Luis Rubio
Hacía mucho tiempo que no concluía un periodo legislativo tan exitoso. No sólo se rompió la maldición de la parálisis, sino que se dejaron abiertas las puertas para la negociación de los dos temas más importantes para la conducción de la vida pública en el país: lo fiscal y lo institucional. Todo mundo sabe que, tarde o temprano, la reforma fiscal será impostergable e igualmente obvia es la necesidad de atender la interrelación entre los poderes públicos. Pero esas obviedades han sido invisibles por toda una década. Esta oportunidad no debe dejarse pasar.
El gran riesgo de lo que viene no está en la sustancia, sino en los pruritos y los prejuicios. Por lo que toca a lo fiscal, los legisladores saben que se requiere elevar la recaudación pero tienen claro lo que no se puede tocar. Si sumamos todas las objeciones, todos los intereses que hay que proteger y los que podrían tener los 128 senadores y 500 disputados, resulta evidente que nada podría aprobarse. Por lo tanto, estamos frente a dos posibilidades: negociar una reforma que no satisfaga a nadie en lo particular pero sea equilibrada y sensata para el conjunto de la sociedad mexicana; o seguir cosiendo parches que no resuelven el problema pero abren la puerta para los interminables amparos, disputas y desajustes.
El problema fiscal no es menor. Los pasivos, tanto los que se atienden como los que se ignoran, se elevan sin contemplación, en tanto que los desequilibrios e injusticias se agudizan y aferran. Entre los pasivos que se ignoran destaca la calidad de la infraestructura y su insuficiencia, y entre los que se atienden están temas como el de las pensiones. Por lo que toca a este último, si bien el gobierno mexicano es responsable de sufragar las pensiones de sus empleados, es hasta este año que ese compromiso tiene una cifra concreta: la ley de pensiones no cambió ni en una coma el tamaño del pasivo contingente, pero ahora ya se obliga el gobierno a hacer aportaciones anuales para sufragarlo. En otras palabras, los compromisos fiscales son enormes y crecientes.
No menos relevante en la problemática fiscal son los desequilibrios y las injusticias imperantes, que son al menos de dos tipos: por una parte, la desigualdad en la carga fiscal actual y los enormes agujeros por los que se consuma la evasión; por la otra, los abusos, errores y corruptelas asociados al gasto. Ninguna reforma fiscal que pretenda comenzar a ganar el favor popular avanzará mientras no se atiendan, primero, los dos lados del dilema (es decir, tanto el gasto como el ingreso), y se combatan los espacios de abuso y las fuentes de desigualdad.
El gasto tiene que ser transparente y quienes lo ejercen deben asumir su responsabilidad frente a ello, lo mismo si son gobernadores que funcionarios. Sin cuentas claras y rendición de cuentas, la recaudación seguirá siendo endeble y, por lo tanto, insostenible. PEMEX no requiere más dinero o, al menos, no más mientras no explique cómo se ha gastado miles de millones de dólares al año y, aun así, no tener un presupuesto suficiente para exploración. Es decir, lo fiscal no se puede concebir como necesito más fondos así que ve dónde los consigues; es claro que el gobierno requiere más fondos y es igual de claro que los impuestos se pagan mal y son muy injustos en la forma de tazarse. Pero eso no implica que se pueda resolver el problema del ingreso sin pensar en el gasto.
El tema del ingreso es de suyo complejo. Aquí habitan las desconfianzas y los cambios de dirección, a lo que se suman prejuicios e intereses. Por un lado, cada que falta dinero se le cambia la jugada a las empresas: por ejemplo, hace unos años se buscaba propiciar su capitalización, hoy se castiga a las que hicieron eso. Los prejuicios respecto al IVA son conocidos, pero no por eso menos ignorantes: lo importante no es cobrarle IVA a los pobres sino cerrar los puntos de evasión y, al mismo tiempo, hacer transparente el impuesto. Pero no hay peor vicio que el de los regímenes especiales de tributación donde los intereses son brutales, pero la desigualdad mil veces peor.
No es imposible que, a final de cuentas, la reforma fiscal acabe siendo moneda de cambio para la reforma institucional o del Estado. Pero no por ello ésta es menos importante. En su esencia, la llamada reforma del Estado propone generar un conjunto de arreglos que permitan el funcionamiento más eficiente del gobierno mexicano. Como la fiscal, esta reforma es impostergable porque todo el sistema político actual, originalmente creado de acuerdo a las reglas y circunstancias del viejo presidencialismo, es disfuncional, como hemos podido atestiguar a lo largo de la última década.
En días pasados, los partidos políticos dieron a conocer las primeras propuestas de reforma. Aunque las diferencias son muchas, los comunes denominadores también lo son. Quizá el riesgo principal para esta reforma no resida en los prejuicios sino en los intereses no revelados de los propios participantes, pero sobre todo en lo que podría denominarse como la tiranía de las pequeñas diferencias. Sin duda, los intereses partidistas son muchos, pero también evidentes. Por ejemplo, algunos consideran que el PRI quiere fortalecer al poder legislativo ante la posibilidad de jamás recuperar la presidencia, en tanto que el PRD quiere exactamente lo contrario por si en la próxima vuelta finalmente gana. Sea como fuere la realidad, esas diferencias se cancelan mutuamente y son parte no sólo inevitable, sino sobre todo legítima, de cualquier proceso de negociación. Lo importante es que no sean las pequeñas diferencias, incluidos los ánimos de venganza, sobre todo en materia electoral, las que determinen los resultados, pues no se lograría más que un nuevo entuerto como resultado.
Las primeras propuestas de reforma son encomiables, toda vez que apuntan hacia un mayor equilibrio entre los poderes legislativo y ejecutivo, a la vez que le conferirían a este último facultades suficientes para eliminar el desequilibrio actual. No menos sensatas son algunas de las propuestas en materia electoral. Ninguna reforma resolverá todos los problemas, pero la que ahora se articula camina en la dirección correcta a la vez que responde, de manera razonable, a la parálisis de la última década. Desde 1997 no ha habido una oportunidad como ésta. Hay que aprovecharla.