Al borde

Luis Rubio

Ya se nos está haciendo costumbre jugar al borde del precipicio. No pasa ni un mes sin que alguno de los intereses sindicales o políticos del viejo sistema ponga en entredicho la estabilidad del país: igual los petroleros que los electricistas, los telefonistas que los azucareros. El alegato más reciente es el sindicato del IMSS. En este conflicto, el país enfrenta, una vez más, su interminable dilema: avanzar hacia adelante o volver al pasado corporativista y autoritario o, lo que es lo mismo, construir un país de ciudadanos o seguir doblegados ante los intereses particulares.

La disputa laboral que caracteriza al IMSS es tan sólo una parte del problema. El tema más amplio y profundo es el de la legalidad, la institucionalidad y los derechos ciudadanos, es decir, la definición del futuro del país. Se trata del prototipo perfecto del conflicto que, aunque por debajo del agua, domina al país y a toda la discusión en el seno de las entidades públicas y políticas. Ciertamente, lo que se negocia dentro del IMSS es el contrato colectivo de trabajo, lo que incluye los sueldos, beneficios y prestaciones ahí contenidas. En ese sentido, el sindicato tiene todo el derecho de defender las prerrogativas adquiridas así como aspirar a mejorarlas. Pero lo que está de por medio para la sociedad mexicana no es el paquete de beneficios y prestaciones, sino un pilar más (o menos) en el proceso de construcción de un país moderno. Aunque el sindicato tenga derecho legítimo a defender sus prebendas, su amenaza de romper con la institucionalidad va más allá de lo laboral, lo que hace que la disputa se inscriba en el contexto del conflicto más amplio de la actualidad y que tiene que ver con definiciones básicas sobre si la nuestra será una nación de ciudadanos o una de súbditos.

De esta manera, el conflicto que estalló a principios de semana con el cambio en la dirección del IMSS tiene dos dinámicas. Una directamente relacionada con la relación obrero patronal y otra, la crucial, con el sindicalismo y corporativismo mexicano. El sindicato demanda de manera abierta ignorar las modificaciones a la ley del IMSS que se aprobaron apenas el año pasado. En ellas se establece que las aportaciones de los trabajadores se destinarán para los servicios de los afiliados y no podrán utilizarse para sufragar las pensiones de los empleados retirados del IMSS. Esta circunstancia explica la vehemencia del sindicato, pero también ilustra la naturaleza del conflicto: aquí no se trata de una diferencia entre el gobierno y un sindicato, sino entre los intereses de los sindicalizados y los de la población asegurada en la institución.

A diferencia de otras entidades en las que el tema laboral y sindical es preeminente, pero donde la vinculación entre la empresa y la población es distante, como PEMEX, CFE o Luz y Fuerza, el IMSS es un organismo íntimamente vinculado con gran parte de la población a través de los diversos servicios que ofrece. Pero, más importante, en el IMSS chocan directamente los intereses de los asegurados que hacen aportaciones regulares para pagar el acceso a los servicios de salud (lo que incluye a todos los que tenemos un empleo asalariado), contra los de los trabajadores del IMSS, que están acostumbrados a utilizar esos recursos para su propio beneficio. Lo que el sindicato del IMSS demanda es, nada más y nada menos, disponer de esas aportaciones para financiar los privilegios de sus afiliados.

El problema no es nuevo, pero ha venido cambiando de naturaleza. Para comenzar, hace mucho que las finanzas del IMSS están quebradas. Esta situación es producto de tres factores que han ido cuajando a lo largo del tiempo, algunos por razones naturales y otros por su pésima administración.

Ante todo, el IMSS ilustra el cambio demográfico que ha venido experimentando el país en las últimas décadas y que se expresa de manera extrema dentro de la institución. La sociedad mexicana comienza a experimentar un proceso de envejecimiento que ya es muy avanzado en naciones como las europeas y la japonesa; este proceso implica que, al disminuir la tasa de crecimiento demográfico a la vez que se eleva la longevidad de la población, un número cada vez menor de asalariados sostiene a un número creciente de pensionados. Este fenómeno se agudiza de manera radical dentro del propio IMSS: mientras que en 1980 había un pensionado por cada 13.1 trabajadores de la institución, la cifra para este año es de 5.6 activos por cada inactivo. Es decir, el número de jubilados es estratosférico y su esquema de jubilación cada vez menos sostenible. Si esto fuera producto de mera longevidad, podríamos al menos felicitarnos de la mejoría de la calidad de vida. Pero, en este caso, buena parte del problema surge por las generosísimas condiciones de jubilación que permiten a los trabajadores del IMSS retirarse muy jóvenes y con su sueldo más alto. No hay ninguna institución o empresa fuera del gobierno que ofrezca esquema similar por la sencilla razón de que, al hacerlo, quebraría.

La segunda circunstancia por la cual el IMSS está quebrado es por la mala administración que le caracterizó en el pasado. Por décadas, sucesivas administraciones privilegiaron el gasto dispendioso en edificios bonitos, teatros y otras fachadas sobre la creación y buen manejo de reservas que permitieran ofrecer servicios médicos de óptima calidad y garantizar la disponibilidad de los fondos de pensión cuando los asegurados llegaran a la edad de retiro. Por muchos años, mientras la población era mayoritariamente joven, el IMSS recibía muchos más fondos por concepto de aportaciones de los asegurados que lo que sufragaba en pensiones. Todo ese dinero se esfumó en proyectos faraónicos del propio Seguro, así como en la tercera circunstancia: el sindicato.

El sindicato del IMSS, al igual que otros entes emblemáticos del corporativismo mexicano de su etapa más autoritaria, se constituyó en un factor de poder a lo largo de las décadas en que sus líderes chantajeaban al gobierno con la amenaza de movilizar a sus contingentes. El sindicato demandaba prebendas y beneficios para no retar al gobierno o su legitimidad; a cambio de ello, el gobierno otorgaba privilegios cada vez más excesivos y costosos. Desde luego, los trabajadores de cualquier empresa tienen derecho a beneficios y prestaciones pero, en el caso de una empresa privada, éstos tienen como límite la capacidad financiera del empleador. Esos límites no existen en las entidades públicas, porque se parte del principio de que la bolsa del gobierno es infinita y, sobre todo, que el gobierno siempre preferirá comprar el favor de los líderes sindicales antes que correr el riesgo de una huelga o un conflicto que le reste legitimidad. Como ilustra la prestación de la jubilación temprana (faltaba más), los sindicatos de entidades como el IMSS aprendieron a capitalizar de los temores y la aversión al riesgo del gobierno hasta convertirse en extorsionadores profesionales.

En este momento, el gobierno, representado por una nueva cabeza al frente del IMSS, está intentando evitar llegar al extremo de una huelga. El sindicato ha amagado con una huelga que suspendería incluso los servicios de emergencia médica si no se satisfacen sus demandas en un plazo anunciado. El gobierno enfrenta dos situaciones: por un lado, quiere evitar a toda costa llegar a la huelga por la simple razón de que, una vez iniciado un proceso de esa naturaleza, siempre es incierto el desenlace para retornar a los cauces de la normalidad. La otra es que el sindicato demanda no sólo una mejoría sobre sus ya de por sí generosísimas condiciones contractuales, sino que se ignore la ley vigente, que fue aprobada hace un año precisamente para evitar el chantaje que hoy ejerce el sindicato. A sabiendas de que este gobierno ha tenido una infinita propensión a doblarse cuando algún interés particular lo pone contra el rincón, el sindicato se ha dedicado a tocar los tambores de guerra desde que se inició el conflicto.

Es difícil determinar si éste será un momento definitorio para el gobierno y para el país, sobre todo porque ha habido tantos que ya ninguno parece definir nada. Pero los conflictos y sus resoluciones se apilan uno sobre otro y prácticamente todos los que han pasado por las manos de esta administración han acabado en una cesión completa a la contraparte, inclinando poco a poco la balanza hacia el reino del sindicalismo, del corporativismo y los intereses creados. El gobierno actual ha permitido que se conculquen, una y otra vez, los derechos de las mayorías. En cada ocasión en que el gobierno se ha enfrentado a un interés particular como han sido los sindicatos (pero no exclusivamente), la factura la ha acabado pagando el votante que llevó al presidente Fox a los Pinos. La incipiente y no consolidada democracia mexicana ha ido perdiendo terreno con cada día transcurrido entre aquel famoso dos de julio y el momento actual.

La gran pregunta es dónde está la población en este conflicto. Si bien al gobierno lo han puesto contra la pared en ya tantas ocasiones que es difícil recordarlas todas, ésta es la primera en que se enfrentan tan clara y directamente los intereses de la población trabajadora con los de un sindicato. Sin embargo, en lugar de involucrar a la ciudadanía, convocar a la población y convertir este conflicto en una prueba de su preferencia por la ciudadanía y la democracia, el gobierno ha optado no por negociar, sino por ceder en cada una de las instancias de este proceso, como ilustra la salida del anterior director.

El gobierno se ha ido definiendo, no así la población. Pero la democracia y sus derechos son relevantes y válidos sólo en la medida en que la ciudadanía está dispuesta a defenderlos. En ese sentido, lo que está de por medio en este conflicto no es si el trabajador sindicalizado debe ganar tal o cual prebenda o ajustar sus prestaciones de determinada manera, sino el futuro de la ciudadanía y, por lo tanto, de la democracia mexicana. No es imposible que, así como el gobierno tiene pavor de una huelga, una situación de huelga obligara a la población a definirse respecto a sí misma y el futuro. Por eso estamos al borde, pero no es claro si de un precipicio o del nacimiento de la ciudadanía.

 

Falta de foco

Luis Rubio

Aunque algunos políticos y prominentes empresarios creen que han encontrado la piedra filosofal, la verdad es que el país adopta una postura cada vez más incierta, defensiva y carente de estrategia. Los 50 puntos con los que Andrés Manuel López Obrador inició su campaña, revelan una visión de México y el mundo anclada en el pasado, una que ignora que nuestro país, como el resto, vive en el contexto de una vorágine productiva, financiera y migratoria provocada por el virtual achicamiento del planeta. De la misma manera, el acuerdo nacional que promueve un grupo de empresarios prominentes privilegia una visión corporativista del mundo que, para ser francos, ya no encuentra referente en la realidad y constituye un retroceso para el desarrollo del país. En lugar de ver hacia adelante, algunos de los mexicanos más prominentes e influyentes se desviven por proponer un retorno a lo que ya no puede ser y que, es importante reiterarlo, nunca fue tan bueno como a algunos les parece en retrospectiva.

El proyecto esbozado por AMLO contiene tres grandes líneas de acción: primera, la inversión pública, que es concebida como la varita mágica que resolverá los problemas económicos del país. En este rubro se proponen inversiones en aeropuertos, caminos, proyectos energéticos, un tren bala y puertos comerciales en Coatzacoalcos y Salina Cruz. En segundo lugar propone utilizar el gasto público para subsidiar a productores, cobijar a los más necesitados y desprotegidos, becar a los discapacitados y otorgar crédito al autoempleo. Y tercero, ofrece proteger a la planta productiva reduciendo la competencia, resguardando a los productores de maíz y frijol de manera particular. La serie de pronunciamientos que integran el texto conforman una visión que intenta responder a los miedos y preocupaciones de una población que no ha contado con liderazgo competente y capaz de adoptar un camino claro hacia el desarrollo del país en esta época de convulsión económica internacional. Pero se trata de una visión provinciana, limitada a un espacio geográfico y humano que quizá era real hace algunas décadas, pero que hoy no tiene viabilidad alguna. El proyecto es notable más por lo que deja a un lado que por lo que incluye: en tanto procura satisfacer a una población ansiosa, se olvida del mundo exterior, de la necesidad de contar con un marco de leyes que vaya más allá de los deseos de los políticos para atraer inversión. Por encima de todo, se olvida del consumidor. Lo que importa en el proyecto son los productores y los afectados por los cambios económicos. El consumidor y el ciudadano no existen.

