Nueva normalidad

Luis Rubio

La vida transcurre con naturalidad; la gente va a sus quehaceres, sale y entra de tiendas, oficinas y escuelas, va a la iglesia y se conduce como siempre. Excepto que esta cotidianeidad es sólo apariencia. Nadie parece darse cuenta de que las cosas han cambiado o que hubo un momento en que alguien tomó la decisión de modificar la realidad. Lo perciba la gente o no, se trata de una nueva normalidad.

La penetración del narco en las comunidades colombianas, desde las más chicas hasta las más grandes, es impactante no por el hecho mismo de que una de las actividades más rentables y prolíficas crezca y se desarrolle, sino por la forma en que cambia a las poblaciones en las que tiene lugar. La imagen que los mexicanos nos hemos formado del narco, al menos a través de los medios, es la de una bola de matones llenos de armas disparando sin ton ni son, ajusticiando a sus rivales e imponiendo su ley. Dos publicaciones colombianas cuentan una historia muy distinta que debería encender todas nuestras alarmas.

Germán Castro Caycedo, un distinguido periodista colombiano, ha dedicado su vida a describir diversas facetas de la vida de su país y, dada la realidad de su entorno, los temas de las drogas nunca están muy lejos de su pluma. El libro La Bruja cuenta muchas pequeñas historias que, poco a poco, van conformando la película de esa nueva realidad que mencionaba yo al principio.

No son los matones de las fotografías periodísticas quienes cambian la realidad cotidiana, sino algo mucho más sutil como el dinero. El dinero del narco cambia la realidad de los pequeños poblados, comunidades y ciudades en modos que nadie va percibiendo. Las tiendas venden un poco más, las escuelas reciben un donativo, el párroco del pueblo súbitamente cuenta con recursos que le permiten hacer obras que antes ni soñando podía realizar. El influjo del dinero, gradualmente va cambiando la fisonomía de las localidades y, sobre todo, de la sociedad. Más dinero implica más gasto y más gasto crea nuevos negocios: restaurantes, cafés, tiendas y giros negros. También implica que los gobiernos locales se tornan dependientes del dinero del narco y, con frecuencia, sus socios.

El cambio más notable se da en la composición de las relaciones sociales. Los narcos de cada pueblo comienzan siendo intrusos, pero poco a poco se convierten en el centro de atención, convirtiendo a la población en súbditos sin que nadie lo note. Sus hijas son despreciadas en un principio pero pronto se vuelven las quinceañeras más codiciadas de la localidad. El tema es que la penetración gradual y paulatina, de hecho no deliberada, del dinero del narco cambia los valores de la población en formas que nadie podía anticipar y, en la mayor parte de los casos, en formas de las que nadie se percató. En este contexto, por ejemplo, la comunidad acaba viendo a los narcotraficantes como parte integral de la sociedad y la vida cotidiana, al grado en que los defienden a capa y espada, y en ocasiones hasta con su vida.

El narco trastoca todos los principios de la vida de una población al grado en que valores como la legalidad y el mérito acaban siendo raros, anormales, inusuales. No es casualidad que cuando, en este escenario, llega un gobierno a tratar de retomar un territorio controlado por el narco se encuentre no solo con el escepticismo de la población sino, en muchos casos, con su abierta oposición. El odio y la indiferencia hacia el resto de la sociedad acaban imponiéndose.

Fernando Vallejo cuenta una historia muy distinta en naturaleza, pero idéntica en sus implicaciones. En La Virgen de los Sicarios relata una maravillosa, pero apocalíptica, historia del otro lado de la moneda del narco y sus consecuencias de corrupción sin límite. Lo interesante y significativo de la realidad, casi mágica, que describe con habilidad es, otra vez, que se trata de una normalidad que nadie cuestiona. Lo anormal cobra vida propia hasta que deja de ser anormal para convertirse en natural y cotidiano.

La escalofriante historia que cuenta Vallejo es sobre los sicarios, los instrumentos que emplean los narcos para matar, ajusticiar y mantener el orden. El autor describe pueblos enteros, comunas les llama, donde los niños difícilmente llegan a los quince años porque para entonces ya fueron reclutados como sicarios o asesinados en fuego cruzado de cualquier origen. Estos niños en edad, pero adultos en funciones, desarrollan mecanismos de protección moral que les permiten sobrevivir. De esta manera, por ejemplo, un cura revela la confesión de un muchacho sin rostro, en la que el sicario reconoce haberse acostado con la novia, pero de los muertos que llevaba sobre su espalda no mencionó nada puesto que esos pecados no eran suyos ya que simplemente estaba haciendo un trabajo para otros: que se confiese el que los mandó matar. Y el cura lo absolvió.

La vida en esas comunas se transforma en un mundo al revés donde las policías no defienden a los que son asesinados sino a los que los matan, las funerarias adquieren un valor comercial inusitado, los médicos lucran con los heridos al por mayor, a los periodistas que en Italia llaman paparazzi, aquí son buitres. Por su parte, los sicarios hierven sus balas en agua bendita obtenida en la iglesia para no fallar y se aferran a una virgen con las esperanza de mirarse como aquello que no son: niños inocentes. Página por página se construye el estremecedor relato de una sociedad transformada donde ya no hay nada que se asemeje a la normalidad de un país que aspira al desarrollo y la civilización. Al final de cuentas, ya no son los muertos de todos los días lo que importa, sino la forma en que la vida, la justicia y la libertad acaban desapareciendo.

Para Vallejo aquí no hay inocentes, todos son culpables. No es, dice, la ignorancia ni la miseria: si todo tiene explicación, todo tiene justificación y así acabamos alcahueteando el delito. Como los delitos no ocurren por si mismos, alguien tiene que acabar castigado, pero si a nadie se castiga, el Estado acaba dedicado a reprimir y dar bala. ¿Y la policía? son los invisibles, los que cuando los necesitas no se ven, más transparentes que un vaso

La gran pregunta es dónde está México en este proceso de trastocamiento de la normalidad. Claramente, hay regiones del país que serían indistinguibles de estos relatos. Más allá de la violencia reciente, el narco ha penetrado regiones enteras del país y se ha adueñado de vidas y almas en cada una de ellas. En este contexto, la cruzada emprendida el año pasado por el gobierno adquiere su justa dimensión: es posible que su estrategia sea buena o mala, eso el tiempo lo dirá, pero lo que es seguro es que si no se enfrenta esta realidad, la normalidad acabará siendo otra y, en ese momento, el país habrá dejado de ser.

 

¿Podremos?

Luis Rubio

¿Podremos romper los círculos viciosos que nos atan al pasado y que impiden a la población desarrollar su capacidad creativa? La pregunta no es retórica. México es como un gran buque, listo para zarpar, pero que permanece permanentemente varado en un dique seco porque la inmovilidad es lo que conviene a unos cuantos intereses particulares. Hoy el gobierno y muchos legisladores parecen dispuestos a modificar esta realidad, pero enfrentan un entorno que hace difícil, si no imposible, romper con los círculos viciosos que tienen atado al país.

Desafortunadamente, parece certero afirmar que, por mucho tiempo, la retórica pública seguirá concentrada en discusiones que poco tienen que ver con los temas que podrían significar una verdadera diferencia para el desarrollo del país. Tal parece que los temas de discusión seguirán enfocados en temas como el TLC agropecuario, las huelgas, los contratos colectivos o la propiedad de los recursos energéticos. Lamentablemente, nada de esto servirá a lo que realmente importa para el país y que tiene que ver con temas como: la productividad de la planta productiva, la calidad de la infraestructura física, el desarrollo del capital humano y la capacidad del gobierno para articular una estrategia de desarrollo y sumar a la población detrás de ella.

