en ocasiones profundas, sobre cómo resolver un tema particular, el contenido de lo que debería ser la agenda legislativa, política y gubernamental goza de un amplio consenso. Finalmente, la inacción tiene consecuencias, tanto económicas como políticas. La lenta recuperación económica, y sus consecuencias en términos de empleo y generación de oportunidades, ha golpeado a una gran parte de la población. Además, irónicamente, ha gestado condiciones propicias para movimientos políticos radicales. Justo, sin duda, lo que la mayoría de los legisladores buscaba.

La agenda en la que concuerda la mayor parte de los legisladores y partidos del país incluye temas obvios como una reforma institucional que restablezca la capacidad de tomar decisiones en las nuevas circunstancias; la creación de condiciones necesarias para que la economía pueda florecer; la garantía de seguridad pública y un Estado de derecho; la incorporación exitosa de la población a la globalización; y la relación con Estados Unidos. Pocos mexicanos estarían en desacuerdo con esta agenda, aunque algunos, los menos pero con poder, objetan puntos específicos, sobre todo en materia de reformas en el entorno económico. En otros casos (la relación con Estados Unidos, por ejemplo) existe un virtual consenso sobre lo deseable, independientemente de que lo deseable sea imposible en este momento. Pero, a pesar de las diferencias, estamos hablando de matices en una agenda que goza de amplio apoyo entre todos los partidos y grupos políticos.

Pero la existencia de un virtual consenso sobre lo que hay que hacer no se ha traducido en acción. Los partidos y legisladores se han empecinado en mantener su posición, alientan a sus facciones más duras y sacrifican en el camino la viabilidad económica y política del país. En lugar de amplitud de visión, lo que ha caracterizado al congreso es lo mezquino y modesto de su actuar. No ha habido posturas visionarias o liderazgos alternativos que impulsen soluciones a las diversas problemáticas que enfrenta el país. Aunque jamás lo aceptarían, los miembros del Congreso y del Senado han demostrado, como parece ocurrirle a la mayor parte de la población, que no saben funcionar sin la presencia de un líder fuerte que los obligue a actuar. Aunque muerto desde la elección del 2000, el presidencialismo sigue vivo en la conciencia de la población y, ciertamente, de los políticos mexicanos.

Mientras todo esto pasa, la economía del país sufre los estragos de la incongruencia: mientras que en el curso de los últimos veinte años se adoptaron medidas en materia económica que fueron transformando las formas y lógicas de funcionamiento de la economía mexicana, no se llevaron a cabo los cambios que debían acompañar a esas reformas para que éstas fueran viables para la mayoría de las empresas y personas. Esta incongruencia, que borda en lo criminal, pinta de cuerpo entero a nuestro sistema de gobierno. Por ejemplo, se eliminaron fuentes de protección y subsidio para la planta productiva, algo que era necesario para generar mayor competitividad en la economía mexicana, pero no se crearon las condiciones para que esa competitividad fuese posible. Es decir, al oponerse los legisladores a generar fuentes de energía más barata, por citar el caso más evidente, condenaron a buena parte de la planta industrial a competir en una situación de desventaja. En esto de la competitividad no hay secretos: es la incongruencia y falta de seriedad en el actuar gubernamental (gobierno-legislativo) lo que produce el estancamiento actual.

Nuestra situación actual es paradójica. Por un lado, el alcance de miras difícilmente podría ser más corto. Por la otra, los problemas cotidianos consumen a los empresarios, impidiendo que se desarrolle una economía pujante que, se supone, todos los políticos y partidos pretenden promover. En lugar de acción, lo que el mexicano recibe son buenos deseos. Pero el país requiere decisiones, no plegarias. Sin embargo, lo único que parecen recibir por parte de los políticos no es más que es eso, plegarias. Cada que cierran los ojos ante la inminencia de una catástrofe energética emiten una oración, una petición a quien sabe quién, para que el país no se hunda como producto de su inacción. Lo mismo ocurre cuando suponen, esperan o confían que nada pase al mantenerse irresuelta la situación fiscal o las pensiones no financiadas del sector paraestatal o la falta de competencia en la economía mexicana. La economía mexicana demanda oxígeno y los políticos se duermen en sus laureles. Esa no es manera de conducir a un país, velar por su soberanía o pretender que están haciendo su chamba. La ausencia de visión amenaza con dejar a más de uno tirado en la lona.

Vuelvo al inicio: lo que urge es que los partidos desarrollen una capacidad por definir y diferenciar sus intereses de corto y de largo plazo. En la medida en que un partido se convierte en la oficina de protección de intereses particulares, deja de tener sentido su existencia, además de que condena al país a vivir siempre bajo la férula de ese interés particular, sea éste el de un sindicato, una empresa o una trampa ideológica. Por otro lado, en la medida en que un partido acepta costos de corto plazo en aras de avanzar sus objetivos fundamentales de largo plazo, existe la esperanza de que haga suya la agenda de modernización y transformación del país. El Congreso actual es evidencia pura de quién y qué decide por los partidos.