Informalidad

Luis Rubio

Aunque a muchos les moleste la presencia de vendedores ambulantes y del comercio callejero, la sociedad mexicana parece haber aceptado la informalidad como una forma legítima de vivir y ganarse la vida dada la hostilidad burocrática y las dificultades inherentes a la creación de empresas formales. Y no cabe la menor duda de que el comercio informal, así como otras actividades económicas que operan al margen de la legalidad, han permitido que innumerables individuos y familias la hagan en la vida como quizá no lo hubieran podido hacer bajo las reglas tradicionales del juego. Es decir, hay una lógica y explicación razonable tanto para la existencia de la economía informal como para la decisión, al menos de facto, de participar en ella. Lo que pocas veces se aprecia es el costo que ésta entraña para la sociedad y el desarrollo económico. A la larga, mientras mayor sea la economía informal, menor será el potencial de desarrollo del país.

¿Por qué surge la economía informal pero, sobre todo, cuáles son las causas de su proliferación y crecimiento? Aunque hay muchas hipótesis, la evidencia sugiere que existen dos grandes temas y perspectivas- que la hacen posible. Primero está el momento en que se establece el primer comercio o fábrica sin permiso alguno, frecuentemente en la calle, sin local establecido. El otro momento, esencial para el nacimiento de la informalidad, ocurre cuando la autoridad responsable (llámese gobierno municipal, que tiene jurisdicción sobre la creación de empresas y la responsabilidad de hacer valer la ley para todos, o gobierno federal, a través de entidades como la Secretaría de Hacienda, de Salud o el IMSS) decide hacerse de la vista gorda. En este sentido, la explicación más frecuente, y convincente, de la existencia de la informalidad es que hay tantas trabas burocráticas para la creación de empresas y para su operación cotidiana, que muchos optan por instalarse sin permiso.

Los primeros informales en instalarse tienden a ser hostigados por diversas autoridades, pero en la medida en su número se incrementa, el poder público tiende a abandonar su función de regulador e inspector y, sobre todo, su responsabilidad ante el conjunto de la sociedad, para convertirse en gestor político de los informales. Es decir, a los ojos de las autoridades municipales, una vez que la informalidad se incrementa, el tema deja de ser uno de autoridad para convertirse en una nueva realidad política. Algunos gobernantes utilizan a los informales para sus propios fines: desde la extracción de mordidas, hasta la movilización para fines políticos. El punto fundamental es que los informales acaban convirtiéndose en una realidad política y, cuando esto sucede, todo cambia.

Si parece evidente la racionalidad que lleva a una persona a establecerse en el mundo de la informalidad, también lo es su permanencia en él. A final de cuentas, visto desde la perspectiva de una persona de origen modesto, la informalidad constituye una oportunidad, quizá la única, para desarrollarse, tener un negocio propio y valerse por sí mismo en un momento en el que el país no genera muchas fuentes de empleo formal, sobre todo para personas carentes de habilidades técnicas típicas de una educación avanzada y con una relativa alta calidad. Lo que es más, desde un punto de vista político, es evidente que la economía informal (al igual que la migración a Estados Unidos) ha tenido el efecto de disminuir tensiones en México. La contraparte de ese beneficio es que la economía informal limita el crecimiento de las empresas y de las personas porque depende de relaciones personales, es decir, nunca se institucionaliza.

Hace no mucho se llevó a cabo un estudio en Rusia sobre el mercado del comercio al menudeo. Muchas empresas internacionales, como la francesa Carrefur y la inglesa Safeway, habían considerado entrar en ese mercado, como lo han hecho alrededor del mundo. El estudio demostró que los comercios informales, que no pagaban renta, impuestos o seguro social, podían ofrecer precios menores que las cadenas comerciales más exitosas del mundo. A primera vista, uno podría concluir que lo ideal sería que proliferaran esos comercios. Sin embargo, lo que el estudio demuestra es que quienes tienen acceso a esos comercios informales obtienen mejores precios, pero la mayoría de la población, la que recurre a comercios establecidos, acaba pagando precios más elevados. Es decir, la economía informal tiene el efecto de impedir la modernización del sector comercial, lo que se traduce en beneficios para unos cuantos y precios elevados para todo el resto.

La economía informal tiene el efecto no sólo de distorsionar los sectores formales de la economía sino también a los procesos de decisión política. En el primer caso, la informalidad distorsiona la competencia e impide la evolución normal de las empresas legales y establecidas. Lo normal (y deseable) es que las empresas más productivas sustituyan a las menos productivas, pues eso es lo que permite elevar los salarios, disminuir los precios y beneficiar al consumidor. La economía informal impide esa evolución, afectando el potencial de desarrollo del país en su conjunto.

Pero el impacto político de la economía informal es todavía peor. La informalidad contribuye a que persista la parálisis que caracteriza al país en la actualidad. Por razones obvias, con excepción de los temas fiscales, toda la discusión que domina al debate público sobre temas como la competitividad y la reforma fiscal es irrelevante para la economía informal. De esta manera, mientras mayor es su tamaño, menor es el interés de la sociedad y de los políticos por resolver los problemas del país en terrenos como el judicial, fiscal o eléctrico, por citar algunos evidentes. Aunque parezca de Perogrullo, como la informalidad opera fuera de los canales formales, no le interesa ninguna reforma en el ámbito de lo formal. Ese hecho se convierte en un factor permanente de freno para el desarrollo del resto de la sociedad.

En adición a lo anterior, la informalidad no está compuesta por hermanas de la caridad. Se trata de un mundo duro, violento, frecuentemente dominado por mafias. En ese mundo, los conflictos y disputas se dirimen por medios informales, lo que desplaza a las fuerzas formales del orden, destruyendo con ello, aun sin pretenderlo, la posibilidad de que se resuelva el problema de la inseguridad que aqueja a la ciudadanía en general. Por donde uno la vea, la informalidad es perniciosa. La pregunta es si habrá la visión y capacidad para lidiar con ella.

 

Reformas ‘¿light?’

Luis Rubio

Todo parece indicar que en lo profundo de nuestro subconsciente colectivo, los mexicanos tenemos alma de guerrilleros. Al menos en la retórica, tenemos una franca preferencia por las grandes soluciones y descalificamos cualquier hecho (decisión, acción o reforma) que no lo transforme todo de una vez. Ante cualquier propuesta de modificación del statu quo surgen las frustraciones y las acusaciones: que no se avanzó nada, que se destruyó todo. El maniqueísmo de nuestro subconsciente es muy revelador de la suma de expectativas desmedidas y frustraciones acumuladas e impide apreciar con objetividad dónde hay avances y dónde no o cuándo una determinada acción entraña cambios relevantes y cuándo no.

Desde que comenzó la era de las reformas en los ochenta, el país se ha batido en una lucha intestina de varias pistas. En el centro está la disputa por el modelo: la construcción de un país moderno y rico frente a la perseverancia de un modelo estatista que logró estabilidad pero no riqueza y libertad. A los lados, en las pistas paralelas están, por un lado, la disputa sobre los métodos para cambiar al país: sobre todo entre quienes consideran que las instituciones existentes, buenas o malas, son el medio necesario para realizar los cambios requeridos, y quienes encuentran en la violencia, los plantones y la imposición un método idóneo para avanzar su causa. En el otro lado está la disputa entre los puristas: aquellos que quieren la perfección y sólo la perfección y aquellos que hacen el verdadero trabajo político y legislativo, con frecuencia diluyendo significativamente los alcances de los proyectos.

