Lo que no vemos

Luis Rubio

México se debate entre un conflicto de visiones y, con frecuencia, la total ausencia de visión. Unos se preocupan por cómo nos ven desde afuera, en tanto que a otros les inquieta, por sobre todas las cosas, lo que ven adentro y no les gusta. Aunque el contraste puede fácilmente convertirse en un factor de enfrentamiento y polarización (ambos habituales en el México de hoy), es evidente que se trata de dos maneras de entender un mismo fenómeno. Quienes ven la desigualdad y la pobreza como asuntos medulares de nuestra realidad, no son distintos a quienes están preocupados por la falta de inversión del exterior. Ambos quieren el desarrollo del país, pero tienen dos maneras muy distintas de enfocar el problema. Cada uno ve cosas distintas, a pesar de que su preocupación última no es muy diferente. Pero lo que unos no ven bien podría cultivar las semillas del colapso del país en los próximos años.

Nadie en su sano juicio puede minimizar los problemas de pobreza, desigualdad y carencia de oportunidades que privan en el país. Se trata no sólo de dramas personales, familiares y nacionales, sino de una injusticia intolerable. El problema es que situar estas realidades como el corazón de un programa gubernamental no haría sino desperdiciar recursos e impedir que se revierta esa injusticia y se acabe con la pobreza. En palabras de Michael Novak, un filósofo norteamericano que lleva décadas meditando sobre estos temas, es fundamental entender las causas de la pobreza, pero es mucho más importante y útil comprender las causas de la riqueza. Quien entiende las causas de la pobreza va a tener una comprensión cabal del problema, pero no sabrá cómo resolverlo. Sólo alguien que se dedique a crear riqueza sabrá cómo transformar una sociedad.

Quienes están preocupados por cómo nos ven desde afuera, quizá estén pensando menos en problemas como el de la pobreza y la desigualdad. Su enfoque está centrado en cómo crear la riqueza que haga posible transformar al país y darle un espacio a todos y cada uno de los mexicanos. Desde esta perspectiva, a diferencia de muchos en la izquierda, estoy seguro que gran parte de las reformas instrumentadas en la sociedad mexicana en las últimas décadas han abierto oportunidades que podrían traducirse en fuentes de riqueza que hoy parecen inconcebibles. En contraste con muchos en la derecha, no comparto la idea de que ya se hizo todo lo necesario o que, con unas cuantas reformas más, podríamos entrar en el Nirvana. El país tiene un potencial enorme para su desarrollo, pero está tan mal enfocado que no es posible construirlo ni aprovecharlo. Por resultado tenemos la perplejidad que hoy nos paraliza.

Quizá la mayor fuente de ceguera resida en la naturaleza de la transformación que ha ocurrido en el resto del mundo. Y mucha de esa ceguera es voluntaria, auto inducida, producto de una visión que quizá era razonable hace décadas, pero no tiene ahora ninguna relevancia. Hace cuarenta o cincuenta años, el mundo se conformaba por un conjunto de naciones que experimentaba un mayor o menor grado de interacción entre sí, lo que dejaba un enorme espacio para la organización autónoma de cada nación. El mundo de hoy está cada vez más integrado y dicha integración impacta a todos los demás. El caso más obvio e imponente de este proceso de integración es el de China, país que vivió décadas de aislamiento detrás de su muralla, para súbitamente convertirse si no en el factotum de la economía mundial, ciertamente en el factor más evidente e impresionante de la transformación que experimenta la economía del mundo en general y de cada nación en particular. China ha hecho evidente que las oportunidades de crecimiento y transformación internas son literalmente infinitas y, en eso, nos ha dado una lección que no por obvia parece ser evidente en nuestro entorno.

Las circunstancias y formas que hicieron posible el crecimiento de la economía y del empleo entre los treinta y sesenta del siglo pasado ya no existen. Entonces, el gobierno podía imponer sus preferencias, los industriales vivían en un mundo de protección que les permitía imponer sus términos a los consumidores y la ciudadanía no existía. En ese esquema era fácil adulterar los precios para favorecer a los cuates, otorgar subsidios a costa del consumidor y promover el crecimiento de la economía sin limitaciones, aunque ese crecimiento hubiera podido ser muy superior de no existir una red de intereses particulares tan desarrollada.

Tal vez no haya mejor evidencia del cambio que hemos experimentado que el valor decreciente de la mano de obra. En la medida que la tecnología impacta de manera cada vez más decidida la manera de producir y organizar a la economía, el valor de la mano de obra (la fuerza física) disminuye. No es solamente que otros países (China, Haití y otros) tengan poblaciones más pobres que estén dispuestas a cobrar menos por hora que los trabajadores mexicanos, sino que las economías del mundo se están transformando tecnológicamente, lo que hace mucho más valiosa a la fuerza de trabajo intelectual, a diferencia de la manual. Este es quizá el tema económico más importante de nuestra era: lo que importa hoy en día en la producción (y, por lo tanto, en la productividad, en los salarios y en la disponibilidad de empleos) es la capacidad de agregar valor y lo que más valor agrega no es la capacidad física de las personas, sino su capacidad intelectual. Por ejemplo, vale mucho más la mano de obra dedicada al desarrollo de software o al diseño que la concentrada en mover cajas de un lugar a otro.

En estas circunstancias, un proyecto de desarrollo económico debe partir de premisas que nada tienen que ver con las del pasado. Por supuesto que se debe seguir promoviendo y, de hecho, apalancando el desarrollo de actividades tradicionales como, por ejemplo, la construcción, pues ahí están los empleos de hoy, pero las verdaderas fuentes de riqueza futura se encuentran en actividades que involucran el desarrollo integral de las personas. Y, en esto, lo crucial es la educación.

La competitividad del país, es decir, la clave de su crecimiento en los próximos años, no radica en la política ni en la firma de más acuerdos comerciales (aunque siempre ayudan), sino en qué tan bien educamos a nuestros niños, comenzando por los que han sido víctimas históricas de la pobreza y la desigualdad. Sólo con un programa educativo transformador será posible romper con las ataduras de la pobreza y por eso es tan crucial cómo nos ven desde afuera. Nuestra ceguera tiene consecuencias.