‘Impasse’ social

Luis Rubio

Más allá de bombazos y novelas chinas, los últimos meses han sido fecundos en oportunidades de interacción política y social, que en su mayoría han sido aprovechadas. El poder legislativo avanzó en diversos frentes y ahora discute y negocia las dos reformas con mayor potencial de transformación en el largo plazo: las reformas institucional (englobada bajo el rubro de reforma del Estado) y fiscal. Por su parte, el poder ejecutivo no sólo ha sido cauto y diligente, sino que edifica todo un entramado para negociar y avanzar su agenda. En franco contraste con la última década, el país comienza a moverse hacia una nueva institucionalidad; de consumarse los proyectos que ahora transitan por el proceso político, las oportunidades serán tanto mayores. Lo que no ha sufrido mayores cambios es el persistente impasse social que tiene grandes y trascendentes consecuencias.

Por muchas décadas, dominó la noción de que la cooperación social era crítica para el desarrollo y eso condujo a muchas sociedades, como las europeas, a fortalecer sus instituciones sociales como eje del desarrollo. En nuestro caso, esa visión nos llegó distorsionada: en lugar de propiciar el desarrollo social y económico, convirtió a sindicatos y partidos en formas de control social. Los excesos y abusos del modelo centralizado y de control (alrededor del mundo) dieron lugar a otra visión del desarrollo; en los últimos años, el panorama ha estado dominado por la idea de que el desarrollo depende de la existencia de reglas claras, incentivos e instituciones que reconozcan las características de las personas, definan los derechos de propiedad y permitan el desarrollo de espacios de interacción para el beneficio de todos. Ahora comienzan a surgir estudiosos para quienes el secreto no reside en lo social ni en las reglas del juego, sino en la combinación de los dos. (Un buen ejemplo de esto último es Rodríguez-Pose, A. y Storper, M. Better Rules or Stronger Communities?, publicado en Economic Geography, vol. 82, núm. 1, 2006).

El impasse social puede describirse como la propensión al estancamiento social, el aislamiento de las personas, la falta de cooperación, la ausencia de confianza en las transacciones e interacciones cotidianas entre los individuos. Si bien hay muchas maneras de definir un fenómeno como éste, el que la población tienda a replegarse hacia su círculo más cercano o íntimo entraña agudas consecuencias sociales.

Una sociedad que guarda poca confianza hacia el prójimo tiende a extremar los cuidados y precauciones, disminuye las transacciones sociales y económicas e impide la cooperación social. Estudiosos del fenómeno, desde Durkheim, quien acuñó el concepto de anomia, hasta académicos recientes como Robert Putnam, dedicado a estudiar las diferencias de niveles de desarrollo entre el sur y el norte de Italia, arguyen que la cooperación entre las personas y el sentido de comunidad tienen profundas consecuencias para el desarrollo pues determinan los niveles de participación política, la existencia de organizaciones sociales y civiles, así como la capacidad de la sociedad para hacer valer sus intereses de una manera cooperativa. Algunos teóricos, como Francis Fukuyama, afirman que la capacidad de desarrollo económico de una sociedad se deriva de la existencia o no de estos elementos de cohesión social.

Aunque la literatura sobre el tema en México no es muy amplia, nadie puede dudar que los niveles de cooperación y confianza en la sociedad mexicana han disminuido progresivamente y tampoco es difícil especular sobre las causas de esta evolución. Algunas de ellas tienen que ver con los efectos de la urbanización, la fragmentación de los mercados de trabajo, el crecimiento de las ciudades y la cambiante naturaleza de la actividad económica. No es lo mismo la vida en un pequeño pueblo donde toda la comunidad depende de sus integrantes para el conjunto de su actividad, que las urbes modernas donde la interacción cobra formas impersonales y distantes. A ello se suman los modos de diversión de la actualidad, que son radicalmente distintos, en términos sociales, a los del pasado: antes la gente se divertía en un baile o en una fiesta, en tanto que hoy la televisión e Internet crean formas de interacción que modifican la naturaleza de la convivencia. Estos factores se agudizan si consideramos otros fenómenos como las crisis económicas, la criminalidad, el temor, la fragmentación y, en general, el debilitamiento del tejido social, todas ellas causales de desconfianza.

Los institucionalistas no discuten la importancia del capital social para el desarrollo; más bien, sus esfuerzos se han encaminado a decodificar y plantear las estructuras que son necesarias para que pueda funcionar una sociedad. Desde su perspectiva, la interacción social es imposible sin la existencia de reglas del juego que la normen. En cierta forma, la desconfianza creció en la medida que las normas y formas de interacción social se colapsaron o dejaron de ser adecuadas.

Dicho lo anterior, algunos de los argumentos que plantean los autores del texto citado serían irrebatibles, incluso por los institucionalistas. Afirman, por ejemplo, que una sociedad integrada y con instituciones inductivas de la cooperación, tienden a aceptar sacrificios en el curso del desarrollo (como podrían ser impuestos o correcciones fiscales) con mayor facilidad que aquellas donde cada cual se preocupa sólo por sí mismo. Esta perspectiva quizá también permita explicar por qué un plomero o carpintero alemán no sólo está contento y satisfecho con su trabajo (amén de un buen nivel de ingreso), sino que además sea socialmente respetado y acuda a escuchar un concierto junto al empresario más encumbrado. En Alemania a nadie le parece extraña esta fotografía, tan ajena a nuestra realidad.

Resultan incuestionables los deseos, en cualquier ámbito de la vida comunitaria, por tener un capital social bien desarrollado combinado con la existencia de reglas del juego que favorezcan la interacción económica y social, además del desarrollo. Lo que no resulta tan obvio es la forma como podremos alcanzar esa feliz conjunción de circunstancias. Pero la ausencia de un mapa no es excusa para no buscarlo y por ello es trascendental atacar las fuentes de violencia y criminalidad, pues no importa qué se logre en otros campos: mientras persista el miedo a salir a la calle e interactuar con otros, ninguna sociedad podrá desarrollarse. En esto el presidente tiene toda la razón y debe aprovechar la coyuntura para sumar apoyos contra la violencia y la criminalidad.

 

Transparencia

Luis Rubio

Transparencia y corrupción son enemigos naturales: uno mata al otro. Cuando hay transparencia, el potencial de corrupción disminuye; si predomina la corrupción, la transparencia es imposible. Este binomio resume la que quizá sea la principal tensión entre ciudadanía y gobierno. Históricamente, el gobierno y la burocracia, los políticos en general, han tenido una marcada preferencia por leyes, mecanismos y procedimientos de carácter discrecional (o de un alto grado de opacidad), bajo el supuesto de que eso ofrece flexibilidad. El resultado ha sido un mar de corrupción. En esta lógica, el reclamo de transparencia no es gratuito: para la población es el único instrumento con que se puede combatir la corrupción. Y hay mucho de verdad en este anhelo.

La corrupción fue inherente al sistema político postrevolucionario donde cumplía dos funciones: por un lado, constituía un mecanismo de control y disciplina para los miembros de la llamada “familia revolucionaria”. El “sistema” premiaba apoyo, disciplina e institucionalidad con cargos de representación, puestos burocráticos y fuentes de riqueza. En este sentido, la corrupción era parte integral del sistema político. Por otro lado, facilitaba el funcionamiento de la vida cotidiana, permitiendo al ciudadano común y corriente la eliminación de obstáculos a su actuar, ante impedimentos que ni Kafka hubiera concebido. En realidad, se trata de dos lados de una misma moneda: los obstáculos que se derivan de la discrecionalidad-opacidad en las leyes y regulaciones, no son más que un instrumento para que los políticos y burócratas se enriquezcan, lo que inevitablemente  significa impedimentos para el desarrollo normal de las actividades de los ciudadanos.