Cada una de estas dinámicas ha marcado al país en las décadas recientes y ninguna ha desaparecido. Todas las pistas siguen vivas y activas y caracterizan alguna parte de nuestro diario peregrinar. La toma de Reforma o de la tribuna del Congreso es indicativa de los métodos que se emplean en la lucha; la confrontación de modelos y perspectivas, que llegó a su punto álgido en la elección de 2006 y continúa con el debate energético, muestra de manera patente la disputa central; y el uso de calificativos como excesivo, light, pequeño, anti patriótico, privatizador, etc. ilustra la discusión entre los puristas.

En el devenir de las reformas que se han instrumentado en todos estos años ha habido de todo: reformas exitosas y reformas fallidas, reformas costosas y reformas rentables. La definición misma de éxito o fracaso es un tema de disputa: en ausencia de parámetros convencionales o de algunos que sean aceptados por todos, la definición de éxito queda sujeta a los cálculos políticos o preferencias ideológicas de los interesados. Quizá nada ilustre mejor esta disputa que el caso de Telmex: para algunos esa privatización es el epítome del éxito porque logró convertir un servicio anquilosado y paralizado en una empresa dinámica capaz de ofrecer los mejores servicios a los usuarios; para otros la trasferencia de un monopolio público a uno privado no hizo sino enriquecer a su nuevo dueño, quien no tiene incentivo alguno para ofrecer servicios a precios competitivos. El éxito o el fracaso está en el ojo de quien lo observa.

Otro caso relevante es el del encarcelamiento de Joaquín Hernández Galicia la Quina. Esa acción, emprendida por Carlos Salinas al inicio de su sexenio, mostró la disposición del nuevo gobierno por enfrentar cualquier oposición al cambio de modelo. A la legalita o a la legalona, el otrora líder de los petroleros fue encarcelado. La empresa quedó paralizada unos días, se impuso un nuevo liderazgo sindical, más benigno al régimen, y se cambiaron algunas cláusulas del contrato colectivo, pero pronto se retornó a lo de siempre. Un gran cambio, aparatoso y vistoso, pero sin mayor consecuencia en términos de la funcionalidad de la empresa o de la afectación de beneficios para los sindicalizados. Con esto no quiero minimizar la importancia política del hecho de enfrentar a un poderoso líder obrero, acción que se ha convertido en mención obligada para toda discusión política en el país: el quinazo cambió a México y se convirtió en punto de referencia inevitable. Pero no se puede perder la perspectiva: fue un acto de poder, no un acto de reforma. El hecho de remover al líder petrolero no cambió al sindicato o a la empresa: seguimos teniendo el mismo sindicato abusivo y corrupto y la misma empresa improductiva.

Por definición, una reforma entraña cambios en el statu quo: la afectación de intereses y la modificación de reglas fundamentales del juego. Los actores cruciales en el proceso se ven afectados y no tienen más opción que modificar sus patrones de comportamiento. Son éstas las reformas que se disputan en la pista central: las que modifican la esencia de la realidad económica, social o política del país. Son éstas las reformas que generan cambios en el comportamiento de actores como los sindicatos, empresarios, reguladores, etc. Uno puede estar de acuerdo o en desacuerdo con algunas de las privatizaciones realizadas en las décadas pasadas o con los cambios en regímenes como el de comercio exterior, pero todos ellos modificaron la interacción entre los actores centrales, los involucrados en el proceso, y la política en el país en general.

Desde este punto de vista, vale preguntarse cuándo una reforma es profunda y duradera y cuándo ésta es meramente superficial o light. El contraste entre el cambio de régimen del comercio exterior o la privatización de Telmex y las actuales propuestas de modificación a PEMEX es patente. El país cambió de manera radical como resultado de las nuevas reglas que norman el comercio exterior y, de igual forma, todo cambió con la privatización de Telmex. Telmex es hoy una compañía productiva y no una oficina burocrática, su sindicato aboga por la productividad y lucha por reivindicaciones laborales dentro de un esquema de negociación obrero patronal, no dentro de un marco político. No así PEMEX, donde todo sigue igual, como si la Quina siguiera ahí.

En un entorno tan polarizado es imposible establecer definiciones consensuales de éxito o fracaso. Más allá de las preferencias de modelo que cada uno tenga, parece bastante evidente que una reforma es exitosa cuando logra su cometido: cuando se transforma la actividad o sector en la dirección que se anticipaba sin efectos colaterales indeseables. Lo importante no es si sigue el sindicato o su liderazgo, sino la medida en que su naturaleza cambia. Ahí esta el contraste entre Telmex y PEMEX. El calificativo de light es espurio porque no sirve para determinar nada, excepto evidenciar los prejuicios de quien lo emplea.

 

AMLO

Luis Rubio

Más allá de los agravios que reclama, éste es el discurso que yo quisiera escucharle al activista social que se ostenta como presidente legítimo y que en su cruzada golpea al PRD sin sumar adeptos a su causa y proyecto:

A los mexicanos de todas edades, ideologías, posición social y nivel económico:

A lo largo de los últimos veinte meses me he dedicado a reivindicar el triunfo que estaba convencido de haber logrado en las elecciones de 2006. He visitado todos los rincones del país y he conversado con mexicanos de toda la república. He escuchado posturas e ideas de compatriotas de todo origen y estatura social, desde los más radicales hasta los más conservadores. En este periodo he podido percatarme que los mexicanos somos un pueblo noble que, mayoritariamente, no quiere violencia ni quiere sacrificar lo que penosamente se ha logrado.

En esta perspectiva, me dirijo a ustedes, a todos los mexicanos, tanto a quienes me han apoyado y se han solidarizado conmigo como a aquellos que reprueban las formas o el contenido del movimiento que encabezo y a quienes he atacado en repetidas ocasiones, para proponerles la creación de un movimiento nacional por la estabilidad y la paz, por el desarrollo del país y por su transformación para el beneficio de todos.

Comienzo por renunciar a la pretensión de haber ganado la elección de 2006. Reconozco haberme equivocado al decidir por una estrategia contestataria que nos ha dividido pero no por eso renuncio a mis convicciones y proyecto de construcción de un nuevo país.

A quienes han estado conmigo y han sido activos participantes del movimiento reivindicatorio les aseguro que sigo persiguiendo los mismos objetivos, creo en la transformación del país y albergo la certeza de que juntos podremos construir algo mejor, mucho mejor que lo que hoy existe.

A quienes se opusieron a mi candidatura, votaron por otras opciones y se sienten agraviados por mi discurso y acciones, les aseguro que reconozco los riesgos del activismo radical, me preocupa la posibilidad de que un paso en falso pudiera inflamar al país y les ofrezco un pacto de no agresión; asimismo les invito a dialogar y encontrar mejores formas de sumar esfuerzos y evitar que se nos parta el país.

En retrospectiva, veo que mi campaña para la presidencia adoleció de una imperdonable arrogancia. Las encuestas me decían que una amplia mayoría de la población votaría por mí y eso me hizo descuidar al resto de los mexicanos que, hoy lo reconozco, creían en mi y compartían el mensaje y los objetivos que yo enarbolaba, pero tenían la preocupación, y hasta el temor, de que mi proyecto de desarrollo pudiera traducirse en una nueva crisis económica que el pueblo de México no resistiría. Muchos también temían por la pérdida de sus bien ganadas libertades.

Muchos se preguntarán por qué este cambio de perspectiva. Les digo, les afirmo, que soy hombre de convicciones y que, con la misma serenidad y optimismo que ha caracterizado toda mi carrera política, he estado observando la forma en que evolucionan las cosas, la manera en que tanto mis promotores como detractores entienden mis proyectos y tengo que confesar que la complacencia ha sido desplazada por la preocupación.