En nuestro país siempre es fácil politizar todos los temas y debates. Sin embargo, aunque pudiera parecer igualmente inútil, necesitamos una discusión distinta a la actual. No es que muchos de los temas que se debaten carezcan en absoluto de mérito; el problema es que la discusión típicamente se concentra en los temas relativos a los intereses de unos cuantos grupos de poder y no en lo que permitiría cambiar la lógica de desarrollo del país.

Tomemos un ejemplo evidente: el componente agropecuario del TLC. Nadie en su sano juicio puede dudar de la pobreza que caracteriza a buena parte del campesinado mexicano. Pero tampoco es posible dudar del hecho de que esa pobreza antecede por algunos siglos al TLC y, por lo tanto, nada tiene que ver con este mecanismo orientado a normar el comercio regional. La retórica que estigmatiza al TLC esconde la realidad de los subsidios que acaparan las organizaciones campesinas (y la corrupción que de ahí se deriva) y no tiene relación con el bienestar de los agricultores o la productividad del campo. Suspender o «renegociar» el TLC, ese eufemismo inventado para evitar confrontar el tema de fondo, no haría sino desviar, una vez más, la atención de lo que es crítico para el desarrollo del país y, en este caso, del campo.

La retórica refleja una realidad y un estado de ánimo. La realidad es una de intereses creados que se preocupan por que nada cambie para preservar sus privilegios. Ahí tenemos a los sindicatos del gobierno y sus empresas que se han convertido en los grandes depredadores de los recursos naturales y humanos en el país. Antes -en la era priista- los sindicatos eran parte integral del sistema político y cumplían una función de control sobre los trabajadores a cambio de beneficios para sus líderes. Bueno o malo, el mecanismo le era funcional al sistema y sin duda contribuyó a la estabilidad política del país, pero nadie puede dudar que era, y es, contradictorio con el desarrollo del país o el incremento de la productividad. El sistema priista estaba diseñado para controlar a las bases a través de la mediatización de sus líderes, pero no tenía por objeto lograr un mejor desempeño de empresas y entidades clave para el desarrollo del país y por eso son como son los sindicatos de Pemex, el SNTE, el SME o de la UAM.

El país requiere y merece una discusión seria sobre estos temas, no un conjunto de monólogos sobre los derechos de un sistema sindical que impide la búsqueda de la productividad que el país requiere para poder competir en el mundo. Esto crea un estado de ánimo derrotista, incompatible con las aspiraciones de la población, todo lo cual no hace sino beneficiar el statu quo.

Las reformas que modificaron la realidad en muchos ámbitos no cambiaron el paradigma político institucional que caracterizó al país por décadas. El paradigma priista era uno fundamentado en la noción de dominio y control, no de competencia y crecimiento de la productividad. Para un sistema dominado por jugadores únicos (igual el PRI que Pemex), lo lógico era privatizar un monopolio como Telmex sin modificar su estructura. Lo mismo es cierto del sistema político-electoral: pasamos del monopolio de un partido a una colusión partidista antidemocrática. Todos odian la competencia y hacen hasta lo indecible por minimizarla, cuando no extinguirla.

La competencia electoral no ha resuelto los problemas esenciales del país o creado mejores maneras de discutirlos o resolverlos. En todo caso, lo contrario es más cierto: el fin del monopolio priista trajo consigo disfuncionalidades derivadas de la nueva realidad del poder: se debilitó la presidencia de la República pero se dio la consagración de los gobernadores como amos y señores de sus tierras y la independencia de los sindicatos como entidades libres del yugo presidencial que era inherente al viejo sistema autoritario. Es decir, en lugar de que el cambio de régimen político liberara fuerzas y recursos se crearon múltiples centros de poder que se caracterizan por un objetivo común, que es mantener el statu quo para preservar sus privilegios.

La realidad que esto arroja no es particularmente atractiva y por eso el tono de desazón evidente en la población y su indisposición a abrazar proyectos de desarrollo potencialmente transformadores. La población enfrenta en su vida cotidiana la realidad de un mercado que demanda mayor productividad y un mejor desempeño pero, por otra parte, puede observar el abuso de los sindicatos, la ausencia de soluciones y la fuerza de los grandes intereses que afectan su vida cotidiana. Es decir, el mexicano promedio vive una existencia un tanto esquizofrénica que resulta de la contradicción entre un mundo que se mueve con celeridad y la retórica de nuestros políticos que pretende conferirle legitimidad a un mundo de intereses particulares que hace miserable la vida a la población.

El potencial de modificar la realidad actual para enfocarnos hacia una era de crecimiento económico elevado está directamente vinculado con la capacidad que tengamos de romper con el viejo paradigma monopolista, controlador y hostil a la competencia. Es decir, tenemos que comenzar por identificar nuestras verdaderas dificultades, debatir sobre ellas y comenzar a encontrar salidas en el contexto de qué es lo que el país necesita para construir el mañana, en lugar de seguir atados a lo que queda de un pasado que no contribuye al crecimiento ni al desarrollo.

 

Izquierda amable

Luis Rubio

En el país en que la forma es fondo, algunos de nuestros principales próceres políticos carecen de ambos y, peor aún, se enorgullecen de ello. El vulgar y misógino ataque a Ruth Zavaleta por parte de Andrés Manuel López Obrador y su camarilla es revelador en sí mismo, pero también representativo de las soterradas luchas políticas que el país está viviendo. Ambas dimensiones, la de la forma y la del fondo, ameritan una seria reflexión porque de por medio va el país y la democracia ciudadana que muchos queremos construir.

Primero la forma. Las palabras tienen consecuencias porque revelan el pensamiento y porque adquieren vida propia. Niels Bohr, el famoso físico danés, decía que uno nunca debe expresarse mejor de lo que piensa. Bajo ese rasero, expresiones sobre la diputada Zavaleta como «aflojar el cuerpo» o «agarrándole la pierna a quien se deja» son sugerentes de una forma de pensar, de una forma de ser. Las palabras reflejan el espíritu de quien las profiere. Y esas palabras evidencian un desprecio por las personas derivado de su sexo, es decir, una intolerable misoginia. Además, refiriéndose a una colega del mismo partido político, sobre todo uno de izquierda, resulta ignominioso, por lo que el partido en cuestión debería sentirse no sólo avergonzado sino agraviado.

Las palabras, dice un viejo proverbio africano, no tienen pies, pero caminan. Una vez pronunciadas, las palabras son escuchadas, leídas, repetidas y recordadas. En algunas cofradías adquieren un valor simbólico tal que cobran formas casi religiosas. Un ataque artero sin consecuencias para el atacante implica licencia para seguir atacando, permiso para ofender, todo lo cual destruye no sólo cualquier pretensión de vida democrática, sino la credibilidad de un perfil de respeto por las formas y las leyes que el ex candidato presidencial había intentado forjar para sí mismo. Si así trata a los miembros de su propio partido, si da pie a esa profunda intolerancia y falta de autocrítica, no es sorprendente que injurie cotidianamente a personas que piensan distinto o que representan intereses divergentes a los suyos, comenzando por el Presidente de la República.

El lenguaje empleado contra la diputada Zavaleta lesiona a todas las mujeres y a todos los ciudadanos. Por eso todos los miembros de la sociedad mexicana le debemos a la injustamente agraviada una expresión de insoslayable solidaridad. Éste no es un tema de ideología o de postura frente a un determinado tema político o legislativo. Se trata de un principio elemental de respeto, la esencia de la vida en sociedad. Sin formas decentes de vivir, dijo alguna vez John Womack, la democracia es imposible. Y las formas decentes de vivir comienzan por el respeto a las personas. Ruth Zavaleta merece un absoluto respeto por el hecho de ser persona, mujer y ciudadana. Nada menos que eso es aceptable en una sociedad civilizada.