La discrecionalidad de burócratas y autoridades en general, no tiene límites. Hay leyes que con precisión establecen las atribuciones de las partes en un determinado tema, para luego conferirle a la autoridad facultades discrecionales que modifican dichas atribuciones, a juicio del burócrata. Estos elementos le otorgan al burócrata una enorme latitud para hacerle la vida igual fácil que difícil al ciudadano, lo cual abre la puerta para la corrupción. Como no todos los políticos y burócratas son jefes de compras de PEMEX o la CFE, la mayoría está sujeta a la corrupción al menudeo para la formación de su patrimonio personal. El nuevo reglamento de tránsito del DF es un monumento a esta forma de ser.

Lo lamentable del primer gobierno no priísta en nuestra era fue que, al no cambiar la estructura institucional del país, preservó todos los defectos e incentivos disfuncionales que eran el pan de cada día del viejo sistema. Aunque ahora disponemos de una ley de transparencia e innumerables mecanismos para el acceso a la información, no contamos con los incentivos idóneos para que los burócratas y políticos dejen de tener acceso a la corrupción. O, puesto en otros términos, hoy, como siempre, la corrupción depende de la decisión individual del burócrata: dada la discrecionalidad que otorgan, las leyes y regulaciones crean incentivos que hacen posible –y, con frecuencia, necesaria, si no es que inevitable– la corrupción. La pregunta es cómo cambiar esta realidad.

La arbitrariedad que emana del gobierno mexicano se explica por las instituciones que lo componen, empezando por prácticamente la totalidad de las leyes y regulaciones vigentes. De esta manera, la forma más obvia, pero ingenua, de llevar a cabo una transformación integral de las estructuras gubernamentales partiría de una renovación completa del marco jurídico e institucional. Una empresa de esa magnitud equivale a la trasformación del régimen, que no ha tenido lugar en el país a pesar de la alternancia de partidos en el gobierno.

La transformación del régimen implicaría una nueva concepción del papel del gobierno en la sociedad, una nueva relación entre el ciudadano y el gobernante y la existencia de mecanismos efectivos para la protección de los derechos ciudadanos, así como límites igualmente efectivos al abuso por parte de gobernantes y burócratas. Es decir, un nuevo régimen implicaría borrar de tajo  la lógica bajo la cual se organizó y funcionó la sociedad y gobierno mexicano desde el fin de la Revolución.

Son pocos los mexicanos que no reconocen los contrastes existentes entre una realidad cotidiana asediada por la corrupción y la arbitrariedad y las promesas de un régimen democrático y una economía desarrollada. En las campañas presidenciales recientes se discutió mucho el tema de la corrupción, pero nunca se analizaron o plantearon las causas, ni mucho menos se propusieron soluciones que fueran más allá de la moralidad, honestidad o responsabilidad de los individuos en lo particular.

Aunque lo deseable sería una transformación integral del régimen, el gobierno podría comenzar por incorporar algunos mecanismos prácticos y concretos en la toma de decisiones de las secretarías y entidades gubernamentales más propensas a la corrupción. Por ejemplo, el gobierno podría obligar a todas las entidades gubernamentales para que recurrieran a la subasta en sus procesos de compras o ventas. Algunas entidades que ya han comenzado a seguir ese procedimiento, como la UNAM, han conseguido no sólo una mayor eficiencia y transparencia en sus adquisiciones, sino que disminuyeron el costo de sus insumos de manera notable. ¿Podría uno imaginar qué pasaría si entidades como PEMEX o el IMSS se vieran forzadas a abandonar la discrecionalidad en sus compras (o, lo que es igual, la ficción de las licitaciones) para sustituirlas por subastas públicas y transparentes?

La corrupción imperante es endémica y no desaparecerá en tanto le resulte funcional al statu quo y sus beneficiarios. Un sistema corrupto como el que tenemos no hace sino sofocar el deseo de superación y favorece la extorsión que aqueja a los ciudadanos. Desde esta perspectiva, no es ilógico que el ciudadano pague lo menos que pueda de impuestos. El cinismo que evidencia la población frente al gobierno no es producto de la casualidad, sino que es la reacción natural ante un sistema que inhibe su progreso y desarrollo, castiga la iniciativa personal y convierte en una burla la noción de que la mexicana es una democracia.

Hace seis años, el primer gobierno no priísta prometió un cambio que nunca realizó. Muchos en la izquierda equiparaban cambio con abandono de la política económica, lo único respetable de los últimos gobiernos. El verdadero cambio ocurrirá el día en que se transforme el régimen y comience a servir al interés de la ciudadanía. El gobierno calderonista podría comenzar por ahí.

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¿Por qué la crisis?

Luis Rubio

El año pasado, México vivió una grave crisis política. Aunque las primeras iniciativas y acciones del gobierno calderonista han comenzado a modificar el panorama, nada puede cambiar el hecho de que en más de un momento entre 2005 y 2006 el país estuvo al borde del precipicio. Ahora que se está contemplando un nuevo proceso de discusión sobre temas electorales y de gobernabilidad, es clave identificar cuáles son los factores estructurales e institucionales que condujeron a esos riesgos para poder debatir sobre una base de realidad y no de prejuicios ideológicos, partidistas o personales.

Ante todo, valdría la pena partir del principio de que todos los seres humanos, incluidos, sin afán de ofender, los políticos, respondemos a los incentivos que existen en el medio ambiente. Nadie, en su sano juicio, va a darse un disparo en el pie. De la misma manera, si las reglas del juego, las reales y no necesariamente las escritas, promueven comportamientos histriónicos, anómalos, suicidas o aparentemente irracionales, no otra cosa harán los humanos. Viendo hacia atrás, es evidente que las reglas del juego del “viejo” sistema político poco o nada tenían que ver con la legislación escrita: lo que contaba eran las reglas “no escritas” del sistema y todos los políticos se ajustaban a esas normas, porque eran las reales. Lo importante es que los mexicanos, como cualquier otro pueblo, nos ajustamos a lo que es real y no a la teoría.

El mexicano es un pueblo acostumbrado a los atropellos. Siglos de abuso le enseñaron a comportarse de acuerdo a las normas reales y no a las reglas formales. Así, la gente se ha adaptado a las cambiantes realidades con celeridad y eso explica el cinismo con que las personas observan a los políticos mientras se preguntan: ¿dónde está el gato encerrado? Antes que la democracia per se, al mexicano le importa que el gobierno actúe, cumpla sus promesas y no genere una crisis económica o de violencia.  La democracia ha servido para reducir la propensión a las crisis porque limita el potencial de abuso del gobernante, pero todos los ciudadanos saben que sus derechos siguen siendo muy limitados y por eso no la hacen suya. Con la creación del IFE, la apuesta fue eliminar estos entuertos: los incentivos estarían absolutamente alineados con las reglas formales del juego. Pero ese objetivo sufrió una erosión por lo absurdo de una ley que obliga a cambiar a todo el consejo de golpe.

El sistema político-electoral que surgió de la reforma de 1996 fue diseñado para el triunfo del retador, nunca del candidato del partido en el poder. Esta paradoja generó las enormes expectativas del 2000 y la debacle del 2006. Aunque todo sistema electoral es perfectible, la diferencia real entre las dos últimas elecciones nada tiene que ver con la calidad de la organización electoral o la talla moral de los miembros del consejo del IFE, sino con el hecho simple y llano de que en 2000 ganó el candidato políticamente correcto, en tanto que lo opuesto ocurrió en 2006. Ningún argumento funciona cuando la expectativa general, formada por los opinadores, se centra en el triunfo del políticamente correcto. En este sentido, las grandes reputaciones que nacieron en 2000, como las que se destruyeron en 2006, fueron al menos en parte producto de la casualidad.