En días recientes he podido observar la devoción con que se han comportado las brigadas que organizamos para defender nuestro petróleo (objetivo en el que creo fervientemente), al grado de no ser capaces de diferenciar entre actos legítimos y actos violentos, actos histriónicos y actos conducentes a la construcción de un mejor país. Yo no me voy a asociar con esas tácticas fascistas, yo no voy a ser un Tejero. Mi proyecto no cambia. Lo que cambia es la forma de lograrlo.

Estoy convencido que México requiere un cambio de dirección. La política económica que se ha seguido en las últimas décadas no conduce al desarrollo. Lo único que logra es desigualdad y el imparable empobrecimiento de una parte creciente de la población. Mis convicciones no han cambiado. Pero sí reconozco que los métodos que seguí en una primera etapa eran inadecuados y no lograron sino polarizar al país. En esas condiciones, ningún proyecto de desarrollo es viable.

El pueblo de México es uno y todos los mexicanos merecen un trato digno, cortés y civilizado. Esta convocatoria es una invitación a que todos los mexicanos nos sumemos en un gran proyecto común para el desarrollo en el que no haya perdedores sino muchos ganadores. Un proyecto del cual todos los mexicanos puedan ser socios y beneficiarios.

México tiene que cambiar. Pero el cambio no puede ser a partir de la destrucción de lo existente, sino mediante ajustes trascendentes dentro de nuestro marco institucional. Ese marco tiene defectos, pero es el único capaz de garantizar un proceso de cambio como el que nuestro país requiere en un ambiente institucional de paz. Además, sólo en un entorno de transparencia es posible conducir los asuntos públicos y, por mi parte, reconozco que la conducción de mi administración como jefe de gobierno del DF no fue ejemplar en términos de transparencia. Manifiesto que, de ganar las próximas elecciones, organizaré un gobierno modelo en términos de transparencia y rendición de cuentas. No permitiré que grupos individuales se arroguen derechos y prerrogativas que se constituyan en privilegios particulares.

México necesita una lucha a fondo contra los privilegios y las prebendas. Mi proyecto no es contrario al desarrollo ni se opone a los intereses de empresarios, sindicatos, agrupaciones o sectores. Todo lo contrario. Mi proyecto es incluyente y se propone eliminar aquellos mecanismos que no hacen sino beneficiar a unos cuantos a costa de la totalidad del país. No propongo nada que no sostengan quienes abogan por una estrategia de mercados competitivos.

Mis giras por toda la república me han enseñado que los mexicanos están hartos del abuso y de la falta de progreso. Planteo hoy ante la ciudadanía que yo asumo estas percepciones como la esencia de mi proyecto. Quiero un México en el que de verdad funcionen los mercados; quiero un México de instituciones fuertes; quiero un México en el que todos los mexicanos, sin distinción alguna, tengan la oportunidad de desarrollarse y progresar. Quiero, en una palabra, un México libre de privilegios y abusos.

Mis únicos enemigos son esos: el privilegio y el abuso. En el México de hoy hay muchos privilegios y mucho abuso. Tenemos que luchar contra estos males dentro de los marcos institucionales para defender las aspiraciones libertarias y de justicia del pueblo de México.

Convoco a todos los mexicanos. Sumémonos en un movimiento que verdaderamente transforme a México en orden y paz.

 

Enfoque

Luis Rubio

PEMEX es la onceava empresa petrolera del mundo. Sin embargo, sus índices de productividad y eficiencia son atroces. Emplea mucha más gente que sus pares internacionales, desperdicia mucha más energía que ellas, tiene pésimos resultados de operación y su contribución al desarrollo del país es infinitamente inferior al que podría ser. En otras palabras, el problema de PEMEX no es de dinero sino de administración. Felizmente, la iniciativa de ley presentada por el ejecutivo esta semana se enfoca precisamente a este tema.

El enfoque que adopta la propuesta gubernamental empata con el problema que existe. PEMEX es una empresa que no funciona como empresa; lo que es más, no fue creada para operar como empresa y es administrada como un órgano estatal donde los índices de eficiencia y productividad no son relevantes. Desde su creación, la entidad fue concebida como un instrumento para apaciguar al sindicato, enriquecer a los funcionarios públicos que designara la presidencia y apoyar los proyectos que el gobierno declarara como prioritarios. En una palabra, la entidad fue creada para explotar los recursos petroleros pero con criterios políticos, partidistas y con una infinita tolerancia a la corrupción. Se podría decir lo contrario: se concibió a la entidad como una fuente de corrupción institucionalizada. Y precisamente por eso el sistema político ha sido tan refractario a cualquier cambio en la entidad.

Luego llovió sobre mojado. Por muchos años, la entidad se administró como si fuese la caja chica del gobierno para los fines mencionados. En los ochenta, luego de la crisis originada en la caída de los precios del petróleo, el gobierno intentó reencauzar a la entidad, pero no abandonó los criterios políticos: simplemente los modificó. Con la creación de la entonces llamada Secretaría de la Contraloría, el gobierno sometió a PEMEX a un régimen de control administrativo y de gestión que, aunque quizá pudiera sonar lógico en concepto, tuvo el efecto de paralizar la toma de decisiones.

En lugar de avanzar hacia la construcción de una empresa debidamente organizada y constituida, con los debidos mecanismos de control y rendición de cuentas, el régimen instalado en los ochenta no hizo sino atemorizar a los funcionarios probos y competentes, a la vez que dio rienda suelta a los corruptos. Es decir, no cambió la forma de operar de la entidad, pero sí se introdujeron toda clase de mecanismos de control que sujetaban a los funcionarios a un régimen de terror.

Un muy alto ex funcionario de la entidad contaba la historia de cómo se decidió la inversión de un proyecto para Cantarel: el tamaño óptimo del proyecto, aquel que maximizaba la eficiencia y minimizaba los costos, era mayor al que requería la explotación de los pozos, pero era el más lógico en términos económicos. Los abogados personales de los funcionarios involucrados insistieron que la decisión debía ser por un proyecto de menor envergadura aunque el costo fuera mayor y la eficiencia menor, ya que ese modo de actuar no podría ser objetado por al Contraloría. El país acabó pagando mucho más gracias a la impecable lógica que había engendrado el monstruo de la Contraloría, hoy de la Función Pública.

La iniciativa de ley que presentó el ejecutivo federal esta semana no es muy vistosa porque no promete inversiones multimillonarias ni propone grandes cambios constitucionales que permitieran alebrestar al gallinero, pero hace algo mucho más valioso: propone convertir a PEMEX en una empresa. Más allá de proponer que en algunas áreas de la industria (como ductos y refinación) se permita la inversión privada, el objetivo central de la iniciativa reside en convertir a PEMEX en una empresa sujeta a un régimen de gobierno interno que garantice la transparencia y la obligue a arrojar resultados medidos en términos de eficiencia y productividad. En lugar de que su contribución al desarrollo del país sea por vías indirectas y siempre sujetas a intereses particulares dentro o fuera de la empresa, la propuesta es que el desempeño de la empresa se mida con criterios convencionales de eficiencia. Es decir, separaría la administración de la empresa de la asignación de los recursos que ésta generara, función que ejercería el gobierno.

De ser aprobada la iniciativa, los mexicanos nos encontraríamos ante el inusitado panorama de poder observar si de verdad el gobierno mexicano es reformable como nos dicen nuestros políticos. El tema no es menor: todo en PEMEX está diseñado para avanzar y proteger el régimen de expoliación y privilegios del que goza el sindicato y la burocracia. En lugar de ser la empresa modelo para el país que prometió la expropiación petrolera, PEMEX no es otra cosa que una fuente inagotable de ineficiencia y corrupción. El gran reto que enfrenta la iniciativa que propone el Presidente es el de construir una empresa eficiente y competitiva.