El ataque a la diputada Zavaleta también revela un fondo. Además del evidente desprecio a las mujeres, el hecho de atacar a una persona por cumplir con la responsabilidad para la que fue electa -hablar con sus pares y contrapartes- muestra dos características de la realidad política actual. Una, la existencia de un sector de la política mexicana que actúa por vías extra institucionales y dispuesta a todo con tal de lograr su cometido. La otra, una acusada disputa dentro del PRD por el futuro del partido que se manifiesta en el sistemático intento por coartar el desarrollo de una corriente política de auténtica izquierda moderna, capaz de no sólo cautivar al electorado, sino también de plantearle una alternativa positiva sobre el futuro, compatible con las aspiraciones de la ciudadanía. Es decir, estamos viendo a la vieja izquierda estalinista y priista que encarna el agresor verbal frente a la promesa de una socialdemocracia moderna del estilo español o chileno que tanta falta le hace al país.

Hace dos años el país se batía en la disyuntiva entre el pasado y el futuro. Ahora resulta que ese fenómeno era igualmente cierto dentro del propio PRD. Ahí conviven dos corrientes, ahora nítidamente diferenciadas: la que aboga por un retorno a las peores prácticas y valores autoritarios del viejo PRI y que se apoya en la izquierda más recalcitrante y reaccionaria. Y la otra corriente, la que sostiene un proyecto de transformación a partir de la lucha contra el privilegio a través de mecanismos de mercado. La nueva izquierda, esa que ha gobernado en España, Inglaterra y Chile en años recientes, rechaza las soluciones burocráticas y se opone a los monopolios y empresas estatales como respuesta natural e inexorable a todo fenómeno social o económico. A diferencia de los partidos liberales, la nueva izquierda concibe al crecimiento económico como un mero instrumento para alcanzar una sociedad igualitaria. Lo que diferencia a los partidos liberales de los de izquierda es la búsqueda de la igualdad; lo que distingue a la vieja de la nueva izquierda es su visión sobre el futuro y los instrumentos que está dispuesta a emplear para abrazarlo. La primera es eminentemente pesimista sobre el futuro; la nueva izquierda ve hacia adelante con determinación.

El espectacular salto histórico que dio España en los ochenta y noventa no fue producto de la casualidad, sino de una nueva concepción del desarrollo, liderada enteramente por esa izquierda moderna que hasta ahora había estado prácticamente ausente en México. El PRD nunca ha sido un partido monolítico y siempre hubo corrientes socialdemócratas inspiradas en los éxitos europeos y chileno. Hoy, sin embargo, como ilustran los ataques a Ruth Zavaleta, el partido y sus miembros viven acosados por las más rancias prácticas de descalificación y control, hijas de un estalinismo cavernario.

Como en el resto del mundo, la nueva izquierda en México ha ido cobrando forma de manera paulatina. A final de cuentas, romper mitos, remontar dogmas y construir una verdadera alternativa nunca es tarea fácil. Mucho más difícil cuando las prácticas internas del partido parecen más cercanas a la era soviética que a la esencia de una democracia liberal. Pero el hecho es que la nueva izquierda ha ido ganando terreno y apoyos a diestra y siniestra. No me cabe duda que, sobre todo en los asuntos económicos, persisten entre sus miembros muchas concepciones que son más cercanas a la vieja izquierda que a la socialdemocracia moderna, pero eso tiene más que ver con la historia y la distancia respecto al proceso de toma de decisiones gubernamental que a una posición política o filosófica.

Descalificar e insultar a Ruth Zavaleta es equivalente a ofender a la democracia mexicana. La forma es intolerable; el fondo es por demás preocupante. Es, de hecho, una afrenta a la urgente modernización institucional del país, sobre la cual ningún partido o filosofía tiene monopolio.

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¿Competente?

Luis Rubio

¿Qué hace competente a un gobierno? ¿Qué lo hace incompetente? El tema no es el de plantear una disyuntiva maniquea entre gobiernos buenos y gobiernos malos, pero la pregunta es crucial porque en las sociedades y economías modernas el gobierno es quizá el factor medular del desarrollo y eso no es cosa pequeña. Preguntarse sobre el gobierno es todo menos ocioso, pero no es una pregunta fácil porque es muy sencillo acabar en los extremos ideológicos y políticos que tienden a dominar el debate político nacional. Pero es una pregunta necesaria.

En mi último artículo del año pasado (Hacia el 2008) escribí sobre una lectura decembrina en la que el profesor Paul Collier afirma que el desarrollo sólo es posible cuando están presentes dos condiciones simultáneas: la oportunidad y la capacidad de asirla. La oportunidad tiene que ver, según el autor, con factores observables como los mercados, recursos (naturales y humanos) y localización geográfica, en tanto que la capacidad de asirla depende de la calidad del gobierno: un gobierno competente, afirma el autor de The Bottom Billion, siempre sabrá crear o encontrar las oportunidades para lograr el desarrollo. Muchos amables lectores comentaron el texto y merecen una respuesta.

Dos de los comentarios que recibí sobre el artículo anterior van al grano en nuestro caso: Si el profesor Collier conociera la cultura del mexicano, quizá cambiaría la importancia que le confiere al gobierno; el otro comentario dice: me imagino al gobierno mexicano (si fuera caricaturista, así lo dibujaría) como torpe individuo (con todo y todo, no tan torpe como Fox…) caminando con zancos (nuestro sistema jurídico) en un pantano (nuestra economía) lleno de cocodrilos y víboras venenosas (los líderes sindicales, cierto tipo de empresarios y prácticamente todos los legisladores) La confianza entre «contrapartes sociales», es el pan nuestro de cada día, incluso entre partes del mismo sector social o socio económico, en donde no hay lugar para el llamado «ganar-ganar», dado que impera el «para-que-yo-gane-tu-tienes-que-perder». Si te fijas, casi todo nuestro «sistema» económico es basa en el mexicanísimo principio de «no importa quién me la hizo, sino quién me la paga», es decir, en un sistema basado en la intransigencia.

El problema de la capacidad o competencia de un gobierno no tiene que ver con una administración en particular. Sin duda, los mexicanos hemos vivido algunos gobiernos verdaderamente desastrosos en el curso de las décadas, pero la mayoría han sido simplemente mediocres y a eso nos hemos acostumbrado.

La calidad y competencia de un gobierno no se vincula con la naturaleza de su despliegue, sino más bien con su desempeño. Los gobiernos de Suecia, Francia y Finlandia tienen una amplísima presencia en sus sociedades y se responsabilizan de todo (de la cuna a la tumba). Sin embargo, mientras que ocho de cada diez suecos y nueve de cada diez finlandeses están satisfechos con sus gobiernos, sólo la mitad de los franceses lo está. La calidad del gobierno tiene otras referencias que no se limitan a la provisión de servicios sino a su desempeño más general.

Si se toma el tema del desarrollo económico, que es la perspectiva que seguía el autor del libro mencionado, lo importante de un gobierno no reside en su tamaño, en los servicios que provee ni tampoco en la corrupción que lo caracteriza. Lo importante es su capacidad para hacer posible el desarrollo y, bajo ese rasero, nuestros gobiernos de los 70 para acá, con todas sus diferencias, han sido abismales. El comentario más reflexivo que recibí decía que yo he estado de los dos lados de la barrera y me doy cuenta que es demasiado pedirle al gobierno que sea tan competentecomo si funcionara en un vació o como si los ciudadanos, con todas sus contradicciones e intereses no existieran y, peor, con cada vez menores recursos de acción frente a los partidos políticos. ¿Cuáles son hoy los incentivos de los ciudadanos… cuando los partidos los están suplantando?. El punto no es criticar a una administración específica, y mucho menos a la actual que todavía está por hacer su mella en lo que al desarrollo toca, sino analizar el tema más genérico de la competencia gubernamental.