Estas circunstancias –tanto la irracionalidad de las expectativas como la racionalidad del actuar cotidiano de los involucrados, igual de los políticos que de los ciudadanos comunes y corrientes– crean un entorno propicio para equivocarse en los diagnósticos, tomar salidas fáciles (las de los chivos expiatorios) y precipitarse en construir nuevos elefantes blancos que tampoco resolverán los problemas de fondo. El nivel de crispación que existe en la sociedad mexicana genera altos niveles de intolerancia no sólo a las opiniones de otros, sino incluso a la identificación de los problemas reales. Por eso es tan importante identificar correctamente el mal que se pretende corregir.

Como toda persona razonable sabe, la crisis electoral de 2006 no se dio por la mala voluntad de los consejeros electorales ni por el cacareado fraude que nunca existió o cualquier otra perversión. Tampoco es cierto que el problema del IFE radique en la forma como se nombraron en el Congreso a los consejeros, aunque sin duda faltó grandeza, generosidad y, sobre todo, visión –sobre todo en el PAN– para integrar un consejo que satisficiera a todos los partidos políticos. Como en prácticamente todo el sistema político mexicano, faltó transparencia y sobró arrogancia. Los diputados se dedicaron a nombrar representantes en lugar de crear un consejo ciudadano acorde con el espíritu original.

La falta de transparencia fue quizá el peor de los males. Todos los involucrados en el proceso preelectoral, comenzando por los representantes de los partidos ante el IFE, conocían perfectamente bien los procedimientos, habían participado en las discusiones y estaban al tanto de los acuerdos que se habían tomado sobre cómo se procedería el día de la elección. Sin embargo, la arrogancia llevó a que ese grupo se comportara como el club de Toby: sólo ellos sabían los procedimientos. Al ignorar la imperiosa necesidad de transparencia, actuaron como si ellos fuesen poseedores de la verdad única. Su pecado no fue la ineficacia, sino la arrogancia. Nada ilustra mejor su desempeño que la decisión, de facto, de invalidar el PREP la noche de la elección. Peor, ni siquiera se percataron de la trascendencia de su actuar.

En el caso del IFE existe el gran riesgo de errar al castigar a la institución, modificándola por razones que nada tienen que ver con su actuar. El gran mérito de la reforma de 1996 fue que se procuró alinear los incentivos con las reglas del juego, es decir, crear la primera organización moderna para la política mexicana. El consejo del IFE, quizá sin percatarse, erró al desconocer al PREP, con lo que  abrió  la puerta  a  la  desconfianza y,  con eso,  al  movimiento  de protesta que siguió. Y este es el punto crucial: lo trascendente no es quitar o cambiar a los consejeros del IFE sino asegurar que la transparencia de sus decisiones sea absoluta. La transparencia en los temas políticos, pero sobre todo en los electorales, no puede limitarse al pasado, sino a las decisiones que se toman en tiempo real. La credibilidad de una elección reside en la confianza que el votante tenga de que su voto cuenta y la única manera de lograrlo es asegurando que todo el proceso electoral, desde la decisión más pequeña hasta la más grande, sea pública y, por lo tanto, indisputable.  México tiene instituciones electorales excepcionales; falta dejarlas volar sin tanto médico político de cabecera.

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México burocrático

Luis Rubio

Los ejemplos son evocadores y memorables, pero sobre todo evocadores. El ciudadano que debe dar mil y un vueltas para satisfacer al burócrata que sólo admite un trámite simple: el acta de defunción del solicitante. El funcionario probo y competente que, con plena conciencia, toma malas decisiones porque sólo así un torpe auditor al servicio de la burocracia no pondrá objeciones. El empresario que no ve la luz del día entre tantas regulaciones tan inútiles como contradictorias. El ciudadano ejemplar en materia fiscal resignado a perder horas y horas de su valioso tiempo para renovar su “firma electrónica” cada dos años a causa del dudoso privilegio de pagar impuestos. El científico que, favorecido por algún fondo para desarrollar su investigación, no logra que los funcionarios administrativos liberen los recursos por miedo a contravenir algún criterio que se llegara a inventar en los años subsecuentes.

Los ejemplos son interminables, pero el común denominador es uno: la burocracia, sobre todo la mente burocrática, ha tomado el control de México. Todo en el país se ha burocratizado al grado del estancamiento, mientras los llamados “poderes fácticos”, esos que están por encima de la ley y las regulaciones que afectan a los ciudadanos normales, tienen cancha para hacer de las suyas. El México de la gente normal vive asediado no sólo por la inseguridad, la criminalidad, los excesos sindicales y las empresas que la abruman, sino también por los burócratas que, muchas veces sin darse cuenta, han hecho del reino del hombre un mundo kafkiano sin salida.

Todo en México se ha burocratizado. Aunque el país sufre del centralismo desde su origen, la burocratización de esta época presenta novedades inusitadas. El México de antes, al menos el de buena parte del siglo pasado, mantenía suficiente flexibilidad como para hacer posible una evolución normal de la vida ciudadana. El llamado “milagro mexicano” de mediados del siglo XX, ese que durante cuatro décadas arrojó en promedio tasas de crecimiento económico superiores al 6.5%  con una inflación menor al 3%, no podría explicarse sin esa flexibilidad. El gobierno procuraba resolver problemas y la ciudadanía, aunque vivía bajo el yugo de un sistema monopartidista abusivo, conservaba espacios de acción funcionales.

Algo comenzó a ocurrir en los sesenta, pero sobre todo en los setenta, que eliminó toda flexibilidad e introdujo mecanismos de control tan brutales que destruyó la capacidad de adaptación. Esto fue evidente en la manera que el gobierno mexicano dio respuesta al movimiento estudiantil de 1968: no había ya capacidad de adaptación al mundo cambiante. Las cosas empeoraron a lo largo de la siguiente década cuando se intentó cambiar al país por medio de decretos, fideicomisos y leyes, la mayoría de los cuales no hicieron más que complicarle la vida a la ciudadanía. Otro poco se agregó en los ochenta cuando se creó ese monstruo burocrático llamado Secretaría de la Contraloría, que sólo sirvió para paralizar al sector público sin mermar ni un céntimo la legendaria corrupción. Cualquiera que sea la explicación, el hecho es que el país sufre de una aguda inflexibilidad que mata toda iniciativa, impide la creación de empleos y privilegia los controles sobre el desarrollo.

La pregunta es si esto se puede cambiar. Nuestra historia es rica en ejemplos de cambios abruptos. Aunque ha habido momentos de adaptación, los grandes cambios –pienso en la Revolución– se dieron de manera violenta. Esos grandes rompimientos generan tiempos de ajuste y reajuste, seguidos de periodos, en ocasiones muy largos, de prosperidad. Tarde o temprano todo se anquilosa y torna inamovible. Luego de años de empuje y prosperidad, el porfiriato experimentó un periodo de regresión y parálisis. Algo similar ocurrió con la era preindependentista. La interrogante es si será posible construir una salida distinta, una que no requiera de grandes convulsiones pero permita transformar al país positivamente.

El problema es doble: por un lado, las estructuras formales que sustentan el mundo burocratizado que padecemos de manera cotidiana. Por el otro, la mentalidad que surge de dichas estructuras y la forma en que ella repercute sobre la población. Cambiar estructuras –leyes, reglamentos, secretarías– es fácil. Nuestros políticos lo han hecho con pasión y sin miramiento a lo largo de los años: baste apreciar el número de enmiendas a la Constitución para comprender el sentido de permanencia de las cosas. El gran problema reside no en las formas sino en la mentalidad que las crea y modifica. Las leyes y reglamentos no surgen de un vacío, sino de un contexto específico. El contexto actual genera miedo y el impulso de buscar protección ante una potencial persecución futura. Eso crea una mentalidad de acoso que se traduce en reglas imposibles de cumplir, demandas de satisfactores inexistentes y la inevitable propensión a no actuar. También explica el comportamiento de los funcionarios más probos y competentes: toman decisiones que se ajustan a la torpe y compleja normatividad a sabiendas de que no es la manera natural y razonable de actuar. De los que no son competentes y probos mejor no hablamos porque de ellos es el mundo terrenal.