La iniciativa es avezada en algunos rubros y muy limitada en otros. Por un lado, remueve a PEMEX del régimen de control que, a través de la legislación en materia de obra pública y de funcionarios públicos, garantiza que todo esté siempre paralizado sin detener la corrupción. En este sentido, la iniciativa constituye un avance significativo. Sin embargo, para que ese avance no se traduzca en más corrupción y la misma ineficiencia, tendría que garantizarse un régimen de control interno que fuera más creíble y sólido. En la actualidad, en el consejo de le entidad se sientan cinco miembros del sindicato y seis miembros del gabinete. O sea, aunque nos dicen que la empresa es de todos los mexicanos, el sindicato difícilmente un digno representante de la ciudadanía- detenta casi la mitad del control de la empresa. La iniciativa no cambia esa estructura; simplemente propone incorporar a cuatro nuevos consejeros independientes. Difícil de creer que un cambio nominal como éste se podría traducir en un cambio real en la estructura o funcionamiento de la entidad.

Los objetivos que plantea la iniciativa son muy razonables y muy lógicos. Sin embargo, los instrumentos diseñados para lograrlos son tímidos y claramente insuficientes. PEMEX se ha convertido en una vaca sagrada que no es orgullo de mexicano alguno. Todo mundo, incluido el crítico mayor de una reforma, utiliza a la empresa para avanzar sus proyectos particulares. Es tiempo de garantizarle a los dueños, la ciudadanía, que Ali Babá se mude a otra latitud. Aunque los instrumentos que propone la iniciativa son débiles para lograr su cometido, su enfoque es sin duda correcto. La iniciativa tiene que ser aprobada para que México comience a cambiar.

 

Actitud

Luis Rubio

“Cuando la gente se percata de que las cosas van para mal, hay dos preguntas que se puede hacer. Una es ¿qué hicimos mal? y la otra: ¿quién nos hizo esto? Esta última lleva a teorías de la conspiración y a la paranoia; la primera conlleva hacia otra línea de pensamiento: ¿Cómo lo corregimos?” Así plantea Bernard Lewis el problema de las naciones islámicas en la actualidad, en una forma que es absolutamente aplicable a nuestras circunstancias. Casi como respondiendo al planteamiento de Lewis, David Landes, el famoso historiador dedicado al estudio de la riqueza y pobreza de las naciones, agrega que “En la segunda mitad del siglo veinte, América Latina optó por las teorías de la conspiración y la paranoia, en contraste con Japón que, en la segunda mitad del siglo XIX se preguntó ¿cómo resolvemos nuestro problema?”* Si bien en México hay muchos problemas estructurales, ninguno se puede eliminar mientras no exista una actitud decisiva hacia su resolución.

Nuestro problema de actitud es bien conocido. Baste ver las interminables manifestaciones que periódicamente paralizan la ciudad de México para reconocer que hay muy poca disposición a enfrentar nuestros problemas. De hecho, todo parece conspirar en contra: los organizadores de manifestaciones saben bien que es más fácil construir y avanzar posiciones apelando a la víctima que todos llevamos dentro que procurando soluciones concretas, capaces de resolver problemas específicos. La campaña de AMLO en el 2006 fue el epítome de esta actitud: los agravios son tan grandes que nadie debe asumir la responsabilidad de resolverlos.

La sensación de agravio es más amplia de lo que uno pudiera imaginar: no son sólo los campesinos de aquí o los pueblos de allá, poblaciones que al menos tendrían la justificación de que su pobreza es evidente, sino que igual incluye a empresarios y políticos, maestros y deudores. Al referirse a la complejidad de sus inversiones, por ejemplo, hasta los empresarios más exitosos se asumen como víctimas. Se trata de un deporte nacional. Ciertamente, el abuso que han padecido grandes porciones de la población a lo largo de los siglos explica el atractivo de la victimización y la proclividad a explotarla por parte de estrategas que organizan movilizaciones que, valga recordarlo, jamás están orientadas a resolver el problema de los perjudicados, sino a avanzar los intereses de los organizadores.

Lo interesante es que esa actitud de víctima no ha sido característica permanente y universal en la historia del país. Por ejemplo, entre los cuarenta y sesenta, en la era del “desarrollo estabilizador”, la actitud de empresarios, sindicatos y gobierno era la de que, como va el dicho “sí se puede”. Se construían carreteras y se iniciaban empresas, se producía y se creaba riqueza; el sistema bancario crecía y se fortalecía. Hay muchas y buenas razones para criticar aquella era, sobre todo por su fragilidad estructural; sin embargo, lo que nadie puede disputar es que había una actitud proactiva, positiva y constructiva que luego desapareció.

Algo similar ocurriría en los tempranos noventa, periodo en el que se logró un significativo cambio de percepciones. Cualesquiera que hayan sido sus errores y deficiencias, no cabe la menor duda de que Carlos Salinas logró que el país se enfocara, aunque fuera por unos pocos años, hacia el futuro y hacia el resto del mundo, abandonando temporalmente nuestra ancestral propensión de mirar hacia adentro y hacia el pasado. Como en los sesenta, ese cambio de actitud se perdió en la crisis del 94 y 95, crisis que además dio vida a toda la movilización política que culminó en la contienda electoral del 2006 y que consagró no sólo la actitud negativa hacia el progreso, sino sobre todo la sensación de agravio y víctima.

Entender por qué de la negatividad hacia el progreso en general y de la desaparición de los vientos actitudinales positivos y proactivos es vital para nuestro futuro. Estoy cierto de que cada quien tiene una hipótesis distinta sobre las causas de de estos fenómenos y seguramente muchas de ellas serán válidas en su contexto específico. Por ejemplo, nadie puede dudar que padecimos un coloniaje explotador y depredador y que el siglo XIX estuvo saturado de abusos por parte de las diversas potencias de la época. Tampoco se pueden negar los problemas estructurales que caracterizan a casi cada rincón de la vida nacional en materia económica, política social. Sin embargo, como argumentaba Michael Novak respecto a la pobreza y la riqueza, de nada nos sirve entender las causas de la pobreza: de lo que se trata es de entender las causas de la riqueza porque eso es lo que nos podría sacar del hoyo (El Espíritu del Capitalismo Democrático). O, como diría Bernard Lewis, es la diferencia entre una actitud conspirativa y una constructiva.

Independientemente de las causas ancestrales de esa negatividad, todos sabemos que la inauguración de las crisis económicas en los setenta dividió al país. Por un lado se fueron muchos de nuestros políticos que, a partir de los setenta, se sintieron capaces de hacer cualquier cosa y provocaron una incertidumbre permanente: su retórica y sus regulaciones, sus amenazas y su arbitrariedad crearon un ambiente de temor y lograron actitudes timoratas por parte de empresarios y clases medias: nadie quiere asumir riesgos a sabiendas de que siempre hay gato encerrado o un elevado potencial de abuso por parte de la burocracia, los poderosos y los cuates. Por otro lado se fueron los economistas y sus contrastantes propuestas de solución a nuestros problemas. Unos abogaban por reformas profundas con reglas escritas en blanco y negro, otros por un gobierno con amplios poderes para decidir el devenir del desarrollo.

De esta manera, como Odiseo tratando de navegar entre Caribdis y Escila, el mexicano trata de sobrevivir entre la arbitrariedad interconstruida en nuestras leyes y las facultades que políticos y burócratas se arrogan independientemente de las leyes, y las reformas que sin duda han permitido una estructura económica más sólida sobre la que, con la actitud correcta, se podría construir una pujante economía, pero con frecuencia no han probado solucionar lo fundamental. El problema sigue siendo cómo cambiar la actitud que domina nuestro catastrofismo, alimenta el sentido de agravio y crea un terreno fértil para que los vivales abusen, pero no para que el país prospere.

