Luis Rubio
Cuando las expectativas son abismalmente bajas, cualquier noticia promisoria se traduce en una agradable sorpresa. En un país de altibajos y claroscuros como el nuestro, personas y circunstancias pueden, de repente, aparecer como una luz. El presidente Calderón pudo cambiar percepciones con sólo meter en la cárcel a un delincuente común oaxaqueño, es decir, al simplemente cumplir con su obligación legal y política. Con suerte y todo el sexenio se va construyendo con pequeños pasos que acaben transformando al país. ¿Podrá el PRI lograr una hazaña similar?
El PRI es la principal fuerza política del país, la única con una amplia presencia nacional y la que agrupa a los políticos más experimentados y con mayor sentido político. El control que ejerce sobre estados y municipios no es el de antaño, pero sigue siendo una fuerza arrolladora en muchos congresos estatales y, en general, en la política nacional. Comparar su relevancia con el pasado es un tanto absurdo puesto que en épocas anteriores el PRI era el sistema. Ahora, en un entorno de competencia, el PRI ha sido capaz de mantenerse como una fuerza todavía relevante en términos numéricos, pero determinante en términos políticos. Dicho todo eso, no es obvio que el PRI tenga futuro.
Pasada la elección presidencial de julio pasado, las encuestas revelaron que las preferencias del electorado por el PRI estaban por los suelos: había pasado a ser la tercera fuerza y al menos un estudio de opinión lo colocaba como la cuarta fuerza política a nivel nacional. Evidentemente, las encuestas, como una fotografía instantánea, no revelan más que un estado de ánimo que, por definición, es momentáneo. Las percepciones sobre el PRI se fundamentan, además de en la historia, en la naturaleza de la contienda presidencial más reciente, proceso electoral dominado por los candidatos de los otros dos partidos grandes. Algunos argumentan que el problema fue su candidato, otros que, de hecho, como en 1988, ya había otro candidato del PRI. Sea como fuere, hay dos elementos que los priístas tienen que contemplar para su futuro: primero, que no es fácil que un partido que gozó del monopolio del poder retorne a él y menos tan rápido. Para botón de muestra baste observar a España y Chile: toma tiempo, no hay garantías y todo depende de su capacidad de renovación. El otro elemento es que cada contienda es distinta y su dinámica responde a factores que nadie puede controlar de antemano.
Supongamos, para fines de análisis, que los números expresados en las encuestas reflejan la naturaleza de la contienda más reciente y no el sentimiento de la población por este partido. Es decir, supongamos que el PRI tuvo una mala tarde pero que, en otras circunstancias, podría seguir acaparando alrededor de una tercera parte de las preferencias electorales y, como en toda contienda política, un buen candidato en un buen momento puede conducir a un triunfo. En otras palabras, supongamos que hay plena normalidad política (donde cualquiera puede ganar la presidencia) y que el voto llamado “estratégico”, definido como antipriísta por antonomasia, tiende a erosionarse con el tiempo. Con todas estas ventajas, no es obvio que el PRI pueda retornar al poder.
A pesar de su presencia nacional, el PRI es cada vez más un partido de grandes fortalezas (y debilidades) regionales y los estancos regionales tienden a convertirse en prisiones. El mejor ejemplo es el sureste del país: aunque en años recientes el PRI perdió dos estados clave, Guerrero y Chiapas, su concentración numérica en Tabasco, Oaxaca, Puebla y Veracruz es extraordinaria. Pero el problema no es su concentración regional, sino lo que ello implica para su capacidad de ganar adeptos en otras latitudes. El apoyo a ultranza que el PRI le confirió al gobernador de Oaxaca constituye un hito: es fácil explicar la racionalidad de semejante apoyo, pero es difícil de creer que un votante en Guanajuato, Jalisco o Chihuahua desee asociarse con un gobernador como el oaxaqueño. Desde la perspectiva de esas otras latitudes del país, lo mismo se podría decir de otros representantes del PRI en sus cotos regionales.
El problema del PRI no se limita a sus propios baluartes regionales. En lugar de construir una plataforma amplia de posturas y visión, como sí lo han logrado el PAN y el PRD, el PRI se quedó atorado en el momento de su apogeo y en los intereses de sus fuerzas locales. Mientras que los candidatos del PAN o del PRD han procurado candidatos capaces de acercarse a comunidades, intereses y entidades distintas a sus regiones tradicionales, el PRI no ha hecho sino reproducir los mismos perfiles, cuando no los mismos nombres, que la población asocia no con su era de grandeza, sino con la de corrupción y abuso. Como decían de los Borbones, el PRI ni aprende ni olvida.
En los últimos años, el PRI ha respondido de manera reactiva al reto que representa no estar en control de la presidencia. Ha jugado de manera táctica tanto con el PAN como con el PRD, pero no ha logrado marcar una diferencia. Al mismo tiempo, su visión de Estado y colmillo político le permitió convertir la derrota del pasado dos de julio en una fortaleza estratégica. En lo que va del sexenio, ha podido presentarse como el factor clave de la gobernabilidad del país. Pero sigue siendo no más que una visión táctica: el PRI no tiene un proyecto de largo aliento ni posee la consistencia interna para desarrollarlo. El PRI vive del pasado en vez de competir por el futuro.
El riesgo para el PRI radica en su posible enquistamiento. Por un lado, enfrenta la competencia del PAN por las regiones modernas del país; por el otro, compite con el PRD en sus bastiones tradicionales. Si bien, como ilustra Tabasco, ha tenido la habilidad para presentar candidatos competitivos en algunos casos, su propensión a encerrarse no sólo es legendaria sino que tiende a acentuarse a la par de regionalizarse. Seguir con más de lo mismo lo llevaría al cadalso.
El reto de hoy no tiene precedente: el PRI necesita una nueva razón de ser, un nuevo proyecto y una propuesta de transformación para sí mismo y el país, un proyecto que haga posible construir un país moderno sin ignorar su contexto histórico. El PRI, y México, necesita un liderazgo transformador, capaz de romper con su regionalismo mental y geográfico, un liderazgo que vea hacia adelante sin perder su razón histórica de ser. Hay muchos candidatos, pero sólo una propuesta, la de Beatriz Paredes, capaz de conciliar al partido del pasado con el México del futuro. Ojalá sepan acertar.