Peor todavía, la mentalidad burocrática tiene un efecto espejo en la población: el ciudadano de a pie tampoco quiere problemas, por lo que toma actitudes de distanciamiento: no respeta los semáforos en rojo, se estaciona donde sea, no sigue regla alguna y jamás es responsable de nada. En este río revuelto, ganan los que no ven necesidad de apegarse a regla alguna porque están por encima de ellas. Esos son los que se hacen ricos sin trabajar, los que gozan de concesiones y prebendas y los que administran los diversos tipos de criminalidad.

El punto es que nuestros problemas no se resolverán como pretenden nuestros políticos, con el infinito cambio de la legislación. Tenemos que modificar el contexto para transformar, primero, la mentalidad burocrática. Hay una teoría bíblica aplicable a esta situación, que dice que la razón por la que Moisés anduvo dando vueltas en el desierto 40 años antes de entrar a la Tierra Prometida fue por el imperativo de romper con la mentalidad de esclavos que tenían los hebreos cuando salieron de Egipto. Para ello, según esta teoría, era necesario un cambio generacional. Nosotros tenemos que encontrar el equivalente: algo que nos una para poder sumar al país detrás de una transformación. De lo contrario, pasarán 40 años y seguiremos en el mismo lugar.

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Independencia

Luis Rubio

Regulador capturado, ombudsman descarriado, ya lo compraron, se deschavetó, árbitro vendido. No importa el ámbito del que hablemos, los mexicanos no tenemos mucho respeto por la autoridad ni identificamos a la independencia como un valor en sí. Cuando un tribunal resuelve de manera que satisface a una parte, el juicio es imparcial y el juez alcanza la categoría de santo; si ocurre lo contrario, el juez es un imbécil corrupto. Lo mismo aplica para las entidades reguladoras que se han construido en los últimos años: desde el IFE hasta la COFETEL. Claramente, el país enfrenta un serio problema tanto de percepción como de realidad: ¿será que la independencia, factor medular para el funcionamiento institucional de una sociedad, nos es ajena e imposible?

La pregunta no es ociosa. Los problemas de corrupción son ancestrales y no se corrigen con el tiempo. En tiempos recientes han ocurrido dos cosas contradictorias al respecto: por un lado, se han creado toda clase de entidades ciudadanas o independientes orientadas a crear mecanismos transexenales que le confieran certidumbre a procesos sociales tan fundamentales como los electorales, la transparencia en las decisiones públicas y la regulación de sectores económicos particulares, como las telecomunicaciones y la energía. La idea que sustenta la creación de estas entidades es colocar a un grupo de personas competentes y bien pagadas en un espacio de libertad e independencia que les permita decidir objetivamente, con plena neutralidad, sobre asuntos clave para el desarrollo del país. Todas las naciones desarrolladas muestran gran riqueza institucional a partir de este tipo de mecanismos.

Pero en paralelo a la creación de estas entidades ha ocurrido otra situación: la sospecha de abuso o parcialidad por parte de los individuos nombrados para esas tareas y, no menos importante, la amenaza del poder legislativo de penalizarlos o removerlos simplemente por no responder ante sus demandas. En el momento actual, por ejemplo, pende una espada de Damocles tanto sobre el IFE como sobre la Suprema Corte por no alinearse a las expectativas precisas de los legisladores.

Volviendo a la pregunta inicial, el problema de la independencia de las personas en el país es por demás serio. Parte del problema es sin duda cultural: los europeos o estadounidenses no tienen dificultad alguna para separar la vida personal de su desempeño profesional, mientras que los mexicanos tendemos a mezclar las dos cosas. Un inglés puede, en calidad de juez, resolver en contra de su amigo y eso no es percibido como un acto de deslealtad. En México, hasta un acusado sorprendido en flagrancia espera que su cuate lo saque del tambo: es su responsabilidad de amigo. Desde esta perspectiva, no es sorprendente que la percepción generalizada sea la de los arreglos, en lo obscurito, entre reguladores o jueces y las partes interesadas.

Pero el problema es más que cultural. La estructura del poder en México hace casi imposible la independencia de un juez o funcionario; cuando están de por medio los intereses de alguien poderoso, las instituciones –igual las leyes que las entidades– acaban siendo tremendamente vulnerables a la presión. La concentración del poder en términos de ingreso, poder y riqueza, en general, es dramáticamente distinta a la de los países europeos y crea un entorno muy distinto para el funcionamiento de entidades concebidas para ser independientes y para las personas que ahí deben funcionar.

El problema no es sólo institucional, pues se reproduce a escala de las personas. Aun cuando una persona sea absolutamente impecable en sus valores éticos e incluso en su situación financiera, no es fácil, y quizá sea imposible, ser independiente a menos que esa persona adopte su mandato como una misión y esté dispuesta, casi literalmente, a morir por su ideal, sin importarle las consecuencias personales o familiares de participar en la toma de decisiones que afectarán intereses dispuestos a emplear cualquiera de sus instrumentos –presión, amenaza, violencia, chantaje, etcétera– para hacerlos valer.

Sin duda, la independencia depende del perfil psicológico y la profundidad de las convicciones del funcionario, pero nadie es inmune a presiones. Aunque la independencia ciertamente es posible, es igualmente probable que una persona con convicciones profundas y un sentido de misión se desbarranque no porque se deje capturar, sino porque ese tipo de convicciones en ocasiones son equiparables a ignorancia: el dogmatismo o el fanatismo son igual de perniciosos que la captura o la corrupción, pues no resuelven la independencia ni mejoran la realidad.

A diferencia de un servidor público o ciudadano estadounidense o europeo que ve en un nombramiento de esa naturaleza una oportunidad de desarrollo profesional dentro de una institución que le ayudará a preservar su independencia, el equivalente mexicano –una persona proba que ve en un empleo en una entidad regulatoria la oportunidad de desarrollarse– automáticamente está en una situación de dependencia psicológica respecto al poder, sea éste el presidencial o los llamados poderes “fácticos”.

En el viejo sistema político, la presidencia era todopoderosa y creó la cultura de dependencia que persiste, aunque haya cambiado de forma. Las fuentes de poder se han multiplicado, pero las formas de ejercerlo no han cambiado un ápice. Para muestra un botón: el año pasado pudimos observar la forma en que las televisoras literalmente destruyeron a poderosos empresarios ante la posibilidad de que se creara una nueva cadena televisiva mientras la autoridad regulatoria ni se dio por aludida.

La concentración del poder crea un entorno de dependencia y la sociedad no premia la independencia, por lo que la propensión a alinearse con el poderoso es generalmente irresistible. El fenómeno se reproduce en todos los ámbitos, públicos y privados, y afecta todos los rincones de la vida nacional. Lo peor es que no resulta tan obvio cómo encontrarle la cuadratura a este círculo vicioso.

No hay soluciones fáciles para el dilema que enfrentamos: se requiere de la independencia, pero ésta es sumamente difícil de afianzar en nuestro contexto. En algunos casos se ha “pedido prestada” bajo la forma de instituciones supranacionales (como el TLC o los supervisores bancarios donde se localizan las matrices de los bancos mexicanos). La ventaja de una persona o entidad extranjera es que desaparece la capacidad de presión sobre ellas. Además de que no es una solución perfecta, revela lo escabroso del camino que nos falta por recorrer.