  • (Bernard Lewis en Foreign Affairs, Enero-Febrero 1997; David Landes en Harrison, Lawrence, Culture Matters, 2001).

www.cidac.org

Dos Méxicos

Luis Rubio

Impactante la facilidad que los mexicanos tenemos para coincidir en temas como las vacaciones y las prácticas religiosas tradicionales. Increíblemente contrastante es la incapacidad para conciliar posiciones y coincidir en los temas fundamentales del presente y futuro del país. Son estos contrastes los que marcan nuestra realidad tangible, pero también son sugerentes del potencial tan desaprovechado que realmente tiene el país.

La localidad no hace mayor diferencia: igual puede ser una playa en Acapulco o las playas de cemento en el DF; lo mismo es cierto en la celebración de la vida y muerte de Jesús en Iztapalapa que en las iglesias y poblados en los lugares más recónditos. La capacidad para coincidir es impactante. Los días santos permiten observar y reflexionar sobre las coincidencias, pero también sobre las diferencias que nos caracterizan. Son tantas las coincidencias que parecería mera necedad la incapacidad para enfatizar lo que nos une en lugar de hacer lo que más hacemos: disputar, impedir y obstaculizar.

Pasados los días de coincidencias hemos vuelto a la dura realidad cotidiana. Los perredistas se baten en la sangre de su incapacidad para desarrollar una elección limpia y transparente, como si la redención del mundo estuviera de por medio. Las autoridades regulatorias renuevan su saña para atacar a los supuestos causantes de todos los males, cualquiera que sea el ámbito de su competencia. Los legisladores se atacan entre sí, como si su función fuera la de destruirse mutuamente y no la de encontrar formas de conciliar posiciones y avanzar los intereses del país. En el gobierno federal retornamos al business as usual, es decir, a más de lo mismo. Los grandes proyectos están ahí, pero no son el tema central del discurso ni del actuar. Los gobernadores, cuan caballos en el hipódromo, no ven más que la posibilidad de ser candidatos a la presidencia. La responsabilidad de gobernar es lo de menos.

Observando el panorama de estos días reflexionaba yo sobre el contraste entre los dos mundos: el del mexicano común y corriente que coincide con sus pares en querer una vida mejor o, al menos, que los políticos no le hagan imposible su vida cotidiana; y el de los políticos y gobernantes que, en su afán por lograr grandes propósitos personales o nacionales, se empecinan en privilegiar las diferencias y hacer imposible la construcción de un gran esfuerzo nacional hacia el desarrollo y la civilidad.

¿Por qué, me preguntaba, otras naciones con historias similares han podido romper con sus diferencias en aras de transformarse para que todos ganen? Es evidente que los españoles, por citar un ejemplo evidente, tienen perspectivas profundamente contrastantes respecto a la mejor forma de gobernarse y progresar y, sin embargo, han tenido la capacidad para sumar esfuerzos y construir un sistema político funcional y una economía pujante. ¿Por qué no lo podemos hacer nosotros? ¿Será que en el país sólo existe capacidad de funcionar cuando estamos en presencia de autoridades «superiores», aquellas en que ningún común mortal toma decisiones?

Todo parece indicar que el país funciona, y ha funcionado, sólo cuando se trata del César o de Dios, es decir, cuando ha habido un presidente o gobernante autoritario capaz de imponerse y mandar o cuando la autoridad celestial impone sus tradiciones, como es el caso del vía crucis. ¿Será que somos negados para la democracia? Lo evidente es que la dinámica política nacional se alimenta de resentimientos más que de la búsqueda de coincidencias. ¿Será posible cambiar esta dinámica perversa?

Al día de hoy, hay dos fallas casi geológicas que nos dividen. La primera se refiere a la política económica, en tanto que la segunda tiene que ver con la forma de gobernarnos y trasformar al país.

En cuanto a la economía, aunque las diferencias prácticas han disminuido, éstas siguen siendo inmensas en el mundo de la retórica. El gran punto de quiebre tiene que ver con las reformas iniciadas en los 80, que rompieron con el estatismo de los años 70. Es irrelevante discutir los méritos de implantar una estrategia de desarrollo fundamentada en los mercados respecto a los méritos de una economía estatizada, pues la verdadera diferencia no es pragmática sino ideológica y política. La disputa política que ha caracterizado al país en los últimos años ha enfatizado las diferencias en el camino económico, pero los límites de acción reales son mucho más estrechos de los que la retórica sugiere. Lo anterior, sin embargo, no ha disminuido la retórica ni ha servido para educar a nuestros políticos respecto al ambiente que es necesario construir para que el país atraiga inversiones y pueda prosperar.

Las diferencias respecto a la forma de gobernarnos y transformar al país son sugerentes del verdadero conflicto que nos caracteriza. Los mexicanos estamos profundamente divididos y atrincherados en dos lados de una hasta hoy infranqueable barrera: por un lado están aquellos que creen que el progreso se logra dando pequeños pasos graduales dentro de las instituciones existentes, sean éstas buenas o malas; por el otro están aquellos que consideran que la única forma de avanzar es por medio de la violencia, el asalto a las instituciones y la imposición de una nueva forma de gobierno. Estas dos perspectivas representan no solo un contraste, sino una aguda división que aqueja a todos los ámbitos de la sociedad. Pero lo peor es que buena parte de la población se encuentra en un estadio intermedio donde la impunidad es la regla y la destrucción gradual de las instituciones la inevitable consecuencia.

La gran pregunta es si las diferencias de forma que nos caracterizan son conciliables dentro de un entorno democrático. Si uno ve hacia atrás, lo evidente es que el país ha logrado un enorme progreso en las últimas décadas. Nos quejamos mucho y enfatizamos las carencias, pero lo logrado en estos años es en muchos sentidos impactante. Por otro lado, cualquiera que otee el futuro sabe que éste se ve cuesta arriba. Se ve difícil porque hemos optado por hacerlo difícil, cuando no imposible. El país necesita un gobierno con visión y capacidad de articular alianzas legislativas que trasciendan la coyuntura y permitan enfocarnos hacia el largo plazo en un contexto de contrapesos ciudadanos efectivos. Lo que hemos estado viviendo -alianzas para asuntos específicos- impone un elevadísimo costo y, sobre todo, privilegia el conflicto y la distancia. Así no se desarrolla un país.

Lo evidente, como ilustran las coincidencias entre los mexicanos de todos colores y sabores, es que un mejor futuro es realmente posible.

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Competitividad

Luis Rubio

La política es un componente inherente a toda actividad humana y la competitividad de una empresa o de un país no es excepción. En este sentido, es imposible separar la política del conjunto de decisiones y realidades que determinan la capacidad competitiva de una empresa o las condiciones que hacen posible atraer nueva inversión. La política es un instrumento que la humanidad se ha dado para conciliar diferencias, resolver conflictos y avanzar proyectos, pero con gran facilidad puede servir para exactamente lo contrario: generar diferendos y paralizar a una sociedad. La diferencia reside en las instituciones que norman la vida política y los incentivos que motivan las decisiones de los actores políticos. Por años, México se ha visto impedido para avanzar un proyecto conducente a una mayor competitividad porque eso es lo premian los incentivos prevalecientes.