Quizá más que compararnos con los países ricos y desarrollados, sería conveniente observar la forma en que se desempeñan los gobiernos de países más comparables con el nuestro y, bajo ese rasero, no hay duda que Asia ofrece la mejor perspectiva. En Asia, como en todas partes, hay países ricos y pobres, exitosos y fracasados. Pero lo que es impactante de la región es la forma en que los países exitosos han logrado adoptar un conjunto elemental de principios que funcionan. Con todas las diferencias nacionales (que son muchas en todos los campos), esos principios, prácticamente universales en la región, se podrían resumir en tres: a) adoptar un conjunto de reglas del juego para el funcionamiento de la economía, hacerlas cumplir y no cambiarlas; b) invertir en la educación y apostar al desempeño de personas altamente educadas y calificadas; y c) mantener un régimen comercial y de inversión abierto y fomentar la competencia dentro de la economía. Los primeros en adoptar este camino fueron los llamados tigres, cuyo éxito habla por sí mismo. Otros les siguieron en el camino, sobre todo China. India es un caso paradigmático: su desempeño fue catastrófico por décadas y fue sólo hasta que adoptó este modelo que comenzó a dar la vuelta, con espectaculares resultados.

Hace cosa de una década, un estudioso suizo se dedicó a documentar la diferencia que representaba contar con un gobierno, o más acertadamente, un sistema de gobierno, competente y funcional (Borner, S., Political Credibility and Economic Development). Su estudio consistió en comparar la forma de funcionar de los gobiernos asiáticos y latinoamericanos. En uno de sus más memorables pasajes cita a un funcionario de una multinacional con intereses en ambas regiones. La cita lo dice todo: yo viví en Brasil y en Indonesia y era responsable de una operación muy similar. Pero en Indonesia me dedicaba en cuerpo y alma a la operación productiva y no me tenía que preocupar de nada más. Las regulaciones eran claras y no cambiaban. Todo fue diferente en Brasil. Ahí me despertaba todas las mañanas para averiguar si todavía tenía empleo porque no había día en que no cambiaran las regulaciones. ¿Suena conocido?

Nadie puede desestimar la complejidad de un gobierno, de todos los gobiernos del mundo, y menos en las condiciones de conflicto que nos han tocado vivir. Pero precisamente eso hace crítico avanzar al menos en el frente que da de comer.

 

Lo que sigue

Luis Rubio

2008 promete ser un año decisivo. El país se ha estabilizado, el ejecutivo y el legislativo han encontrado formas de colaborar y avanzar la agenda de ambos poderes y la economía mantiene su rumbo. Aunque es evidente que hay focos ámbar en muchos frentes y algunos rojos, como la economía,  el panorama no guarda semejanza alguna con los aciagos días del periodo postelectoral de 2006. Los cimientos no son malos, pero éste es el año en que el presidente deberá lograr un desempeño que impacte el resultado de los comicios intermedios, lo que sin duda hará más difícil el trabajo con el legislativo. Lo que resulte de este año seguramente acabará definiendo los parámetros de la política mexicana por los siguientes años. La gran incógnita es cómo responderá la ciudadanía ya después del primer año de gobierno, con expectativas muy distintas a las que caracterizaron el inicio.

Sin duda lo más trascendente del año pasado fue el hecho de que el ejecutivo y el legislativo encontraron un modus vivendi  que resultó muy productivo. Luego de una década de parálisis en la interacción entre poderes, el año pasado se lograron avances notables en materias que parecían imposibles, sobre todo en temas como las pensiones, lo fiscal y lo electoral. Evidentemente, no todas las reformas que se aprobaron son perfectas y algunas de ellas trastocan elementos críticos de la vida económica y política del país y cuyas consecuencias reales tomarán años en hacerse evidentes. Pero  eso no disminuye el hito que constituye el haber encontrado una forma efectiva de cooperar y funcionar.

El año que corre por fuerza tendrá que ser distinto. Tres son los factores que cambian. Uno, la dinámica electoral va a comenzar a hacer ruido este año. Pasado el periodo de sesiones en febrero y marzo, los políticos se concentrarán en las elecciones federales intermedias en 2009. A nivel individual, los diputados comenzarán a buscar opciones personales dado que su periodo concluye en aquel momento, pero lo relevante es que todos los partidos enfocarán sus baterías hacia la movilización electoral e identificación de candidatos. Luego de la controvertida elección de 2006, todos los partidos querrán ganar terreno y demostrar su fortaleza: el PAN tratará de refrendar su legitimidad a través de un triunfo legislativo importante, el PRD intentará probar su relevancia electoral y el PRI buscará mejorar su posición. Para los partidos, el 2008 establecerá la dinámica que defina la correlación de fuerzas en la siguiente elección y en eso se concentrará toda su atención.

Un segundo factor que cambiará tiene que ver con la economía. Hasta ahora, y por más de una década, el país ha gozado de estabilidad macroeconómica, pero también de un mediocre desempeño en términos de crecimiento económico. Se ha discutido mucho respecto a lo que hace falta para echarla a andar, pero se ha avanzado poco en realmente llevar a cabo cambios específicos. Parte del problema yace en que no hay un consenso sobre lo que la economía del país requiere. Sigue sin resolverse el ya añejo debate entre quienes proponen una mayor liberalización y aquellos que propugnan por el fortalecimiento de la presencia gubernamental en la economía. Y lo peor de todo es que estamos por entrar en una etapa de nubarrones en el contexto económico internacional sin la fortaleza de una economía pujante que hubiese sido deseable y, de haber habido más pragmatismo y menos ideología en los debates, sin duda posible.

Estos dos elementos –la dinámica electoral y la potencial recesión de la economía norteamericana- van a ser cruciales este año. A diferencia del año pasado, hoy el presidente está perfectamente asentado y los legisladores han reconocido los límites de lo posible y estas circunstancias abren oportunidades que, bien aprovechadas, podrían abrir espacios antes no existentes. Todo indica que, a pesar de sus distintas perspectivas, tanto el ejecutivo como el legislativo entienden el reto del momento y están dispuestos a negociar y encontrar terreno común para poder trabajar. Con un poco de suerte y no solo libran el bache sino que establecen los cimientos para una solidez institucional que trascienda al sexenio actual.

Pero hay un tercer elemento en juego: hasta ahora la ciudadanía ha dado un voto de confianza, pero también de gracia, y ahora sin duda será más exigente con los compromisos de crecimiento y empleo que hizo el presidente hace un año. Y este elemento será incrementalmente crítico este año: ahora habrá que comenzar a responderle, todo ello en condiciones ya de por sí difíciles.

No hay garantía que las cosas avancen para bien. Todos sabemos que hay muchos “talibanes” de todos colores y en todo el espectro político que, de aferrarse a sus visiones preconcebidas, bien podrían  acabar ignorando tanto los riesgos potenciales como las oportunidades. De hecho, estamos ante una gran oportunidad: la de aprovechar la solidez macroeconómica para desarrollar motores internos para el crecimiento, pero eso requiere de un cambio de enfoque tanto en el ejecutivo como en el legislativo.

Una de las paradojas del momento es que no hay un sentido de urgencia. La economía no ha tenido un gran desempeño, pero éste tampoco ha sido catastrófico y la combinación es letal porque la situación no obliga a actuar. Una fuerte baja en la tasa de crecimiento obviamente cambiaría el sentido de prioridad, pero se corre el riesgo de que se mezclen factores coyunturales con problemas estructurales, impidiéndose con ello materializar la oportunidad.

Esto nos deja con dos escenarios: uno, que persista la inercia y la cerrazón; es decir, que las agendas sigan igual aún cuando la realidad haya cambiado. El otro escenario es que se explote la oportunidad. Esto implicaría que se apresuren los proyectos que podrían generar crecimiento económico dentro del país y que, en muchos casos, enfrentan obstáculos con frecuencia absurdos. Ahí están los grandes proyectos de infraestructura y el exceso de regulaciones que impide la inversión. Pero igual de crítico es que se trabaje en temas donde los obstáculos no son absurdos pero sí formidables, comenzando por el más obvio: un país con enorme riqueza petrolera que no puede desarrollar sus recursos por la suma de dogmatismo y mal uso de los fondos tanto por parte de la burocracia como de los gobernadores.