El proyecto que promueven algunos empresarios empata casi de principio a fin con la visión provinciana de AMLO. Como sería de esperarse y tratándose de empresarios exitosos, el enfoque de sus planteamientos es más preciso, pragmático y concreto que el de un político en campaña. Hay una preocupación sistemática por la eficiencia y la productividad, por la viabilidad empresarial y financiera. Rechaza proyectos faraónicos en aras de soluciones modestas que requieren pocos recursos pero generan grandes dividendos. El énfasis es sobre la economía doméstica, la infraestructura y un papel activo para la inversión privada en el financiamiento de proyectos para los cuales el gobierno está fiscalmente imposibilitado. Se propone crear mejores condiciones para la creación de empresas, la eliminación de la informalidad, el fortalecimiento del poder judicial y la modernización de la administración pública. Al igual que el proyecto de AMLO, lo notable es lo que no contempla: México es concebido como un ente independiente en el sistema interplanetario en el que basta con que nos pongamos de acuerdo para que nuestros problemas desaparezcan. Las élites le resolverán su problema a los incautos.

Claramente, los dos proyectos fueron concebidos de buena fe. En ambos casos, se trata de visiones profundamente arraigadas en las mentes e historia de sus promotores, independientemente de que sus objetivos e intereses específicos sean distintos. Pero el asunto que interesa al país es si esos proyectos contribuirían a lograr lo que toda la población quiere: crecimiento, empleos y mejores niveles de vida, todo ello en un contexto de seguridad física y patrimonial.

El problema está menos en el qué que en los cómos. Los diarios y debates en el país están saturados de propuestas y planteamientos que nunca se aterrizan y que, por lo tanto, no ofenden a nadie. Algunas no se aterrizan porque nadie ha meditado sobre cómo hacerlo o cuáles serían las implicaciones de proyectos de alto vuelo. Otros no se aterrizan porque revelarían sus inconsistencias, los intereses que yacen detrás de ellos o la indisposición a romper, de una buena vez, con un statu quo que, hoy por hoy, no beneficia a nadie. Lo más importantes es que, en abstracto, nadie puede oponerse a los objetivos que se plasman en esos dos proyectos, pues se trata de planteamientos de Perogrullo que están casi diseñados para que nadie levante las cejas.

Los dos proyectos son suficientemente concretos para ser atractivos y, al mismo tiempo, suficientemente vagos para no alienar a nadie. Nunca se explica cómo se llevarían a cabo los magnos objetivos que se proponen, ni se explica de dónde saldrían los recursos para llevarlos a cabo (esto es particularmente claro en el caso de AMLO, más allá de reducciones de gasto burocrático). Su atractivo reside precisamente en que plantean lo que todo mundo quiere escuchar: que urge una revitalización económica y que eso resolverá todos los problemas.

Si la realidad fuera tan sencilla, cualquier gobierno, hasta el actual, ya lo hubiera logrado. Lo que los dos proyectos ignoran es el conjunto de cambios que han tenido lugar al interior del país y aquellos que han sobrecogido al mundo en su totalidad. Ambas circunstancias han hecho inviables los esquemas de crecimiento que, como estos dos, parten de la premisa de que el gobierno determina, y puede decidir, el devenir de toda una sociedad como si se tratara de su señorío feudal.

Los cambios al interior del país han sido enormes. Aunque nuestra democracia es por demás deficiente y carece de los más elementales instrumentos para operar (como un sistema judicial efectivo, seguridad personal y patrimonial, cercanía e influencia de la población sobre sus representantes y efectiva rendición de cuentas), es innegable la evolución. Quizá no haya mejor evidencia del cambio que se ha presentado en las conciencias de los mexicanos que el escucharlos decir lo que piensan a través de los medios, algo que era inimaginable incluso hace una década. Por más que la población espere un nuevo milagro (y proyectos como estos no hacen sino perpetuar la noción de que un milagro es posible si sólo se hacen unas cuantas cositas), es un hecho que cada vez se deja mangonear y manipular menos. Por más que muchos quisieran creer en la promesa de que la redención se encuentra a la vuelta de la esquina, su continuo migrar hacia el norte revela sus verdaderos pensamientos y creencias.

Si los cambios en el interior han sido enormes, los de afuera son descomunales, revolucionarios de hecho. Pretender que se puede articular una estrategia de desarrollo que ignora las dos cosas más importantes que ocurren en el exterior la igualación de acceso a los mercados y la avalancha de la economía del conocimiento- es vivir en la negación. Es por ello que, aunque uno de los proyectos es infinitamente más claro, pragmático y preciso que el otro, ambos son, a final de cuentas, sumamente provincianos y, en eso, mesiánicos. Los principales retos, pero también las grandes oportunidades para el desarrollo del país, están en el exterior. La clave para enfrentarlos reside en una profunda transformación interna, tal y como lo hicieron, en su momento, Irlanda, Chile y España. Nada de eso es visible, o es reconocido, en estos dos proyectos que acaban siendo, a final de cuentas, una visión pesimista del futuro.

La igualación de condiciones para la competencia en el mundo internacional constituye un cambio dramático que está transformando los procesos productivos en el mundo y revolucionará las estructuras económicas del planeta en la década que viene. Mientras que en los lustros pasados la competencia se dio en los mercados de bienes, lo que viene en los próximos años es la revolución de los servicios y un cambio todavía más radical en el valor del conocimiento respecto al del trabajo manual. De esta manera, mientras que lo relevante sería pensar en transformar la educación del país para igualar las condiciones de acceso a los procesos productivos para todos los mexicanos, lo más que nos recetan los proyectos citados es elevar su calidad, más y mejor educación y salud o concebir a la educación como base del capital social. Nada sobre el conocimiento, la competencia en el ámbito de servicios o el enorme potencial que representa, en términos de valor agregado, una población con una educación no sujeta a los objetivos políticos de un sindicato, sino orientada por el potencial liberador que entraña un verdadero capital personal en la forma de una educación de punta, comparable no a la del México del siglo XIX, sino a la de los campeones del mundo como Corea, Irlanda o Suecia.

El mundo cambia y lo que nuestros próceres nos ofrecen es hacer mejor lo que ya hacemos. La propuesta productiva es proteger a los productores de frijol y maíz. En contraste, lo que el país requiere es claridad de miras para entender por qué es necesario y deseable llevar a cabo un conjunto de reformas; transformar la estructura educativa del país, comenzando de lo que requiere el mercado de trabajo futuro, no de lo existente; reconocer la trascendencia del empresario como corazón del desarrollo económico, y hacer todo lo necesario para que se puedan crear nuevas empresas y que éstas se dediquen a lo que saben hacer en vez de a lidiar con la burocracia. Ante todo es necesario enfrentar de una vez por todas el tema de la inseguridad pública y patrimonial que consume al país y a la sociedad poco a poco, pero de manera brutal e irreversible. Se necesita un plan y un enfoque claro, pero uno que parta de la realidad interna y externa que vivimos, no de los deseos, ideología o intereses de quienes lo proponen. México ya no requiere más milagros, sino un desarrollo efectivo.

 

La política y las empresas medianas

Luis Rubio

A diferencia de lo que ocurre en otros países, las campañas presidenciales en México obscurecen más de lo que iluminan. En lugar de ser propositivas y llenas de planteamientos potencialmente novedosos para la transformación del país, éstas tienden a caracterizarse por conflictos y disputas mezquinas. Para muestra ahí están los conflictos por el liderazgo del PRI, la comedia de errores del proceso electoral panista y la candidatura indisputada, pero no unánime, del PRD. Ni una sola propuesta innovadora. Así, mientras las campañas se eternizan, la población vive la jaqueca cotidiana del mundo imposible creado por políticos que, sin recato, buscan llegar al gobierno para después dejar todo igual, cuando no peor.

Los diferendos políticos que distinguen al país son muchos y la mayoría de las veces profundos. Partidos y políticos de todos los signos hablan de “cambio”, “transformación”, “modelo alternativo” o “modernización” sin definir ni precisar sus palabras y mucho menos analizar las implicaciones, viabilidad y consecuencias de sus planteamientos. La retórica ha sido rica en adjetivos, pero escasa en contenidos. En el fondo, lo que queda claro es que la realidad política se ha transformado, pero ese cambio no se ha traducido en capacidad de acción gubernamental o legislativa. El país es indudablemente más libre y el gobierno menos poderoso, circunstancias que la mayoría de la población aplaude, pero seguimos sin contar con una economía en crecimiento o un gobierno que funcione.

Los conflictos políticos han impedido avanzar la agenda gubernamental desde 1997. Pero esa parálisis es un tanto peculiar, puesto que refleja no la democracia de la que se presume en el discurso político, sino a una élite nacional dividida e incapaz de definirse frente a los retos que confronta el país. Y este es quizá el punto nodal: el país lleva 76 años (de 1929 a la fecha) de gobiernos encabezados por una élite que por mucho tiempo fue capaz de arrojar resultados, así fueran insuficientes para resolver todos los problemas en los frentes económico y social, pero que a lo largo de la última década se ha desplomado y ha paralizado los procesos de toma de decisiones, dejando en ascuas a la población.

La disyuntiva hoy consiste en tratar de reconstruir ese mecanismo elitista del pasado o hacer posible un régimen verdaderamente democrático. Quienes prefieren el primer camino hablan de recrear el pacto de élites, desarrollar mecanismos para que los políticos se entiendan y estructurar procedimientos institucionales para hacer funcional el sistema de gobierno actual. En otras palabras, adaptar el viejo mecanismo a la realidad actual. Típicamente, quienes así piensan tienden a inclinarse por una reforma institucional que no altere lo sustantivo del sistema político actual, pero sí genere los incentivos apropiados para que los poderes públicos –sobre todo el ejecutivo y el legislativo- colaboren en lugar de confrontarse.

Muchos otros consideran que ese mecanismo elitista es disfuncional en una sociedad como la mexicana en la actualidad, tanto por su tamaño como por su dispersión geográfica, económica y política. Aunque hay una gran diversidad de posturas y grados de radicalismo en este subconjunto, quienes así ven el mundo tienden a proponer ambiciosas reformas al ejercicio del poder. Algunas se limitan a planteamientos muy concretos (como la reelección de legisladores y presidentes municipales) como medio para crear un equilibrio muy distinto al actual, esencialmente a favor del ciudadano; en tanto que otros plantean una ambiciosísima agenda de reformas que incluirían cambios tales como la incorporación de un primer ministro y la creación de un sistema semi parlamentario en el poder legislativo.

La diferencia entre estas dos visiones es radical. No sólo reflejan una manera dramáticamente distinta de concebir al mundo, y a nuestro país en particular, sino también ambiciones muy distintas sobre lo que el país es capaz de alcanzar (para los primeros existen límites precisos, para los segundos esos límites son ficticios). Frecuentemente unos y otros revelan una profunda ignorancia, y hasta desprecio, por el acontecer cotidiano del ciudadano común.

Aunque es obvio que el país no está funcionando y que se requieren cambios radicales en la forma de operar del sistema gubernamental en su conjunto, los políticos se baten en disputas que tienen poca relevancia para el ciudadano común y corriente. Si bien es posible que, debidamente instrumentada, cualquiera de las dos visiones de organización política y democrática podría destrabar los obstáculos que hoy enfrenta el desarrollo del país, al menos en el corto plazo, no es evidente que los gobernantes, aun contando con una estructura funcional de gobierno, sabrían qué hacer para generar condiciones propicias al desarrollo.

Es decir, tenemos dos problemas distintos: uno es de desarrollo insuficiente que en los últimos años se ha convertido en nulo y que tiene años, si no es que décadas de existir, y otro de organización política. En cuanto al primero, se puede debatir si en tales o cuales años ese desarrollo fue excepcional o si en otras fue francamente patético, pero el hecho indisputable es que llevamos casi un siglo aprovechando magramente el enorme potencial de desarrollo con que cuenta el país, algo que se nos recuerda cada vez que vemos los espectaculares resultados de otros países, sobre todo asiáticos.

