Luis Rubio
Ya se nos está haciendo costumbre jugar al borde del precipicio. No pasa ni un mes sin que alguno de los intereses sindicales o políticos del viejo sistema ponga en entredicho la estabilidad del país: igual los petroleros que los electricistas, los telefonistas que los azucareros. El alegato más reciente es el sindicato del IMSS. En este conflicto, el país enfrenta, una vez más, su interminable dilema: avanzar hacia adelante o volver al pasado corporativista y autoritario o, lo que es lo mismo, construir un país de ciudadanos o seguir doblegados ante los intereses particulares.
La disputa laboral que caracteriza al IMSS es tan sólo una parte del problema. El tema más amplio y profundo es el de la legalidad, la institucionalidad y los derechos ciudadanos, es decir, la definición del futuro del país. Se trata del prototipo perfecto del conflicto que, aunque por debajo del agua, domina al país y a toda la discusión en el seno de las entidades públicas y políticas. Ciertamente, lo que se negocia dentro del IMSS es el contrato colectivo de trabajo, lo que incluye los sueldos, beneficios y prestaciones ahí contenidas. En ese sentido, el sindicato tiene todo el derecho de defender las prerrogativas adquiridas así como aspirar a mejorarlas. Pero lo que está de por medio para la sociedad mexicana no es el paquete de beneficios y prestaciones, sino un pilar más (o menos) en el proceso de construcción de un país moderno. Aunque el sindicato tenga derecho legítimo a defender sus prebendas, su amenaza de romper con la institucionalidad va más allá de lo laboral, lo que hace que la disputa se inscriba en el contexto del conflicto más amplio de la actualidad y que tiene que ver con definiciones básicas sobre si la nuestra será una nación de ciudadanos o una de súbditos.
De esta manera, el conflicto que estalló a principios de semana con el cambio en la dirección del IMSS tiene dos dinámicas. Una directamente relacionada con la relación obrero patronal y otra, la crucial, con el sindicalismo y corporativismo mexicano. El sindicato demanda de manera abierta ignorar las modificaciones a la ley del IMSS que se aprobaron apenas el año pasado. En ellas se establece que las aportaciones de los trabajadores se destinarán para los servicios de los afiliados y no podrán utilizarse para sufragar las pensiones de los empleados retirados del IMSS. Esta circunstancia explica la vehemencia del sindicato, pero también ilustra la naturaleza del conflicto: aquí no se trata de una diferencia entre el gobierno y un sindicato, sino entre los intereses de los sindicalizados y los de la población asegurada en la institución.
A diferencia de otras entidades en las que el tema laboral y sindical es preeminente, pero donde la vinculación entre la empresa y la población es distante, como PEMEX, CFE o Luz y Fuerza, el IMSS es un organismo íntimamente vinculado con gran parte de la población a través de los diversos servicios que ofrece. Pero, más importante, en el IMSS chocan directamente los intereses de los asegurados que hacen aportaciones regulares para pagar el acceso a los servicios de salud (lo que incluye a todos los que tenemos un empleo asalariado), contra los de los trabajadores del IMSS, que están acostumbrados a utilizar esos recursos para su propio beneficio. Lo que el sindicato del IMSS demanda es, nada más y nada menos, disponer de esas aportaciones para financiar los privilegios de sus afiliados.
El problema no es nuevo, pero ha venido cambiando de naturaleza. Para comenzar, hace mucho que las finanzas del IMSS están quebradas. Esta situación es producto de tres factores que han ido cuajando a lo largo del tiempo, algunos por razones naturales y otros por su pésima administración.
Ante todo, el IMSS ilustra el cambio demográfico que ha venido experimentando el país en las últimas décadas y que se expresa de manera extrema dentro de la institución. La sociedad mexicana comienza a experimentar un proceso de envejecimiento que ya es muy avanzado en naciones como las europeas y la japonesa; este proceso implica que, al disminuir la tasa de crecimiento demográfico a la vez que se eleva la longevidad de la población, un número cada vez menor de asalariados sostiene a un número creciente de pensionados. Este fenómeno se agudiza de manera radical dentro del propio IMSS: mientras que en 1980 había un pensionado por cada 13.1 trabajadores de la institución, la cifra para este año es de 5.6 activos por cada inactivo. Es decir, el número de jubilados es estratosférico y su esquema de jubilación cada vez menos sostenible. Si esto fuera producto de mera longevidad, podríamos al menos felicitarnos de la mejoría de la calidad de vida. Pero, en este caso, buena parte del problema surge por las generosísimas condiciones de jubilación que permiten a los trabajadores del IMSS retirarse muy jóvenes y con su sueldo más alto. No hay ninguna institución o empresa fuera del gobierno que ofrezca esquema similar por la sencilla razón de que, al hacerlo, quebraría.