 

¿Restauración?

Luis Rubio

La reconstrucción del viejo poder presidencial bien podría estar en marcha. Esto no debería ser sorprendente dada nuestra historia, pero lo peculiar del momento es la forma en que toda clase de personajes e intereses se conjuntaron para restaurarle facultades discrecionales al gobierno federal lo que, en el extremo, podría minar el enclenque proceso de construcción democrática. El móvil es la llamada Ley Televisa, pero si el fenómeno se generaliza tendrá repercusiones mucho más grandes de lo que esta coalición implícita supone.

La esencia del viejo presidencialismo residía en la capacidad del factotum político para actuar discrecionalmente. Con todas sus fallas, ese poder presidencial no era absoluto: existían contrapesos, si bien informales, que impedían los peores extremos. Aunque dichos mecanismos no tenían la fuerza que los pesos y contrapesos institucionalizados suelen manifestar en un régimen democrático bien arraigado, evitaron o, quizá más propiamente, compensaron y limitaron los peores excesos que la arbitrariedad del sistema permitía al presidente.

El movimiento democrático que poco a poco se fue conformando fue en buena medida una reacción a los abusos creados por ese sistema en distintos momentos de su historia. Para unos, sobre todo las organizaciones de izquierda, el momento definitorio, el que gestó la ruptura con el gobierno y las transformó en una fuerza política capaz de competir en un contexto democrático, fue 1968. Otros reaccionaron contra el populismo echeverrista y sus excesos. Unos más explican el punto de inflexión con las crisis económicas inauguradas a partir de la devaluación de 1976. Otro sector de la sociedad, variopinto por naturaleza, reconoce el momento decisivo en la expropiación de los bancos de 1982. La crisis del 95 dio el tiro de gracia al viejo sistema, abriendo la puerta para una elección democrática que aglutinó a un amplio sector de la población tras partidos distintos al PRI.

Desafortunadamente, la incipiente democracia mexicana no vino acompañada de las herramientas institucionales idóneas para que pudiera prosperar de inmediato. Quizá esto era inevitable dadas las circunstancias concretas, sobre todo la ausencia de un gran acuerdo político en torno a la construcción de un proyecto democrático. Sin embargo, lo importante para fines prácticos es que en 2000 tuvimos la primera transición pacífica del poder con un presidente de un partido distinto al PRI, pero sin un esquema de pesos y contrapesos que lo hiciera funcionar. Esta circunstancia, a la que debe sumarse la incompetencia del presidente y su equipo, gestaron un gobierno débil que no entendió el momento histórico ni tuvo la capacidad de articular un cambio institucional compatible con la democracia.

La combinación de expectativas exacerbadas con un gobierno volcado hacia la mercadotecnia abstracta y sin capacidad de arrojar resultado concreto alguno, creó el caldo de cultivo que hizo posible la construcción de una gran coalición de fuerzas disímbolas, todas las cuales lograron que esta semana se reiniciara, al menos en algunos rubros, la potencial reconstrucción del viejo presidencialismo. No es que quienes se unieron para vencer la famosa Ley Televisa compartieran un objetivo común ni que lo hubieran acordado de antemano. Además, muchos de sus argumentos son por demás justificados: la ley que había votado el legislativo ameritaba serias correcciones, sobre todo las relativas a la competencia (o su ausencia) en el sector y a la debilidad del regulador. Sin embargo, lo observado esta semana en el foro abierto de la Suprema Corte, sugiere que la recomposición de las fuerzas estadólatras en el país está en marcha. Ahí están  los buscadores del poder, los críticos de los llamados poderes fácticos, los enemigos de las televisoras, los ardidos por el maltrato de los medios y, sobre todo, quienes detentan o esperan detentar el poder presidencial.

Cada uno por sus propias razones, el proceso de revisión constitucional se convirtió en un circo mediático. Si bien la Corte es por definición un cuerpo político, su esencia es la de erigirse como un poder distante, no sujeto a los ciclos electorales de los otros dos poderes. Así, su fortaleza reside precisamente en guardar distancia, debatir dentro de un foro privilegiado y ser inmune a las presiones típicas que los políticos electos sufren día y noche. Ante esto, el foro público en que se debatió la Ley Televisa erosionó la principal virtud de nuestra división de poderes, creando incentivos para que sus miembros se vieran sometidos a presiones y predicaran ante el coro de estadólatras. La Corte recibió muchos aplausos esta semana pero no es obvio que tenga de que sentirse halagada.

No hay duda que esta coalición pro estatal logró derrotar una legislación que a muchos había molestado por la forma o por el fondo y lo hizo empleando los instrumentos de la democracia y la nueva libertad de que gozamos los ciudadanos. Al mismo tiempo, no es posible ignorar  ni minimizar la censura que ejercieron diversos medios de comunicación a quienes disentían de sus posturas e intereses, ni mucho menos dejar de resaltar la flagrante intimidación que los medios electrónicos intentaron de manera ilegítima (y que, en un régimen democrático, debería ser ilegal) para coaccionar tanto a los críticos como a la Corte.

Frente a eso, la Corte acabó transformada en un foro legislativo, lo que la expone a perder sus facultades de revisión constitucional en la próxima reforma del Estado. Si bien los concesionarios de los medios exageran su vulnerabilidad dado que la mayoría de sus concesiones tienen largos plazos de vigencia, el riesgo es que se acabe dándole al traste a los incipientes pesos y contrapesos que se construyeron en los últimos años, además de abrir la caja de Pandora para todo el régimen de concesiones que, dadas las limitaciones constitucionales a la propiedad privada, se había convertido en el mecanismo natural para el desarrollo de sectores enteros (incluyendo carreteras, electricidad, minería y bosques). Evidentemente, toda concesión debe poder ser revocada (para eso hay causales en la ley) y, en el caso de las telecomunicaciones, no es posible que el espectro, que sufre modificaciones a diario por el cambio tecnológico, permanezca incólume en poder de los concesionarios existentes. Pero el riesgo es que volvamos a un régimen tan discrecional que acabe siendo arbitrario.

Los poderes fácticos de las comunicaciones fueron derrotados. Tendremos que ver ahora si esta coalición políticamente correcta no acaba por erosionar la incipiente democracia.

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Aprender

Luis Rubio

¿Tendremos capacidad para aprender? La pregunta parecería ociosa, si no es que insultante, de no ser por la evidencia acumulada. Nos encontramos discutiendo temas centrales para el futuro del país y existe disposición en todos los niveles del gobierno para encarar las discusiones relevantes, formular opciones y aprobar leyes. La disposición de actuar parece estar ahí; menos claro es que exista una similar disposición a aprender de nuestros errores y de las lecciones que arrojan otras naciones.

Hace unas semanas tuvieron lugar las elecciones presidenciales en Francia. Además del interés específico que pudiera tener el acontecimiento en sí, los procesos políticos franceses tienen especial relevancia para México porque mucho del contenido de las diversas propuestas de reforma política o del Estado que se han discutido a lo largo de los años, se inspiran en lo que allá ocurre. Independientemente de la validez del caso francés para nuestra realidad política, propuestas como la de implantar un régimen político semiparlamentario, un sistema electoral de dos vueltas y la estatización del financiamiento de las campañas, tienen su origen en el sistema político francés y por eso reclaman ser observadas con detenimiento.

Se puede cambiar mucho, pero eso no garantiza un mejor gobierno. Con frecuencia se cita la famosa afirmación de Churchill la democracia es el peor de los sistemas políticos, con excepción de todos los demás. A juzgar por la manera en que funcionan algunas democracias, uno debería repensar la primera parte de la célebre frase: el hecho de que la democracia puede ser un pésimo sistema de gobierno. En su mínima expresión, la democracia permite que sea el voto ciudadano el que determine quién gobernará. Sin embargo, el ciudadano en México no cuenta con medios para influir sobre la forma de gobierno o su estructura de representación.

