Grupo de presión

Luis Rubio

¿Por quién debería apostar México? ¿Por el pasado o por el futuro? ¿Por el consumidor o por el productor? ¿Por los grupos de interés creado o por las empresas que todavía están por nacer? ¿Por las cúpulas sindicales abusivas o por los derechos de todos los trabajadores? ¿Por el mérito o por el privilegio? ¿Por la modernización institucional o por el statu quo? ¿Por el crecimiento acelerado o por el mantenimiento de la distribución actual de la riqueza? Estos son los dilemas medulares que el país tiene que resolver y definir. Todo indica que algunos de esos dilemas estarán en la palestra legislativa más temprano que tarde.

El tema es la iniciativa de ley que flota en el poder legislativo sobre la creación de un “Consejo Económico y Social de Estado” (CES). Se trata de una propuesta que se ha venido gestando desde hacer varios años y que no ha cambiado de naturaleza: su objetivo es el de preservar la discrecionalidad que impide que el país cuente con reglas claras y predecibles para que la economía pueda prosperar para beneficio de todos los mexicanos. Se trata de una burda propuesta de corte fascista para preservar privilegios.

En un país de alma corporativista como el nuestro, todo se quiere resolver en privado. Existe una marcada tendencia por evitar el debate público, presentar puros fait accompli, es decir, decisiones tomadas de antemano sin el tipo de discusión que sería normal y necesario en una democracia. Nuestra historia es propensa a decidir en privado los temas donde la opacidad y el tráfico de influencias son práctica común.

La idea de crear un CES consiste en formalizar ese mundo de arreglos privados y de tráfico de influencias y privilegios a través de un mecanismo formal de presión cuyo objetivo es proteger los intereses de sus integrantes. De crearse semejante instrumento, el obstáculo para la modernización del país quedaría interconstruido en el proceso político y legislativo.

El proyecto de crear un Consejo de esta naturaleza lleva años siendo promovido por las organizaciones sindicales más militantes y favorecidas del país, así como por algunas cámaras empresariales que se han sumado al objetivo de institucionalizar los privilegios de que gozan. Todos los integrantes del grupo que promueve la creación de este mecanismo tienen la fuerte convicción de que el país funcionaba mejor antes, cuando la toma de decisiones estaba concentrada, pero sobre todo cuando el criterio que animaba las decisiones sobre todo en materia económica residía en la preservación del statu quo.

Los objetivos que propone la iniciativa de ley hacen imposible no caer en un cinismo irredento. Según la iniciativa, el CES propone objetivos aparentemente inofensivos, hasta inocentes, pero que en realidad implican una transformación del régimen de (medio) libertad económica que nos caracteriza. Las atribuciones que tendría el Consejo incluirían algunos como los siguientes: “promover el diálogo, la deliberación… y la concertación entre los …sujetos sociales y económicos”, “ser órgano de consulta obligatorio”, “formular recomendaciones…”, “eliminar la desigualdad e inequidad de las mujeres”, “analizar los problemas generales”, “promover iniciativas de ley”, “interponer demandas de controversia constitucional”, “elaborar investigaciones”. En suma, ser un órgano de presión política.

Los objetivos podrían parecer razonables pero cuando uno ve la integración que se propone para el CES, se puede apreciar su verdadera naturaleza. Lo que se busca es oficializar y centralizar la representación del corporativismo: organizaciones sindicales, empresariales y de la sociedad civil. Da la impresión de que, en el fondo, se trata de recrear al viejo PRI como organización capaz de sumar  a las organizaciones, cámaras y empresas que acaparan el poder y que buscan impedir que el resto de la población tenga la oportunidad de competir, crecer y desarrollarse.

Los objetivos que se propone perseguir el CES y la integración de sus miembros revela lo que yace detrás de la iniciativa: se busca preservar lo existente, lo que inevitablemente implica negar la posibilidad de un futuro distinto. Por ejemplo, hoy lo crucial para el desarrollo económico reside en la agregación de valor, sobre todo en servicios. Sin embargo, este organismo excluiría de entrada a cualquier cámara, asociación o empresa que se dedique o pretenda dedicarse a esa línea de negocio por la simple razón de que no tendría “representatividad” como supuestamente si la tienen las viejas y caducas organizaciones sindicales o las empresas oligopólicas.

En realidad, el CES procuraría objetivos como los siguientes: a) promover los intereses de los integrantes del propio Consejo; b) proteger lo existente; c) definir la identidad nacional en términos de lo que convenga a los miembros del Consejo; d) promover una definición de competitividad que sirva para preservar lo existente, así implique negar otras formas de competencia, otro tipo de empresas, otros sectores de la economía. Un proyecto como este no sería más que otro clavo en el ataúd del futuro económico del país.

El CES se convertiría en un grupo de presión al servicio de los intereses más retrógrados del país, retrógrados porque ven su futuro en mantener el pasado, no porque sus dueños o integrantes sean personas indecentes o impresentables. Se promovería la preservación de los monopolios públicos y privados que impiden que se liberen las fuerzas productivas y que se desarrolle cada individuo y cada región. Una entidad de esta naturaleza no haría sino anular los ya de por sí pocos derechos ciudadanos, político y económicos que como votantes y consumidores tenemos.

Un CES no constituye un complemento, sino un substituto, una alternativa a un sistema político que aspira a ser democrático y representativo y a una economía que busca generar oportunidades para todos los integrantes de la sociedad, sin excepción, a través de la competencia y la productividad. Los objetivos que los promotores del CES ven como positivos son precisamente los que impiden el desarrollo de una economía moderna y competitiva. Por todo eso es una pésima idea que nuestros legisladores deberían rechazar sin contemplación.

En lugar de un CES, nuestro congreso debería abocarse a eliminar las fuentes de privilegio que hoy mantienen amarrado al país. Es decir, se debería adoptar un marco regulatorio libre de preferencias y privilegios para comenzar a limpiar al país de las fuentes de poder y riqueza que nutren a quienes hoy las quieren perpetuar a través de un CES. Eso es lo que requiere el país; no un Corporativismo Eternamente Sobreprotegido.

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