La ironía de todo esto es que tenemos extraordinarias fortalezas que no hemos sabido aprovechar. De darse una recesión en EUA se presentaría una circunstancia casi única en nuestra historia reciente: la posibilidad de transformar esa recesión en oportunidad de arreglar nuestros problemas estructurales internos y darle vida nueva al desarrollo. La opción es entre soluciones o dogmas. Una buena manera de comenzar un año crucial.

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México en EUA

Luis Rubio

México se ha vuelto el chivo expiatorio de todo lo que va mal en Estados Unidos según la óptica político electoral actual. Los precandidatos a la presidencia de aquel país no pierden oportunidad para culpar a los inmigrantes mexicanos o a nuestras exportaciones de sus problemas. La percepción mediática que sobre nosotros se ha construido en aquella nación difícilmente podría ser peor. Y lo paradójico es que esto ocurre en paralelo con el que quizá es el mejor momento de la relación diplomática entre los dos países. Se trata de dos caras de una misma moneda, pero de no actuar sobre las percepciones, tarde o temprano acabaremos sufriendo consecuencias potencialmente muy severas.

Dadas las diferencias históricas, culturales, económicas y políticas, nuestra relación con los estadounidenses nunca ha sido fácil y con el paso del tiempo ha adquirido un enorme grado de complejidad esencialmente porque México se ha convertido en un tema de política interior norteamericana. Una circunstancia de esta naturaleza es quizá inexorable dada la extraordinaria variedad y profundidad de los vínculos e intercambios que se realizan a través de nuestra frontera común. Inevitablemente, un mayor intercambio también produce un mayor número de fricciones.

Pero lo que estamos enfrentando va más allá de meras fricciones y no estamos haciendo nada -o quizá mucho, pero no necesariamente lo adecuado- para evitar que éstas se traduzcan en riesgos que, a la larga, pudieran tornarse desastrosos. El problema no reside en nuestra diplomacia: de hecho, la relación bilateral es tan buena como en el mejor momento de nuestra historia y probablemente mucho mejor: los dos gobiernos no sólo se entienden bien, sino que están cooperando en temas y áreas que hasta hace poco eran considerados tabú por alguna de las dos partes; el mejor ejemplo de esto es del contrabando de armamento de Estados Unidos hacia México, tema que nuestros vecinos nunca antes habían aceptado como sujeto a una discusión bilateral. La realidad es que la relación diplomática es excepcionalmente buena y avanza hacia soluciones efectivas a problemas reales.

Sin embargo, nuestras circunstancias particulares hacen que la dimensión diplomática resulte ser insuficiente para entender y resolver la problemática actual. A diferencia de Canadá, que es un país de nivel similar en desarrollo y lenguaje, nosotros representamos un factor diferenciador dentro de EUA. El mexicano es diferente al americano promedio, se comporta de maneras distintas y, en un momento donde los americanos perciben que se encuentran en circunstancias vulnerables, se propicia la búsqueda de chivos expiatorios fáciles de atacar y que no se saben defender.

El fondo del problema reside en un factor simple de conceptualizar pero difícil de resolver. Desde que, a finales de los ochenta, las dos naciones entramos en un proceso de negociación orientado hacia la eliminación de obstáculos al comercio y la inversión como medio para acelerar el crecimiento de nuestra economía, México pasó de ser un tema meramente diplomático a un asunto de política interior estadounidense. En la medida en que se incrementaron los intercambios de bienes y servicios, pero sobre todo de personas, la relación adquirió otra dimensión.

Para muchos estadounidenses, la presencia de millones de mexicanos en su territorio, muchos de ellos ilegales, se convirtió en un tema controvertido y de fácil explotación por parte de los políticos (incluyendo, por supuesto, los nuestros, como los gobernadores, que los ven con ojos de banqueros). Independientemente de los beneficios que la migración aporte a la economía de ese país, su presencia ha causado resquemores, preocupaciones, molestias y, en muchos casos, respuestas de corte racista. Sea cual fuere la reacción popular o política al fenómeno de la migración, el hecho es que hay grandes comunidades de mexicanos en territorio estadounidense y esto ha creado circunstancias políticas que trascienden lo diplomático.

El punto medular es que la integración económica entre las dos naciones ha adquirido dimensiones tales que ameritan, de hecho exigen, una redefinición del enfoque que el país debe tener hacia nuestros vecinos. La realidad es que ya no es suficiente mantener una visión meramente diplomática hacia la relación bilateral. México enfrenta un problema político en nuestra relación con EUA -de hecho, con la sociedad norteamericana- y requiere por lo tanto una estrategia política para lidiar con el fenómeno.

Todas las encuestas muestran que la mayoría de los norteamericanos tiene una buena imagen de los mexicanos y que la mayoría de los mexicanos percibe benignamente a los norteamericanos. Una estrategia orientada a capitalizar esta fuente de sensatez y buena voluntad no haría sino fortalecer los vínculos así como reducir o eliminar el atractivo de criticar lo mexicano como mecánica electoral. El problema es político y eso obliga a cambiar paradigmas, trascender lo estrictamente diplomático que hace mucho fue rebasado por la realidad. Muchas son las propuestas que existen para avanzar estos temas. Lo urgente es echarlos a andar.

Los vecinos no se escogen y la mayoría requiere cuidados para hacer funcionar la relación bilateral. Quizá no haya mejor ejemplo de esto que Francia y Alemania, dos naciones que por años se dedicaron a exterminarse mutuamente y que, sin embargo, encontraron un modus vivendi que ha arrojado beneficios inconmensurables. No hay razón por la cual México y EUA no pudieran encontrar una nueva forma de relación a partir de una estrategia política idónea.

Una estrategia de esa naturaleza se abocaría a modificar percepciones así como crear un entorno de confianza y certidumbre en la relación bilateral. Lo anterior implicaría dedicarnos a presentar las muchas facetas de la realidad mexicana, debatir los costos y beneficios de la migración, hacerlos partícipes de nuestra riqueza cultural y construir puentes que sirvan como vehículos de solución a problemas mutuos. Es decir, la estrategia incluiría el tema migratorio pero no se concentraría solamente en él: atendería a los migrantes de una manera integral, pero iría mucho más lejos.  El objetivo consistiría en reducir las tensiones que generan las circunstancias particulares de nuestra vecindad (tanto los números involucrados en la migración como en la relación comercial), pero sobre todo a neutralizar las fuentes de protesta que estas circunstancias producen. Y para eso se requeriría un amplio despliegue coordinado por el gobierno pero que incluiría a todos los componentes de la sociedad mexicana que tienen presencia en ese país, incluyendo a figuras emblemáticas y a los empresarios. Construir en lugar de hostilizar o ser hostilizados.

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Vía resbaladiza

Luis Rubio

El camino de las restricciones a la libertad es siempre resbaladizo. Se comienza con una argumentación lógica y razonable de por qué es benéfico incorporar limitaciones y prohibiciones pero se termina con un número creciente de impedimentos y mecanismos de control que, poco a poco, cambian la naturaleza de la sociedad y los procesos políticos. Es por eso que, luego de contemplar los riesgos de limitar la expresión, una sociedad tras otra ha optado por los riesgos y costos de la libertad por sobre los del control.