El otro problema es de organización política. Para nadie es secreto que el sistema de gobierno que hoy tenemos no funciona. Independientemente de si la culpa es de los legisladores o del ejecutivo, o de ambos, lo cierto es que tenemos una estructura institucional que refleja más al viejo presidencialismo que a la realidad de una población con preferencias partidistas muy claramente diferenciadas, mismas que se reproducen en el congreso y redundan en la parálisis gubernamental.

Estos dos problemas se entrelazan entre sí. Si el problema fuera sólo de organización política, entonces el viejo presidencialismo, el vigente de 1929 a 1997, tendría que haber resuelto todos los problemas del país y arrojado un desarrollo económico sin parangón en el mundo. El problema, es evidente, trasciende el ámbito del poder. Es decir, no bastaría con resolver el problema de organización política pues, aunque necesario, es tan sólo un ingrediente del desarrollo del país. El otro tiene que ver con crear las condiciones para que el desarrollo sea posible al nivel de cada ciudadano.

Lo trágico de nuestra realidad es que, más allá de las “grandes” reformas que se discuten (ignoran es una mejor palabra) respecto a la creación de “motores” de desarrollo internos, los conflictos políticos han hecho imposible atender, inclusive reconocer, los problemas que afectan al ciudadano común y corriente de manera cotidiana y que, irónicamente, podrían ser mucho más trascendentes para el desarrollo, la democracia, el empleo y la reducción de la desigualdad, que muchas de las grandes transformaciones en las que se concentra el discurso partidista.

En todo el mundo, la principal fuente de empleo y, por lo tanto, de oportunidades, reside en las empresas pequeñas y medianas. Muchas de esas empresas cobran forma cuando una persona decide auto emplearse, para luego crecer hasta convertirse en una fuente de riqueza y empleo. Pero, para progresar, esas empresas requieren de condiciones que en México simplemente no existen. Una es un régimen legal y de derechos de propiedad que permita dirimir disputas, hacer efectivo un contrato, poderle cobrar a un cliente, etcétera. Otra, acceso a capital, hoy restringido al crédito bancario o a fuentes privadas por la ausencia de un boyante mercado de capitales; y una más es un entorno burocrático que permita a los mexicanos trabajar. El  que la economía informal sea tan atractiva para quienes en otras circunstancias podrían formar pujantes empresas, es revelador de la poca atención que el sistema político le pone al desarrollo económico.

Y peor. Un amable lector, ciudadano que se bate en la complejidad maligna de nuestra realidad cotidiana, plantea sus dificultades de una manera que ningún político parece tener capacidad de comprender. Reproduzco su nota tal cual:

“Hay otro problema que quizá sea igual de pernicioso. Si usted tiene un
pequeño capital y quiere abrir una empresa, tiene tantas trabas y
costos que hacen casi imposible abrirla legalmente (un notario para
que le haga la escritura, un contador para que le haga los trámites de
hacienda (incluyendo declaraciones), establecer un domicilio fiscal,
no digamos si su negocio requiere importar pequeñas cantidades de
algo (registrarse en el padrón de importadores -otro trámite
especializado). Si usted contrata varios empleados, tiene que
considerar que sus costos de mano de obra son casi el doble del sueldo
que le paga, no contando que si el negocio no prospera y tiene que
cerrarlo, entonces tiene que pagarle indemnización. Otro costo oculto:
si tiene un sueldo bajo (digamos unos 3 salarios mínimos o menos) debe
usted darle un subsidio, que en teoría se descuenta del impuesto que
tiene que enterar por el impuesto retenido a los empleados de sueldo
alto (mala suerte si no le alcanzan los impuestos retenidos para
compensar el costo). Otro costo oculto, el empleado se enferma, acude
al Seguro Social el doctor casi automáticamente le da tres días de
incapacidad, pero la obligación de pagar el sueldo completo es del
patrón. Más costos: las declaraciones al SAT se tienen que hacer por
Internet, se necesita una cuenta bancaria, casi cualquier cuenta en un
banco le cuesta por lo menos unos 5,000 pesos anuales.
Como dicen los chinos es la muerte de mil cortes, ninguno es mortal,
pero en conjunto lo desangran y acaban por matarlo. El porcentaje de
negocios que fallan en los primeros cinco años es superior al 80%
(estadística mundial). En México ha de ser mayor. No sólo el negocio
falla, tiene gastos de cierre bastante altos, o se expone a multas.
Desgraciadamente, como en muchas otras cosas, los servicios del
gobierno parecen estar diseñados para explotar y no para dar un
servicio.”

Hasta aquí la cita. Quizá sea tiempo de que los políticos, sus campañas y su óptica se dirijan hacia lo que le importa a la abrumadora mayoría de los mexicanos. Es ahí donde está el futuro.

www.cidac.org

El capital y cómo rechazarlo

Luis Rubio

Todo en el país parece diseñado para hacer difícil el progreso. La lucha en torno a la Ley del Mercado de Valores es un buen ejemplo de ello. La ley es un intento por fortalecer lo que se ha dado por llamar el «gobierno corporativo» de las empresas listadas en la bolsa de valores, de tal suerte que quienes inviertan en ellas cuenten con mecanismos que garanticen que sus recursos serán usados de manera adecuada, transparente y profesional. Sin una legislación apropiada para ese propósito y sin los mecanismos idóneos para proteger a los inversionistas, comenzando por los más pequeños y, por ello, más vulnerables, nadie arriesgaría su capital.

El número de empresas listadas en la Bolsa Mexicana es muy pequeño y, de hecho, menor al de hace unos años. Esto plantea un severo dilema para el país, pues para que la economía crezca se requieren mecanismos que faciliten el uso eficiente del capital. Parecería obvio que las políticas y acciones gubernamentales deberían estar orientadas a garantizar que el ahorro fluya hacia las opciones más productivas. Lo interesante es que la oposición a que esto suceda sigue tan viva y activa como siempre.

El crecimiento económico requiere de capital, es decir, de ahorro que se destine a la inversión. Las empresas, grandes y pequeñas, requieren de ese ahorro para financiar la compra de maquinaria, materias primas y otros insumos para poder producir bienes y servicios. La brecha de tiempo entre el momento en que se realiza el gasto de capital y en que se comienza a generar un ingreso por las ventas del producto o servicio, explican la necesidad del financiamiento.

Muchas de las empresas más exitosas del mundo y de México surgieron como producto de la inventiva y de la creatividad. El proceso de convertir esas ideas en actividad productiva requiere de inversiones, con frecuencia masivas. Y para que esas inversiones tengan lugar, se requiere de un sistema financiero eficiente que cuente con la absoluta confianza de los inversionistas. Sin ese sistema financiero y esa confianza, el crecimiento económico resulta imposible.

Convertir el ahorro en inversión es un proceso delicado que no ocurre con facilidad porque el dueño del ahorro, aunque reconoce un riesgo en cualquier inversión, clama por cierta certidumbre: la existencia de reglas del juego que le garanticen seriedad y transparencia en el manejo y uso de sus recursos. Mientras que el ahorro en instrumentos bancarios viene acompañado de reglas muy precisas sobre plazos, pagos y rendimientos, una inversión de capital descansa enteramente en la confianza que el ahorrador deposita en el proyecto y en la empresa. Como su nombre lo indica, una inversión de riesgo implica que la empresa le pagará al inversionista cuando mejor le convenga. Por lo anterior, un ahorrador puede dudar de realizar una inversión de esta naturaleza (aunque implique mejores rendimientos) si las reglas bajo las cuales ésta va a realizarse no son confiables. La Ley del Mercado de Valores que está siendo considerada en el Congreso persigue conferirle una mayor transparencia al inversionista, a quien le otorga derechos que antes no tenía y obliga a la empresa a rendir cuentas. Quizá el avance más importante de la nueva ley reside en que exige que los comités de auditoría de las empresas listadas en bolsa incluyan consejeros independientes, a la vez que fortalece las facultades de la Comisión Nacional Bancaria y de Valores para investigar a funcionarios de las empresas. Además, hace mucho más sencillo el registro de nuevas empresas en la Bolsa (sobre todo medianas), creando la oportunidad de que crezcan con capital externo.

Idealmente, un sistema financiero eficiente permitiría que el ahorro del señor Juan que vive en Mérida se pudiera utilizar para financiar el proyecto iniciado por el señor Miguel, persona a quien no conoce, en Hermosillo. Pero eso sólo puede tener lugar si Juan cuenta con la certeza de que Miguel no se va a robar su dinero y de que hará todo lo posible por ser exitoso en su empresa, haciéndole ganar a Juan mucho dinero. Estas certezas las dan un buen marco legal o una relación personal. Si Juan y Miguel se conocieran, Juan podría decidir si confía en Miguel lo suficiente como para invertir su dinero en la empresa. Esto ocurre todos los días en nuestro país: si uno lee las páginas financieras encontrará numerosos ejemplos de bancos, inversionistas o personas en lo individual que apoyan a otros para ayudarles a resolver un problema financiero.

Esto, que funciona bien, resuelve el problema de quienes se conocen, pero impide el desarrollo económico, pues sólo unos cuantos empresarios potenciales o personas con excelentes ideas o proyectos conocen a los inversionistas que arriesgarían en su proyecto. Puesto en otros términos, si la intermediación financiera sigue dependiendo de relaciones personales entre empresarios e inversionistas, la economía no podrá crecer y sólo aquellos que ya están establecidos podrán prosperar. Además de injusto porque impide la creación y desarrollo de nuevas empresas, este sistema sólo beneficia a quienes ya gozan de acceso y privilegios.

Una economía prospera cuando se desarrollan múltiples fuentes de crecimiento, cada una fundamentada en la creación de alguna innovación, la fabricación de algún producto o la prestación de un servicio. Idealmente, una economía avanza cuando hay miles de empresas que entran al mercado para ofrecer sus bienes y servicios: algunas serán exitosas y otras menos, pero todas en conjunto se convierten en fuentes de creación de riqueza para beneficio de la sociedad en general. Sin embargo, esto sólo funciona si esas oportunidades cuentan con fuentes de financiamiento confiable. La realidad actual es que es difícil que nuevas empresas acudan al mercado de valores a financiarse, mientras que muchos ahorradores son reacios a invertir por la falta de transparencia de las empresas.

La historia de los mercados de capital es larga y extraordinariamente rica en experiencias positivas en el manejo de los fondos de aquellos que deciden invertir sus ahorros en una determinada empresa. Aunque son inevitables las sorpresas –siempre habrá algún vival que encuentra la manera de estafar a sus inversionistas–, los procedimientos que existen en el mundo son generalmente serios y confiables. Ello se debe a que un basto número de gobiernos ha introducido la legislación y las regulaciones necesarias para asegurar el buen funcionamiento del sistema, la responsabilidad de los empresarios que cotizan sus acciones en la bolsa y la supervisión debida para que no haya abusos. La historia demuestra que los inversionistas están dispuestos a arriesgar su capital sólo cuando existen condiciones de certidumbre y ésta depende en buena medida de dos factores: uno, la existencia de una clara y confiable supervisión gubernamental; y, dos, de mecanismos confiables y predecibles de gobierno interno de la empresa en que se invierten los fondos.

El mercado de valores de México ha sido siempre visto como un club de cuates. Los costos de registrar a una empresa son elevados, la información disponible sobre las empresas listadas es escasa y unos cuantos jugadores dominan todo el mercado. Cuando alguna de esas empresas entra en problemas, otras le ayudan a resolverlos. Todo queda entre amigos. El problema es que un país de más de cien millones de habitantes no puede funcionar con base en amistades personales. ¿Por qué, deberíamos preguntarnos, un país tan pequeño como Hong Kong cuenta con un mercado de valores en el que están registradas más de 3000 empresas mientras que en México hay tan sólo 178?. El número equivalente para Malasia es 1006, Corea 1500 y Shenzhen, un mercado con apenas 15 años de vida, 542. ¿Habrá alguna relación entre el número de empresas listadas y la vitalidad de sus economías?