La política es un espacio en el que se conjugan voluntades y se confrontan ideas, intereses y proyectos de todo tipo. La política funciona dentro de los parámetros que establecen las instituciones, tanto las formales como las informales, con que cuenta cada sociedad. Dentro de esos marcos, los políticos actúan, negocian, deciden y conducen los destinos de una sociedad. Pero, en lo fundamental, los políticos no son autónomos: responden ante los estímulos que emanan de sus bases políticas, de los grupos o partidos con los que compiten y de los beneficios o costos que un determinado modo de actuar o decidir les podría representar. De esta manera, cuando las normas y preferencias sociales propician la toma de decisiones, la discusión de nuevos paradigmas y la asunción de riesgos, los políticos avanzarán nuevos proyectos y estarán dispuestos a probar opciones que en otras condiciones podrían parecer disonantes. Por el contrario, si esas mismas normas y preferencias sociales tienden a premiar la inacción o castigan la asunción de riesgos, los políticos responderán de la manera más conservadora posible.

Aunque todas las sociedades tienen preferencias históricas respecto a los riesgos que están dispuestas a asumir, hay periodos que propician actitudes más conservadoras, en tanto que otros producen el resultado opuesto. En algunas ocasiones, un liderazgo eficaz puede provocar grandes cambios y transformaciones en una sociedad tradicional y conservadora, y viceversa: aun en sociedades acostumbradas a procesos constantes de cambio, hay momentos y circunstancias que limitan o impiden el ejercicio eficaz del poder.

En nuestro caso, la sociedad mexicana se ha tornado crecientemente conservadora en el sentido de propiciar cambios y asumir riesgos que podrían incrementar los niveles de productividad, atraer más inversión y generar tasas elevadas de crecimiento económico. La pregunta es por qué.

De entrada, uno supondría que una mayor tasa de crecimiento económico sería aplaudida por toda la población porque, aun en sociedades y economías burocratizadas y escleróticas como la nuestra, el crecimiento de la economía permite romper paradigmas, penetrar feudos y cambiar el statu quo. Sin embargo, aunque todo mundo clama por mayores tasas de crecimiento, es evidente que en los últimos años han sido mucho más poderosas las fuerzas que se oponen a los cambios y reformas que podrían propiciar ese crecimiento que aquellas que están dispuestas a promoverlo.

Para elevar su tasa de crecimiento, una economía requiere emprender diversas reformas que pueden ser del tipo de las que se han discutido en México por años o de distinta naturaleza, pero el hecho de reformar entraña decisiones y acciones políticas porque, en su esencia, una reforma implica una afectación de intereses y, por lo tanto, una alteración del statu quo. Es decir, una reforma entraña ganadores y perdedores; si la reforma está debidamente concebida e instrumentada (algo que no ha sido frecuente en nuestro país), los ganadores serían tantos más que los perdedores, que el resultado brillaría en la forma de amplios beneficios sociales. Por su parte, los intereses que se benefician del statu quo harán hasta lo imposible por impedir que se lleven a cabo cambios que los afecten. Lo peculiar en México es que con gran frecuencia la población apoya y sustenta los intereses de esos grupos a pesar de que, desde un punto de vista analítico, parecería que no actúan en su mejor interés.

Como se decía al inicio, los políticos responden ante los estímulos que enfrentan. Dada la estructura política de nuestro país y la poca representatividad social que caracteriza a nuestros partidos y políticos, la política mexicana tiende a propiciar la sobre representación de los grupos de interés más poderosos, igual los de carácter político-burocrático que sindical y empresarial, todo lo cual favorece al statu quo. Esta situación se explica por diversas circunstancias entre las que sobresalen: la ausencia de reelección, la peculiar naturaleza del sistema de representación proporcional y la fortaleza de diversos grupos de interés como sindicatos, grupos informales pero unidos por un propósito o ideología común- que guardan amplia cercanía con partidos o grupos políticos dentro de los propios partidos.

Pero lo interesante, y quizá el mayor desafío político que enfrenta el país para elevar sus niveles de productividad y con ello una mayor tasa de crecimiento de la economía, es que, en general, la sociedad no percibe beneficios de una eventual alteración en el statu quo. Es decir, en términos generales y de manera implícita, la población mexicana ha llegado a la conclusión de que un mayor crecimiento de la economía sólo beneficiaría a los intereses más poderosos de la sociedad y, por lo tanto, considera que no vale la pena asumir el costo o los riesgos de promoverlo. Esa es la razón por la cual la sociedad mexicana vota por la estabilidad y se opone a una transformación o modernización que, en papel, pudiera beneficiarla. Mejor el statu quo que algo todavía peor.

La implicación fundamental de esta realidad es que una transformación real de la sociedad mexicana sólo es posible en la medida en que, por la vía del ejemplo, el gobierno modifique actitudes y percepciones. Y el ejemplo no puede ser otro que el del ataque frontal a los privilegios e intereses que la sociedad asocia con el poder, el abuso y la inflexibilidad que son el pan de cada día de la política. La competitividad del país mejorará sólo en la medida en que cambie el statu quo y no al revés.

 

Mal manejo

Luis Rubio

Cuando un barco se está quemando, la primera prioridad tiene que ser salvar a la nave y a los pasajeros y no a miembros individuales de la tripulación. En el caso de Juan Camilo Mouriño, el gobierno del presidente Calderón enfrenta la prueba más dura de su mandato y, al menos hasta ahora, no ha logrado siquiera definir la naturaleza del problema ni sus implicaciones. Independientemente de la veracidad de la información en contra del Secretario de Gobernación o de si éste haya cometido un delito, es evidente que se trata de un embate político y no legal. El excandidato opositor ha logrado asestar un duro golpe político al gobierno, mientras que éste intenta manejarlo como si se tratara de un mero asunto de trámite legal. No son fáciles las opciones para el Presidente, pero a menos de que pronto logre cambiar los términos de referencia en la vida política del país, puede aquí acabar experimentando su Atenco.

El primer error del gobierno ha consistido en tratar el asunto como legal, cuando es político; el segundo ha sido montar una defensa a ultranza así se implique al propio Presidente en el camino; finalmente, en lugar de buscar opciones, se ha atrincherado. Esta no es una manera seria y responsable de administrar una crisis.

El objetivo principal del gobierno tiene que ser el de mantener su viabilidad como entidad gobernante y eso implica control de sus procesos, capacidad de interlocución, probidad frente a la opinión pública y habilidad para administrar las situaciones de crisis que inevitablemente se presentan en toda sociedad. En lugar de afianzar estas capacidades, el gobierno se ha empecinado a defender a un funcionario sin reparar en los costos de sus acciones.

Lo anterior no quiere decir que un gobierno tenga que entregar la cabeza de un funcionario cada que éste sea desafiado en los medios por fuentes de oposición. Seguir una línea de esa naturaleza implicaría entregar el gobierno a sus rivales. Sin embargo, una estrategia que privilegia la defensa de un funcionario por encima de la viabilidad del gobierno no parece muy inteligente o lógica.  Esto podría ser particularmente delicado si la población y la opinión pública acaban concluyendo que se toleran bajos estándares éticos, pues eso transferiría el problema al propio presidente de la República.

El país enfrenta una potencial crisis política no por lo que haya firmado o no el actual funcionario, sino por la torpeza con que se están administrando los procesos y circunstancias. Al día de hoy, el presidente tiene tres opciones, al menos en concepto: seguir defendiendo al funcionario, capitular ante sus contrincantes o cambiar los términos de la discusión pública.

La defensa que hace el gobierno del Secretario de Gobernación es comprensible y lógica. Primero y ante todo, no se ha demostrado ilegalidad alguna en los actos que se le imputan. Segundo, existe una larga relación personal entre el Presidente y el funcionario. Finalmente, un gobierno tiene que actuar frente a su oposición. Todo esto hace comprensible y explicable el actuar gubernamental, pero no lo hace lógico. Peor, le está llevando al gobierno en su conjunto a convertirse en parte de la crítica situación, con lo que corre el riesgo de acabar siendo el problema.