En su esencia, la libertad de expresión surge de dos principios fundamentales, uno ético y el otro práctico. Por el lado ético y filosófico, la libertad de pensamiento está íntimamente ligada a la de expresión y ambas caracterizan al ser humano –de hecho lo definen- y lo diferencian del resto de los habitantes del planeta. Por el lado práctico, la expresión, tanto positiva como negativa, es un medio fundamental para asegurar que quienes toman decisiones en la sociedad, tanto los ciudadanos en lo individual como los órganos colectivos de decisión social, estén ampliamente informados y conozcan todas las opiniones y posturas que existen y se manifiestan en relación a un determinado tema. Así, tanto por razones filosóficas como prácticas, la libertad de expresión es central a la vida de una sociedad que aspira a ser amable, participativa y democrática.

Al mismo tiempo, es evidente que no todas las ideas que se escriben o publican son amables, altruistas o constructivas. Algunas de las cosas que se publican son ofensivas, odiosas, racistas, atacan a terceros, incitan a la violencia o son, simplemente, vulgares. Algunas de esas expresiones son ideas divergentes, propuestas que responden a grupos interesados en algún tema,  postura pública o convocatorias a favor o en contra de determinado candidato, legislación o partido político. Pero todas son ideas que reflejan el sentir de una sociedad tan compleja (y acomplejada) como la mexicana y se amparan en la preocupación  original del constituyente, que precisamente con ese propósito redactó de manera majestuosa el Artículo 6°: “la manifestación de las ideas no será objeto de ninguna inquisición judicial o administrativa”.

El problema es que es difícil, por no decir imposible, separar lo que para unos es un lenguaje amable pero para otros es hostil. En una sociedad moderna, integrada por millones de individuos con muy distintas ideas y formas de ver las cosas, es imposible encontrar definiciones de lo que es una expresión legítima y cuál no. Para empezar, ¿quién lo juzga?, ¿quién tiene derecho de juzgarlo? Y esa es la razón por la que prácticamente todas las sociedades modernas acaban optando por un régimen de libertad de expresión plena: mejor el riesgo del exceso que el de la censura porque uno sabe dónde comienza la censura, pero nunca donde termina.

La decisión de nuestros legisladores de incorporar restricciones a la libertad de expresión de quienes podrían “contratar propaganda en radio y televisión dirigida a influir en las preferencias electorales de los ciudadanos…” responde a una situación de coyuntura (la elección de 2006) pero abre una enorme caja de Pandora. Es claro que la libertad de expresión no es un valor absoluto, como nada es absoluto en la vida. Pero las restricciones a la expresión que existen en sociedades democráticas son de una naturaleza muy distinta a la que aquí se pretende practicar. En aquellas sociedades esas restricciones se refieren a situaciones que incitan a la violencia, a producir conductas ilícitas o a causar un daño irreparable, pero no a limitar la capacidad de los ciudadanos, o de algunos ciudadanos, a expresarse por el método de su preferencia en materia electoral o política, justamente lo que la Constitución consagra y protege en el Artículo sexto.

El razonamiento legislativo al incorporar restricciones a la libertad de expresión parece animado por el legítimo objetivo de propiciar la cohesión política y reducir la conflictividad existente. Pero al intentar tutelar ese interés público no se meditaron las consecuencias ni se reparó en sus potenciales implicaciones. Y esto no es novedoso: en algún momento de su historia todos los gobiernos del mundo han sucumbido ante el impulso de controlar el pensamiento y la expresión, y nuestro pasado nada remoto es testigo vivo y fehaciente de lo que pueden producir los controles y la uniformidad de posturas, ambos objetivos de la ley electoral reciente.

Nuestra historia ha sido peculiar en esta materia porque por décadas gozábamos de la protección formal que nos confería la Constitución, pero a lo largo de la era priísta siempre existieron restricciones reales a la libertad de expresión. Es decir, a pesar del texto constitucional, había una sola manera aceptable de pensar. El mexicano no era un entorno propiamente fascista o totalitario, pero sí pretendía y esperaba sumisión y coincidencia plena con el régimen. Y ese prurito de la uniformidad creó muchos de nuestros problemas actuales, porque al restringir la creatividad humana como lo hacía el sistema priísta se creó una mentalidad conformista que hoy hace muy difícil a la ciudadanía y al país competir y ser exitoso en la era de la información y el conocimiento.

La derrota del PRI en el 2000 no se tradujo en un cambio radical en materia económica o social, pero sí transformó el ámbito de la discusión pública, el de los medios de comunicación y, en una palabra, el de la libertad de expresión. Y esa es la razón por la cual es imperativo protegerla en toda su extensión, deliberadamente sesgando todas las reglas existentes en la materia hacia la apertura, de tal suerte que se coarte la inherente proclividad de nuestros políticos a avanzar la causa del control, la censura y el secreto.

También es esa la razón por la cual gustoso me sumé a un grupo de amigos y colegas, a quienes respeto por su entereza, en solicitar un amparo contra las restricciones que se incorporaron en el Artículo 41 de nuestra Constitución. No es que crea que la libertad de expresión sea un derecho absoluto sino que viví en carne propia los excesos del régimen anterior en la forma de amenazas veladas, llamadas a deshoras e invitaciones a dejar de decir o escribir, y estoy convencido de que eso no es lo que merece nuestra ciudadanía o lo que mejor conviene al futuro del país. Todos y cada uno de los colegas que firmamos la solicitud de amparo conoce bien esa historia, algunos con mucha más intensidad que yo. Más importante, ninguno propone hacer mal uso de la libertad de expresarse: simplemente está comprometido con que se preserve intacta la garantía de que esa libertad exista para todo aquel que quiera hacer uso de ella.

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Nuevo Trato

Luis Rubio

Confrontado con una profunda crisis social, una economía en estado de depresión y con una total desazón, Franklin D. Roosevelt inventó una salida política que acabó transformando a su país. El New Deal, o “Nuevo Trato” como se le ha traducido, fue un proyecto esencialmente político. Aunque con frecuencia se asocia a un conjunto de instrumentos particulares, algunos más exitosos que otros, en su corazón el proyecto era uno de reconciliación nacional, de inclusión política y de transformación económica. El reto que enfrentaba Estados Unidos al inicio de los treinta del siglo pasado no es muy distinto, en concepto, a nuestra situación actual.

El país lleva años sufriendo una alta conflictividad social y un muy pobre desempeño económico. Aunque a lo largo de los ochenta se comenzó a reconstruir la economía luego del caos de los setenta y se logró un alto grado de aprobación por parte de la población al proceso de modernización del país, la crisis del 94-95 acabó por darle al traste. Para finales de los noventa el gobierno había logrado reestabilizar la economía pero el consenso social detrás de la modernización económica había desaparecido. Ese cambio de actitudes dio pie y se convirtió en el factor crucial de la enconada contienda electoral del 2006.

Independientemente de sus causas mediatas e inmediatas, el conflicto político reciente evidenció un profundo rencor social, un resentimiento contra diversos sectores de la sociedad (sindicatos, políticos, grandes empresas, etcétera) y una reprobación a los últimos gobiernos por su incapacidad para lograr elevadas tasas de crecimiento tanto de la economía como del empleo. Aunque las circunstancias son claramente distintas a las de EUA hace ochenta años, en términos políticos a México le urge un “nuevo trato”.

Un proyecto de esa naturaleza sería ante todo un planteamiento político: una invitación a la sociedad en su conjunto para reconfigurar al país. Por definición, un planteamiento de esa índole tendría que ser profundamente incluyente (todos tienen igual derecho de participar) y su objetivo sería el de que todos los mexicanos acaben percibiendo que van a ser una parte beneficiada de la distribución de los recursos. Es decir, para poder echar a andar a la economía del país se requiere de una redefinición política.