El hecho tangible es que una empresa localizada en cualquiera de los países citados encuentra capital con mayor celeridad que una en México. Es al menos posible que exista una relación directa entre la fortaleza de esas economías y la de sus mercados accionarios. Por ejemplo, si uno se mete a la página del mercado de valores de Hong Kong, lo primero que destaca es el énfasis que se pone en el gobierno corporativo de las empresas y la fortaleza de la supervisión gubernamental. Esto no es algo meramente casual.

Años de rezago económico deberían enseñarnos que en esto del crecimiento de la economía no hay magia ni obstáculos imposibles de ser remontados. Las economías que crecen con rapidez cuentan con estructuras institucionales y reglas del juego que hacen fácil la inversión, la creación de empleos y la instalación de empresas nuevas, así como el movimiento de activos de una empresa a otra cuando esto es necesario. Cualquiera que se sumerja en la realidad mexicana sabe bien que aquí las cosas parecen diseñadas para hacer difícil todo el proceso de desarrollo económico.

En el caso de los inversionistas, actuales y potenciales, los obstáculos son de dos tipos: uno, la debilidad de la supervisión gubernamental; y, dos, la debilidad del llamado gobierno corporativo. Es decir, el mercado de valores en México es débil precisamente en los dos temas torales que hacen funcionar a los mercados de valores exitosos en el mundo. Aunque tanto la reglamentación como la supervisión gubernamentales han mejorado en los últimos años, todo lo relativo al llamado gobierno corporativo se encuentra estancado.

El concepto de gobierno corporativo se refiere a la protección que reciben los accionistas minoritarios como resultado de la existencia de mecanismos de pesos y contrapesos en los consejos de administración de las empresas, mecanismos que garantizan la transparencia de las decisiones en ese ámbito. La Ley del Mercado de Valores que aprobó el Senado hace unos meses y que ahora se encuentra en la antesala de la Cámara de Diputados le concede especial importancia a la transparencia en los estados financieros y a los mecanismos para impedir conflictos de interés entre los propietarios de una empresa y los accionistas minoritarios. La importancia y trascendencia de la ley es tan evidente que uno se pregunta entonces qué es lo que tratan de proteger quienes se oponen a que se apruebe semejante legislación.

 

La educación en la era de la información

Luis Rubio

El Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE) es quizá el principal obstáculo para el desarrollo del país y, sobre todo, para la disminución de la desigualdad económica y social. El problema es doble: por una parte, el sindicato vela sólo por sus intereses (lo que es legítimo). Por la otra, el triunfo de esos intereses tiene consecuencias devastadoras para la sociedad en su conjunto, sobre todo en la era de la información y el conocimiento en que nos ha tocado vivir. No hay nada de malo en que un sindicato, o cualquier otro grupo de interés en una sociedad, protejan y defiendan sus intereses; el problema es que, en esta era, los intereses del sindicato chocan de frente con los intereses de la población en su conjunto, máxime cuando los maestros son muchas veces meros peones de un sindicato caciquil con intereses que nada tienen que ver con la educación. Todavía peor es advertir que nuestro marco institucional y normativo confiere al SNTE y otros sindicatos e intereses una desproporcionada capacidad para determinar nuestro futuro.

El país se encuentra en un momento por demás delicado. Las disputas en torno a su futuro son crecientes, pero no existe una discusión seria y razonada sobre su realidad y potencial. Lo que se discute es una mezcla de realidad objetiva  con promesas o visiones de grandeza cacareadas en el discurso gubernamental y de los precandidatos a la presidencia. Al final, sin embargo, el debate acaba siendo esencialmente ideológico, pues no parte de premisas sustentables, problemas concretos y factores comparables, sino de afirmaciones en buena medida gratuitas, ilusiones sobre el deber ser y poco compromiso, más allá de la retórica, con el logro de los objetivos propuestos. Todavía más grave es la propensión a ignorar, de manera voluntaria, la realidad que nos circunda, como si ello no tuviera implicaciones y consecuencias para nosotros.

Comencemos por la educación. Desde tiempos inmemoriales, la educación ha sido siempre vista como el mecanismo más eficaz para asegurar el progreso en la escala social. El enorme apoyo colectivo que comanda la educación pública en México se explica porque la población, comenzando por las mamás, cifra en ella las expectativas de progreso de un hijo. Ir a la escuela puede ser la diferencia entre romper la barrera que mantuvo subyugada a una persona, familia o sociedad por décadas o siglos, y perseverar en la miseria y la falta de oportunidades. Las encuestas muestran que el apoyo a la educación pública es mayor mientras menor es el nivel de estudios de la mamá y/o más pobre es la familia. Se trata de una manifestación lógica: para quienes perciben que la educación favorece la movilidad social y que ésta es clave para una sustancial mejoría económica en el mediano o largo plazo, la educación pública constituye el boleto a la felicidad.

Y no cabe duda que el desempeño del sistema educativo nacional permitió una gradual transformación de la sociedad mexicana. Sin ese sistema, el país estaría infinitamente más atrasado, subdesarrollado e imposibilitado para aspirar a un mejor nivel de vida o estándar de desarrollo. Pero, con toda sensatez, esto no es suficiente. Si uno mira hacia atrás, el avance ha sido inmenso. Pero nadie mide las cosas así: todo mundo mide su progreso en términos de sus aspiraciones y de las expectativas que crea la televisión, el progreso de los vecinos y la imagen que cada cual guarda en su cabeza de lo que es posible, dado que ya existe.

Puesto en términos del sistema educativo, el que la educación haya permitido avances respecto a lo que existía en esta materia a principios del siglo XX, es irrelevante para una población que demanda satisfactores hoy para sus expectativas de ayer. Es decir, lo importante no es que el sistema educativo y  su sindicato hayan contribuido a lograr una mejoría sensible en términos absolutos (que nadie puede disputar), sino que no han impedido un rezago creciente en términos relativos. En una era caracterizada por la competencia, la disponibilidad ubicua de información y el comercio, lo que cuenta no son los avances del pasado, sino las habilidades y conocimientos con que se cuenta para poder lograr ser exitosos en esta realidad.
Esa prueba no la pasa prácticamente ningún egresado del sistema educativo nacional. Peor, debido a que la abrumadora mayoría de la población del país, incluyendo a la totalidad de la población pobre, depende de la educación pública, la conclusión ineludible es que el sistema educativo nacional no sólo no cumple su cometido, sino que se ha convertido en el principal fardo para el desarrollo nacional.

La afirmación anterior no es exagerada. La era de la información entraña características únicas que determinan la viabilidad de un país y el potencial de desarrollo de su población. A diferencia de épocas anteriores, lo que importa no es el avance o capacidad de una población en relación a su pasado, sino su capacidad de competir con otras sociedades el día de hoy. Más a favor de esta idea: en la era de la información, el éxito depende no del desempeño de una sociedad en su conjunto, sino de la acumulación de acciones individuales.

En la era de la información, la clave del éxito reside en la creatividad individual y ésta depende, además de los atributos personales, de la calidad de la educación. Dada nuestra realidad social y la pésima calidad de la educación pública, la probabilidad de que los mexicanos pobres se rezaguen todavía más es desproporcionada. Peor: la brecha se amplía en la medida en que una porción de la población, la que tiene acceso a otro tipo de educación, se integra al mundo moderno, compite y avanza, en tanto que la otra no sólo no tiene esa posibilidad, sino que, por la necedad de proteger a un sindicato cuyo interés es meramente político y pecuniario, se rezaga cada vez más. Puesto en otros términos, la brecha que divide a la población mexicana no sólo es enorme, sino que se amplía día con día.

La era de la información exige un enfoque distinto. La historia de nuestro sistema educativo y la de su sindicato de maestros corrió paralela a nuestra historia política y, por muchas décadas, el costo de su ineficacia se medía en términos del costo de oportunidad tanto a nivel agregado como individual: es decir, en las oportunidades perdidas tanto por el mal uso del presupuesto federal, como en las oportunidades que todos los educandos nunca pudieron materializar debido a que la educación que recibieron sirvió, en la mayoría de los casos, para preservar el statu quo (o sea, el control político) y no para desarrollar el potencial de la población y de cada uno de sus individuos.

Lo desperdiciado no se puede recuperar. Pero la era de la información entraña el monumental reto de evitar que esa brecha se siga ampliando y este reto se vuelve tanto más grande cuando el conocimiento, que es, a final de cuentas la gasolina de la era de la información, se hace obsoleto a la velocidad del sonido. Un sistema educativo concebido con fines de control político y un sindicato dedicado a expoliar a costa del desarrollo de la educación, son absolutamente incongruentes con esta nueva realidad. No se trata de un juicio sobre la función política del sindicato o sobre su historia; más bien, tiene que ver con lo único que importa: el futuro. Y ambas cosas son incompatibles.

El punto de todo esto no es justificar una acción contraria al sindicato de maestros. Lo que está mal no es el SNTE per se sino el sistema que lo hizo posible y que, a pesar del cambio radical que representó la derrota del PRI en el 2000,  no ha desaparecido. Aunque la pésima educación y su incongruencia con la realidad actual son causa directa de la creciente brecha social, el problema es mucho más amplio. Más al punto, sin alterar de manera radical el entorno político, será imposible modificar el sistema educativo, que es uno de sus productos más tangibles y directos.

Nuestra sociedad evidencia un paupérrimo desempeño no sólo en su sistema educativo, sino en casi todo lo demás también. Las instituciones que tanto orgullo le generaban al famoso “sistema” de antaño son hoy su gran pasivo. Todo estaba diseñado para mantener control, subyugar e impedir, exactamente lo contrario de lo que exige una sociedad del conocimiento: acceso a la información, creatividad, comunicación, imaginación, capacidad de comparar, discriminar y discernir.

El problema trasciende a nuestro sistema educativo: las instituciones públicas y políticas no sólo no contribuyen al desarrollo económico del país (la ausencia de un Estado de derecho capaz de dirimir conflictos y normar las relaciones entre la población y entre ésta y el gobierno, es un claro ejemplo de ello), sino que, en la era de la información, lo impiden. La disfuncionalidad de la educación y su sindicato son sólo dos manifestaciones más de un mal prácticamente ubicuo. Toda esa estructura, y los incentivos perversos que desata, no hacen sino paralizar al país e impedir el crecimiento de la productividad que es, a final de cuentas, la clave del crecimiento económico, la generación de empleos y la elevación de los niveles de vida. Nada más.

En este como en tantos otros temas, el país enfrenta disyuntivas fundamentales que se reducen a un asunto muy simple y obvio: queremos ver hacia adelante o seguir remembrando un pasado que, como diría Cervantes, nunca fue mejor. El atractivo del pasado es muy explicable, en buena medida porque confiere certidumbre. Pero el pasado no sólo no resolvió nuestros problemas, sino que  ahí germinaron las semillas de nuestra inviabilidad actual. El dilema es claro y transparente: hasta hoy hemos hecho todo lo posible por evitar enfrentar las causas de nuestro subdesarrollo y la cambiante realidad del mundo de la información y el conocimiento. Vaya, ni la derrota del PRI indujo a discutir, ya no digamos a intentar alterar, las instituciones y estructuras de antaño. Peor, al menos un candidato está proponiendo retornar a ese mundo de aislamiento, hoy inconcebible.

Lo que resulta perturbador es saber qué producirá los incentivos necesarios para emprender la transformación. Igual se podría comenzar por un acuerdo sobre algo menos grande, pero mucho más trascendente, como es la educación. La alternativa es seguir empobreciendo a la población. Capaz que eso concentra las mentes de al menos algunos políticos.

www.cidac.org

Nuestro persistente subdesarrollo

Luis Rubio

Para nadie es novedad que el nuestro es un país del subdesarrollo. En lugar de avanzar y madurar, los signos que el país arroja son de involución; se privilegian las formas sobre lo sustantivo y se sobrepone el pasado al futuro. El Informe de esta semana no es sino un ejemplo más de los muchos que acontecen a diario: el formato puede ser obsoleto, pero el acto es más una reminiscencia de un país en estado caótico que de uno orgulloso de sí mismo o capaz de convencer al electorado y al mundo que el conjunto de políticos ahí reunidos tiene capacidad para conducir los destinos de una nación, ahora o en escasos quince meses.