En México hemos logrado avances mayúsculos en materia electoral, pero no así en la calidad del gobierno. Desde esta perspectiva, es altamente probable que la mayoría de las propuestas de reforma institucional que se han presentado a lo largo de los años no contribuirían a mejorar la calidad del gobierno en el país y por eso deben ser estudiadas con detenimiento.

En un país de largo arraigo presidencialista (que se remonta al Tlatoani, la colonia y el sistema romano) es difícil imaginar una presidencia trunca o manca, lo que no equivale a abogar por una presidencia todopoderosa o irresponsable de sus actos. El régimen francés evolucionó a lo largo de más de un siglo, en sus circunstancias, hasta alcanzar la forma que hoy tiene; el régimen democrático mexicano tendrá que evolucionar, esperamos que con mayor celeridad, pero de acuerdo a sus propios mecanismos y circunstancias. De igual forma, si la relación entre legitimidad y segunda vuelta electoral no está garantizada en el país que la hizo famosa, mucho menos lo será en países como el nuestro donde no hemos resuelto los problemas mas básicos de legitimidad del poder. Así que tres o cuatro vueltas tampoco resolverían el problema.

Los meses que vienen serán tiempos de arduas negociaciones. En la mesa estarán los dos grandes proyectos que animan a nuestros políticos: para unos la redefinición de las relaciones políticas, para otros el financiamiento del gobierno. Es posible que ambos proyectos avancen de manera paralela. El ejecutivo tal vez ceda en materia político-institucional a cambio de que el legislativo lo haga en materia fiscal, pero más allá de la mecánica de las negociaciones, lo que estará en juego serán las relaciones de poder en la sociedad mexicana.

En los proyectos que se han esbozado, hay una clara búsqueda de acotar el poder presidencial (a través, por ejemplo, de la ratificación por parte del legislativo de algunas carteras del ejecutivo), pero también hay propuestas en el otro sentido: las que pretenden fortalecer más al propio ejecutivo en sus negociaciones con el congreso, tal es el caso de la propuesta de alternativa ficta (o ley guillotina) que obligaría al congreso a responder ante las iniciativas de ley del presidente en un plazo perentorio. Es decir, estamos ante la posibilidad de que comience un proceso de negociaciones serias y constructivas.

El gran enemigo en un proceso de negociación de esta naturaleza no son los intereses de las partes implicadas, sino la mitología que los acompaña, la moralina que les da vida propia. Es perfectamente lógico y natural que cada partido o grupo social tenga intereses propios, muchos de ellos claramente distintivos y contrastantes del resto. La política es el terreno donde se confrontan y dirimen esos intereses e, idealmente, se construyen las formas que, sin negar ni minar la legitimidad de los involucrados, pretenden dar una salida constructiva al conjunto. Cuando esas formas responden a la realidad política, las instituciones resultantes permitirán resolver los problemas de una sociedad y facilitarán la toma de decisiones en el gobierno y con sus contrapartes. Evidentemente, mucho tenemos por avanzar en esta materia pero ello se conseguirá sólo gracias a tres circunstancias: a) disposición a aprender de nuestra experiencia y las de otros; b) honestidad para reconocer y distinguir entre intereses y mitos, sean voluntarios o no; y c) involucramiento de la ciudadanía como eje central.

En el último par de meses hemos podido atestiguar, no sin rubor y estupefacción, la forma tan vil en que se ha intentado imponer una manera de pensar y ser como si ésta fuera universal. De ello son culpables todas las partes. Igual si se trata de la discusión sobre el aborto que sobre los bioenergéticos o Zongolica (tres ejemplos obvios pero no únicos), persiste la reivindicación de una sola moral pública sobre temas en los que inevitablemente hay perspectivas distintas. La aparente necesidad de imponer una moral sobre la forma de pensar individual o grupal (circunstancia que se aprecia en los polos de prácticamente todas las discusiones públicas de hoy), no conduce más que a la radicalización y a la búsqueda inmediata de la revancha. Cada quien construye sus mitos y de ahí no sale.

Nuestra política es más una discusión sobre mitos que sobre esencias. Pero los temas de la agenda pública venidera son demasiado importantes para extraviarlos en un mar de disputas ideológicas. Nuestra atención debiera centrarse en el plano de los imperativos que el país enfrenta en materia de empleos y pobreza, capacidad de decisión gubernamental y competitividad. Valdría la pena otear al panorama de las últimas semanas para identificar lo que no debería repetirse.

 

Lección Televisa

Luis Rubio

Toda acción genera una reacción, decía el profesor Newton. Si eso es cierto en la física, nada diferente ocurre en política. La llamada “ley Televisa”, promovida en el momento más intenso de las campañas electorales, ha sufrido un enorme descalabro. No era para menos: independientemente de los cargos y argumentos que esgrimen defensores y detractores, no hay duda que muchos políticos se sintieron extorsionados por las circunstancias y condiciones en que la ley les fue prácticamente impuesta. Ahora, en un momento políticamente menos álgido, viene la revancha.

Una gran lección se desprende de todo esto. Los abusos (reales o percibidos) tarde o temprano se pagan. Las alianzas, formales o informales, funcionan mientras las partes perciben beneficios y los políticos saben que cambiar de caballos a la mitad del río es por demás peligroso. En el caso de los medios, los partidos y candidatos establecieron vínculos de interés tanto con los directivos de los medios como con sus locutores y no podían darse el lujo de modificarlos en medio del proceso electoral. Desde su perspectiva, cualquier oposición a la iniciativa de ley en materia de medios representaba el suicidio. La forma en que se presentó dicha iniciativa puso a los partidos y candidatos contra la pared, toda vez que les exigió una definición justo en su momento de mayor vulnerabilidad. Peor cuando el impulso más fuerte a favor de la ley venía de la casa presidencial.

A mí me tocó observar, más cerca o más lejos, la forma en que políticos de primerísima línea en los tres principales partidos y campañas se convulsionaban por lo que sentían como una imposición de las empresas de medios y telefonía. Al mismo tiempo, se sentían entre la espada y la pared: en medio de la vorágine electoral, su percepción de riesgo era monumental. Arremeter contra los medios a días de la elección era suicida; apoyar (o no objetar) la ley era ignominioso. Al final, con mayor o menor pataleo, los tres candidatos apechugaron, no por gusto sino por falta de opciones. En ese contexto, la resaca no podía tardar demasiado.

Lo interesante del caso es que la ley aprobada no necesariamente es tan mala como argumentan sus detractores. Como toda ley, algunos de sus contenidos son más atractivos que otros. Con mucho, el mayor de sus vicios es que disminuye, si no es que ahoga, la competencia en el sector, dejando a los jugadores que ya están en el mercado con ventajas prácticamente insuperables frente a cualquier potencial competidor. Tampoco ataca, y esto es patético, los problemas más fundamentales del sector de las comunicaciones en general: la falta de un órgano regulador verdaderamente independiente que no pueda ser capturado por los intereses ahí involucrados. Pero, a decir verdad, ninguno de esos vicios es nuevo. La ley sólo consagra la realidad imperante.

Es inherente a la naturaleza humana y a la vida política que un interés particular –igual un partido que una empresa, una ONG o un sindicato– promueva una ley que le beneficie. Todos los seres humanos actuamos de esa manera en nuestro paso por la vida. Igual de natural es que otros grupos e intereses se opongan e intenten modificar o derrotar las iniciativas que perciben perjudiciales a sus intereses personales o por una concepción superior, más amplia del deber ser.