A diferencia del mundo de los veinte en que los gobiernos prácticamente no tenían presencia alguna en la actividad económica, los gobiernos de hoy, incluido el nuestro, tienen una amplia participación en la economía (baste pensar en los monstruos energéticos en nuestro caso) y su ingerencia en los procesos de toma de decisiones son vastos y no siempre muy constructivos. Por estas razones, la estrategia de Roosevelt de convertir al gobierno y su gasto en una inmensa fuente de impulso económico no es aplicable a nuestra realidad actual. Sin embargo, la esencia del Nuevo Trato no residió en el crecimiento del gasto gubernamental (aunque eso sin duda fue lo más visible), sino en los arreglos institucionales que transformaron a su país.

México necesita inventar un esquema similar. La condición esencial para que sea posible reconstruir la tranquilidad social reside en que toda la sociedad haga suyo el proceso de desarrollo y eso es imposible en la actualidad toda vez que, con razón o sin ella, la mayoría de los mexicanos percibe que todo está sesgado a favor de unos cuantos. Si uno acepta que más allá de la naturaleza del régimen político, la mayoría de las decisiones que se toman en un país versan, al menos en parte, sobre la distribución de los recursos y beneficios entre los que unos ganan y otros pierden, entonces la percepción de legitimidad de esas decisiones es clave para la viabilidad del régimen. En el México de antes, la combinación de un gobierno poderoso con capacidad de limitar excesos por parte de actores políticos o de otro tipo y de una economía en crecimiento conferían suficiente legitimidad para funcionar.

Pero ese contexto ya no es el del México de hoy. La libertad de que hoy se goza es mucho más amplia que en el pasado, pero el crecimiento de los llamados poderes fácticos y sus abusos (percibidos como privilegios inconfesables o capacidad de imposición) y un pobre desempeño económico se han combinado para producir una aguda ilegitimidad no necesariamente para el gobierno, pero sí para el régimen. La legitimidad es crucial para emprender proyectos transformadores, por lo que quizá una explicación lógica de la parálisis de la última década reside más en que la población no tiene incentivos para cambiar, toda vez que cree o sabe que los recursos se distribuirán de una manera sesgada. La democracia consiste en un entramado institucional que permite, o debe permitir, una distribución equitativa de esos beneficios. La población se sumará no cuando tenga la cultura idónea para ello, sino cuando perciba que va a ser beneficiaria.

Es evidente que un esquema de esta naturaleza, un “nuevo trato” implicaría perdedores: todos aquellos que impiden el progreso, comenzando por los burócratas dedicados a obstaculizarlo todo, los políticos que inventan los obstáculos (o las condiciones que los hacen posibles), los tribunales corruptos, los reguladores que trabajan no para el bien de la colectividad sino para los regulados y los sindicatos que viven en un mundo de privilegios sin parangón en el mundo civilizado. No menciono a las empresas, muchas de ellas extraordinarios beneficiarios del sistema, porque el problema es de la incompetente regulación y control que hace posibles sus abusos.

Dos problemas hacen difícil lanzar una iniciativa tan ambiciosa como un “nuevo trato”. En primer lugar, es evidente que estamos donde estamos porque no ha habido capacidad o disposición para enfrentar a los intereses que medran del desarrollo y que son los que la población percibe como beneficiarios ilegítimos. En segundo lugar, el abuso en el lenguaje que los gobiernos “revolucionarios” emplearon para convencer a la población e intentar construir legitimidad, así fuera artificial, produjo la inevitable suspicacia que caracteriza al mexicano desde épocas ancestrales. Un gobierno decidido a emprender una verdadera transformación tendría así dos enemigos formidables: los de los intereses reales y los de una población escéptica por necesidad.

Nada de esto niega las virtudes de combatir criminales o mejorar cosas específicas de la gestión gubernamental, pero sí sugiere que el crecimiento y los empleos no llegarán sino hasta que la población crea que también serán suyos.

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Hacia el 2008

Luis Rubio

La incapacidad de crecimiento que exhibe la economía mexicana trasciende las explicaciones puramente económicas. Nuestra economía creció mucho y de manera sostenida hace algunas décadas y lo hace erráticamente y en menor medida en años recientes. El tema es controvertido por razones obvias: porque ha dejado atrás a un importante segmento de la población y por las enormes oportunidades que se han perdido en el camino. Si bien es obvio que hay factores económicos que tienen una enorme influencia sobre la tasa de crecimiento, me parece evidente que nuestras dificultades en esta materia los rebasan.

La contienda presidencial del año pasado expuso las líneas de quiebre que sobre el crecimiento económico existen en el país. Aunque disfrazadas con atuendos económicos, su contenido era profundamente político. Un argumento esgrimido radicaba en que la globalización era un hecho y teníamos que crear las condiciones para competir y ser exitosos en ese ambiente. Quienes defendían esta postura partían de la premisa de que los mexicanos somos capaces de ser exitosos si existen las condiciones que favorezcan esa oportunidad. En sentido contrario se presentaba otro argumento: el gobierno había fracasado en su función primordial que es la de velar por el bienestar de las personas. Quienes defendían esta postura le confieren una importancia menor al desempeño de los individuos y le asignan toda la trascendencia al gobierno como factor de éxito económico.

La visión liberal que coloca al individuo como centro y objetivo del desarrollo se ve así confrontada con la visión estatista que coloca al gobierno como el factor de transformación social. Se trata de dos visiones radicalmente distintas pero que gozan de un común denominador usualmente poco reconocido: ambas parten de un mismo principio donde el gobierno tiene un papel medular que jugar (aunque muy distinto en cada caso), y ese papel tiene que ser muy exitoso. Para decir lo menos, la experiencia de las últimas décadas, de 1970 en adelante, permite afirmar que esa premisa en México no ha tenido lugar.

En un estudio que comparaba la importancia de la confianza entre los actores sociales y la corrupción en China y Filipinas se argumentaba que la corrupción resulta poco importante cuando hay altos niveles de confianza en una sociedad. Una hipótesis que se podría aplicar a México sugeriría que la ruptura de esa confianza en las décadas pasadas explica la diferencia del desempeño económico entre los sesenta y la era actual. Un estudio reciente, sobre el desempeño gubernamental, tiende a fortalecer esta hipótesis.

La pérdida de confianza en la sociedad mexicana parece evidente. Las sucesivas crisis a partir de los setenta produjeron no sólo dislocaciones económicas a nivel macroeconómico, sino verdaderos dramas familiares y empresariales. La destrucción de ahorros y la desaparición de empleos, la acumulación de deudas impagables y las amenazas (y realidades) de los cobradores de cuentas fueron todos factores que minaron, si no destruyeron, los fundamentos que hacen posible la confianza entre las personas. De esta forma, la población no sólo perdió confianza en sus incompetentes autoridades, sino también en sus contrapartes sociales. La suma de ambas es al menos un factor que permite entender las diferencias entre los sesenta y la actualidad y, quizá, el contraste en el desempeño económico entre ambos periodos.

Además de los factores no intencionados que produjeron esta pérdida de confianza, es imperativo entender la estrategia de polarización política observada en los últimos años como un factor adicional en este proceso de destrucción. A pesar de que llevamos doce años de estabilidad financiera, así como de un esfuerzo claro y sistemático por restablecer la confianza de la población en el gobierno, los intentos por minarla que atestiguamos en 2006 no hacen sino abonar el viejo dicho: toma años construir credibilidad y confianza, pero lleva un instante destruirla.

En un libro nuevo (The Bottom Billion, Oxford), el profesor Paul Collier considera al desarrollo dependiente de dos factores que tienen que estar presentes de manera conjunta: la oportunidad y la capacidad de asirla. La oportunidad tiene que ver con mercados, recursos (naturales o humanos) y geografía, en tanto que la capacidad de asirla depende enteramente de la calidad del gobierno. Una sociedad con recursos disponibles pero un gobierno incompetente no va a ser exitosa, pero un gobierno exitoso sabrá crear o encontrar las oportunidades para lograr el desarrollo.