Bien sabido es que el país se caracteriza por sus divergencias y contradicciones. Parte de la explicación de esta realidad reside en los abruptos cambios que han sufrido nuestros procesos políticos en los últimos años. Pero otra parte, no menos relevante, reside en el primitivismo de nuestras formas políticas: transitamos de un sistema rígido en el que una persona definía las formas y los parámetros de lo aceptable, a otro en el que todo y nada es aceptable, todo a un mismo tiempo. Pero las formas son cruciales en cualquier sistema político, pues son ellas las que abren la posibilidad para la interacción, la negociación y la resolución de conflictos. En todos los países civilizados se guardan las formas y se escucha a la otra parte porque nadie sabe quién será un aliado en la próxima negociación.

En este contexto, es peculiar que nuestros políticos privilegien la forma sobre el fondo, cuando no saben ni siquiera respetarse a sí mismos. El respeto al derecho del contrincante político a expresarse es una máxima fundamental de cualquier sistema político. Nuestros políticos que tanto critican y atacan al presidente Fox argumentan que el presidente no se apega a las formas. El comal le dijo a la olla.

Pero el significado más profundo de esta dislocación es que en el país no se pueden intercambiar ideas, comparar posturas o negociar posiciones. Si las partes no pueden escucharse, mucho menos podrán entenderse y sin este último requisito, resulta improbable que procuren acuerdos que satisfagan a todos los involucrados. Esta realidad amenaza la viabilidad futura del país no porque un partido o candidato gane o pierda, sino porque las diferencias que caracterizan a nuestra sociedad son cada vez más profundas, tanto como la incapacidad de los políticos para comunicarse. El problema no reside en las diferencias situación quizá indeseable, pero real y no particularmente distinta a la de muchas otras naciones sino en nuestra aparente incapacidad de sortearlas para construir un futuro mejor. Peor, es en un mar de confusión como ese que se hacen posibles las dictaduras.

Desde un punto de vista analítico, es fácil explicar el impasse en que ha caído la política mexicana. El 2000 cambió los ejes y factores de equilibrio que por décadas distinguieron a la política nacional. El realineamiento produjo ganadores y perdedores, pero de una manera nueva, distinta a lo tradicional. Sin embargo, los ganadores no supieron capitalizar la nueva realidad, en tanto que algunos de los perdedores aprendieron a convertir la adversidad en un activo aprovechable.

Históricamente, el comienzo de cada sexenio traía consigo ganadores y perdedores. Grupos políticos y económicos asociados a la facción ganadora dentro del proceso priísta, aprovechaban el momento para asegurar que la revolución les hiciera justicia. En lo que respecta a los perdedores, cuando les iba bien, acababan en puestos de tercera o de plano en el ostracismo. Cuando les iba mal, eran perseguidos e incluso encarcelados. Todo en nombre de la pureza revolucionaria.

La sucesión en 2000 fue muy diferente. Para comenzar, todos los priístas fueron perdedores y, al menos en un primer momento, ninguno fue ganador. Los perredistas, que nunca han gozado del privilegio de ejercer la presidencia, ni ganaron ni perdieron. Pero lo interesante fue el caso de los panistas, cuya dinámica les impidió consolidarse como partido gobernante. Esta situación se debe, en parte, a que el PAN no consiguió la mayoría legislativa, pero sobre todo a la distancia que existió existe entre la administración y el PAN.

Quizá lo más interesante ha sido la forma en que el PRI y el PRD supieron aprovechar las inconsistencias e incoherencia del gobierno actual para revertir la adversidad que enfrentaron en 2000. Aunque el ruido que ha emanado del congreso ha sido la impronta de nuestras percepciones políticas de los últimos años, lo relevante ha tenido lugar en otras partes. El PRI concentró sus fuerzas y esfuerzos a nivel estatal y local, al grado en que para las elecciones intermedias ya había logrado revertir la tendencia de una manera definitiva. Su victoria en la elección del estado de México fue tan abrumadora que representa el mayor triunfo de ese partido en más de dos décadas.

Por su parte, el PRD bifurcó sus esfuerzos. Por un lado, siguió una estrategia de descrédito al gobierno en el poder legislativo y, por el otro, en el Distrito Federal, construyó una opción real para el 2006 a partir de una estrategia que consistió, esencialmente, en hacer y actuar donde el presidente Fox no supo como hacerlo. El desafuero fue sin duda el punto climático de esa estrategia, pero no quedó ahí. La culminación de ese proceso la decisión del presidente de no proseguir, sin fundamentarla en ningún acto legal allanó el camino para la candidatura de Andrés Manuel López Obrador, pero dejó en ascuas al sistema legal, con la incertidumbre que de ahí se derivará en los años por venir.

El realineamiento del sistema político es un proceso que no se consolidará en 15 minutos. Se trata de un proceso por demás complejo y lleno de aristas. El realineamiento obvio fue el de los partidos en el poder, pero no menos grande (y seguramente de mayor trascendencia) ha sido el de la relación de fuerzas entre la federación y los poderes locales, así como entre los sindicatos corporativistas y el gobierno federal. Las fuerzas que antes se controlaban desde Los Pinos ahora siguen dinámicas propias, con frecuencia opuestas al presidente. Los gobernadores y presidentes municipales, aun en la más positiva de las circunstancias, tienen objetivos que chocan en todos los planos con la lógica de la federación. Los sindicatos corporativistas, sin contrapeso alguno, no tienen más interés que el de sus propios líderes y, en ocasiones, de sus agremiados. Los tres partidos grandes comparten un objetivo el control absoluto del proceso político pero tienen intereses contrapuestos en los procesos electorales.

Por encima de todo esto se encuentra una sociedad caracterizada por profundas y agudas diferencias, en parte producto de diferencias sociales (la terrible desigualdad que caracteriza al país), pero también como resultado de un crispamiento del entorno político que conduce a la polarización de posturas, expectativas y preferencias. El punto donde la sociedad se une es en el rechazo a partidos y políticos, a los que ve como causantes de todos sus males. Paradójicamente, los políticos no tienen incentivo alguno para resolver problemas, zanjar diferencias o construir un mejor futuro, todo lo cual refuerza la percepción que sobre ellos tiene la ciudadanía.

Todo en la política mexicana profundiza las diferencias de intereses y posturas entre los miembros de la sociedad. Algunas de estas diferencias se resuelven y dirimen cotidianamente en procesos electorales, en tanto que otras acaban siendo, en apariencia, irreductibles. Lo patético es observar el mercado en que se ha convertido lo que en otros países se conoce con el nombre de capilla de la democracia, es decir, el poder legislativo.

El Informe es un viejo ritual que ya no funciona. El problema es que nadie define qué es lo que no funciona. Por décadas, el Informe cumplía la función de evidenciar el poder presidencial, razón por la cual acabó siendo conocido como el día del presidente. El presidente enviaba señales, premiaba y castigaba funcionarios y, al final de largas horas, permitía que todos los aspirantes al poder o la riqueza que él mismo dispensaba le besaran la mano. Era un rito construido para mitificar y endiosar al dueño del balón. Aunque no es evidente que hayamos visto el final de los presidentes autoritarios, es claro que, al menos por ahora, la función de endiosar al presiente ya no se cumple. El mito fue destruido por muchos legisladores, entre los que el diputado Vicente Fox fue un actor prominente.

Pero de la función de mitificar hemos pasado a la de destruir sin siquiera exhalar. Lo importante ahora parece ser aniquilar la presidencia, el presidente y el sistema en su conjunto. Se le reclama al presidente que utilice el púlpito para plantear su perspectiva de las cosas (como hacen todos los presidentes y primeros ministros del mundo) y que utilice los medios de comunicación para hacer campañas políticas, como si la presidencia tuviera una función distinta a la de la política.

Sintomático de todo lo anterior es que los poderes y partidos en su totalidad empleen los medios para hacer exactamente lo mismo por lo que acusan al presidente. ¿Acaso diputados y senadores, e incluso comisiones de uno u otro cuerpo colegiado, no gastan fortunas enteras (aunque sea en tiempos oficiales), para promover sus logros, frecuentemente pírricos? Lo mismo aplica para la Suprema Corte de Justicia. Todos los poderes, partidos, grupos legislativos y políticos cacarean sus acciones sin reparar en que la vida social no se ha visto afectada por tanto activismo. Pero todo ese cúmulo de acciones no les impide a los políticos partidistas reclamarle al presidente que, por primera vez en su sexenio, haga exactamente lo mismo que ellos hacen todos los días. Por supuesto que es peculiar, por decir lo menos, que un presidente hasta hace apenas unos meses dedicado en cuerpo y alma al desafuero ahora censure y ataque al PRI, lo que de manera natural puede acabar haciendo posible a su antiguo enemigo, López Obrador.

Con una nueva estrategia en la forma de su Informe, el presidente libró el mal rato, pero el acto no mostró a una nación civilizada que privilegia la interacción y el diálogo constructivo sobre la violencia retórica. Un país en el que los políticos no se respetan a sí mismos no tiene a dónde ir.

 

Poca seriedad

Luis Rubio

¿Qué queremos de Estados Unidos? La realidad geográfica nos ha puesto al lado de la mayor potencia y el mayor mercado del mundo pero, luego de casi doscientos años de vida independiente, todavía no sabemos qué queremos o cómo relacionarnos con ellos; vaya, ni siquiera entendemos quiénes son y cómo funcionan. Peor, siempre reclamamos que se nos trate como iguales, pero no estamos dispuestos a vivir con las consecuencias. Como ilustra la numerosa cohorte de precandidatos a la presidencia, todo mundo quiere algo diferente de EUA; increíblemente, todos ellos siguen tratando de tapar el sol con un dedo, pretendiendo que los mexicanos no tenemos capacidad de discernir.

Las últimas semanas han sido por demás ricas en evidencia de nuestra incapacidad para definirnos respecto a nuestro vecino del norte o para entender su dinámica interna y determinar cómo convertirla en oportunidad. Se trata de un viejo círculo vicioso, ahora exacerbado por la creciente violencia en el país en general y en la región fronteriza en particular. Pero el que se trate de un problema viejo ni lo excusa ni lo explica. El nivel de violencia es un problema interno que no va a disminuir por mucho que se le reclame a los estadounidenses, mientras que el distanciamiento que ésta provoca en la relación bilateral no hace sino agudizar nuestros propios riesgos internos, tanto políticos como económicos.

La prensa de las últimas semanas es por demás reveladora: nos muestra de manera fehaciente a un gobierno totalmente incapaz de entender el problema, obsesionado con fantasmas de su propia creación y con intentos por desviar la atención hacia un rumbo en el que no hay soluciones posibles. En otras palabras, el gobierno, como ya es usual, no ha hecho sino arrinconarse, lo que no hace sino posponer el momento en que inexorablemente saldrá con la cola entre las patas. Los candidatos hablan sin comprender que hay dos lados en cada historia y que la solución de problemas internos desde la violencia hasta el desempleo- no reside simplemente en pasarlos, como los migrantes, al otro lado. Frente a todo esto, la población queda estupefacta ante la obviedad de estos absurdos y la precariedad de nuestra posición como país. También resulta explicable que el 46% de los mexicanos se iría si pudiera; si eso no es una medida objetiva de fracaso, nada lo es.

Independientemente de las afirmaciones excesivas y poco diplomáticas del embajador norteamericano, todos los mexicanos sabemos que su percepción respecto a la violencia en México es mucho más cercana a la realidad de lo que pretende el gobierno y la multiplicidad de políticos que no pueden quedarse callados bajo ninguna circunstancia. Más allá de las decisiones y motivaciones de los gobernadores de estados norteamericanos como Nuevo México y Arizona, lo evidente es que la violencia a lo largo de la frontera (y, para que mentirnos, del país en general) está destruyendo regiones enteras del país. El que algo de esa violencia esté vinculada con el narcotráfico no es más que una anécdota muy preocupante, pero en última instancia irrelevante. Los secuestros en el DF y zonas aledañas son indistinguibles en su impacto de la violencia de los narcos: ambos impiden la convivencia cotidiana, hacen imposible la creación de empleos y matan al país, así sea de a poquito.