La segunda circunstancia por la cual el IMSS está quebrado es por la mala administración que le caracterizó en el pasado. Por décadas, sucesivas administraciones privilegiaron el gasto dispendioso en edificios bonitos, teatros y otras fachadas sobre la creación y buen manejo de reservas que permitieran ofrecer servicios médicos de óptima calidad y garantizar la disponibilidad de los fondos de pensión cuando los asegurados llegaran a la edad de retiro. Por muchos años, mientras la población era mayoritariamente joven, el IMSS recibía muchos más fondos por concepto de aportaciones de los asegurados que lo que sufragaba en pensiones. Todo ese dinero se esfumó en proyectos faraónicos del propio Seguro, así como en la tercera circunstancia: el sindicato.
El sindicato del IMSS, al igual que otros entes emblemáticos del corporativismo mexicano de su etapa más autoritaria, se constituyó en un factor de poder a lo largo de las décadas en que sus líderes chantajeaban al gobierno con la amenaza de movilizar a sus contingentes. El sindicato demandaba prebendas y beneficios para no retar al gobierno o su legitimidad; a cambio de ello, el gobierno otorgaba privilegios cada vez más excesivos y costosos. Desde luego, los trabajadores de cualquier empresa tienen derecho a beneficios y prestaciones pero, en el caso de una empresa privada, éstos tienen como límite la capacidad financiera del empleador. Esos límites no existen en las entidades públicas, porque se parte del principio de que la bolsa del gobierno es infinita y, sobre todo, que el gobierno siempre preferirá comprar el favor de los líderes sindicales antes que correr el riesgo de una huelga o un conflicto que le reste legitimidad. Como ilustra la prestación de la jubilación temprana (faltaba más), los sindicatos de entidades como el IMSS aprendieron a capitalizar de los temores y la aversión al riesgo del gobierno hasta convertirse en extorsionadores profesionales.
En este momento, el gobierno, representado por una nueva cabeza al frente del IMSS, está intentando evitar llegar al extremo de una huelga. El sindicato ha amagado con una huelga que suspendería incluso los servicios de emergencia médica si no se satisfacen sus demandas en un plazo anunciado. El gobierno enfrenta dos situaciones: por un lado, quiere evitar a toda costa llegar a la huelga por la simple razón de que, una vez iniciado un proceso de esa naturaleza, siempre es incierto el desenlace para retornar a los cauces de la normalidad. La otra es que el sindicato demanda no sólo una mejoría sobre sus ya de por sí generosísimas condiciones contractuales, sino que se ignore la ley vigente, que fue aprobada hace un año precisamente para evitar el chantaje que hoy ejerce el sindicato. A sabiendas de que este gobierno ha tenido una infinita propensión a doblarse cuando algún interés particular lo pone contra el rincón, el sindicato se ha dedicado a tocar los tambores de guerra desde que se inició el conflicto.
Es difícil determinar si éste será un momento definitorio para el gobierno y para el país, sobre todo porque ha habido tantos que ya ninguno parece definir nada. Pero los conflictos y sus resoluciones se apilan uno sobre otro y prácticamente todos los que han pasado por las manos de esta administración han acabado en una cesión completa a la contraparte, inclinando poco a poco la balanza hacia el reino del sindicalismo, del corporativismo y los intereses creados. El gobierno actual ha permitido que se conculquen, una y otra vez, los derechos de las mayorías. En cada ocasión en que el gobierno se ha enfrentado a un interés particular como han sido los sindicatos (pero no exclusivamente), la factura la ha acabado pagando el votante que llevó al presidente Fox a los Pinos. La incipiente y no consolidada democracia mexicana ha ido perdiendo terreno con cada día transcurrido entre aquel famoso dos de julio y el momento actual.
La gran pregunta es dónde está la población en este conflicto. Si bien al gobierno lo han puesto contra la pared en ya tantas ocasiones que es difícil recordarlas todas, ésta es la primera en que se enfrentan tan clara y directamente los intereses de la población trabajadora con los de un sindicato. Sin embargo, en lugar de involucrar a la ciudadanía, convocar a la población y convertir este conflicto en una prueba de su preferencia por la ciudadanía y la democracia, el gobierno ha optado no por negociar, sino por ceder en cada una de las instancias de este proceso, como ilustra la salida del anterior director.
El gobierno se ha ido definiendo, no así la población. Pero la democracia y sus derechos son relevantes y válidos sólo en la medida en que la ciudadanía está dispuesta a defenderlos. En ese sentido, lo que está de por medio en este conflicto no es si el trabajador sindicalizado debe ganar tal o cual prebenda o ajustar sus prestaciones de determinada manera, sino el futuro de la ciudadanía y, por lo tanto, de la democracia mexicana. No es imposible que, así como el gobierno tiene pavor de una huelga, una situación de huelga obligara a la población a definirse respecto a sí misma y el futuro. Por eso estamos al borde, pero no es claro si de un precipicio o del nacimiento de la ciudadanía.