En su análisis, el profesor Collier encuentra que cuando hay recursos, un país puede experimentar crecimiento económico, pero éste dura poco si no hay un gobierno competente que sepa convertir la oportunidad en desarrollo. Los países ricos en recursos naturales pero con malos gobiernos (como nosotros en los setenta) son un buen ejemplo de lo anterior: la explotación del recurso necesariamente genera beneficios en la sociedad, pero éstos son efímeros si no existe un gobierno capaz de traducir la oportunidad en desarrollo. Países como Bangladesh, a pesar de su permanente turbulencia política y corrupción, han logrado convertir a la mano de obra en una oportunidad. Otras naciones, como Singapur o Corea, transformaron a la población, a través de la educación, en su recurso más preciado.

Desde la perspectiva del Profesor Collier, el éxito económico de un país depende enteramente de la calidad de su gobierno. Cuando hay un gobierno competente, la sociedad va a prosperar, y viceversa: cuando el gobierno es incompetente, la prosperidad será imposible. Desde esta perspectiva, lo que importa no es la orientación del gobierno, sino su calidad: un gobierno puede tener una presencia amplia en la economía o ser el paladín del mercado, pero lo que importa es su competencia y calidad. En México hemos debatido sobre la visión política e ideológica que el gobierno debe tener sin reparar en lo esencial: que antes de optar por lo ideológico falta que primero éste funcione.

Para Collier, hay ciertos elementos comunes en los gobiernos competentes, independientemente de su orientación: todos ellos se preocupan por eliminar duplicidades burocráticas, transparentan sus decisiones y le confieren un alto valor a la permanencia de las reglas del juego (sobre todo en temas clave para el desempeño económico, como lo fiscal y regulatorio). En México reprobamos en cada una de estas materias. Sin duda debemos comenzar por mejorar la calidad del gobierno

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Cambio de actitud

Luis Rubio

Hay dos maneras de entender y evaluar el crecimiento de las economías exitosas. La primera es analizando los elementos técnicos que las caracterizan, lo que en el ámbito de los mercados financieros se conoce como los fundamentales aunque eso no tenga mucho sentido lingüístico, es decir, los índices de desempeño en términos de inflación, déficit fiscal, balanza de pagos, etcétera. La segunda requeriría dilucidar los factores que efectivamente lograron enfocar a una economía hacia el crecimiento. En México tenemos perfectamente claro lo primero pero estamos en ascuas respecto a lo segundo.

Los economistas, de México y del resto del mundo, llevan años debatiendo con frecuencia peleando- sobre cuales son los factores que hacen posible el crecimiento. Algunos, nostálgicos, asocian crecimiento con gasto público deficitario porque supuestamente así funcionó hace varias décadas; otros, optimistas, suponen que unos cuantos cambios legales y regulatorios eliminarían los obstáculos e impedimentos que hoy mantienen aplacado el potencial de desarrollo de nuestra economía.

El grupo llamado Huatusco ha estado discutiendo todos estos elementos en los últimos años; han debatido los temas relativos al gasto público y al comercio exterior, los derechos de propiedad y las reglas del juego. Su gran mérito, que no es pequeño dado nuestro conflictivo entorno político, es el de haber logrado sentar en una misma mesa a economistas de todas corrientes e ideologías y su diálogo ha logrado reducir las brechas conceptuales que habían dominado (y nublado) el panorama político y académico por años.

Lo lamentable es que todos esos diálogos y debates no han tenido impacto alguno en el medio político. La contienda de 2006 mostró que las brechas y los mitos permanecen tan profundos como siempre en estos ámbitos y que nuestros políticos no han tenido la imaginación para remontar esas diferencias. Más bien, al contrario: han convertido esas brechas en obstáculos para una discusión seria de qué es lo que hará posible transformar a la economía mexicana. Como ilustra la recientemente publicada Encuesta Ingreso Gasto de los Hogares, a nuestra economía le ha ido mejor de lo que las cifras oficiales sugieren, pero seguimos teniendo un desempeño por debajo de los deseable y, ciertamente, de lo posible. Más grave, por mucho diálogo, debate o confrontación que exista en materia del desarrollo económico, claramente no estamos cerca de encontrar la piedra filosofal en estos temas.

De hecho, a juzgar por lo que ocurre en otras latitudes, es posible que la forma de comportarse y actuar de nuestros políticos tenga un mayor impacto sobre el crecimiento económico que muchos de los temas más técnicos en que se concentran los debates entre especialistas.

Si uno analiza los indicadores económicos de un gran número de naciones (las estadísticas que semanalmente reporta la revista The Economist es un buen lugar para compararlos), lo primero que resulta evidente es que, en fuerte contraste con lo que ocurría hace una década o dos, hoy en día hay muchos más países que satisfacen los requisitos técnicos (los llamados fundamentales) que países que evidencian economías fuertes y pujantes. Es decir, la solidez de los principales indicadores económicos es una condición necesaria para el crecimiento, pero no suficiente. No hay país en el mundo que haya crecido de manera sistemática por largos periodos de tiempo que no tenga una fuerte solidez en su macroeconomía; al mismo tiempo, no todos los países que tienen solidez macroeconómica crecen de manera elevada y sostenida. En México tenemos que encontrarle la cuadratura a esta paradoja.

Una cosa que resulta clara de observar a las economías del mundo que en las últimas décadas se han distinguido por su capacidad de lograr elevados índices de crecimiento es que no hay un factor único y excepcional que explique su éxito. Pero todas satisfacen dos características que las distinguen de manera dramática respecto al resto del mundo.

Por una parte, todas las naciones que crecen con celeridad pensemos en India, China, Irlanda, Corea, Inglaterra, Chile y el sudeste asiático- se caracterizan por su fortaleza macroeconómica: algunos tienen inmensos superávit fiscales y sus reservas internacionales se cuentan en los cientos de billones de dólares. Pero, como mencionaba antes, la fortaleza macroeconómica no es el factor explicativo. En México llevamos más de una década en esas condiciones y nuestros indicadores son tan convincentes como los de cualquiera de las naciones citadas.

Además, aunque todos estos países evidencian fortalezas en tal o cual tema o sector, también tienen severas deficiencias en muchos otros. India es un ejemplo perfecto: si bien su economía ha logrado tasas envidiables de crecimiento, el país sigue siendo terriblemente pobre, su infraestructura es patética y sus rezagos son inenarrables. Con todos nuestros males, el producto per cápita del mexicano es diez veces superior al del hindú.

La explicación del éxito económico no se encuentra en la macroeconomía ni en el conjunto de factores que, en ánimo de resumir, categorizaría de técnicos, incluyendo lo fiscal, regulatorio, derechos de propiedad y demás. Lo que parece diferenciar a esas naciones es su actitud para enfrentar y resolver sus problemas y limitaciones.

India e Irlanda son dos ejemplos particularmente señeros en esta materia. Sin pretender equipararlos en modo alguno (esto sería absurdo e imposible), lo que los asemeja es su rezago y deterioro ancestral. A lo largo de todo el siglo XX, ambas naciones se rezagaron respecto a sus pares regionales: eran más pobres, peor organizados y ambos expulsaban a su gente más talentosa. Sin embargo, algo les hizo cambiar de manera dramática en las últimas décadas. Aunque ambos llevaron a cabo reformas importantes, lo que de verdad hizo posible su transformación fue un cambio de actitud. Un buen día, se dio un colectivo basta y comenzaron a dejar de culpar a los otros de sus males para ponerse a enfrentarlos.

El cambio en India no fue producto de un gobierno visionario que lo transformó todo, sino de muchos miles de acciones individuales que, poco a poco, crearon clusters de crecimiento que, agregados, comenzaron una amplia transformación. En México vivimos un cambio de actitud al inicio de los noventa que no se consolidó, pero mostró que es posible cambiar mucho con una actitud proactiva. El problema es que las actitudes las tiene que cambiar cada quien por su propia cuenta. El reto es comenzar.

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