Algunos priístas han tratado de aprovechar el río revuelto, argumentando que nada de esto sucedía cuando ellos gobernaban. Según su nublada visión, el país era un pequeño paraíso que funcionaba a la perfección y gozaba del respeto de los estadounidenses. Señalan a la incompetencia del gobierno de Fox como responsable de darle al traste a todo. De la incompetencia no hay duda, pero al menos es posible ser un poquito escéptico sobe la noción de que antes todo funcionaba como reloj suizo.

Por lo que toca al gobierno actual en el tema bilateral, hay dos cosas de las cuales es claramente responsable y otras dos en las que no hizo sino continuar por el camino trazado décadas atrás. Quizá más interesante es el hecho de que ni Fox ni el PRI o el PRD han comprendido que la naturaleza de esa relación cambió para siempre en el momento en que el PRI perdió la presidencia.

Fox se equivocó en dos cosas: primero, como demostró con gran agudeza René Delgado la semana pasada, su afán por debilitar a la Secretaría de Gobernación le llevó a acelerar la destrucción de los ya de por sí disfuncionales servicios de seguridad pública en el país, lo cual explica el crecimiento, más no el origen, de la violencia. Claramente, la violencia ha crecido en la medida en que se el viejo sistema de control político se comenzó a venir abajo. Esto empezó a ser perceptible a partir de los setenta, cuando los priístas, con eso de que hacer cumplir la ley era equivalente a reprimir, aflojaron los goznes al sistema de seguridad sin substituirlos por nada. No es casualidad que todo el sistema de control se fuera erosionando hasta acabar por desmoronarse. En todo esto, Fox no hizo sino quitarle los alfileres que quedaban. Y ahora nadie parece saber qué hacer para detener la bola de nieve de la violencia que afecta desde luego a la frontera, pero también y de manera agravada al resto del país.

El segundo gran error de Fox, este sí directamente vinculado con EUA, consistió en anunciar un objetivo inalcanzable el tema migratorio y con ello establecer el nivel mínimo de éxito en un plano imposible. A partir del momento en el que habló de un pacto migratorio, que fue presentado e interpretado como una apertura total para quien quisiera migrar a ese país, las expectativas se localizaron en un nivel tan elevado y absurdo que nada menos sería aceptable. Aunque el tema migratorio ya adquirió carta de naturalización en discurso político nacional, tarde o temprano habrá que explicarle a los mexicanos que la migración entre dos países depende, pues, de dos países y no sólo del deseo de los políticos mexicanos que, irresponsablemente, quieren quitarse el problema del desempleo de encima.

Aunque esos dos errores de la administración Fox sean funestos, no todo lo que hoy caracteriza a nuestra patética realidad es culpa suya. La violencia ya venía de antes y la incapacidad por definirnos frente a Estados Unidos es tan vieja como el país. Ninguna de esas dos realidades se le puede atribuir, o cobrar, a la administración del presidente Fox. Se puede discutir si el gobierno actual pudo haber modificado el rumbo y ser menos visceral en algunas decisiones (como la de separar Seguridad Pública de Gobernación), pero es un hecho que el país ya venía experimentando un creciente deterioro en los temas de seguridad. Los secuestros, la violencia y la inseguridad se han agudizado, pero no comenzaron en 2000.

Lo que prácticamente nadie entre los políticos o analistas- ha reconocido es que la relación bilateral cambió de manera dramática en el 2000 y no por causa del presidente Fox. Los priístas reclaman que bajo sus gobiernos, los estadounidenses mostraban un respeto y un recato que hoy en día ya no existe, y de ello culpan a Fox y su gobierno. La realidad es más complicada. Hace años, el hoy ex embajador Davidow argumentaba, con su excepcional profundidad y agudeza de siempre, que los mexicanos hablábamos de asimetría y la criticábamos, pero que realmente nunca la entendimos. Su argumento era que por mucho que los mexicanos nos quejáramos, esa asimetría beneficiaba a México.

Según su planteamiento, los americanos siempre eran cautos y cuidadosos en su trato con México precisamente por la debilidad relativa de nuestro país. Existe la anécdota de algún presidente estadounidense en las décadas pasadas que, por alguna razón suya, tenía que modificar la fecha de encuentro con su homólogo mexicano. Sin embargo, al discutir el problema con su equipo de asesores, la decisión fue que la reunión debía proseguir conforme a lo planeado, conocedores de que los mexicanos comenzaríamos a encontrar toda clase de conspiraciones escondidas en donde solamente había un problema de agenda. La asimetría permitía que México fuera tratado por los norteamericanos como un caso de excepción, lo que implicaba que cerraban los ojos frente a toda clase de situaciones que no le aceptaban a otros países. Lo hacían no porque les gustara, sino porque temían las consecuencias internas (en México) y bilaterales de una gran militancia en nuestro país. Por supuesto que hubo gobiernos (y embajadores) intensos y agresivos, pero la norma, según esta tesis, fue tratar a México como un país más débil y, por lo tanto, meritorio de un trato especial.

La emergencia de un México orgulloso de su democracia, miembro del club de los ricos (OCDE), la décima economía del mundo y un activo participante en los foros multilaterales, cambió todo eso para siempre. Según la tesis del embajador Davidow, fuimos los mexicanos los que insistimos, a lo largo de las últimas décadas, que se nos tratara como iguales y fue ello lo que permitió negociar acuerdos diversos tanto en materia comercial como diplomática que serían impensables, desde la perspectiva norteamericana, con naciones con las que no se tiene una confianza de esencia (como los europeos, japoneses y similares). Los mexicanos demandamos ser tratados como iguales y eso ha dado rienda suelta a los estadounidenses para actuar sin inhibiciones y de manera directa frente a problemas como la violencia fronteriza que, por más que aquí nos envolvamos en la bandera para ignorarlos, existen y está creciendo de manera incontenible. Tampoco es posible negar lo obvio: que a ellos esa violencia les afecta de manera directa.

Mientras que los mexicanos perseveramos en nuestra perenne incapacidad para definir lo que queremos, dentro del reino de la realidad, de la vecindad, los americanos están preocupados por las consecuencias de nuestra violencia sobre su frontera. Igual deberíamos estar de preocupados todos los mexicanos. El problema de la violencia y la inseguridad no es de carácter bilateral ni se origina en el consumo de drogas en aquel país, por más que esté inexorablemente vinculado. El problema se deriva de la extraordinaria debilidad y disfuncionalidad de nuestras instituciones tanto políticas como de seguridad- y ese problema nada tiene que ver con nuestros vecinos. El problema es nuestro y más vale que lo atendamos antes de que se comience a desmoronar no sólo la seguridad, sino el país en su conjunto.

 

De dónde y hacia dónde

Luis Rubio

Las últimas décadas han sido tiempo de cambio y transformación en México. Muchos alegan que esos cambios nos dejado peor de lo que estábamos y que nunca ha habido mejores tiempos que los vividos en el pasado; pero, a pesar de las enormes carencias que siguen caracterizando al país en general y a una buena parte de la población, cualquier medida objetiva de progreso arrojaría un saldo positivo. Sobre todo, arrojaría un sentido claro de oportunidad en espera de ser aprovechado para transformarse en realidad. Por ejemplo, ¿quién podía imaginar hace años que llegaríamos a rebasar los doscientos mil millones de dólares en exportaciones o que un partido distinto al PRI estaría gobernando al país? Y, sin embargo, ambas situaciones acontecieron. Una sugiere que el potencial de crecimiento es infinito; la otra indica que la capacidad de maduración es igualmente ilimitada. La pregunta es cuándo tendremos la capacidad de transformar el potencial en realidad.

A pesar de lo que argumenten los críticos, los cambios de las últimas décadas no han ocurrido en un vacío. El mundo se ha transformado a una velocidad asombrosa y las reformas de los ochenta y noventa en el país no fueron más que intentos, muchas veces fallidos o mal estructurados, de mantener al país al día frente a un mundo cambiante. De hecho, muchos otros países cambiaron mucho más rápido que nosotros. China e India, por citar dos ejemplos evidentes, han logrado dar enormes pasos en este sentido hasta convertirse en economías pujantes y productivas, habiéndonos rebasado en muchos frentes hace un buen rato. Entre otras, han logrado disminuir la pobreza y la desigualdad a través de su cabal incorporación a la globalización. Peor, nos han rebasado aun a pesar de la existencia de extraordinarias ventajas a nuestro favor, como es el TLC y la localización geográfica de nuestro país. Es decir, aunque pareciera que hemos sido agentes de un cambio radical, lo cierto es que, cuando mucho, sólo hemos conseguido mantenernos en un lugar constante. En un mundo competitivo lo que cuenta son los avances relativos, no los absolutos, pues esos son los que se convierten en riqueza y oportunidades de empleo.

Visto en perspectiva, el cambio que experimenta el mundo es mucho más profundo de lo aparente. La revolución de las comunicaciones ha “achicado” al mundo y los lugares más recónditos están o pueden estar comunicados como las grandes ciudades. Mejores comunicaciones han permitido una revolución no menos impactante en el ámbito financiero, pues las instituciones bancarias y financieras hoy en día tienen tantas oportunidades de acercarse a sus clientes como lo permitan las propias comunicaciones. Internet ha facilitado el vínculo entre exportadores e importadores; un fabricante puede saber dónde está su competencia prácticamente al instante. La tecnología ha eliminado muchas de las grandes limitaciones, al menos geográficas, que diferenciaban a las naciones en el pasado. O, puesto en otros términos, todos los países tienen hoy, en potencia, las mismas ventajas y desventajas que el resto.

El mundo es hoy como una cancha de fútbol en la cual ambos equipos gozan de exactamente las mismas condiciones. La cancha es plana, cada uno tiene la misma portería la mitad del partido y ambos pueden ganar. Todo depende de la disposición de cada equipo, su estrategia y su preparación. Lo mismo se puede decir de las empresas y de los países. Todo mundo sabe, o puede saber, qué es lo que hace exitoso a un país, todo mundo tiene acceso a los mismos recursos y todo mundo puede competir en igualdad de circunstancias. Dicho lo anterior, sin embargo, es evidente que no todo mundo goza de las mismas condiciones ni hace uso de los recursos disponibles con la misma oportunidad. Es decir, el que todo mundo pueda competir en igualdad de condiciones, como en un partido de fútbol, no quiere decir que todos van a convertir su potencial en realidad. Como en el fútbol, todo depende de la disposición de cada equipo, del entrenamiento que haya seguido, de la estrategia y de la infraestructura con que cuente.

Medida con ese rasero, la capacidad competitiva de la economía mexicana es más bien baja y ha venido declinando en los últimos años. Aunque contamos con las mismas oportunidades que los franceses y los chinos, los japoneses y los brasileños, durante los últimos años hemos sido mucho menos competentes que dichas naciones para explotar las oportunidades. No es casualidad que, a pesar de nuestra cercanía geográfica con Estados Unidos, China nos esté ganando en exportaciones hacia nuestro vecino país. El crecimiento de las exportaciones chinas se explica por la claridad de visión del gobierno chino, que crea condiciones propicias para la instalación de nuevas inversiones en su territorio, así como para la formación y educación de su mano de obra, amén de  una infraestructura incomparablemente superior a la nuestra. Todas las ventajas del gigante asiático son resultado de acciones emprendidas por su gobierno; ninguna de ellas se explica por una ventaja natural de origen que ellos poseyeran y nosotros no.