Valdría la pena traer a colación una anécdota que tuve la oportunidad de observar con relativa cercanía en su momento. El presidente Zedillo enfrentó varias situaciones críticas de una naturaleza similar a la que actualmente padece el Presidente Calderón al inicio de su sexenio. Primero, literalmente unos días después de iniciado su mandato, experimentó el embate relacionado con las credenciales académicas de su entonces Secretario de Educación. Dos semanas después, en medio de la peor crisis financiera que jamás haya enfrentado el país, le renunció su Secretario de Hacienda. Finalmente, no pasó un semestre antes de que su Secretario de Gobernación se tornara insostenible. Un común denominador de los tres funcionarios era que se trataba de personas cercanas al presidente y, al menos uno de ellos, amigo cercanísimo. Lo interesante para mí como observador externo fue la forma en que el entonces presidente Zedillo cambió frente a esa situación. En lugar de lamentarse y defender a capa y espada a sus funcionarios, se sintió liberado. Al ya no tener amigos cercanos y personales obtuvo la distancia necesaria para poder funcionar con subordinados profesionales que, a partir de ese momento, podrían ser removidos sin contemplación. Ese no acabó siendo un gran sexenio, pero ilustra la necesidad de un presidente de preocuparse por su responsabilidad y no por la de cada uno de sus funcionarios en lo individual.

Desde esta perspectiva, puede ser injusto sacrificar a un funcionario cercano, máxime la calidad moral del acusador que, como ilustra su paso por el DF, no fue pulcro e impecable, pero ese no es el tema. La situación ha escalado hasta tornarse crítica, al grado que el secretario de gobernación ha perdido toda capacidad para ejercer sus funciones. Sin embargo, capitular y entregar su cabeza a la oposición en este momento implicaría un suicidio. Es quizá esa la razón que le ha orillado al Presidente a buscar caminos intermedios y negociaciones laterales con otros partidos, pero nada de eso constituye una solución duradera.

En el fondo, el problema actual reside en la debilidad del equipo que acompaña al presidente, donde hay muy pocos verdaderos políticos experimentados y profesionales en el gabinete, es decir, políticos con probada capacidad de interlocución y operación con todas las fuerzas políticas. Esta realidad ha fortalecido a su oposición dentro del PRD, debilitado a sus aliados potenciales y lo ha hecho totalmente dependiente del PRI.

En un escenario ideal, el presidente debería renovar a la parte de su equipo que no tiene las características políticas necesarias para desempeñar sus funciones, aceptar las pérdidas que ha sufrido en aras del futuro y encontrar oportunidades que le permitan cambiar los términos de referencia de la discusión actual. Y ese es el tema nodal: la crisis actual no tiene solución a menos de que todo el país comience a enfocarse en una dirección distinta a la actual, porque lo existente está viciado y no permite soluciones convincentes.

En condiciones similares, DeGaulle firmó la paz con Argelia, Sadat fue a Jerusalém y Salinas metió a La Quina al tambo. Es tiempo de que el presidente Calderón haga valer las prerrogativas de su función y le de nuevos bríos a su gobierno y al país.

 

Gran confusión

Luis Rubio

A río revuelto, reza el dicho, ganancia de pescadores. En el tema energético, parece haber tres tipos de actores: los que revuelven, los que intentan pescar y los que no saben para quien trabajan. Lo más interesante de la película energética actual es que hay un actor, López Obrador, dominando el panorama y obligando a todos los demás a confundirse. Porque el objetivo de AMLO no es el petróleo sino el protagonismo: está utilizando un tema políticamente cargado para lograr prominencia política. En el camino, está inhibiendo toda discusión seria, lo que abona a su protagonismo y, al menos hasta el momento, no se ha encontrado con nada ni nadie, excepto su propia violencia verbal, que desacredite su estrategia. La pregunta clave es dónde quedan los millones de mexicanos que siguen siendo pobres gracias al mito petrolero.

Lo más patético es que el debate sobre el petróleo, como el del país, sigue siendo sobre el pasado. Nadie parece tener la mirada en el tipo de industria petrolera que el país requiere a la luz de la realidad de hoy, el siglo XXI globalizado, que en nada se asemeja a las circunstancias de 1938. La solución no está en hacer pequeños cambios legales a la estructura de la empresa petrolera, sino en reconcebir la función que debiera tener la industria para beneficio del desarrollo del país. Sólo una visión así puede cambiar la naturaleza perversa del conjunto de monólogos en que vive el país en la actualidad.

El problema de PEMEX, todos lo sabemos, no es económico. Con toda su ineficiencia, corrupción y desperdicio, la empresa genera ríos de dinero. El problema del sector petrolero del país es que no existe una concepción integral de industria, ni una actitud abierta a reconocer las formas en que el mundo del petróleo y la energía han ido evolucionando en las últimas décadas hasta convertirse en sector central del desarrollo económico de los países productores. Antes bien, en nuestro entorno político predominan los intereses particulares y las salidas fáciles para evitar decisiones difíciles. En adición a esto, para prevenir que se lleven a cabo discusiones serias sobre el tema se nutren mitos y más mitos, que no hacen sino alimentar la ignorancia y mantener el statu quo que, no sobra decir, sólo beneficia a unos cuantos.

El principal de los mitos es la idea de que alguien –el gobierno, los malosos, el PRI, los empresarios, quien sea- quiere privatizar la industria. Nunca, desde luego, se especifica aquello que supuestamente se pretende privatizar. El uso del término “privatizar” como adjetivo sirve para descalificar y, con eso, cerrar la posibilidad de cualquier discusión. Cualquiera que observe el panorama internacional va a notar que en la abrumadora mayoría de las naciones que cuentan con petróleo o gas es el gobierno el que es dueño de los recursos. Parecería evidente que esa no es una discusión relevante en nuestro país: la noción de privatizar la propiedad de los recursos del subsuelo es simplemente absurda y no cuenta con un solo proponente (al menos serio).

La discusión de fondo debería ser sobre la naturaleza de la industria petrolera que el país requiere y sobre la forma en que esa industria debería estar integrada. En otras palabras, es indispensable partir de una definición del conjunto de la industria para luego enfocarse al papel que, en esa definición, correspondería a la empresa petrolera actual. Una discusión sensata sobre la industria (que evidentemente no es la que actualmente tenemos) debería comenzar por analizar la organización y características del mundo petrolero y energético mundial para, en ese contexto, situar el fenómeno mexicano.

Tendríamos que estar analizando y respondiendo a interrogantes como: ¿qué tipo de energía se va a requerir en los próximos cincuenta años? ¿Cuál es el futuro de los campos petroleros actuales? ¿Qué tecnologías requiere la industria? ¿Cuáles son nuestros rezagos respecto a otras naciones? ¿Cuál es la organización más eficiente para desarrollar y explotar los recursos con que contamos? ¿Quiénes son nuestros competidores? ¿Cuándo es más económicamente racional exportar crudo y cuándo es rentable emplearlo para producir petroquímicos y productos refinados? Por encima de todo: ¿qué papel juega, o puede jugar, la industria petrolera mexicana en el desarrollo del país?

Mientras no respondamos a interrogantes de esta naturaleza, seguiremos trabajando para mantener el statu quo y, por lo tanto, la corrupción y la ineficiencia. PEMEX es una empresa que se fue construyendo a lo largo del tiempo y respondiendo a circunstancias que nadie planeó de antemano. En el camino, la empresa acabó siendo presa de toda clase de intereses internos y externos. El primero en apropiarse de la empresa fue el sindicato; luego vino a compartir el banquete su insaciable burocracia. A partir de los ochenta, fue el gobierno federal el que se llevó la gran tajada y se hizo dependiente de los recursos derivados del petróleo. Más recientemente, gracias a la ridícula fórmula de distribución de “excedentes”, son los gobernadores los que se han hecho adictos al caudal de dinero que se deriva de la exportación de crudo. En suma, tenemos una industria sin definición, a la deriva en un mar de intereses creados, y una empresa que no es otra cosa que la caja que nutre todo el desperdicio del gobierno federal, de los gobernadores y, a través del sindicato, del PRI.