De la misma forma, es natural que una ley en materia de medios, en estos momentos en pleno proceso de revisión constitucional y política, levante chispas. Los intereses involucrados son enormes y el cambio tecnológico incontenible, lo que entraña modificaciones potencialmente radicales en las fortalezas relativas de los distintos jugadores. No menos importantes son las distintas concepciones de la democracia promovidas por los medios, así como la manera en que se puede ampliar o disminuir la competencia política o elevar el nivel de la participación ciudadana. Todos estos factores han retrotraído la ley en la materia de medios al plano de la discusión política y la determinación de la Suprema Corte.

En todo este asunto es factible apreciar la forma en que han evolucionado nuestros procesos políticos. Antes las leyes se modificaban y aprobaban por orden superior y no había poder humano capaz de contenerlo. Evidentemente, no todas las leyes aprobadas en el viejo régimen tenían viabilidad, por lo que la manera mexicana de resolver los entuertos sin confrontar al gran legislador era muy simple: no se aplicaban. El problema es que esa manera de proceder creaba una permanente inseguridad jurídica. Muchas de nuestras leyes son inadecuadas, no se aplican o permanecen ahí hasta que alguien las quiere explorar; sin embargo, cuando aparece un tema en el que convergen tantas discrepancias y contradicciones como los medios, el incentivo y los recursos para cambiarlos son muchos. En el caso de los medios hubo pataleo y discusión, pero la ley se aprobó tal y como se había presentado originalmente. Meses después vendría la revancha.

La lección que se deriva de este caso es que los procesos legislativos en el país han dejado de ser meramente legislativos para convertirse en sociales y políticos; esto significa que quienes promueven iniciativas de ley ahora deben lidiar con una sociedad participativa y argumentativa. Igualmente, ahora es evidente la capacidad de presión, incluyendo mecanismos implícitos de extorsión, que han puesto en práctica distintas instancias, agrupaciones y personas en la vida pública para hacer valer su opinión, perspectiva o intereses. Si bien las empresas, partidos y sindicatos tienen gran capacidad de interlocución para articular sus posturas dentro de las instancias legislativas y judiciales (por ejemplo, los medios de comunicación cuentan con el instrumental más formidable para ejercer presión y hacer valer sus preferencias, algo que la ley no regula), este proceso demostró que el devenir de las leyes ya no es como antes. Lo que es más, la “ley Televisa” ilustra cómo las iniciativas calificadas de abusivas o excesivas (o que acaban pareciéndolo) generan tal urticaria que eventualmente acaban revirtiéndose.

Nada garantiza que la manera como finalmente se resuelva la ley en cuestión satisfaga a los promotores de la ley o a sus críticos y detractores, pero no hay duda que el nuevo proceso político-judicial habrá dado espacios a todas las partes. No pequemos, sin embargo, por exceso de confianza: mientras que antes la inseguridad jurídica provenía del estado de ánimo del poderoso, hoy corremos el riesgo de modificar una ley cada vez que sople un nuevo viento, lo cual no deja de ser tan generador de incertidumbres como en el pasado.

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Todo cambia

Luis Rubio

Tienen razón los sindicatos que han estado protestando. Efectivamente, con la nueva Ley del ISSSTE, las reglas del juego cambiaron para los poderosos gremios del sector público. El cambio en la estructura y administración de las pensiones altera el pacto social que, explícita o implícitamente, guardaba el gobierno con sus aliados históricos. Y la respuesta ha sido reveladora: recuerda un tanto la forma en que el PRI encaró su derrota en 2000, con absoluta perplejidad, sin capacidad de comprender que el mundo a su derredor había cambiado.

El ajuste que experimenta el sector público en materia de pensiones es parte del proceso de ajuste de la sociedad mexicana al mundo de la competencia política y de la globalización en lo económico pero, sobre todo, exige una necesaria dosis de sensatez que mucha falta le hace al país, aun cuando ello signifique convencer a muchos sindicalistas furibundos. Porque, a final de cuentas, en ese ajuste nos jugamos la capacidad del país para enfrentar exitosamente el futuro.

Aunque no afecta a ningún agremiado actual, el cambio en el régimen de pensiones era necesario e impostergable. Los argumentos financieros se han esgrimido hasta el cansancio, pero no por eso podemos socavarlos. Las pensiones comenzaban a erosionar el presupuesto gubernamental a un ritmo tan acelerado que era sólo cuestión de tiempo para que desplazaran el resto del gasto público. Entre 2000 y 2006, ese gasto creció 400% y así seguirá ascendiendo por décadas. La razón de lo anterior es muy simple: la gente vive más, los empleados públicos tienden a retirarse muy jóvenes y la tasa de crecimiento poblacional ha venido disminuyendo de manera sistemática. Hace ochenta años, cuando las instituciones de seguridad social comenzaron a edificarse, la población era fundamentalmente joven, los viejos eran pocos y las contribuciones de los primeros permitían jubilar sin problema a los segundos. Las circunstancias de hoy no guardan semejanza con ese panorama y por eso era imprescindible el ajuste.

Pero no obstante la contundencia lógica de este razonamiento, los sindicatos sólo entienden de sus reclamos: creen que se les prometió una cosa y están recibiendo otra. Ciertamente, es falaz el planteamiento sindical, toda vez que no se está conculcando derecho alguno a los trabajadores de hoy; sólo se cambiaron las reglas para los trabajadores futuros. Pero lo que yace detrás del reclamo sindical es más profundo: la protesta no radica en que los sucesores de los actuales sindicalistas vayan a tener prestaciones distintas a las suyas, sino en cómo el gobierno cambia su relación con los sindicatos a raíz de la ley. Es esa transformación la que anima las protestas.

Las protestas son patéticas por su total ausencia de realismo. Acostumbrados a los mimos, los trabajadores del sector público no pueden imaginar un escenario con reglas del juego distintas. Que le pregunten al PRI: de ser el dueño del establecimiento, pasó a ser un comensal más en el ruidoso entorno político. Que le pregunten al industrial cuya motivación principal era convencer (o corromper) al burócrata para poder vender sus productos sin considerar en lo más mínimo el interés del consumidor; el mismo industrial que, en los últimos años, ha tenido que aprender a competir con los mejores fabricantes chinos, franceses o brasileños. Que le pregunten al comerciante habituado a los mercados cautivos, ahora enfrentado con supermercados eficientes con una oferta de mejores productos a precios menores. Todo el país ha mostrado capacidad de adaptación, excepto los sindicatos. Ya es hora.

El ajuste que el país experimenta es complejo y en muchos casos doloroso. No es fácil aprender a competir (igual en las manufacturas que en las elecciones) ni es sencillo desarrollar habilidades nuevas. Tampoco es fácil aceptar que muchas de las ventajas del pasado eran, en realidad, privilegios excepcionales, desconocidos en otras latitudes. Los políticos priístas se habían acostumbrado a explotar al país como si fuera su hacienda particular, al igual que los industriales adulaban a la burocracia en lugar de reducir los costos o elevar la calidad de sus productos. Ambos (como tantos otros) han tenido que ajustarse a una realidad cambiante.

Los priístas quedaron pasmados luego del histórico 2 de julio de 2000. Les tomó tiempo comprender, sobre todo aceptar, la nueva realidad política del país. Fue realmente hasta estos últimos meses en que la derrota se convirtió en ventaja estratégica; quizá en los próximos años demuestren que pueden igualmente crear una capacidad competitiva a nivel electoral en un entorno con reglas iguales para todos. Lo mismo puede afirmarse del sector empresarial, cuyo ajuste no ha sido nada fácil, pero increíblemente exitoso en un sinnúmero de casos.