Volviendo al principio, aunque a mucha gente en el entorno político le parezca que el ritmo de cambios y reformas de años pasados ha sido excesivo, que hay una “fatiga” para reformar, la realidad es que más que excesos, enfrentamos oprobiosos rezagos: el país requiere de avances significativos en temas como el fiscal y el energético, de infraestructura y educación, sin los cuales el estancamiento se ahondará y nos conducirá a pérdidas crecientes respecto a nuestros más cercanos competidores.

Vistas en retrospectiva, resulta evidente que muchas de las reformas que se emprendieron en las décadas pasadas no fueron todo lo exitosas que debieron ser o no tanto como sus promotores aseguraron. Sin duda, parte de la razón de lo anterior tuvo que ver con los criterios políticos que les acompañaron (no perder el poder) o con objetivos cruzados, como el de resolver problemas fiscales del gobierno con ingresos de una sola vez, producto de la privatización de empresas públicas (en múltiples casos, el precio de venta de una empresa paraestatal se determinó tomando como referencia no su valor de mercado, sino  las necesidades de financiamiento del erario). Ambos criterios tuvieron la consecuencia de crear incentivos perversos para los entonces nuevos banqueros o para los nuevos monopolios privados. No menos significativo fue el hecho de que, dada la frecuente irracionalidad de los debates públicos en el país, los gobiernos privatizadores y reformadores se sintieron obligados a mostrar un número enorme como precio de venta, independientemente de que ese número fuese tan grande que hiciera inviable la inversión posterior. Sin el menor afán de defender la forma en que se llevaron a cabo diversas reformas y privatizaciones, no se puede ignorar que la dinámica de nuestro proceso político fue en ocasiones tan compleja y perversa que generó circunstancias inhóspitas para el éxito de las propias reformas.

La experiencia adquirida en todos estos años demuestra dos cosas. Una es que el país no puede salir adelante, remontar las excesivamente bajas tasas de crecimiento conseguidas en estos años y satisfacer las necesidades de desarrollo de la economía y de la sociedad, sin llevar a cabo una nueva ronda de reformas que impulse la inversión, eleve la productividad y cree nuevos motores de desarrollo para el país. Y otra es la imperiosa necesidad, evidente   desde 1997, de crear condiciones políticas e institucionales que hagan posible la toma de decisiones a nivel nacional, donde los partidos y el gobierno compartan la responsabilidad, pero también los beneficios, de la modernización del país. Sin mejores estructuras de decisión, la dinámica de la discusión legislativa va a reproducirse en los próximos gobiernos, independientemente del partido o persona que esté a cargo.

Muchos dudan sobre la conveniencia de perseverar por el camino de los últimos años, es decir, de intentar ser exitosos en insertar al país en la dinámica de la economía global. En términos generales, quienes así piensan lo hacen por razones ideológicas (se oponen al capitalismo) o porque temen ser perdedores. La oposición ideológica es enteramente respetable en el plano político pero no es muy relevante en la realidad en que vivimos. A uno puede no gustarle la manera en que evoluciona el mundo, pero no hay manera de impedir que así evolucione. Esa es la razón por la cual hasta las naciones más recalcitrantes en un plano ideológico, como Libia, Cuba y Vietnam, han avanzado en esa dirección. El país no tiene más alternativa que sumarse o quedarse permanentemente estancado, con todo lo que eso implica para una sociedad con la estructura demográfica de la nuestra.

Por lo que toca al temor de perder en un mundo de competencia impersonal y a ultranza, la alternativa no es retraerse, sino transformar nuestras estructuras sociales y las políticas gubernamentales relevantes para que cada mexicano cuente con el capital humano necesario (es decir, educación, habilidades y oportunidades) para poder enfrentarse con éxito al mundo en que nos ha tocado vivir. La realidad es que quienes temen a la competencia no están más que reflejando las enormes fallas de sucesivos gobiernos, pero también la extraordinaria irresponsabilidad de quienes desde el gobierno o desde el poder legislativo se niegan a llevar a cabo las transformaciones que urgentemente se requieren en temas tan obvios como la educación, la infraestructura, la energía y las cuentas fiscales.

El país se enfrenta a un verdadero dilema. Abandonamos una ribera del río que ya no era sostenible porque no producía crecimiento económico y los satisfactores que de ahí se derivan, pero no hemos hecho nada para poder llegar, sanos y salvos, a la otra orilla. Todos los políticos quieren ser presidentes y todos quieren el poder. No estaría mal que comenzaran a ganarse ese derecho llevando a cabo los cambios que el país urgentemente requiere.

Aeropuerto

En lugar de atacar el problema de fondo -las pistas- el gobierno optó por darle la mano de gato más costosa e inútil del siglo. Ahora ya está listo para seguir igual de saturado y disfuncional.

www.cidac.org

Los dos sindicalismos

Luis Rubio

Como en tantos otros ámbitos de la vida nacional, México vive una verdadera esquizofrenia en el mundo sindical. Mientras que en el pasado el sindicalismo en su totalidad actuaba de acuerdo al script de una realidad monopólica y seguía una lógica básicamente política donde el bienestar de los trabajadores era secundario, por no decir irrelevante, actualmente sufre de una bifurcación: el del mundo de la competencia y el del control absoluto.

El Dr. Jekyll del sindicalismo, el del sector manufacturero, esencialmente del sector privado, está representado por la CTM, que la semana pasada perdió a otro miembro de su gerontocracia. Por su parte, el Señor Hyde encarna en el sindicalismo de entidades que siguen gozando del inexplicable control monopólico de sus sectores, como la educación, petróleo, telefonía y electricidad. En lugar de sindicalismo representativo y activo, lo que tenemos es el cascarón del viejo sistema priísta, por un lado, y un sistema de mafias abusivas, por el otro. Así ningún país puede prosperar porque los dilemas que nítidamente se observan en el sindicalismo son los mismos que enfrenta y mantienen paralizada a toda la sociedad.

Este viejo sindicalismo nació con el PRM, predecesor del PRI, que incorporó en sus filas a todas las organizaciones políticas, sindicales, partidistas y otras, en un sistema de control político que por muchas décadas le confirió estabilidad al país. Los sindicatos, que desde los cuarenta se agruparon mayoritariamente en la Confederación de Trabajadores de México, cumplieron una función central en la pacificación e institucionalización política del país luego de la gesta revolucionaria. Ciertamente, el sindicalismo mexicano nunca tuvo ni la menor aspiración de ser democrático, representativo o transparente. Lo peculiar es que la lógica que dio origen al sindicalismo postrevolucionario sigue vigente en la mente, formas de actuación y desempeño tanto del gobierno (¡panista!), como de los políticos y, sin duda, de los propios líderes sindicales.

Como tantas otras cosas del sistema político de antaño, que no por viejo deja de estar muy vivo, el sindicalismo postrevolucionario nació para controlar a los trabajadores. Los líderes negociaban control hacia abajo, a cambio de privilegios para ellos mismos. El gobierno lograba paz social y sindical a cambio de incorporar a estos líderes en el sistema de corrupción institucionalizada que acabaron administrando como verdaderos dueños, fundamentalmente por su permanencia a lo largo de las décadas. A diferencia de los políticos tradicionales, cuya longevidad con frecuencia se limitaba a un sexenio, la de los líderes era infinita, como prueban los casos de Fidel Velásquez y Leonardo Rodríguez Alcaine.

El sindicalismo mexicano fue sumamente costoso, pero a nadie le importaba. En una era en que la economía del país estaba aislada de la del resto del mundo, los costos internos eran irrelevantes. Si el costo de mantener controlado al sector obrero era alto, pues ni modo; total, los consumidores eran los que cargaban con ese costo. Sin alternativas, tenían que apechugar. Esa lógica privó en la economía mexicana por muchas décadas y permitió que creciera la industria, se mantuviera la paz social y se enriqueciera inmensamente a la llamada aristocracia sindical.

Los cambios que experimentó primero el mundo y luego México a lo largo de los ochenta y noventa, alteraron las premisas que sustentaba todo ese modelo económico y político. Con el nacimiento de lo que hoy se conoce como la globalización de la producción, el viejo sistema político-sindical dejó de ser funcional en todos los sectores que comenzaron a experimentar competencia. Independientemente de lo que quisieran los líderes sindicales, desde los más modestos hasta los más encumbrados, la apertura de la economía cambió la lógica del sindicalismo en, al menos, el sector manufacturero. Muy pronto, después de que comenzaron a ingresar al país productos manufacturados de manera legal, patrones y sindicatos tuvieron que redefinir las reglas del juego. Lo que antes era un esquema de corrupción institucionalizada dejó de ser viable en un entorno de competencia. Aunque muchos líderes se resistieron en un principio, la realidad de empresas en quiebra rápidamente cambió todo. A partir de ese momento, la que había sido una relación de confrontación, comenzó a ser una de cooperación: empresas y sindicatos empezaron a trabajar juntos en aras de la sobrevivencia de la fuente de trabajo.

Nada de eso afectó a los sectores que gozan de un monopolio legal o de facto. La vieja lógica de la corrupción siguió (y sigue) imperando en todas aquellas actividades que no enfrentan competencia significativa, sea porque se trata de sectores que los economistas llaman no comerciables, como la construcción, o aquellos que, por cualquier razón, gozan de un monopolio legal (como PEMEX o CFE) o virtual (como educación o Telmex). En esos casos, la realidad actual es prácticamente indistinguible de la de los años treinta o cuarenta del siglo pasado: los líderes sindicales siguen controlado a los trabajadores, la corrupción es rampante, el sindicato es, para todo fin práctico, propietario de la entidad (igual si se trata de PEMEX que de la SEP) y el trabajador vive sometido a un clima mafioso en el que la violencia y el miedo son la regla y no la excepción.

Lo irónico es que a pesar de la bifurcación del sindicalismo en estos dos tipos, los sindicatos y sus líderes parecen no haberse enterado. Esa situación es perfectamente explicable, por ejemplo, para el sindicato de PEMEX, que sigue siendo el factor de poder en la paraestatal, y al que el gobierno deja hacer por su falta de visión y agallas. No es así, sin embargo, para una entidad como la CTM, donde la abrumadora mayoría de sus supuestos representados han dejado de ser militantes. Es decir, mientras que, con miedo o sin el, la mayoría de los sindicalizados en entidades como el SME, el SUTERM, el SNTE o PEMEX, ve en su sindicato un factor de poder y beneficios, así sean infinitamente menores a los que gozan sus líderes, la abrumadora mayoría de los formalmente sindicalizados en la CTM probablemente no saben ni que ésta existe.

No tengo idea si alguien se ha molestado en encuestar a los miembros de estos sindicatos, pero de lo que no tengo duda es que cualquier encuesta arrojaría una fotografía como la siguiente: los sindicalizados en la CTM no ven en esa entidad y sus líderes representación alguna. Lo que verían es abuso, corrupción y falta de transparencia. Seguramente el caso de los poderosos sindicatos de empresas paraestatales sería distinto; es probable que ahí los trabajadores sí perciban beneficios derivados de su membresía, además de que, en muchos casos, exista una identificación ideológica como la que se observa en el caso del SME, que se opone a cualquier cambio en el régimen eléctrico. Como dice un anuncio, la membresía tiene sus privilegios. Y el costo de esos privilegios se ha tornado prohibitivo para el país.

El problema es que el sindicalismo mexicano es un microcosmos de la sociedad en su conjunto. Por más que la mayoría de la población rechace y aborrezca los privilegios de que gozan los miembros de sindicatos como el de PEMEX o el IMSS (sobre todo en cosas tan ostensibles como la edad de retiro o el monto de su pensión o aguinaldo), esa misma gente ansía ser parte del esquema. Es decir, el repudio que la población siente no proviene de su rechazo al privilegio (que sería la esencia de una sociedad que se considera igualitaria), sino por no gozar de la misma prerrogativa. Mientras esa lógica domine las percepciones y actitudes de la población, será imposible generar las condiciones de eficiencia, productividad y competencia que son la esencia del éxito de cualquier economía.