La verdad es que el statu quo es muy funcional para todos los beneficiarios de este proceso. Aunque sin duda hay políticos serios y responsables planteando y estudiando alternativas a la estructura actual de la industria, nadie está discutiendo lo esencial. Unos quieren proteger su fuente de ingresos, otros aprovecharla como plataforma política, pero nadie está replanteando la función del petróleo en el desarrollo del país.

Podemos discutir sobre la explotación de los recursos en aguas profundas o sobre la gasolina que importamos, el estado de la infraestructura (oleoductos, plataformas y demás), las diferencias entre petroquímica básica y secundaria o sobre la participación o no de la inversión privada. Sin embargo, no es ahí donde está el meollo. El tema central es la naturaleza de la industria que el país requiere y cómo debe y puede construirse una industria idónea para el siglo XXI. Este es el tema de fondo porque es el que permitiría lograr lo que la mayoría dice que quiere: mayor eficiencia, productividad e impacto en el desarrollo del país. Y no hay que caer en la confusión intencional: la forma en que se resuelva esto es clave para millones de mexicanos que demandan prosperidad y no mitos o propiedades ficticias.

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Grupo de presión

Luis Rubio

¿Por quién debería apostar México? ¿Por el pasado o por el futuro? ¿Por el consumidor o por el productor? ¿Por los grupos de interés creado o por las empresas que todavía están por nacer? ¿Por las cúpulas sindicales abusivas o por los derechos de todos los trabajadores? ¿Por el mérito o por el privilegio? ¿Por la modernización institucional o por el statu quo? ¿Por el crecimiento acelerado o por el mantenimiento de la distribución actual de la riqueza? Estos son los dilemas medulares que el país tiene que resolver y definir. Todo indica que algunos de esos dilemas estarán en la palestra legislativa más temprano que tarde.

El tema es la iniciativa de ley que flota en el poder legislativo sobre la creación de un “Consejo Económico y Social de Estado” (CES). Se trata de una propuesta que se ha venido gestando desde hacer varios años y que no ha cambiado de naturaleza: su objetivo es el de preservar la discrecionalidad que impide que el país cuente con reglas claras y predecibles para que la economía pueda prosperar para beneficio de todos los mexicanos. Se trata de una burda propuesta de corte fascista para preservar privilegios.

En un país de alma corporativista como el nuestro, todo se quiere resolver en privado. Existe una marcada tendencia por evitar el debate público, presentar puros fait accompli, es decir, decisiones tomadas de antemano sin el tipo de discusión que sería normal y necesario en una democracia. Nuestra historia es propensa a decidir en privado los temas donde la opacidad y el tráfico de influencias son práctica común.

La idea de crear un CES consiste en formalizar ese mundo de arreglos privados y de tráfico de influencias y privilegios a través de un mecanismo formal de presión cuyo objetivo es proteger los intereses de sus integrantes. De crearse semejante instrumento, el obstáculo para la modernización del país quedaría interconstruido en el proceso político y legislativo.

El proyecto de crear un Consejo de esta naturaleza lleva años siendo promovido por las organizaciones sindicales más militantes y favorecidas del país, así como por algunas cámaras empresariales que se han sumado al objetivo de institucionalizar los privilegios de que gozan. Todos los integrantes del grupo que promueve la creación de este mecanismo tienen la fuerte convicción de que el país funcionaba mejor antes, cuando la toma de decisiones estaba concentrada, pero sobre todo cuando el criterio que animaba las decisiones sobre todo en materia económica residía en la preservación del statu quo.

Los objetivos que propone la iniciativa de ley hacen imposible no caer en un cinismo irredento. Según la iniciativa, el CES propone objetivos aparentemente inofensivos, hasta inocentes, pero que en realidad implican una transformación del régimen de (medio) libertad económica que nos caracteriza. Las atribuciones que tendría el Consejo incluirían algunos como los siguientes: “promover el diálogo, la deliberación… y la concertación entre los …sujetos sociales y económicos”, “ser órgano de consulta obligatorio”, “formular recomendaciones…”, “eliminar la desigualdad e inequidad de las mujeres”, “analizar los problemas generales”, “promover iniciativas de ley”, “interponer demandas de controversia constitucional”, “elaborar investigaciones”. En suma, ser un órgano de presión política.

Los objetivos podrían parecer razonables pero cuando uno ve la integración que se propone para el CES, se puede apreciar su verdadera naturaleza. Lo que se busca es oficializar y centralizar la representación del corporativismo: organizaciones sindicales, empresariales y de la sociedad civil. Da la impresión de que, en el fondo, se trata de recrear al viejo PRI como organización capaz de sumar  a las organizaciones, cámaras y empresas que acaparan el poder y que buscan impedir que el resto de la población tenga la oportunidad de competir, crecer y desarrollarse.

Los objetivos que se propone perseguir el CES y la integración de sus miembros revela lo que yace detrás de la iniciativa: se busca preservar lo existente, lo que inevitablemente implica negar la posibilidad de un futuro distinto. Por ejemplo, hoy lo crucial para el desarrollo económico reside en la agregación de valor, sobre todo en servicios. Sin embargo, este organismo excluiría de entrada a cualquier cámara, asociación o empresa que se dedique o pretenda dedicarse a esa línea de negocio por la simple razón de que no tendría “representatividad” como supuestamente si la tienen las viejas y caducas organizaciones sindicales o las empresas oligopólicas.

En realidad, el CES procuraría objetivos como los siguientes: a) promover los intereses de los integrantes del propio Consejo; b) proteger lo existente; c) definir la identidad nacional en términos de lo que convenga a los miembros del Consejo; d) promover una definición de competitividad que sirva para preservar lo existente, así implique negar otras formas de competencia, otro tipo de empresas, otros sectores de la economía. Un proyecto como este no sería más que otro clavo en el ataúd del futuro económico del país.

El CES se convertiría en un grupo de presión al servicio de los intereses más retrógrados del país, retrógrados porque ven su futuro en mantener el pasado, no porque sus dueños o integrantes sean personas indecentes o impresentables. Se promovería la preservación de los monopolios públicos y privados que impiden que se liberen las fuerzas productivas y que se desarrolle cada individuo y cada región. Una entidad de esta naturaleza no haría sino anular los ya de por sí pocos derechos ciudadanos, político y económicos que como votantes y consumidores tenemos.

Un CES no constituye un complemento, sino un substituto, una alternativa a un sistema político que aspira a ser democrático y representativo y a una economía que busca generar oportunidades para todos los integrantes de la sociedad, sin excepción, a través de la competencia y la productividad. Los objetivos que los promotores del CES ven como positivos son precisamente los que impiden el desarrollo de una economía moderna y competitiva. Por todo eso es una pésima idea que nuestros legisladores deberían rechazar sin contemplación.

En lugar de un CES, nuestro congreso debería abocarse a eliminar las fuentes de privilegio que hoy mantienen amarrado al país. Es decir, se debería adoptar un marco regulatorio libre de preferencias y privilegios para comenzar a limpiar al país de las fuentes de poder y riqueza que nutren a quienes hoy las quieren perpetuar a través de un CES. Eso es lo que requiere el país; no un Corporativismo Eternamente Sobreprotegido.

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