El sindicalismo del sector productivo se ha ajustado tanto como las empresas. Aunque nunca gozaron de tantos privilegios como los del SME o el STPRM, por citar dos casos extremos, los sindicatos de empresa contaban con privilegios y condiciones de trabajo mucho más relajadas y generosas que sus pares en otros países (eso independientemente de cómo se distribuyeran los beneficios entre líderes y trabajadores, asunto de otro costal). La competencia ha forzado a todos esos sindicatos a ajustarse en paralelo con las empresas, pues la alternativa hubiera sido la quiebra. Hay numerosos ejemplos de sindicatos duros y militantes (en el sector automotriz por ejemplo) que han tenido la capacidad y visión, pero sobre todo las agallas, para reconocer los cambios mundiales y la obligada transformación que ellos debían experimentar. No ocurrió así con el sindicalismo público. Ahí la fiesta continúa.

Vuelvo al principio: no cabe la menor duda que el viejo pacto político ha cambiado. El gobierno ya no puede sufragar beneficios y privilegios financieramente insostenibles, sobre todo dada la extraordinariamente baja productividad de nuestra economía. Las reglas cambiaron y los sindicatos necesitan adaptarse. Sin embargo, a juzgar por la forma en que se han venido conduciendo, el pataleo seguirá por un buen rato.

Hace algunas décadas, un estudioso del poder, F.W. Frey, acuñó una frase que viene como anillo al dedo tras las protestas sindicales recientes: Para qué hacer que las cosas sean difíciles cuando, con un poco más de esfuerzo, las podemos hacer imposibles (Comment: on Issues and Nonissues in the Study of Power, APSR 65, 1081-1101). ¿Los sindicatos buscan hacer menos difícil el ajuste o, en aras de preservar sus privilegios, pretenden condenar al país al subdesarrollo?

 

Excesos

Luis Rubio

¿Existen límites a la transparencia? ¿Debería haberlos? Discutir estas disyuntivas en la era de la apertura democrática podría parecer excesivo o, en todo caso, políticamente incorrecto. Sin embargo, tan es necesario discutir la libertad y la apertura como sus límites. Hay cosas que no tienen por qué ser públicas y eso en nada demerita la democracia. O, puesto en otros términos, podríamos tener una democracia más sólida si dependiéramos de reglas bien establecidas en lugar de una plataforma móvil de criterios que, como la actual, no siempre está bien pensada.

Abogar por límites en la era de la apertura es difícil, pero no es distinto a los dilemas que siempre presentan las causas impopulares. Es famosa la noción de que quienes defienden la libertad de expresión, en cierta forma el lado anverso de la moneda de la transparencia, muchas veces tienen que hacerlo defendiendo causas poco altruistas, como la pornografía. No todas las causas pueden construirse con el tono de propiedad y profundidad filosófica de Voltaire cuando afirmó que no estaba de acuerdo con lo que se decía, pero defendería hasta la muerte el derecho de esa persona para decirlo. En el caso de la transparencia, tan importante es la apertura como la claridad de las reglas del juego para exigirla, es decir, los criterios que deberán imperar para hacerla valer.

La transparencia es un componente indispensable de la democracia. No es posible aspirar a ella en ausencia de información pertinente sobre la manera en que se administra una nación. La democracia no es una construcción abstracta, sino una forma de gobierno en la que los ciudadanos eligen y son responsables, en última instancia, del gobierno que se han otorgado a sí mismos. Para cumplir esa función, la ciudadanía requiere información cabal de la forma en que los gobernantes deciden, los criterios que emplean y los resultados que logran. Por su parte, los gobernantes tienen que rendir cuentas de sus acciones, explicar sus decisiones y responsabilizarse de su función como fideicomisarios, es decir recipientes, de la voluntad popular.

Cuando una nación entra a la era democrática como ocurrió con la nuestra en años recientes, lo natural es demandar un apertura total: el ciudadano quiere saberlo todo, desde el gasto en teléfonos celulares por parte de un funcionario público hasta los montos que el gobierno transfiere a los sindicatos. Mientras que ese tipo de demandas hubieran sido fáciles de satisfacer en el contexto de un gobierno directo como el del ágora griega, un gobierno grande y complejo como los modernos, está envuelto de toda clase de barreras y estructuras que con frecuencia lo hacen impenetrable. En la Atenas clásica los ciudadanos hubieran podido vigilar directamente los usos del dinero público, algo muy distinto en la era del gobierno (supuestamente) representativo, siempre distante y aislado. Exigir que el gobierno mexicano explique cómo gasta el dinero de nuestros impuestos es un componente elemental de cualquier democracia que se respete y por eso deben ser apoyadas como legítimas las decisiones que en ese sentido ha adoptado el IFAI. Aun así, el IFAI no debe tener facultades ilimitadas y los funcionarios deben contar con recursos para protegerse de requerimientos que los expongan a sanciones penales.

La pregunta es si todas las decisiones del IFAI son igualmente legítimas y necesarias para el funcionamiento de una democracia cabal. En su inteligente análisis sobre los problemas de la privacidad y su compleja relación con el derecho del público, José Woldenberg explica no sólo la necesidad de establecer límites, sino la importancia que éstos tienen para el desarrollo de una democracia fuerte (Nexos, mayo del 2007). La ley que dio vida al IFAI establece salvaguardas y límites a la información que la ciudadanía tiene derecho a exigir. La principal limitación es la de la seguridad nacional, que por supuesto nada tiene que ver con el tema de la privacidad sobre el que versa el trabajo de Woldenberg. Pero la argumentación sobre su importancia no es muy distinta.

En fechas recientes, el IFAI le ordenó a la Secretaría de Seguridad Pública hacer pública la información sobre los operativos realizados por la Policía Federal Preventiva en su intervención el año pasado en la ciudad de Oaxaca. En un país con el historial policiaco que tiene el nuestro, lo primero a lo que los ciudadanos tenemos derecho (de hecho, obligación) es a exigir la limpieza e incorruptibilidad de las fuerzas de seguridad. No es posible concebir el desarrollo de la democracia sin la existencia de cuerpos de seguridad modernos, eficientes y responsables. Y esos atributos deben estar presentes en todo momento. En este contexto, criticar la decisión del IFAI de exigir la publicación de dicha información, es equivalente a abogar por el derecho a la libertad de expresión con base en la defensa de un pornógrafo.

Yo no tengo absolutamente ninguna duda sobre la trascendencia de la transparencia para la democracia. Pero sí sobre sus alcances. La transparencia es central a la democracia, pero también lo es la seguridad de la población y el derecho de los ciudadanos a circular libremente, derechos que se conculcaron por meses en Oaxaca y la ciudad de México el año pasado. Creo fervientemente en la necesidad de una estrecha supervisión judicial y administrativa sobre las fuerzas policiacas, pues sin ello el potencial de abuso es infinito e ilimitado. Pero también que la policía debe contar con los instrumentos y las facultades, algunos de ellos secretos (pero bajo estricto control judicial) para establecer sus objetivos, desarrollar estrategias, recabar información y emplazar operativos que sean necesarios para la consecución de su mandato. Como ciudadano, deseo que la policía sea efectiva en mantener la paz, proteger a la ciudadanía y hacer cumplir la ley.

Vuelvo al inicio: no es fácil defender límites a la transparencia cuando se trata de cuerpos policiacos tradicionalmente corruptos, mal entrenados y siempre dispuestos a cometer tropelía y media. Pero una democracia no se construye traspasando los límites sino estableciéndolos. Lo que México requiere son reglas del juego que no dejen duda sobre el objetivo que se persigue y los modos en que la ciudadanía va a hacer exigible la rendición de cuentas. Las policías no deben estar exentas de esa responsabilidad, pero tampoco se les puede someter al mismo tipo de escrutinio público que amerita el resto de la función pública. Para eso debería haber instancias judiciales apropiadas, además de límites preestablecidos, que definan qué es un exceso y qué no lo es. No se puede enfrentar un abuso cometiendo otro igual.