Puesto en otros términos, el sindicalismo mexicano enfrenta dilemas muy fundamentales que los propios sindicatos, como el resto del país, ha decidido no encarar. Hay sindicatos que no tienen que enfrentarlos porque están protegidos de la competencia y vacunados a cualquier cambio por razones históricas, políticas o ideológicas (como es el caso de los paraestatales), pero otros, como la CTM, viven del sueño de lo que fueron. Lo maravilloso, y quizá único en el mundo, es que, a pesar de tratarse de un sueño, los líderes lo viven a cabalidad, actuando y recibiendo privilegios como si fuesen jeques sauditas.

Un sindicato tiene la función de representar a sus agremiados para que, sin destruir la fuente de trabajo, obtenga el mayor beneficio posible en términos de salario y prestaciones. Un sindicato representativo buscaría fórmulas con la empresa para elevar la productividad, aumentar el mercado de los bienes o servicios que ésta produce y, de esta manera, no sólo mejorar marginalmente las condiciones de sus agremiados, sino romper con los marcos tradicionales para elevar esos beneficios por encima de lo aparentemente imaginable. Esto ya ha venido ocurriendo en el sector manufacturero, pero es impensable en el paraestatal, donde a nadie le importan los costos. Por su parte, un régimen sindical moderno partiría de la elemental libertad de afiliación y de la competencia entre sindicatos por ganar esa representación Esa es la función de un sindicato y eso es lo que México no tiene.

Como microcosmos de la sociedad mexicana, el sindicalismo imperante en el país es prueba fehaciente de que el deterioro puede ser prolongado, costoso y destructivo. Mientras que la sociedad lleva quince años de cambios brutales, ajustes incompletos y una recuperación que no acaba por consolidarse, el sindicalismo persevera en su edad de oro. Pero ambas cosas están estrechamente vinculadas: la sociedad, y la economía, no progresan porque los obstáculos siguen siendo formidables; y el sindicalismo es quizá uno de los impedimentos más costosos. Más allá de descabezar sindicatos que le eran amenazantes, desde los ochenta, el gobierno claramente abdicó su responsabilidad de encarar el problema sindical. La pregunta es cuándo la sociedad comenzará a entender que esta intolerable realidad cambiará sólo en la medida en que se decida a ejercer su derecho por la equidad y por la libre competencia. Un régimen de privilegios como el sindical sólo se muere cuando la sociedad así lo decida, ni un minuto antes.

 

La legalidad y la carabina de Ambrosio

Luis Rubio

Según el cuento, Ambrosio tenía una carabina que no servía. Igual el Estado de derecho en México. Se trata de un concepto casi religioso, un mito al que se le reverencia pero realmente nadie conoce. Lo políticamente correcto es fundamentar cualquier discurso político en la legalidad, así sea cuando alguna instancia gubernamental actúa o cualquiera apela un exceso de autoridad. El proceso de desafuero al Jefe de Gobierno del Distrito Federal fue un auténtico dechado de luminarias en este sentido: ambas partes reclamaban la paternidad sobre la legalidad, al mismo tiempo en que la abrumadora mayoría de la población reconocía el uso caprichoso del término. Para un país acostumbrado al abuso constante y sistemático que de la ley hacen políticos y autoridades, la legalidad es un concepto no sólo superfluo, sino sobre todo sospechoso. La desconfianza, esa característica central de la mexicanidad, corre paralelamente a la ausencia de legalidad. Por ello, el país no va a ningún lado.

La legalidad es un mito y un verdadero fetiche porque cada quien la interpreta y da el uso que mejor le conviene. Un concepto que, para ser operativo y útil a la convivencia pacífica en una sociedad, tendría que ser universalmente reconocido y aceptado como una base de equidad y protección idéntica para todos, es definido, interpretado y concebido como desigual, inexistente, viciado y, por lo tanto, irrelevante. En este sentido, la legalidad es algo que todos asumimos debe aplicarse a los otros y servirnos de protección, pero no las dos cosas al mismo tiempo. Una cosa es mi libertad (comenzado por la libertad de hacer lo que yo quiera, independientemente de su efecto sobre los demás) y otra cosa es la protección a la que tengo derecho por el hecho de ser quien soy (y no por ser miembro de la sociedad). Se trata de una visión peculiar del mundo en la cual la legalidad es importante sólo en la medida en que me sirve. Es decir, como tantas otras peculiaridades de nuestra realidad sociopolítica, los mexicanos demandamos derechos pero no asumimos responsabilidades. La ley debe aplicarse para mi beneficio y la considero válida sólo si me parece buena, justa y benéfica para mis intereses particulares. Todo el resto que se friegue.

La paradoja de esta fotografía es que se trata de una manera perfectamente lógica de responder a nuestra realidad. Aunque nos disguste esta manera de ser, es innegable que es profundamente racional y va de la mano con la desconfianza que también es característica muy nuestra. La población no percibe a la legalidad como equitativa o como fuente de protección efectiva y, por lo tanto, la desprecia. Lo anterior no le impide reclamar la protección de la ley cuando le conviene o lo necesita, pero ese no es más que un artificio, igual que el que emplean los políticos para explicar o justificar su actuar.

Sin embargo, para el mexicano común y corriente, lo evidente es que la ley y su aplicación son siempre discrecionales. El gobierno la emplea cuando y como le parece adecuado e, históricamente, la ha amoldado cada que lo necesita. El dictum famoso de Benito Juárez, de que a mis amigos, la ley y la gracia; y a mis enemigos la ley entraña una diferenciación que, aunque sutil, rompe con el sentido fundamental de la legalidad, donde la discrecionalidad no puede tener lugar. En la medida en que existe discrecionalidad burocrática o política es decir, arbitrariedad-, la legalidad es imposible. Más importante, genera el tipo de desconfianza hacia la autoridad que es legendaria en nuestro país.

La desconfianza surge de la impredictibilidad. Cuando un ciudadano no sabe a qué atenerse en su relación cotidiana con la autoridad, desconfía de ésta de manera visceral. Cuando a un campesino, propietario de tierras de calidad mediana o mala le ofrecen un precio atractivo por su tierra y le prometen la concesión ciertos servicios por veinte años (lo que convierte a la propuesta de compra en un potencial negocio rentable), el campesino, en lugar de aceptar de inmediato, y a sabiendas de la naturaleza de su gobierno, se cuestiona dónde está el gato encerrado. Ese escepticismo inherente al mexicano es probablemente la explicación de lo que ocurrió en Atenco. En lugar de saltar de gusto, los propietarios de los terrenos donde se construiría el nuevo aeropuerto restaron credibilidad a la oferta gubernamental. Su experiencia, además de la asesoría de intereses políticos externos, les llevó a concluir que de la oferta gubernamental sólo era atractivo el efectivo, pues lo otro era incierto (dependía de que el gobierno cumpliera su palabra, algo etéreo en el mejor de los casos). En ese contexto, el monto resultaba insuficiente para que la venta fuese realmente atractiva. El gobierno fue derrotado por esos campesinos que actuaron con la racionalidad del más moderno y avezado de los analistas o inversionistas en el sector financiero.

El tema no es nuevo ni particularmente mexicano. Un académico estadounidense, Mancur Olson, se preguntaba hace tiempo qué es peor, un pueblo controlado (o, como dicen aquí, gobernado) por un gobierno tiránico y autoritario, o una población que sufre el asalto infrecuente de alguna banda de guerrilleros y ladrones. La pregunta no es ociosa y la respuesta que da Olson se fundamenta en el cálculo racional que hace cualquier persona ante circunstancias difíciles. Olson asegura que, a lo largo de la historia, las sociedades humanas se han adaptado mejor al yugo de un gobierno autoritario y despótico que al abuso frecuente de una punta de ladrones. Aunque ambos escenarios son depredadores y abusivos, a un gobierno tiránico le conviene que la economía logre el mejor desempeño posible, pues de ello extrae un flujo constante de impuestos y tributos. No sucede así con ladrones que llegan, roban todo lo que pueden, destruyen lo que encuentran a su paso y huyen.

En otras palabras, un déspota (un ladrón sedentario) que se estaciona en un determinado lugar geográfico mantiene los impuestos lo suficientemente bajos como para hacer posible el crecimiento constante de la economía y hasta puede llegar a desarrollar incentivos para afianzar la inversión, acelerar el crecimiento de la productividad y favorecer el comercio exterior, todo en aras de generarse ingresos para sí y sus secuaces. El déspota tiene un interés creado en el desarrollo económico de mediano plazo, mientras que el ladrón o guerrillero asalta cada que le dá la gana y se lleva consigo todo lo posible (Olson, Mancur. Poder y prosperidad: la superación de las dictaduras comunistas y capitalistas. Madrid: Siglo XXI, 2001).

Esta manera de analizar el mundo es aplicable a nuestro país o, al menos, nos sirve para entender el comportamiento de la población. En México no enfrentamos hordas de guerrilleros asaltando a la población, sino más bien un sistema de gobierno que extrae rentas de la ciudadanía sin que ésta tenga mayor recurso que el de apechugar. Esta forma de gobierno no es única ni inusual, pero inexorablemente crea una manera de ser en la ciudadanía. El ciudadano que se sabe indefenso, o relativamente indefenso, inevitablemente reacciona con escepticismo y desconfianza; sabe bien que el burócrata o gobernante en turno no está ahí para proteger sus intereses, sino los propios. La mordida permite resolver problemas porque sirve para obviar las leyes y reglamentos que fueron concebidos de antemano para hacer de la arbitrariedad una forma de vivir. El ciudadano que sabe que todo es discrecional y que, por lo tanto, todo se puede cambiar en el momento que así convenga a la autoridad, prefiere pájaro en mano que cientos volando. Quizá esta perspectiva también explique porqué las Afores no gozan de la credibilidad que tienen en Chile.

A la luz de esto, es tan racional el comportamiento del campesino de Atenco como el del concesionario de un bosque o el del contratista encargado de repavimentar una calle. El campesino prefiere efectivo en mano (mucho) en lugar de promesas de concesiones en el futuro porque su historia le dice que hay que desconfiar de la autoridad. El inversionista al que se le dio la concesión para explotar un bosque tiene todo el incentivo para talar hasta el último árbol al día siguiente de que firmó los papeles (en lugar de talar y sembrar poco a poco en el periodo de la concesión), pues no sabe si diez días después (o, más probablemente, cuando cambie el gobierno) le rescindirán el acuerdo. De la misma forma, cuando a un constructor le encargan la repavimentación de una calle, su primera acción consiste en romper la mayor parte de la superficie durante el primer día, así sean kilómetros y kilómetros. No importa si esta acción causa interminables molestias a los automovilistas: el contratista sabe que, una vez rota la calle, nadie le retirará el contrato. Su comportamiento, ni duda cabe, es cien por ciento racional, así sea intolerable para la ciudadanía.

La ausencia de legalidad en el país genera formas muy lógicas y racionales de comportamiento entre los individuos, formas que no necesariamente son compatibles con una convivencia pacífica y amistosa en la sociedad. La legalidad que tanto mencionan los abogados y políticos es irrelevante si nadie la considera suya. La pregunta es si esto puede cambiar.

En esencia, la legalidad consiste en un conjunto de reglas del juego que todos los miembros de una sociedad aceptan como suyas. Cuando eso ocurre, la legalidad existe y se convierte en el procedimiento de acción e interacción entre todos los miembros de esa sociedad. En la mitología de los tratadistas del contrato social (sobre todo Russeau, Hobbes y Locke, cada uno con su perspectiva), la sociedad se organiza cuando la vida en su estado natural se torna intolerable y eso genera las condiciones para que surja un acuerdo que se convierte en la piedra de toque de una nueva organización social.

En una sociedad desarticulada como la nuestra, donde la población desconfía del gobierno por encima de cualquier cosa, la noción de un acuerdo desde abajo -como sugerirían los contractualistas- suena poco plausible. Capaz que el gobierno tendría que comenzar por ganarse la confianza de la población a través de su actuar antes de exigir que ésta cumpla con normas que sólo un burócrata abusivo podría haber imaginado.