Luis Rubio
El año pasado, México vivió una grave crisis política. Aunque las primeras iniciativas y acciones del gobierno calderonista han comenzado a modificar el panorama, nada puede cambiar el hecho de que en más de un momento entre 2005 y 2006 el país estuvo al borde del precipicio. Ahora que se está contemplando un nuevo proceso de discusión sobre temas electorales y de gobernabilidad, es clave identificar cuáles son los factores estructurales e institucionales que condujeron a esos riesgos para poder debatir sobre una base de realidad y no de prejuicios ideológicos, partidistas o personales.
Ante todo, valdría la pena partir del principio de que todos los seres humanos, incluidos, sin afán de ofender, los políticos, respondemos a los incentivos que existen en el medio ambiente. Nadie, en su sano juicio, va a darse un disparo en el pie. De la misma manera, si las reglas del juego, las reales y no necesariamente las escritas, promueven comportamientos histriónicos, anómalos, suicidas o aparentemente irracionales, no otra cosa harán los humanos. Viendo hacia atrás, es evidente que las reglas del juego del “viejo” sistema político poco o nada tenían que ver con la legislación escrita: lo que contaba eran las reglas “no escritas” del sistema y todos los políticos se ajustaban a esas normas, porque eran las reales. Lo importante es que los mexicanos, como cualquier otro pueblo, nos ajustamos a lo que es real y no a la teoría.
El mexicano es un pueblo acostumbrado a los atropellos. Siglos de abuso le enseñaron a comportarse de acuerdo a las normas reales y no a las reglas formales. Así, la gente se ha adaptado a las cambiantes realidades con celeridad y eso explica el cinismo con que las personas observan a los políticos mientras se preguntan: ¿dónde está el gato encerrado? Antes que la democracia per se, al mexicano le importa que el gobierno actúe, cumpla sus promesas y no genere una crisis económica o de violencia. La democracia ha servido para reducir la propensión a las crisis porque limita el potencial de abuso del gobernante, pero todos los ciudadanos saben que sus derechos siguen siendo muy limitados y por eso no la hacen suya. Con la creación del IFE, la apuesta fue eliminar estos entuertos: los incentivos estarían absolutamente alineados con las reglas formales del juego. Pero ese objetivo sufrió una erosión por lo absurdo de una ley que obliga a cambiar a todo el consejo de golpe.
El sistema político-electoral que surgió de la reforma de 1996 fue diseñado para el triunfo del retador, nunca del candidato del partido en el poder. Esta paradoja generó las enormes expectativas del 2000 y la debacle del 2006. Aunque todo sistema electoral es perfectible, la diferencia real entre las dos últimas elecciones nada tiene que ver con la calidad de la organización electoral o la talla moral de los miembros del consejo del IFE, sino con el hecho simple y llano de que en 2000 ganó el candidato políticamente correcto, en tanto que lo opuesto ocurrió en 2006. Ningún argumento funciona cuando la expectativa general, formada por los opinadores, se centra en el triunfo del políticamente correcto. En este sentido, las grandes reputaciones que nacieron en 2000, como las que se destruyeron en 2006, fueron al menos en parte producto de la casualidad.
Estas circunstancias –tanto la irracionalidad de las expectativas como la racionalidad del actuar cotidiano de los involucrados, igual de los políticos que de los ciudadanos comunes y corrientes– crean un entorno propicio para equivocarse en los diagnósticos, tomar salidas fáciles (las de los chivos expiatorios) y precipitarse en construir nuevos elefantes blancos que tampoco resolverán los problemas de fondo. El nivel de crispación que existe en la sociedad mexicana genera altos niveles de intolerancia no sólo a las opiniones de otros, sino incluso a la identificación de los problemas reales. Por eso es tan importante identificar correctamente el mal que se pretende corregir.
Como toda persona razonable sabe, la crisis electoral de 2006 no se dio por la mala voluntad de los consejeros electorales ni por el cacareado fraude que nunca existió o cualquier otra perversión. Tampoco es cierto que el problema del IFE radique en la forma como se nombraron en el Congreso a los consejeros, aunque sin duda faltó grandeza, generosidad y, sobre todo, visión –sobre todo en el PAN– para integrar un consejo que satisficiera a todos los partidos políticos. Como en prácticamente todo el sistema político mexicano, faltó transparencia y sobró arrogancia. Los diputados se dedicaron a nombrar representantes en lugar de crear un consejo ciudadano acorde con el espíritu original.
La falta de transparencia fue quizá el peor de los males. Todos los involucrados en el proceso preelectoral, comenzando por los representantes de los partidos ante el IFE, conocían perfectamente bien los procedimientos, habían participado en las discusiones y estaban al tanto de los acuerdos que se habían tomado sobre cómo se procedería el día de la elección. Sin embargo, la arrogancia llevó a que ese grupo se comportara como el club de Toby: sólo ellos sabían los procedimientos. Al ignorar la imperiosa necesidad de transparencia, actuaron como si ellos fuesen poseedores de la verdad única. Su pecado no fue la ineficacia, sino la arrogancia. Nada ilustra mejor su desempeño que la decisión, de facto, de invalidar el PREP la noche de la elección. Peor, ni siquiera se percataron de la trascendencia de su actuar.
En el caso del IFE existe el gran riesgo de errar al castigar a la institución, modificándola por razones que nada tienen que ver con su actuar. El gran mérito de la reforma de 1996 fue que se procuró alinear los incentivos con las reglas del juego, es decir, crear la primera organización moderna para la política mexicana. El consejo del IFE, quizá sin percatarse, erró al desconocer al PREP, con lo que abrió la puerta a la desconfianza y, con eso, al movimiento de protesta que siguió. Y este es el punto crucial: lo trascendente no es quitar o cambiar a los consejeros del IFE sino asegurar que la transparencia de sus decisiones sea absoluta. La transparencia en los temas políticos, pero sobre todo en los electorales, no puede limitarse al pasado, sino a las decisiones que se toman en tiempo real. La credibilidad de una elección reside en la confianza que el votante tenga de que su voto cuenta y la única manera de lograrlo es asegurando que todo el proceso electoral, desde la decisión más pequeña hasta la más grande, sea pública y, por lo tanto, indisputable. México tiene instituciones electorales excepcionales; falta dejarlas volar sin tanto médico político de cabecera.